Authors: Ildefonso Falcones
Brahim lanzó mil maldiciones cuando Jalil, acompañado de Hamid y Karim, le comunicó la solicitud de divorcio por parte de su segunda esposa. Fátima y Aisha se protegieron la una a la otra, acercándose cuanto pudieron, en un rincón de la habitación. Luego, como si acabara de percatarse de ello, Brahim puso en duda la representatividad del consejo.
—¿Quiénes sois vosotros para decidir sobre mi esposa? —bramó.
—Somos los jefes de la comunidad —contestó Jalil.
—¿Quién lo dice?
—En cuanto a ti respecta, ahora —intervino en esta ocasión Karim, Mateo en su nombre cristiano, el otro anciano, haciendo un gesto hacia la puerta, a su espalda—: ellos.
Como si respondieran a una señal previamente pactada, aparecieron tres jóvenes moriscos fornidos que se plantaron tras los ancianos. Brahim tuvo suficiente con sopesar la fuerza de uno solo de ellos.
—No debería ser así, Brahim —trató de conciliar Hamid—. Tú sabes que efectivamente somos los jefes de la comunidad. Nadie nos ha elegido, pero tampoco nos hemos erigido en ello; no hemos pedido serlo. Honrarás a los sabios. Obedecerás a los mayores. Ésos son los mandamientos.
—¿Qué es lo que pretendéis?
—Tu segunda esposa —explicó Jalil— se ha quejado ante nosotros de que no la gobiernas convenientemente…
—¿Y quién puede hacerlo en esta ciudad? —le interrumpió Brahim a gritos—. Si tuviera mis mulas… ¡Nos roban! Nos pagan míseros sueldos…
—Brahim —volvió a intervenir Hamid con templanza—, no hables sin saber cuáles pueden ser las consecuencias de tus palabras. Frente a la solicitud de Fátima, debemos iniciar un juicio y es lo que hemos hecho. Por eso estamos aquí, para darte la oportunidad de exponer lo que creas oportuno, admitir testigos si los propones, y finalmente decidir conforme a nuestras leyes.
—¿Tú? Sé bien lo que vas a decidir. Ya lo hiciste una vez, ¿recuerdas? En la iglesia de Juviles. ¡Siempre defenderás al nazareno!
—Yo no juzgaré. Ningún juez puede hacerlo si conoce datos anteriores al juicio. Estate tranquilo por ello.
—Brahim de Juviles —decidió terciar Jalil para poner fin a posibles disputas personales—, tu segunda esposa, Fátima, se ha quejado de que no la puedes gobernar. ¿Qué tienes que decir?
—¿A ti? —escupió Brahim—. ¿A un viejo del Albaicín de Granada? Probablemente fuiste tú y otros como tú, cobardes todos, quienes decidisteis no sumaros al levantamiento. Traicionasteis a vuestros hermanos de las Alpujarras…
—Te pregunto por tu esposa —insistió Jalil.
—¿Tienes esposa, viejo? ¿La puedes gobernar? ¿Alguien puede gobernar a su esposa en esta ciudad?
—¿Quieres decir con ello que no puedes? —saltó entonces Karim.
—Quiero decir —Brahim arrastró las palabras— que nadie puede hacerlo en Córdoba.
—¿Es todo lo que tienes que alegar en este juicio? —inquirió Jalil.
—Sí. Todos lo sabéis, todos conocéis cuál es nuestra situación. ¿A qué viene esta pantomima?
Jalil y Karim se consultaron en silencio. En el rincón, Aisha buscó la mano de Fátima y la presionó con fuerza.
