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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (44 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Lo detuvieron —le explicaría unos días después Juan, entre sus mulas, en el campo de la Verdad—. El veedor encontró el escondite de las barricas, aunque por la determinación con que se dirigió al lugar… Se diría que alguien había denunciado a León.

30

Plaza de la Corredera, primavera de 1573

El estiércol era una mercancía apreciada en la Córdoba de las huertas y los mil patios floridos. Hernando continuaba trabajando en la curtiduría por los dos míseros reales al mes que le pagaban. Con ello lograba acreditar ante el justicia una ocupación estable que además le permitía, siempre encubierto por el oficial que jugaba al amor con la esposa del maestro, la movilidad necesaria para dedicarse a sus otros asuntos. Pero ese exceso de trabajo fue en detrimento de la recogida del estiércol necesario para apelambrar los pellejos, y pese a que el oficial le excusaba, la carencia de estiércol era ya insostenible.

Aquel primer domingo de marzo, al alba, quince toros bravos acompañados por algunas vacas, procedentes de las dehesas cordobesas, cruzaron al galope el puente romano de acceso a la ciudad. Tras ellos, azuzándolos, vaqueros a caballo armados con largas garrochas con las que los habían corrido desde el campo. En el extremo del puente, pese a la temprana hora, las festivas gentes de la ciudad de Córdoba esperaban a los toros. Desde allí, el encierro discurriría por la ribera del Guadalquivir hasta la calle Arhonas, luego subiría por ésta hasta la del Toril, junto a la plaza de la Corredera, donde los toros serían encerrados hasta la tarde.

El día anterior el oficial se lo advirtió a Hernando:

—Necesitamos estiércol. Mañana habrá encierro y se correrán quince toros. Tanto en el recorrido de la manada como en las plazas cercanas a la Corredera, allí donde estén los caballos de los nobles, podrás encontrarlo.

—Los domingos no se debe trabajar.

—Es posible, pero si no trabajas mañana, ten por seguro que tampoco lo harás el lunes. El maestro ya me ha llamado la atención. Sí —añadió con rapidez ante la expresión amenazante que adoptó el rostro de Hernando—, yo tampoco lo haré si tú… Bueno, ¡tú mismo! Si eso es lo que quieres, perderemos los dos el trabajo.

—Los criados de los nobles no me dejarán.

—Los conozco. Yo estaré allí. Te permitirán recoger el estiércol. Primero recoge el del encierro.

Y allí estaba Hernando, plantado en el extremo del puente romano, mezclado entre la gente con un gran capazo de esparto en sus manos, tras una talanquera construida por el cabildo para obligar a los toros a que girasen y continuasen su carrera por la ribera del río, en cuyo margen se amontonaban los vecinos que, en caso de apuro, sólo podrían lanzarse al agua. En la embocadura de la calle Arhonas, en la ribera, se había dispuesto otra empalizada para que los toros tomaran por dicha calle. A partir de allí, las confluencias con las demás calles de la Ajerquía por las que discurriría el encierro también se encontraban protegidas con grandes maderos hasta la calle del Toril, donde se montó un cercado con una única salida: la plaza de la Corredera.

Hernando notó el nerviosismo de la gente ante el rumor de toros y vaqueros en el campo de la Verdad.

—¡Ya llegan! ¡Ya vienen! —se oía gritar.

El estruendo de los animales al cruzar el antiguo puente de piedra se confundió con los chillidos. Algunos hombres saltaron las vallas y empezaron a correr delante de la manada; otros prepararon dardos para lanzar contra los toros o viejas capas con las que distraerlos de su carrera. Hernando vio cómo los morlacos le pasaban por delante, detrás de las vacas: bramaban, galopando a ciegas, en grupo, por delante de los vaqueros. El giro del puente a la ribera era brusco y en pendiente debido al desnivel existente entre el puente y la orilla, por lo que varios toros chocaron contra la valla de madera. Uno de ellos cayó y resbaló por el suelo mientras era pisoteado por los que le seguían; un joven trató de echarle una capa por delante, pero el toro, con una agilidad asombrosa, saltó desde el suelo y le corneó en el muslo, alzándolo por encima de su testuz. Hernando alcanzó a ver cómo otros dos hombres que corrían por delante también eran corneados, pero cuando los toros se revolvieron para ensañarse en ellos, se encontraron con las garrochas de los vaqueros clavadas en sus costados, forzándoles a continuar el recorrido.

