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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (19 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—La mula ya está cargada —contestó al-Hashum.

—Que el Profeta os acompañe y os guíe, pues —les deseó el rey.

Hernando siguió al monfí. ¡Partían hacia Adra, en la costa, lejos de allí! ¿Qué pensaría Fátima? Parecía triste… pero el rey se lo ordenaba, sí, eso era. ¡Ahora mismo!, había ordenado. Siquiera tenía tiempo de despedirse. ¿Y su madre? Rodearon la tienda. Al lado opuesto de donde se encontraba el guardia, les esperaba una de las mulas de la mano de Brahim. Su padrastro le miró de arriba abajo, entornando los párpados ante los moratones.

—¿Y los regalos del rey? —vociferó el arriero.

Hernando titubeó, como siempre que se hallaba delante de Brahim.

—No los necesito para el viaje —contestó al tiempo que simulaba comprobar los arreos de la mula—. Voy a despedirme de mi madre.

—Debemos partir ya —intervino al-Hashum.

Brahim escondió una sonrisa.

—Tienes una misión que cumplir —dijo con firmeza—. No es momento para llantos de madres. Yo se lo contaré todo.

A su pesar, Hernando asintió. Los dos hombres montaron y Brahim los vio partir. Por una vez se alegraba de la confianza que el rey depositaba en su hijastro. El arriero sonrió abiertamente al recordar la voluptuosidad del cuerpo de Fátima.

14

«¿La tierra está llana?»

En condiciones normales, el viaje les hubiera supuesto entre tres y cuatro jornadas, pero Hernando y su compañero tuvieron que avanzar por senderos intransitables y campo a través, escondiéndose y evitando las muchas partidas de soldados cristianos que recorrían la tierra saqueando los lugares, robando, matando y violando a las mujeres, y después poniéndolas en cautiverio. Acostumbraban a ser grupos de veinte hombres, sin capitán y sin alférez que portase bandera alguna; hombres codiciosos y violentos que escudados en el nombre del Dios cristiano tomaban venganza sobre los moriscos con el único fin de enriquecerse.

La lentitud del paso benefició a Hernando, que no cejó hasta encontrar las hierbas necesarias con las que procurarse un remedio para su entrepierna.

A la altura de Turón, agazapados tras unos espesos matorrales, mientras esperaban con la mula trabada en un cerro a que un hatajo de canallas pusiera fin a su rapiña, presenciaron cómo uno de los soldados cristianos se separaba del grupo y arrastraba del cabello a una niña de no más de diez años que no cesaba de aullar y patear. Se dirigía hacia donde estaban escondidos. Los dos al tiempo llevaron la mano a sus armas. Justo delante de ellos, al otro lado de los matorrales, el hombre abofeteó a la chiquilla hasta postrarla a sus pies; luego empezó a desatarse los calzones sonriendo con sus dientes negros. Hernando desenvainó el alfanje a la espera de que el soldado expusiese la nuca al lanzarse sobre la criatura, pero notó la presión de la mano de al-Hashum sobre su antebrazo. Se volvió hacia él y lo vio negar con la cabeza. Las lágrimas surcaban el rostro del monfí. Hernando obedeció y envainó lentamente, mirando cómo desaparecía el filo de la hoja en la vaina. Tampoco pudieron escapar de allí por no descubrirse. Al-Hashum, grande y curtido, fuerte, permaneció con la cabeza gacha, sollozando en silencio. Él no pudo. Fue incapaz de cerrar los ojos. Clavaba las uñas sobre el sagrado alfanje de Hamid, con mayor fuerza a medida que el llanto de la niña disminuía hasta llegar a convertirse en un gimoteo casi inaudible.

