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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (46 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Es un buen hombre —afirmó en un momento determinado Jalil—: joven, sano y fuerte. Debería casarse y formar una familia.

Fátima no dijo nada. Bajó la mirada y su caminar se hizo más lento.

—Existe una posibilidad de arreglar vuestro problema —afirmó Jalil, conocedor de la situación.

Ella se detuvo e interrogó al anciano:

—¿Qué quieres decir?

—¿Ha dado ya a luz Aisha? —le preguntó Jalil, al tiempo que le indicaba que continuara andando. Circundaban la mezquita hasta llegar cerca de la puerta del Perdón, donde nacía la calle de la Cárcel. Fátima vio cómo el anciano miraba de reojo el símbolo del dominio musulmán en Occidente mientras ella aligeraba el paso para alcanzarle.

—Sí —contestó—. Un niño precioso. —Lo dijo con melancolía. Córdoba le quitó a Humam; Córdoba le daba un nuevo hijo a Aisha.

Jalil creyó entenderla.

—Eres joven todavía y, pese a tu aspecto, fuerte. Lo demuestras día a día. Confía en Dios. —Jalil guardó silencio unos instantes. En el momento en que embocaban la calle de la Cárcel, el anciano volvió a hablar—: Cuando contrajiste matrimonio con Brahim, ¿él era pobre?

—No. Entonces era el lugarteniente de Ibn Abbu, el rey de al-Andalus, y disponía de cuanto deseaba. Recorrí las calles de Laujar montada en la mejor mula blanca…

Calló de inmediato al encararse con dos mujeres vestidas de negro acompañadas de varios criados y seguidas por unos pajes que mantenían alzados los bajos de sus faldas para que no se ensuciasen. La estrecha calle no permitía el paso de tantas personas y los dos moriscos se apartaron con prudencia. Las mujeres ni siquiera repararon en ellos, pero tanto Fátima como Jalil sí lo hicieron en los niños que actuaban como pajes: probablemente serían moriscos, niños robados a sus madres para evangelizarlos. El anciano suspiró, y ambos se mantuvieron unos instantes en silencio mientras las mujeres y su séquito seguían calle abajo.

—Era la mejor mula blanca de las Alpujarras —siseó ella una vez que el grupo hubo girado hacia la catedral.

Jalil asintió como si aquella revelación fuera interesante. Entonces se detuvo, a algunos pasos de la cárcel, a cuyas puertas se apelotonaban los familiares de los presos.

—El dinero que gana tu esposo… quiero decir, ¿quién te mantiene?

—No sé —reconoció ella—. Todos. Tanto Brahim como Hernando entregan sus jornales a Aisha para que los administre.

—¿El de Hernando también? —le interrumpió Jalil.

—¡Claro! Aunque sea poco, sin él no podríamos vivir. Brahim no hace más que quejarse de ello.

—Y ahora, con el nuevo hijo, supongo que será más difícil todavía.

—Eso parece que es lo único que le preocupa: su nuevo hijo, ¡un varón que le ha hecho sonreír de nuevo! —Fátima se planteó si en realidad alguna vez le había visto sonreír abiertamente, aparte de aquella mueca cínica con que acostumbraba a responder. Ciertamente, no, concluyó—. Pero si no está con el niño —prosiguió—, no hace más que renegar de los míseros jornales que le pagan en el campo.

Jalil volvió a asentir.

—El marido —le explicó entonces— debe gobernar a su esposa y debe proveerla de comida y bebida, vestirla y calzarla… —en ese momento el anciano bajó la mirada a los pies de Fátima, calzados con unos zuecos de cuero, rotos y agujereados, cuya suela de corcho casi había desaparecido—, y también proporcionarle una morada conveniente. Si no lo hace así, la esposa puede demandar el ser quitada de él. —La muchacha cerró los ojos y sus uñas se clavaron en el pedazo de pan duro que portaba a la cárcel—. Nuestras leyes dicen que sólo si la esposa se casó con su marido a sabiendas de que era pobre, perderá el derecho a pedir el divorcio si éste no puede gobernarla.