—Brahim de Juviles —sentenció Jalil—, conocemos las penurias por las que está pasando nuestro pueblo. Las sufrimos como tú y tenemos en cuenta las dificultades que todos tienen, no ya para gobernar a sus esposas, sino para vestir y alimentar a sus hijos. No aceptaríamos la solicitud de una esposa por tales razones. Es cierto, tampoco yo puedo gobernar a mi esposa como lo hacía en Granada. Sin embargo, no hay ningún creyente en Córdoba que, como tú, tenga dos esposas. Si, como sostienes, nadie puede gobernar a una esposa en esta ciudad, ¿cómo podría pretender hacerlo con una segunda? Te otorgamos un plazo de dos meses para que acredites ante este consejo que estás en disposición de gobernar convenientemente a tus dos esposas. Transcurrida esa
idda
, si así no lo hicieres y ella insistiera, Fátima será quitada de ti.
Brahim no se movió mientras escuchaba la sentencia; sólo sus ojos entrecerrados denotaban la ira que le devoraba. Entonces intervino Karim. Hamid se lo había pedido a los dos ancianos. «Lo conozco bien —dijo refiriéndose a Brahim—. Puede llegar a matarla antes que entregarla», aseguró.
—Tampoco, y en consideración a tu nuevo hijo y a los escasos recursos de los que dispones, te exigiremos como ordena la ley que durante la
idda
mantengas a tu segunda esposa. Te liberamos de ello en beneficio del niño. Pero, mientras tanto, Fátima vivirá bajo nuestra guarda.
—¡Perro! —masculló Brahim, encarándose con Hamid.
De inmediato, los tres jóvenes moriscos se plantaron frente a Brahim.
—Ven con nosotros, Fátima —le instó Jalil.
En ese momento, Aisha deshizo el fuerte nudo que entrelazaba sus dedos con los de Fátima. Las manos les sudaban a las dos. Fátima extendió la mano en busca de un último contacto con su compañera y se adelantó hacia los ancianos.
Al alba, Hernando acudió a las caballerizas reales, un edificio de nueva construcción levantado junto al alcázar de los reyes cristianos, sede de la Inquisición cordobesa. Desde que había llegado a Córdoba, al igual que los demás moriscos, Hernando evitaba aquel barrio, el de San Bartolomé, emplazado entre la mezquita y el palacio episcopal, el Guadalquivir y el linde occidental de la muralla de la ciudad. No sólo se encontraban allí la Inquisición y su cárcel, el palacio episcopal, con el constante trasiego de sacerdotes y familiares de la Inquisición, sino que a diferencia de los demás vecindarios de Córdoba, en el de San Bartolomé no se hallaba censado ningún morisco libre. Sus habitantes eran distintos a los demás de la ciudad: se trataba de una parroquia añadida a la distribución geográfica que tras la conquista se hizo de la ciudad y que, por orden real, fue poblada con hombres valientes y fornidos en los que debía recaer la condición de ser buenos ballesteros de guerra: una especie de milicia urbana siempre dispuesta a defender las murallas de la ciudad. Esas cualidades caracterizaban a las privilegiadas gentes de San Bartolomé, que se enorgullecían frente a los demás vecinos, practicaban incluso una marcada endogamia y mantenían no pocas rencillas con las demás parroquias. Pocos moriscos querían mezclarse con inquisidores, sacerdotes, y gentes altivas y orgullosas.
Aquella noche pudo refugiarse en casa del peraile al que había encontrado esposa, donde fue agasajado con una buena cena que saborearon, en un ambiente de cierta nostalgia, con cordero especiado con sal, pimienta y cilantro seco, frito en aceite al estilo de aquella Granada que todos añoraban. Antes de que terminasen, Karim, que también vivía en la calle de los Moriscos, pasó por la casa del cardador y se unió a la fiesta después de dejar a Fátima al cuidado de su esposa. Hernando y ella no podrían verse durante los dos meses de
idda
concedidos a Brahim.
¿Qué eran dos meses?, pensó una vez más Hernando de camino hacia las caballerizas. Su felicidad sería completa… si no fuera por su madre. Ya fuera de la casa, al despedirse, Hernando se interesó por Aisha, y Karim le contestó que su madre afrontaba la situación con entereza, que no se preocupase: la comunidad estaba con ellos.
