Authors: Ildefonso Falcones
Hernando miró a los caballos. Sólo había montado una vez, junto al Gironcillo, huyendo de Tablate, y sin embargo… ¿qué tenía aquel hombre que le inspiraba confianza? ¿Su sonrisa? Ladeó la cabeza hacia el rey. ¿Su porte de caballero veinticuatro de Granada y rey de los moriscos? ¿Su donaire y gallardía?
Aben Humeya mantuvo su sonrisa.
—Venga —le apremió.
El rey le dejó elegir y Hernando embridó un caballo morcillo que tenía por el más manso y dócil de los que cuidaba. Nada más apretar la cincha, los reflejos rojizos del pelo negro del animal cobraron vida y brillaron con fuerza al sol de Sierra Nevada. Dudó antes de llevar el pie al estribo; jinete y caballo respiraban aceleradamente. Se volvió hacia el rey y éste le hizo un gesto con la mano para que montase. Calzó su pie izquierdo en el estribo y tomó impulso con la pierna derecha, pero en el momento en que lo hacía, el morcillo relinchó y salió a galope tendido.
Le fue imposible dominarlo y a los dos trancos cayó de espaldas, y rodó entre piedras y matorrales. Aben Humeya se acercó a él pero Hernando se levantó con rapidez, aún dolorido, y evitó la mano que el rey le tendía. Algunos de los arcabuceros reían.
—Primera lección —le dijo Aben Humeya—: no son estúpidas mulas ni borricos. Nunca debes dar por cierto que un caballo se comportará igual contigo pie a tierra que sobre él. —Hernando le escuchaba con la mirada fija en el morcillo. ¡El caballo mordisqueaba placenteramente unos matojos unos pasos más allá!—. Continúa intentándolo —añadió el rey—. Hay dos formas de montar a caballo: una, a la brida, la que usan los cristianos de todos los pueblos, quizá los castellanos los que menos por lo que han aprendido de nosotros, con sus grandes y pesadas armaduras que les impiden muchos movimientos. Cuando el Diablo Cabeza de Hierro monta en sus caballos, éstos tiemblan y se orinan. Yo lo he visto. Los domina y somete con crueldad… la misma que utiliza con los hombres. Nosotros, los musulmanes, montamos diferente: a la jineta, como hacen los berberiscos en los desiertos, con los estribos cortos, manejando al caballo con piernas y rodillas y no sólo con la brida y las espuelas. Sé duro si tienes que serlo, pero sobre todo sé inteligente y sensible. Sólo con esas virtudes conseguirás dominar a estos animales.
Hernando hizo ademán de ir en busca del morcillo, pero el rey le llamó la atención:
—Ibn Hamid, has elegido un animal de capa negra. Los colores de los caballos responden a los cuatro elementos: aire, fuego, agua y tierra. Los morcillos como éste han tomado su color de la tierra y son melancólicos, por eso te puede parecer tranquilo, pero también son viles y cortos de vista, por eso te ha desmontado.
Tras estas palabras, el rey dio media vuelta y le dejó solo con los caballos y con la incógnita de cuáles eran los elementos a los que respondían las otras capas y qué virtudes y defectos se les atribuían.
Diariamente, ya fuera en el momento de comer o por las noches, volvía a la cueva dolorido, algunos días renqueando, otros cojeando ostensiblemente; en más de una ocasión tuvo que comer con una sola mano. Sin embargo, ya por simple fortuna ya por su juventud, ninguna de las muchas caídas que sufrió le produjo fracturas de consideración. Al menos, en cuanto ponía el pie en el estribo de alguno de los caballos, se olvidaba de Aisha y de Fátima, de Brahim y de todos los moriscos que murmuraban a sus espaldas… y eso era lo que necesitaba.