—¿Cómo puedo pedir el divorcio? —saltó la muchacha, esperanzada.

—Deberías acudir al
alcall
, y si él considera que tienes razón, concederá a Brahim un período de entre ocho días y dos meses para que pase a disfrutar de mejor fortuna. Si la consigue, podrá volver a ti, pero si transcurrida la
idda
que determine el
alcall
, continúa siendo incapaz de gobernarte convenientemente, podrás contraer matrimonio con otra persona y Brahim perderá cualquier derecho sobre ti.

—¿Quién es el
alcall
?

El anciano dudó.

—No… no tenemos. Supongo que podría ser yo, o Hamid, o Karim —añadió refiriéndose al tercer anciano que componía el consejo.

—Si no tenemos
alcall
, Brahim podría negarse a cumplir…

—No. —El anciano fue tajante—. Él dispone de dos esposas conforme a nuestras leyes. No puede acogerse a ellas para lo que le beneficia y negarlas si le perjudican. La comunidad estará contigo, con nuestras costumbres y nuestras leyes. Brahim nada podrá oponer, ni frente a nosotros ni frente a los cristianos. ¿Acaso no estás oficialmente casada con Hernando?

Fátima se quedó pensativa. ¿Y Aisha? ¿Qué sucedería con Aisha si ella solicitaba el divorcio? Ante el silencio de la muchacha, Jalil la instó a continuar hasta la cárcel. Hernando había hecho bien su trabajo y uno de los porteros tomó la comida para los presos moriscos mientras la gente entraba y salía del edificio en constante trajín. Ellos no lo hicieron; no querían levantar animadversiones para con los suyos que permanecían encarcelados. Fátima entregó el pan duro, algunas cebollas y un pedazo de queso, antes de volver a la calle. Ahora, continuaba pensando, Brahim parecía satisfecho con su nuevo hijo. Pero ¿cuánto duraría…? Aunque… ¡igual tenía más hijos! ¿Y si los tenía con ella? ¿Y si la violaba? Estaba en su derecho. Podía…

—Quiero divorciarme, Jalil —afirmó al instante.

El anciano asintió. Volvían a encontrarse ante la puerta del Perdón de la mezquita de Córdoba.

—Ahí dentro —dijo deteniéndose y señalando hacia el templo— es donde deberías reclamar tu derecho delante del
alcall
o del cadí. Te pregunto, Fátima de Terque —añadió con extrema formalidad—: ¿por qué deseas el divorcio?

—Porque mi esposo, Brahim de Juviles, es incapaz de gobernarme como me corresponde.

Después de hablar en la misma plaza del Potro con los lacayos de don Diego López de Haro, y tras comprobar que los criados del conde de Espiel ya no les perseguían, Hernando fue en busca de Hamid. El domingo la mancebía estaba cerrada y el alfaquí salió a la calle del Potro sin impedimentos. Toda la Córdoba cristiana, incluido el alcaide del burdel, y al igual que la mayoría de los moriscos, se hallaba en la plaza presenciando cómo se corrían los toros.

—Quieren que trabaje en las caballerizas reales de Córdoba —le comentó después de saludarse—, con los caballos del rey. Hay centenares de ellos. Los crían y los doman, y necesitan gente que entienda de caballos. —Luego le contó lo sucedido con el semental del conde—. Parece ser que por eso don Diego se ha fijado en mí.

—Algo he oído de ese asunto —asintió el alfaquí—. Hará seis o siete años, el rey Felipe ordenó la creación de una nueva raza de caballos. A los cristianos ya no les sirven los pesados y ariscos caballos de guerra. España vive en paz. Cierto que mantiene guerras en muchas tierras lejanas, pero aquí no, y desde que el padre del rey, el emperador Carlos, adoptó los modos de la corte borgoñesa, los nobles necesitan caballos con los que lucirse en sus paseos, sus fiestas, sus juegos de cañas o sus juegos de toros. Tengo entendido que eso es lo que buscan: el perfecto caballo cortesano. Y el rey eligió Córdoba para llevar adelante su proyecto. Están construyendo unas magníficas caballerizas junto al alcázar, donde la Inquisición. Algunos alarifes moriscos trabajan en ella. Te felicito —finalizó el alfaquí.