—Prospera, muchacho —le instó luego el anciano—. Hamid me ha contado lo de don Diego y los caballos. Necesitamos gente como tú. ¡Trabaja! ¡Estudia! Nosotros nos ocuparemos de todo lo demás.
Karim se perdió en la fresca oscuridad de aquella noche de marzo con un «confiamos en ti» que vino a turbar las fantasías acerca de Fátima que esa noche se permitió sin límite. ¡Confiamos en ti! Cuando se lo decía Hamid era como si hablase al niño de Juviles, pero al escucharlo de labios de aquel desconocido anciano del Albaicín… ¡Confiaban en él! ¿Para qué? ¿Qué más debía hacer?
Cruzaba el Campo Real, sembrado de desechos como siempre, y desvió la mirada hacia su izquierda, donde se alzaba majestuoso el alcázar. ¡La Inquisición! Un escalofrío le recorrió la columna vertebral al contemplar las cuatro torres, todas diferentes, que se elevaban en cada una de las esquinas de la fortaleza de altas y macizas murallas almenadas. La larga fachada de las caballerizas reales empezaba allí mismo, al final del alcázar. Hernando pudo oler a los caballos en su interior, escuchar los gritos de los palafreneros y los relinchos de los animales. Se detuvo en el ancho portalón de acceso al recinto junto a la muralla antigua, cerca de la torre de Belén.
Estaba abierto, y aquellos sonidos y olores que había percibido al otro lado de la fachada le golpearon cuando se detuvo en el umbral de la puerta abierta. Nadie vigilaba en la entrada, y después de unos instantes de espera Hernando avanzó unos pasos. A su izquierda se abría una gran nave corrida con un amplio pasillo central, a cuyos dos lados, entre columnas, se hallaban las cuadras llenas de caballos. Las columnas sostenían una larga y recta sucesión de bóvedas baídas que invitaban a adentrarse bajo esas curvas hasta rebasar un arco y encontrarse con el siguiente y el siguiente…
Los mozos trabajaban con los caballos en el interior de las cuadras.
Parado en la entrada de la nave, en el centro del pasillo, Hernando chasqueó la lengua para que los dos primeros caballos que estaban a su derecha, atados a unas argollas en la pared, dejaran de morderse en el cuello.
—Siempre lo hacen —dijo alguien a su espalda. Hernando se volvió justo cuando el hombre que le había hablado, le imitaba y chasqueaba la lengua con más fuerza—. ¿Buscas a alguien? —le preguntó después.
Se trataba de un hombre de mediana edad, alto y fibroso, moreno y bien vestido, con borceguíes de cuero por encima de la rodilla, atados con correas a lo largo de la pantorrilla, calza y saya blanca ajustada, sin lujos ni adornos, y que después de examinarlo de arriba abajo le sonrió. ¡Le sonreía! ¿Cuántas veces le habían sonreído en Córdoba? Hernando le devolvió la sonrisa.
—Sí —contestó—. Busco al lacayo de don Diego… ¿López?
—López de Haro —le ayudó el hombre—. ¿Quién eres?
—Me llamo Hernando.
—Hernando, ¿qué?
—Ruiz. Hernando Ruiz.
—Bien, Hernando Ruiz. Don Diego tiene muchos lacayos, ¿a cuál de ellos buscas?
Hernando se encogió de hombros.
—Ayer, en los juegos de toros…
—¡Ahora caigo! —le interrumpió el hombre—. Tú eres el que entró en la plaza el semental del conde de Espiel, ¿no es cierto? Sabía que tu cara me era familiar —añadió mientras Hernando asentía—. Veo que no te pillaron, pero no deberías haber ayudado al conde. Ese hombre tendría que haber salido de la plaza a pie y humillado; ¿qué triunfo implica que el toro mate al caballo por su torpeza? Era un buen animal —musitó—. De hecho, el rey debería prohibirle montar, por lo menos delante de un toro… o de una mujer. Bueno, ahora sé a quién buscas. Acompáñame.