Los sollozos de la chiquilla se confundieron en Hernando con los recuerdos de Fátima, que le perseguían desde que abandonó el campamento de Aben Humeya. ¡Cobarde!, se reprochaba una y otra vez. Ella le había dicho que no tenía a nadie y Hernando le contestó que podía contar con él. Seguro que tanto Fátima como su madre se habrían enterado de la misión encomendada por el rey, Brahim se lo habría dicho, pero aun así… ¿Y si los cristianos también se hubiesen atrevido a ascender por aquellas cumbres inhóspitas y ahora mismo estuvieran violando a Fátima?

Soltó el alfanje cuando al-Hashum, con el rostro oculto por la bocamanga de la marlota con que secaba las lagrimas, le indicó con un gesto que debían proseguir la marcha. A Hernando le dolían los dedos.

Al-Hashum parecía conocer Adra. Frente a los arenales y campos estériles que se extendían hacia el mar esperaron hasta bien entrada la noche. El monfí era un hombre reservado, como Hernando había podido comprobar a lo largo del camino, pero no se comportó de forma arisca o malcarada y dejaba entrever un carácter más bien bondadoso, algo que extrañó al muchacho en un bandolero de las sierras. Esa noche, los dos sentados en lo alto de un cerro, mientras observaban cómo las aguas del mar cambiaban de color a medida que el sol se ocultaba, habló más de lo que lo había hecho en las jornadas precedentes.

—Adra está en poder de los cristianos. —El monfí trató de susurrar, pero su vozarrón natural se lo impedía—. Aquí fue donde a principios del levantamiento traicionaron al Daud y a otras gentes del Albaicín de Granada que pretendían pasar a Berbería en busca de ayuda. Buscaron una fusta, igual que tenemos que hacer nosotros, y la consiguieron; pero el morisco que intermedió, ¡Dios lo condene al infierno!, perforó la barca y tapó los agujeros con cera. La fusta empezó a hacer agua a poca distancia de la costa; los cristianos sólo tuvieron que esperar al Daud y sus gentes en la playa para detenerles.

—¿Conoces… conoces a alguien de confianza? —inquirió Hernando.

—Creo que sí. —Las aguas del mar empezaban a oscurecerse—. Veo que ya andas con más soltura —soltó entonces al-Hashum—: los ungüentos te han curado la entrepierna.

Incluso en la penumbra, Hernando escondió el rostro, pero el monfí insistió; partiendo de las evidentes relaciones que tenían que haber originado aquel escozor en particular, al-Hashum terminó hablándole de su esposa y de sus hijos. Los había dejado en Juviles, aunque, como todos, ignoraba si la noche de la matanza se hallaban dentro o fuera de la iglesia.

—Muertos o esclavizados —murmuró, ahora sí con un hilo de voz—. ¿Cuál es peor destino?

Charlaron mientras caía la noche, y Hernando le habló de Fátima y de su madre.

Se escondieron en la casa de un matrimonio anciano que no se había visto capaz de escapar a las sierras cuando estalló la revuelta en Adra, y que cuidaban de una huerta y algunos árboles frutales, fuera de la ciudad. Zahir, que así se llamaba el hombre, los instó a introducir la mula en el interior de la vivienda.

—No tenemos animales —alegó—. Una mula en nuestras tierras levantaría sospechas.

La esposa de Zahir mantenía impoluto el interior de la vivienda, pero asintió a las palabras de su marido; ataron la acémila en la que, les dijeron con orgullo, era la habitación de sus hijos jóvenes que sí luchaban por el único Dios.

Permanecieron escondidos varios días sin salir de la casa. Zahir negociaba con discreción la barca. Hernando y al-Hashum supieron al instante que podían confiar en sus anfitriones pero ¿podían fiarse también de los hombres con quienes trataba el anciano?

—Sí —afirmó con rotundidad Zahir ante sus dudas—. ¡Son musulmanes! Rezan conmigo, y ya sea en la ciudad o en las playas, sin empuñar las armas, colaboran con nuestros jóvenes. Todos son conscientes de la importancia de transportar ese oro a Berbería. Las noticias que llegan de los lugares de las Alpujarras no son nada esperanzadoras. ¡Necesitamos la ayuda de nuestros hermanos turcos y berberiscos!