—No sé. —Hernando acompañó sus dudas con una mueca—. Ahora estoy bien. Puedo hacer lo que quiera y moverme con libertad por la ciudad. Pese al salario… —Entonces pensó en el sueldo de veinte reales al mes, más vivienda, que le ofrecían los lacayos de don Diego—. Si aceptase, no podría ocuparme de los moriscos que llegan a la ciudad…

—Acepta, hijo —le recomendó Hamid. Hernando fue a insistir, pero el alfaquí se le adelantó—: Es muy importante que consigamos trabajos bien remunerados y de responsabilidad. Algún otro desarrollará las funciones que tú estás haciendo ahora, y no creas que no tendrás nada que hacer por la comunidad. Debemos organizarnos. Poco a poco lo vamos consiguiendo. A medida que nuestros hermanos empiezan a trabajar como artesanos o mercaderes y abandonan los campos, se obtienen dineros para nuestra causa. Cualquiera de ellos es infinitamente más valioso que esos perezosos cristianos. Aprovecha. Trabaja duro y sobre todo intenta continuar con la instrucción que seguíamos en las Alpujarras: lee, escribe. En toda España hay hombres preparándose para ello. Nosotros…, yo, desapareceremos un día u otro y alguien deberá continuarnos. ¡No podemos permitir que nuestras creencias se olviden! —Hamid tomó por los hombros a Hernando en medio de la desierta calle del Potro, sin precaución alguna. Aquel contacto, su vehemencia, causaron un escalofrío en el muchacho—. ¡No podemos dejar que vuelvan a vencernos y que nuestros hijos ignoren la religión de sus antepasados! —La voz de Hamid surgió quebrada. Hernando le miró a los ojos: estaban húmedos—. No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios —logró entonar entonces Hamid, como si de un canto de victoria se tratase.

¡Una lágrima! Una lágrima corría por la mejilla del alfaquí.

—Sabe —se sumó Hernando, recitando la profesión de fe de los moriscos— que toda persona está obligada a saber que Dios es uno en su reino. Creó las cosas todas que en el mundo existen, lo alto y lo bajo, el trono y el escabel, los cielos y la tierra…

Cuando Hernando terminó, se abrazaron.

—Hijo —musitó Hamid con el rostro apoyado en el hombro del muchacho.

Hernando le estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Existe un problema —objetó Hernando al cabo de unos instantes—: me han ofrecido una vivienda. Fátima… Ante los cristianos, ella es mi esposa, está censada como tal, por lo que tendría que venir a vivir conmigo y eso es imposible. No sé si podré renunciar a la vivienda o si hace falta que resida en ella.

—Quizá no tengas que renunciar a nada. —Hamid se separó de él—. Hace algunos días, Fátima solicitó el divorcio de Brahim.

—¡No me ha dicho nada!

—Lo estábamos tratando en consejo. Nosotros le pedimos que no lo hiciera, que no dijera nada a nadie hasta que iniciásemos el juicio y se enterase Brahim.

—¿Podrá…, podrá divorciarse? —balbuceó Hernando.

—Si lo que sostiene es cierto, y lo es, sí. Hoy mismo, cuando todos estaban en los juegos de toros, nos hemos reunido y hemos acordado iniciar el juicio. Si éste fallase conforme a los intereses de Fátima y en el plazo de dos meses Brahim no encontrase el suficiente dinero con que gobernarla, ella quedaría libre.