En algunas ocasiones el mismísimo rey cabalgaba con él y le enseñaba. Como noble que era, Aben Humeya dominaba la equitación. Entre ambos se estableció una relación que bordeaba la amistad mientras cabalgaban por las sierras. El rey le habló de los juegos de cañas y de las corridas de toros en las que había participado a lo largo de su vida y también del significado de los demás colores de las capas de los caballos: los blancos, que provenían del agua, flemáticos, blandos y tardíos; los castaños, del aire, de templados movimientos, alegres y ligeros; y los alazanes, del fuego, coléricos, ardientes y veloces.
—El caballo que logre participar de todos esos colores y combinarlos en su capa, en las coronas de los cascos, las cuartillas o las cañas, en las estrellas de su frente o en los remolinos, en sus crines o en la cola, será el mejor —le dijo una mañana el rey.
Aben Humeya cabalgaba tranquilamente sobre un alazán tostado; Hernando peleaba una vez más con el morcillo, que el rey le había regalado.
Al caer la tarde Hernando volvía con sus mulas, junto a la cueva. Entonces Aisha y Fátima le observaban pasar cabizbajo, tras un saludo a todos y a nadie, y refugiarse entre sus animales, como si acudiese a aquel lugar sólo por ellos. Sin embargo, las dos mujeres se daban cuenta de que el muchacho jamás olvidaba su alfanje, que acariciaba instintivamente tan pronto como se escuchaba la voz de Brahim. Sólo hablaba con sus mulas, principalmente con la Vieja. Todos los moriscos de las cuevas de los alrededores, algo celosos de los favores que el rey prodigaba al nazareno, habían tomado partido por Brahim y, si alguno dudaba, tampoco quería buscarse problemas con el imponente arriero.
Aisha sufría en silencio al ver a su hijo en ese estado, y ni siquiera Fátima pudo permanecer ajena a la melancolía que embargaba a Hernando. Durante los primeros días, la ira la había llevado a actuar con desdén. ¿Cuántas veces había pensado en ello durante el mes en que estuvo de viaje? Aquella noche había estado esperándole: Aisha le consiguió un poco de perfume, sólo unas gotas, y ella, en cuanto oyó que el barullo en la tienda del rey empezaba a decaer, lo dejó correr entre sus pechos fantaseando con las caricias de Hernando. ¡Pero él no apareció! El deseo se convirtió en desprecio: se imaginó escupiendo a sus pies tan pronto volviera, dándole la espalda, gritándole… ¡Pegándole incluso! Luego llegó el desvergonzado acoso de Brahim, sus miradas lascivas, sus roces, sus constantes insinuaciones… Cuando tuvo conocimiento de que Brahim, enterado de la muerte de su esposo y de que no tenía otros parientes, había pedido su mano al rey, maldijo a Hernando y le insultó entre lágrimas. La noche en que Hernando la salvó de Mecina y le informó de la decisión del rey, se sintió ofendida y aliviada a la vez. Cierto, ya no debía casarse con el odioso Brahim, pero ¿qué se creía Hernando? ¿Que él o el rey iban a decidir el futuro de Fátima y de su hijo sin contar con ella?
Pero los días pasaban y él siempre volvía para vigilarlas, erguido o a veces cojeando debido a alguna caída, resignado al desprecio con que era tratado, pero también siempre dispuesto a salir en su defensa: lo había demostrado soportando la paliza de Brahim sin protestar. El nazareno, le llamaban todos a sus espaldas. Aisha se había visto obligada a contarle la razón de aquel mote y la muchacha, por primera vez desde que Hernando retornara, sintió cómo se le agarrotaba la garganta. ¿Creería Hernando que ella también era partícipe de ese desprecio? ¿Qué pensaría allí, solo entre sus mulas?
Una noche, cuando Aisha se dirigía a entregar la cena a su hijo, Fátima fue hacia ella y le pidió el cuenco. Quería acercarse a él. Estaba tan pendiente del temblor de su mano que no se percató del gesto de preocupación con que Aisha recibió aquella solicitud.
Hernando la esperaba en pie; casi no podía creerse que fuera Fátima la que estuviera caminando hacia él.