¡Las noticias! Cada noche, comiendo los escasos alimentos que podían proporcionarles aquellas gentes, escuchaban con ansiedad las nuevas que Zahir les contaba acerca de la guerra.

—Los pueblos continúan rindiéndose —les contó el anciano una noche—. Dicen que Ibn Umayya vaga por las sierras, sin armas ni provisiones, acompañado por menos de un centenar de incondicionales.

Hernando tembló ante el solo pensamiento de Fátima y Aisha perdidas por las quebradas de Sierra Nevada sin la protección de ejército alguno. El monfí frunció los labios ante el dolor que se percibía en el muchacho.

—¿Por qué se rinden? —gritó entonces al-Hashum.

Zahir negó con la cabeza en señal de impotencia.

—Por miedo —sentenció—. Ya no queda nadie con Ibn Umayya, pero los demás alzados de las Alpujarras que pretenden resistir están siendo diezmados. El marqués de los Vélez acaba de enfrentarse a nuestros hermanos en Ohánez. Ha matado a más de mil hombres y capturado a alrededor de dos mil mujeres y niños.

—Pero Mondéjar les concede el perdón —musitó Hernando pensando en lo que sucedería si hacían cautiva a Fátima.

—Sí. Los dos nobles actúan de forma totalmente distinta. Mondéjar considera que «la tierra está llana», y así se lo ha hecho saber por escrito al marqués de los Vélez, instándole a que cese en sus ataques a los moriscos y otorgue el perdón a cuantos se rindan…

—¿Entonces? —inquirió al-Hashum.

—El marqués de los Vélez ha jurado perseguir, ejecutar o esclavizar a todo nuestro pueblo. Al parecer, la carta le llegó después de la batalla de Ohánez. Al volver al pueblo, en las escaleras de la iglesia, ordenadas en hilera sobre el escalón superior, encontró las cabezas recién decapitadas de veinte doncellas cristianas. Aseguran que sus alaridos clamando venganza se pudieron escuchar hasta en la cumbre más alta de la sierra.

Los tres hombres que estaban sentados en el suelo de la vivienda y la esposa de Zahir, que se hallaba en pie, algo alejada, permanecieron en silencio largo rato.

—¡Tienes que llevar ese oro a Berbería! —exclamó al fin Hernando.

Hernando se enteró de que Aben Humeya estaba en Mecina Bombarón. El rey, a escondidas, descendía de las sierras a Válor, su pueblo y su feudo, en busca de comida, fiestas y comodidad, pero aquella noche se le esperaba en Mecina Bombarón para asistir a una boda musulmana. Mecina era una de las muchas poblaciones que se habían rendido al marqués, y a falta de cristianos, que habían huido ante las matanzas, disfrutaba de una tranquilidad provisional. Aben Humeya, siempre dispuesto a disfrutar de una fiesta incluso en las peores circunstancias, no quería perdérsela.

Tirando de la mula, solo, atento a cualquier movimiento sospechoso, se encaminó a Mecina para dar cuenta al rey del resultado de su misión. Se fue de Adra tan pronto como la fusta conseguida por Zahir se hubo perdido en las aguas oscuras de la noche, sin naves cristianas que la persiguieran y sin ningún agujero tapado con cera que pudiera hacerla zozobrar. En la misma playa rezó unas oraciones junto al anciano y un par de pescadores, en las que encomendaron a Dios el buen fin de la misión de al-Hashum, que transportaba el oro de los moriscos. Luego partió, contra la opinión de Zahir, al amparo de la luz de la luna. Tenía prisa por volver: quería ver a Fátima y a su madre cuanto antes.

Anduvo el camino de vuelta escondiéndose de todo y de todos, mordisqueando el pan ácimo y la carne en adobo que le había proporcionado la esposa de Zahir, sin dejar de pensar en Fátima, en su madre, y en aquel ejército que debía venir a liberarlos desde más allá de las costas granadinas.