Aquella noche, en consejo, los dos ancianos y Hamid se dirigieron a la calle de Mucho Trigo, a casa de Brahim. El alfaquí había pedido a Hernando que desapareciese esa noche, que buscase otro sitio para dormir, cosa que no le fue difícil.

Por su parte, Fátima sabía que ese domingo se reunía el consejo con el fin de tratar la solicitud de divorcio. Se lo había comunicado Jalil.

Por la tarde, cuando Brahim y los demás vecinos de la casa acudieron a los toros, Fátima se quedó a solas con Aisha y el pequeño. Lo habían bautizado con el nombre de Gaspar, igual que el de uno de los padrinos, cristianos viejos los dos, que el párroco de San Nicolás eligió para aquella función, como era obligado en el caso de los bautizos de los hijos de los moriscos. Ni Aisha ni Brahim tenían especial predilección por ningún nombre cristiano y aceptaron la propuesta del sacerdote: el niño se llamaría Gaspar.

El bautizo les costó tres maravedíes para el sacerdote, una torta para el sacristán y algunos huevos como obsequio para los padrinos, así como la toca de lino blanco que cubría a la criatura y que quedaba para la Iglesia; Brahim tuvo que pedir prestado para hacer frente a esos gastos. Con anterioridad al bautizo, el sacerdote, al igual que hizo la partera cristiana que acudió al alumbramiento, comprobó que Gaspar no estuviera circuncidado, pero nadie comprobó cómo, al volver a casa, Aisha lavó una y otra vez con agua caliente la cabecita del recién nacido para limpiarla de los óleos santos. Ellos habían decidido llamarlo Shamir. Esa ceremonia había tenido lugar una noche, días antes de su bautizo cristiano, con el niño en brazos en dirección a la quibla, después de lavarle el cuerpo entero, vestirle con ropas limpias, adornarle el cuello con la mano de oro de Fátima y rezar en sus oídos.

La tarde de ese domingo de marzo, las dos mujeres estaban sentadas en el patio de la casa.

—¿Qué te sucede? —le preguntó al fin Aisha, rompiendo así el silencio.

Fátima le había pedido que le dejase a Shamir y llevaba mucho rato acunándolo, canturreando, mirándolo y acariciándolo, ensimismada en la criatura, sin dirigir la palabra a Aisha. Ella le dejó hacer; primero pensó que la joven echaba de menos a Humam, y por tanto respetó su silencio y su dolor, pero a medida que el tiempo transcurría y la muchacha ni siquiera la miraba, presintió que había algo más.

Fátima no le contestó. Apretó los labios para reprimir un ligero temblor que no pasó inadvertido a Aisha.

—Cuéntame, niña —insistió ésta.

—He pedido el divorcio de Brahim —cedió.

Aisha inspiró con fuerza.

Por primera vez desde que cogiera en brazos a Shamir, las dos mujeres cruzaron sus miradas. Fue Aisha la que permitió que afloraran las lágrimas. Fátima no tardó en acompañarla y lloraron mirándose la una a la otra.

—Al final… —Aisha hizo un esfuerzo por sobreponerse al llanto que se prolongó durante un buen rato—, al final lograréis huir. Deberíais haberlo hecho hace mucho tiempo, cuando la muerte de Ibn Umayya.

—¿Qué sucederá?

—Que por fin alcanzarás la felicidad.

—Quiero decir…

—Sé lo que quieres decir, querida. No te preocupes.

—Pero…

Aisha alargó el brazo y, con delicadeza, puso los dedos sobre los labios de la muchacha.

—Estoy contenta, Fátima. Lo estoy por vosotros. Dios me ha puesto a prueba, y tras las desgracias ahora me ha premiado con el nacimiento de Shamir. Tú también has sufrido y mereces volver a ser feliz. No debemos poner en duda la voluntad de Dios. Disfruta, pues, de los dones que Él ha decidido concederte.

Pero ¿qué diría Brahim?, se preguntaba Fátima sin poder evitar un estremecimiento al pensar en el carácter violento del arriero.

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