Fueron tan sólo unos instantes de gritos, carreras, polvo y un ruido atronador hasta que toros, gente y caballos desaparecieron por la esquina de la calle Arhonas. Hernando olvidó el estiércol que debía recoger y permaneció absorto en la gente que quedaba tras el paso de la manada: el joven de la capa sangraba sin cesar por la entrepierna, agarrado a una muchacha a su lado que gritaba desesperada; hombres, mujeres y niños que intentaban salir del río a cuyas aguas habían saltado al paso de los toros y una sucesión de heridos, unos en pie, cojeando o doliéndose, y otros tendidos a lo largo de la ribera del Guadalquivir. Cuando quiso darse cuenta, varias ancianas y niños se habían lanzado ya a recoger el estiércol pisoteado a lo largo del camino. Miró su capazo vacío y negó con la cabeza. Allí no iba a conseguir ni una bosta. Traspasó la valla y se acercó al joven herido, ya rodeado por un nutrido grupo de mujeres, por si pudiera ayudar en algo.

—¡Lárgate! ¡Moro! —le espetó una anciana vestida de negro.

—Ese joven morirá, si es que no lo ha hecho ya —terminó afirmando Hernando a Hamid después de la misa mayor, más allá del cementerio, en presencia de Fátima y una embarazada Aisha; Brahim, algo alejado, estaba de charla con otros moriscos.

—Sí. Muchos mueren…

—¿Qué placer encuentran?

—La pelea, la lucha del hombre contra el animal —contestó Hamid. Hernando, con una mueca, abrió las manos en señal de incomprensión—. También lo hicimos nosotros —objetó el alfaquí—. En la corte de Granada fueron famosos los juegos de toros. Los Zegríes, los Gazules, los Venegas, los Gomeles, los Azarques y muchos otros nobles más se distinguieron a la hora de sortear y matar a los toros. Es más, ningún alfaquí musulmán osó nunca prohibir aquellas fiestas y, sin embargo, el Papa de Roma, bajo pena de excomunión, sí que las ha prohibido a los cristianos. El que muere en los juegos de toros lo hace en pecado mortal y los curas que presencien las fiestas pierden sus hábitos.

Hernando recordó entonces al ejército de sacerdotes que salía de las casas de la Ribera una vez pasados los toros y corría entre los heridos del encierro procurando su salvación entre santos óleos y oraciones.

—En tal caso, ¿por qué los corren? ¿No son tan piadosos?

Hamid sonrió.

—España quiere toros. Los nobles quieren toros. El pueblo quiere toros. Debe de ser el único asunto, aparte del relativo al dinero, que enfrenta al cristianísimo rey Felipe con el papa Pío V.

Aquellos nobles musulmanes de los que hablaba Hamid no eran en Córdoba sino el patriciado de la ciudad: los Aguayos, los Hoces, los Bocanegras y, por supuesto, los correspondientes a la insigne casa de los Fernández de Córdoba y su rama, no menos ilustre, de Aguilar. ¡Córdoba era noble! Muchos eran los títulos y mercedes reales obtenidos por los cordobeses durante la conquista, y en las fiestas de toros los nobles de la ciudad, antes de enfrentarse a los animales, competían entre ellos en lujo y boato.

Después de comer y antes de que diera comienzo la fiesta, en los palacios de los nobles se exhibieron las cuadrillas de los señores, compuestas por sus servidumbres lujosamente vestidas con libreas del mismo color. Dentro de las cuadrillas, de treinta, cuarenta y hasta sesenta criados, dos de ellos ejercían la función de lacayos: eran aquellos que acompañarían al señor en el interior de la plaza. Las gentes de Córdoba se apostaron delante del palacio de los Fernández de Córdoba, en la cuesta del Bailío; delante del palacio del marqués del Carpio, en la calle Cabezas, o alrededor de tantos otros palacios y casas solariegas para contemplar y aplaudir la salida de los nobles a caballo, acompañados por sus extensas familias y escoltados por las cuadrillas de criados, que cargaban con comida, vino y sillones para sus señores.