—La paz sea contigo, Ibn Hamid —empezó a decir Fátima ya frente a él, ofreciéndole la comida.
—¡Puerca! —se oyó que gritaba Brahim frente a las cuevas.
El cuenco cayó de las manos de la muchacha.
Fátima se volvió para ver cómo Brahim, a la luz de la hoguera, abofeteaba de nuevo a Aisha. Hernando se adelantó un par de pasos con la mano en la espada, pero volvió a detenerse. Brahim levantó la vista y la clavó en Fátima, y entonces la joven entendió la mueca de Aisha: había tratado de advertírselo con la mirada. Si Fátima se acercaba a Hernando, ella pagaría las consecuencias. El rostro de Brahim expresaba una satisfacción malsana mientras levantaba la mano para descargarla otra vez sobre su esposa. Fátima regresó corriendo a la cueva. Brahim la vio pasar por su lado y soltó una carcajada.
En abril de 1569, el recompuesto ejército morisco y sus seguidores, mujeres y niños entre ellos, marchó hacia Ugíjar con Aben Humeya y sus íntimos por delante: entre ellos, cabalgando orgulloso, iba Hernando. La larga columna aparecía encabezada por una guardia de arcabuceros que llevaba el nuevo estandarte bermejo adoptado por Aben Humeya.
Al rey y sus lugartenientes les seguía la caballería morisca y después la infantería, que en esta ocasión había sido dispuesta ordenadamente, conforme a las tácticas cristianas: repartida en escuadras mandadas por capitanes que portaban sus propias banderas, que en parte se habían confeccionado durante la espera en las cuevas por encima de Mecina, en tafetán o seda, en blanco, amarillo o carmesí, con lunas de plata u oro en su centro, flecos de seda u oro, o borlas guarnecidas con aljófar. Pero otras escuadras marchaban arrogantes bajo estandartes y banderas antiguas, recuperadas de cuando los musulmanes dominaban al-Andalus, como la de las gentes de Mecina, de tafetán carmesí bordada en oro y con un castillo con tres torres de plata en su centro, o incluso alguna robada a los cristianos, como el estandarte del Santísimo Sacramento de Ugíjar, en damasco carmesí con flecos de seda y oro, en el que los moriscos bordaron lunas de plata.
Cerraban la marcha, como era habitual, los bagajes y multitud de gente inútil: mujeres, niños, enfermos y ancianos.
Todos avanzaban hacia Ugíjar al son de atabales y dulzainas, saludados entusiastamente por los habitantes dedicados al cultivo de las tierras por las que transitaban, porque aquélla era la orden que dio el rey: no se podía prescindir del laboreo. Los cristianos recibían suministros de fuera de Granada, pero ellos sólo disponían de sus propios recursos; la inesperada tregua proporcionada por la toma de posesión de don Juan de Austria, que continuaba enzarzado en discusiones en la ciudad, les brindaba la oportunidad de sembrar y recoger una nueva cosecha.
Hernando cabalgaba erguido, dominando al morcillo, refrenándolo constantemente para que no adelantase al grupo de caballeros que le precedían porque entre ellos se encontraba Brahim, convertido en inseparable compañero de un Aben Aboo al que se le tuvo que forrar la montura con varias capas de piel de cordero para que las cicatrices no le molestasen, aunque ni así podía evitar las muecas de dolor de su rostro. Aben Aboo cabalgaba al lado de su primo, el rey, y Brahim iba detrás de él.
Ni siquiera desde su montura lograba Hernando vislumbrar la retaguardia del ejército porque se lo impedían los grandes jefes monfíes que cabalgaban tras él. Allí estaban las mujeres, entre ellas Aisha y Fátima, y las mulas, cuidadas por Aquil y un chavalillo espabilado llamado Yusuf, al que Hernando conoció por las cuevas y a quien pidió que ayudara a su hermanastro. ¿Cómo iba Aquil a controlar él solo la recua?