Lo que no imaginaba Hernando, ni Aben Humeya, ni al-Hashum en su travesía nocturna, era que tanto Uluch Ali, beylerbey de Argel, como el sultán de la Sublime Puerta tenían sus propios proyectos. Efectivamente, tan pronto como llegaron las primeras noticias del levantamiento morisco, el beylerbey de Argel hizo un llamamiento a su pueblo para que fuera en ayuda de los andaluces, pero ante la cantidad de gente de guerra bien dispuesta que acudió a la convocatoria decidió que era mejor utilizarla para sus propios fines y se lanzó a la conquista de Túnez, entonces en manos de Muley Hamida. Como contrapartida dictó un bando por el que autorizaba a cualquier aventurero a viajar a España, al tiempo que concedía el perdón a todos aquellos delincuentes que se alistasen en la guerra de al-Andalus. También dispuso una mezquita en la que recogió todas las armas —que fueron muchas— que los hermanos en la fe de los andaluces quisieron aportar a la revuelta, pese a que al final optara por venderlas en lugar de donarlas. Otro tanto sucedió con el sultán, en Constantinopla: la revuelta de los moriscos españoles significaba un nuevo frente de guerra para el rey de España, y le abría las puertas a la conquista de Chipre, para cuya empresa empezó a prepararse tras contestar a su gobernador en Argel y ordenarle que, como simple muestra de buena voluntad, enviase doscientos jenízaros turcos a al-Andalus.

Hernando oía música de laúdes y dulzainas a medida que se acercaba a Mecina, cuyas construcciones, como en la mayoría de los pueblos de las Alpujarras altas, escalaban arracimadas las estribaciones de Sierra Nevada montándose unas encima de otras. También existía alguna vivienda grande, como la de Aben Aboo, primo de Aben Humeya, donde éste solía acudir en busca de refugio. Era ya de noche cuando Hernando ató la mula y entró en Mecina. El jolgorio guió sus pasos. No podía dejar de pensar que le faltaba muy poco para ver a Fátima, quien debía de seguir en el campamento de la sierra. ¿Qué le diría? ¿Cómo se disculparía?

Llegó justo a tiempo de presenciar cómo la novia, tatuada con alheña y vestida con una alcandora a modo de camisa, era trasladada a casa de su esposo, sentada sobre las manos unidas de dos de sus parientes, con los ojos cerrados y sin que sus pies llegasen a tocar en momento alguno el suelo. Se sumó a la alegre comitiva. Las mujeres todavía gritaban las albórbolas o «yu-yús» especiales de las bodas, cumpliendo la ley musulmana que establecía que los casamientos debían ser públicos y paladinos. Nadie en Mecina podía negar que, tras las debidas exhortaciones a los contrayentes, aquél no hubiera sido un enlace público y evidente. La novia llegó a la pequeña puerta de la casa de dos pisos del esposo, con la gente aglomerada en la callejuela, y alguien le proporcionó un mazo y un clavo que ésta martilleó en la puerta. Luego, entre gritos, accedió a su nuevo hogar con el pie derecho.

A partir de ese momento, la novia, acompañada de todas las mujeres que pudieron entrar en la pequeña casa, fue conducida al tálamo, situado en la planta superior de la vivienda, donde ella misma debía cubrirse con una sábana blanca y esperar tendida y quieta, callada y con los ojos cerrados, mientras las mujeres le hacían regalos. Todas ellas, presintiendo la derrota y la vuelta de sacerdotes y beneficiados prestos a vigilar el cumplimiento de los bandos y órdenes que les prohibían el uso de sus trajes y costumbres, se aferraron a sus ritos y accedieron a la casa con el rostro cubierto para destapárselo en la intimidad de la cámara nupcial, allí donde los hombres no estaban.

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