La plaza de la Corredera había sido convenientemente preparada para correr los toros que saltarían, uno a uno, por la arcada y el pasillo que daba a la calle del Toril, en su testero este. En el testero norte, el más largo de la irregular plaza, se dispusieron vallas más allá de los soportales de madera de las casas que daban a ella, cuyos balcones, engalanados para la ocasión con tapices y mantones, fueron arrendados por el cabildo a nobles y ricos mercaderes que rivalizaban en el lujo de sus vestiduras. Entre ellos, moviéndose con discreción, vulnerando la bula papal, había sacerdotes y miembros del cabildo catedralicio. En el frente sur, apoyadas en una pared blanca que el cabildo había ordenado construir para cerrar la plaza, se levantaron unas tribunas de madera en las que se hallaba el corregidor, como representante del rey y gobernador del coso, junto a otros nobles y caballeros. Alrededor del resto de la plaza, ya metidas en ella dada su amplitud, se instalaron talanqueras detrás de las cuales el público podía resguardarse de los toros.

Desde la plaza de las Cañas, por la que se desparramaron los criados con los caballos de repuesto de quienes iban a correr los toros y los de sus familiares, Hernando escuchó el griterío de la gente cuando los nobles a caballo, con los dos lacayos que debían ayudarles portando las lanzas, hicieron el paseíllo, todos ellos vestidos a lo morisco, con marlotas ajustadas que les proporcionaban libertad de movimientos, bonetes y capellares colgando de su hombro izquierdo, y armados con espadas; cada noble vestía los mismos colores que los de las libreas de sus cuadrillas y montaba a la jineta, a la morisca, con los estribos cortos. El oficial de la curtiduría cumplió su palabra y le esperó en la plaza de las Cañas. Por mediación suya, Hernando logró rebasar a los alguaciles que impedían que el pueblo se mezclase con los criados de los caballeros, cargado con su gran capazo de esparto. Sin embargo, no era el único que corría por allí para obtener estiércol.

Ocho caballeros se disponían a correr los toros esa tarde de marzo. Con gesto solemne, el corregidor entregó al alguacil de la plaza la llave del toril, en señal de que podía empezar la fiesta; cuatro de los caballeros abandonaron el coso mientras los otros cuatro tomaban posiciones en su interior. Los caballos piafaban, bufaban y sudaban. El silencio se hizo en la Corredera cuando el alguacil abrió el portalón de maderos con que cerraban la calle del Toril, antes de que estallaran los vítores ante la carrera de un gran toro zaino que, hostigado por los garrocheros, accedió a la plaza bramando. El toro corrió la plaza a galope tendido, derrotando contra los palenques a medida que la gente le llamaba a gritos, golpeaba los maderos o le lanzaba dardos. Tras el ímpetu inicial, el toro trotó, y más de un centenar de personas saltaron al coso y le citaron con capotes; los más atrevidos se acercaban a él, dándole un violento quiebro para esquivarle tan pronto como éste se revolvía contra ellos. Algunos no lo lograron y terminaron corneados, atropellados o volteados por los aires. Mientras el pueblo se divertía, los cuatro nobles permanecían en sus lugares, reteniendo a sus caballos, juzgando la bravura del animal y si ésta era la suficiente como para batirse con él.

En un momento determinado, don Diego López de Haro, caballero de la casa del Carpio, vestido de verde, gritó para citar al toro. Al instante, uno de los lacayos que le acompañaban corrió hacia la gente que importunaba al animal y los obligó a apartarse. El espacio entre toro y jinete se despejó y el noble volvió a gritar:

—¡Toro!