Abandonaron la nave de las cuadras y salieron a un inmenso patio central. En él se movían tres jinetes domando caballos, dos de ellos montados en soberbios ejemplares mientras el tercero, en quien Hernando reconoció al lacayo de don Diego, pie a tierra, obligaba a un potro de dos años a trazar círculos a su alrededor, a la distancia que le permitía el ronzal del cabezón que el animal llevaba puesto por encima del freno y las bridas; los estribos, sueltos, golpeaban sus costados, excitándole.
—Es aquél, ¿no? —le señaló el hombre. Hernando asintió—. Se llama José Velasco. Por cierto, yo soy Rodrigo García.
Hernando titubeó antes de aceptar la mano que le ofreció Rodrigo. Tampoco estaba acostumbrado a que los cristianos le tendieran la mano.
—Soy… soy morisco —anunció para que Rodrigo no se llamase a engaño.
—Lo sé —le contestó él—. José me lo ha comentado esta mañana. Pero aquí todos somos jinetes, domadores, mozos, herradores, freneros o lo que sea. Aquí, nuestra religión son los caballos. Pero cuídate mucho de repetir esto en presencia de algún sacerdote o inquisidor.
Hernando notó que Rodrigo, al tiempo que decía esas palabras, le estrechaba la mano con franqueza.
Al cabo de un rato, cuando el potro ya sudaba por los costados, José Velasco lo obligó a detenerse, ató al cabezón el ronzal que utilizaba para hacerlo girar y acercó el potro a un poyo; se subió a éste, y ayudado por un mozo que aguantaba al animal montó con cuidado sobre él. Los otros dos jinetes detuvieron sus ejercicios. El joven caballo se quedó quieto y expectante, encogido, con las orejas gachas, al notar el peso de Velasco.
—Es la primera vez —susurró Rodrigo a Hernando, como si levantar la voz pudiera originar un percance.
Velasco llevaba una larga vara cruzada por encima del cuello del potro y sostenía en sus manos tanto las riendas como el ronzal; las riendas sueltas, como si no quisiera molestar al potro con el freno que mordía en la boca; el ronzal, por el contrario, tenso a la argolla que colgaba por debajo del belfo inferior del animal. Esperó unos segundos a ver si el potro respondía pero, al no hacerlo y continuar quieto y en tensión, se vio obligado a azuzarlo con suavidad. Primero chasqueó la lengua; luego, al no obtener respuesta, atrasó los talones de sus borceguíes, sin espuelas, hasta rozar sus costados. En ese momento el potro salió disparado, corcoveando. Velasco aguantó el envite y al cabo, el potro volvió a detenerse, él solo, sin que el jinete hubiera hecho más que aguantar encima suyo.
—Ya está —afirmó Rodrigo—. Tiene buenas maneras.
Así fue. En la siguiente ocasión el potro salió encogido, pero sin corcovear. Velasco lo dirigía mediante el ronzal y en última instancia, sin pegarle, le mostraba la vara por alguno de los lados de la cabeza para obligarle a girar hacia el contrario, sin dejar de hablarle y palmearle el cuello.
Los casi cien caballos españoles estabulados en las caballerizas reales de Córdoba constituían los ejemplares escogidos, los perfectos, de entre las cerca de seiscientas yeguas de cría que componían la cabaña del rey Felipe II y que se hallaban diseminadas en varias dehesas de los alrededores de Córdoba. Tal y como le había comentado Hamid, en 1567 el rey ordenó la creación de una nueva raza de caballos, para lo que dispuso la adquisición de las mejores mil doscientas yeguas que hubiera en sus territorios; pero no fue posible encontrar tantas madres de la calidad requerida y la yeguada se quedó en la mitad. Además, ordenó destinar los derechos de las salinas a dicha empresa, incluyendo la erección de las caballerizas reales en Córdoba y el alquiler o compra de las dehesas en las que debían acomodarse las yeguas. Para dirigir el proyecto nombró caballerizo real y gobernador de la raza al veinticuatro de Córdoba don Diego López de Haro, de la casa de Priego.