Ugíjar los recibió engalanada y al son de música y zambras. No era la ciudad que conocieron huyendo de los cristianos. En la iglesia-colegiata se trabajaba a destajo para su reconversión en mezquita. Las campanas en las que los moriscos volcaban su odio aparecían destruidas a los pies del campanario, y en el triángulo que formaban las tres torres defensivas del lugar se ubicaba un zoco que se desparramaba por las calles adyacentes. Todo era color, aromas y bullicio, y gentes nuevas, sobre todo gentes nuevas: berberiscos, corsarios y mercaderes musulmanes del otro lado del estrecho. La mayoría vestía de forma similar a como lo podían hacer los moriscos, algunos con chilabas, pero lo que verdaderamente extrañó a Hernando fue el aspecto de muchos de ellos: algunos eran rubios y altos, de tez lechosa; otros pelirrojos de ojos verdes, y también podían verse negros libres. Todos se movían entre los berberiscos de piel tostada como si pertenecieran a sus tribus.
—Cristianos renegados —le comentó el Gironcillo cuando, embobado ante un imponente albino caucásico, Hernando casi llegó a chocar con el hombre.
El albino le sonrió de forma extraña, como… como si le invitase a echar pie a tierra e irse con él. Se volvió turbado hacia el monfí.
—Nunca te fíes de ellos —le aconsejó el Gironcillo tan pronto como dejaron atrás al albino—, sus costumbres son bastante diferentes a las nuestras: gustan de los muchachos como tú. Los renegados son los verdaderos dueños de Argel; el corso es suyo y nos desprecian. Tetuán es morisca; Salah, La Mámora y Vélez también, pero Argel…
—¿No son turcos? —le interrumpió Hernando.
—No.
—¿Entonces…?
—En Argel, con los renegados, conviven verdaderos jenízaros turcos enviados por el sultán. —El Gironcillo se alzó sobre los estribos y ojeó el zoco—. No. No han llegado todavía. Los reconocerás en cuanto lo hagan. Los jenízaros no dependen del beylerbey de Argel, sólo del sultán, de quien reciben órdenes a través de sus agás, sus propios jefes. En su día, hará cuarenta años, Jayr ad-Din, al que los cristianos llaman Barbarroja, sometió su reino a la Sublime Puerta, a nuestro sultán, a aquel que debe ayudarnos en la lucha contra los cristianos… Pero no te equivoques: los renegados que dominan Argel no son de fiar, sobre todo para hermosos muchachos como tú. —Rió—. ¡Nunca les des la espalda!
La carcajada del Gironcillo puso fin a la conversación. Aben Humeya desmontaba ya y le buscó con la mirada; Hernando debía hacerse cargo de los caballos. Entre el caos, trató de vislumbrar a Fátima y Aisha, pero la retaguardia de la columna ni siquiera había llegado a entrar en el pueblo. Primero debía acomodar a los caballos; luego volvería a ver qué es lo que sucedía con las mujeres.
Igual que había hecho en Paterna con las mulas, Aben Humeya dispuso a varios arcabuceros de su guardia a las órdenes de Hernando. Más allá de las abarrotadas calles de detrás de la iglesia de Ugíjar, donde la ciudad empezaba a perderse en campos, encontró una buena casa de dos pisos, grande y con tierras suficientes, debidamente cercadas por un muro bajo, como para acomodar los caballos del rey y de los jefes monfíes. Sin duda alguna se trataba de la vivienda de alguna de las familias cristianas asesinadas durante la insurrección; no tenía acceso directo desde la calle, sino que se entraba por las tierras que la rodeaban.
—¡Desalojad la casa! —gritó uno de los soldados a la familia morisca que salió en tropel ante la llegada de la comitiva.
Se trataba de un matrimonio de mediana edad: ella gorda, como la mayoría de las matronas; él, todavía más si cabe, con un viejo arcabuz en las manos que humilló al ver a los soldados. A su alrededor se hallaban siete niños de distintas edades.