El toro, enorme, se volvió hacia el caballero y los dos se observaron desde la distancia. La plaza, casi en silencio, estaba pendiente de la pronta acometida. Justo en aquel momento, el segundo lacayo se acercó a don Diego con una lanza de fresno, gruesa y corta, terminada en una afilada punta de hierro; a tres palmos de la punta se habían practicado en la madera unos cortes cubiertos de cera para facilitar que se rompiera en el embate contra el toro. Los tres caballeros restantes se acercaron con sigilo, para no distraer al toro, por si era menester su ayuda. El caballo del noble corcoveó por el nerviosismo hasta quedar de lado frente al toro; los silbidos y protestas recorrieron la plaza al instante: el encuentro debía ser de frente, cara a cara, sin ardides contrarios a las reglas de la caballería.

Pero don Diego no necesitó reprobaciones y ya espoleaba al caballo para que éste volviera a colocarse de frente al toro. El lacayo permanecía junto al estribo derecho de su señor con la lanza ya alzada, para que éste sólo tuviera que cogerla en cuanto el toro iniciase la embestida.

Don Diego volvió a citar al toro al tiempo que echaba a su espalda la capa verde que llevaba sujeta al hombro. El verde brillante que ondeaba en manos del jinete llamó la atención del morlaco.

—¡Toro! ¡Eh! ¡Toro!

La embestida no se hizo esperar y una mancha zaina se abalanzó sobre caballo y jinete. En ese momento don Diego agarró con fuerza la lanza que sostenía su lacayo y apretó el codo contra su cuerpo. El lacayo escapó justo en el instante en que el toro llegaba al caballo. Don Diego acertó con la lanza en la cruz del animal y la hundió un par de palmos antes de que ésta se quebrase, deteniendo su brutal carrera. El chasquido de la madera fue la señal para que la plaza estallase en vítores, pero el toro, aun herido de muerte y sangrando a borbotones por la cruz, hizo ademán de embestir de nuevo al caballo. Sin embargo don Diego ya había desenvainado su pesada espada bastarda, con la que descargó un certero golpe en la testuz del animal, justo entre los cuernos, partiéndole el cráneo. El zaino se desplomó muerto.

Mientras el caballero galopaba por la plaza, palmeando a su caballo en el cuello, saludando y recibiendo los aplausos y los honores de su victoria, la gente se lanzó sobre el cadáver del animal, peleando entre sí por hacerse con el rabo, los testículos o cualquier parte que pudieran cortar antes de que continuase la fiesta. Se trataba de los «chindas», que después vendían aquellos despojos, principalmente el preciado rabo del toro, a los mesoneros de la Corredera.

A través de los gritos y los silencios, Hernando intentó imaginar el desarrollo de la fiesta desde la plaza de las Cañas, donde se encontraba; nunca había presenciado un juego de toros y lo más cerca que había estado de un toro fue cuando éste le saltara por encima mientras él protegía el cuerpo de Fátima. ¿Qué estaría sucediendo en la plaza? Con esa pregunta en la mente se peleaba por el estiércol con otros hombres que también lo pretendían. «Esta tarde no puedes fallar —le había advertido el oficial—. Por lo menos tienes que llenar el capazo. Nos servirá para la capa superior del pozo.» Sin embargo, tenía una ventaja sobre aquellos otros que luchaban con él por el estiércol: no temía a los caballos y se apercibió de esa circunstancia. Era diferente recoger el estiércol de una calle una vez ya habían pasado las caballerías que hacerlo en el momento en el que el animal acababa de estercolar. Los caballos estaban nerviosos junto a la plaza: sabían lo que sucedía; no era la primera vez que se enfrentaban a los toros, en la ciudad o en las dehesas, y se mostraban tremendamente inquietos, manoteando y relinchando. Sus competidores no estaban acostumbrados a tratar con los caballos de los nobles, de raza, coléricos algunos, nerviosos todos, y tan pronto Hernando veía que alguno de ellos estercolaba y que alguien corría en busca del excremento, él también lo hacía, bruscamente, espantando al caballo. Entonces sus contrincantes acostumbraban a apartarse, temerosos, de los amenazadores pies del animal y Hernando se lanzaba sobre el estiércol. Los criados de los nobles, que actuaban de palafreneros y que se turnaban entre la plaza de las Cañas o la Corredera según estuviese o no su señor, encontraron en aquella competición una forma de entretenimiento y le avisaban en el momento en que alguno de los caballos estercolaba.

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