La mano de Fátima (14 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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El ejército cristiano entró en Juviles y cerca de cuatrocientas cristianas, liberadas por los moriscos, salieron a recibirlo.

—¡Matadlos! ¡Acabad con los herejes! —exigieron a los soldados.

—Degollaron a mi hijo —gritaba una.

—Mataron a nuestros esposos e hijos —lloraba otra con una criatura en brazos.

—¡Profanaron las iglesias! —trataba de explicar una tercera entre el griterío.

Algunas de aquellas mujeres eran de Cuxurio y Alcútar, pero las había de todos los lugares de las Alpujarras. Una vez acomodados en el pueblo, dispersos por sus calles y la plaza, grupos de soldados escucharon estremecidos las historias que narraban las cautivas. En todos los pueblos rebelados se habían producido crueles matanzas y asesinatos en masa, la mayoría por orden directa de Farax.

—Se divertían torturándolos —contaba una—: les cortaban el dedo índice y el pulgar para que no pudiesen hacer la señal de la cruz antes de morir.

—Izaron al beneficiado hasta lo alto de la torre de la iglesia —recordó otra entre sollozos—, con los brazos extendidos y atados a un tronco horizontal del que colgaba el cuerpo, mofándose del calvario de Nuestro Señor. Una vez arriba, soltaron la soga y el clérigo se desplomó sobre las losas de la plaza. Lo repitieron en cuatro ocasiones, aplaudiendo y riendo en cada una de ellas. Luego, descoyuntado pero vivo, lo entregaron a las mujeres y éstas le lapidaron.

Por todo el pueblo se repetían las mismas escenas: los soldados clamaban venganza ante las atrocidades que oían en boca de las mujeres. Una joven de Laroles narró que los moriscos, después de haber pactado la rendición de los cristianos, incumplieron su palabra y untaron los pies de los clérigos con aceite y pez, y los martirizaron sobre las brasas antes de ejecutarlos y descuartizar sus cuerpos. Otra mujer de Canjáyar contó que en su pueblo se simuló la celebración de una misa, con el beneficiado y el sacristán desnudos en el altar. Obligaron al sacristán a pasar lista, y cada vez que un morisco escuchaba su nombre, se acercaba, y ya fuere con un puñal, con una piedra, un palo o las manos desnudas, se ensañaba con el clérigo y el sacristán procurando no causarles la muerte. Al final, todavía vivos, los descuartizaron lentamente, empezando por los dedos de los pies.

Sin embargo, al tiempo que sucedía eso entre los soldados, una comisión compuesta por dieciséis alguaciles musulmanes de los principales lugares de las Alpujarras se presentaba ante el marqués de Mondéjar. Los alguaciles se echaron a los pies del capitán general suplicando el perdón para ellos y para todos los hombres de los pueblos que se rindiesen. El marqués de Mondéjar cedió y prometió clemencia a quienes depusieran las armas; nada prometió, sin embargo, con respecto a Aben Humeya y los monfíes. Luego ordenó que el ejército fuese hacia el castillo.

La rendición corrió de boca en boca por las filas cristianas. Después de todo lo que habían visto y oído, después de los lamentos y llantos de las cristianas, después de recorrer decenas de leguas para acudir en defensa de las Alpujarras sin paga ni soldada a cambio, no podían consentir aquel perdón. ¡Los moriscos debían ser castigados y sus bienes repartidos entre los soldados! En el camino de acceso al castillo, los cristianos se toparon con Hamid y dos ancianos con bandera blanca que les rendían la fortaleza y suplicaban clemencia para las más de dos mil mujeres, sus hijos y los hombres que quedaban en su interior.

El marqués accedió y dictó un bando decretando el perdón de los hombres y ordenando la libertad de las mujeres moriscas y sus hijos. Para calmar a la soldadesca, los autorizó a saquear todas las riquezas que hubiera en el castillo y en el pueblo. Luego ordenó que los rendidos fueran custodiados en las casas de Juviles. Las moriscas y sus hijos fueron confinados en la iglesia, al menos los que cabían en ella; las restantes permanecieron en la plaza, vigiladas por unos soldados indignados ante el rumbo que tomaban los acontecimientos.

Las decisiones del marqués y el descontento que reinaba entre los soldados cristianos llegaron a oídos de la larga columna de moriscos que huía hacia Ugíjar. Hernando sonrió abiertamente a tres ancianos que no habían querido quedarse en el castillo y caminaban junto a las mulas, apoyándose en ellas de tanto en tanto.

—Nada les sucederá a las mujeres —exclamó agitando un puño cerrado.

Pero ninguno de ellos respondió. Continuaron andando con seriedad.

—¿Qué sucede? —se interesó—. ¿Acaso no habéis oído que el marqués ha perdonado a los que han quedado atrás?

—Un hombre contra un ejército —contestó el que parecía mayor de los tres, sin mirarle—. No puede ser. La codicia de los cristianos pasará por encima de cualquier orden del marqués.

Hernando se acercó al anciano.

—¿Qué quieres decir?

—El marqués tiene interés personal en nuestro perdón: gana mucho dinero con nosotros. Pero los soldados que le acompañan… ¡Sólo son mercenarios! Hombres sin paga que han venido a enriquecerse. Los cristianos sólo respetan aquello que les proporciona dinero. Si las mujeres hubieran sido hechas cautivas las respetarían, puesto que significan dinero. De no ser así…, no existirá orden ni bando de noble alguno, ni siquiera del rey, que pueda impedir… —Hernando borró la sonrisa y tanteó el alfanje de Hamid que llevaba colgado al cinto—. Que pueda impedir que los soldados se desmanden —finalizó el anciano acongojado.

Hernando salió corriendo sin pensar. Sorteó a los moriscos que le seguían, sin contestar a ninguna de las preguntas que le efectuaban al chocar contra ellos. ¡ Juviles! Su mente estaba puesta en Juviles y en su madre, en Hamid. Brahim escuchó los gritos y quejas que Hernando provocaba a su paso y obligó al overo a volver hacia atrás, pero al llegar a la altura de los ancianos que acompañaban al muchacho, uno de ellos le detuvo con un gesto de su mano.

—¿Adónde va? —preguntó Brahim.

—Imagino que va a hacer lo que deberían haber hecho todos los musulmanes: luchar… ofrecer la vida por su gente, por su familia y por su Dios.

El arriero frunció el entrecejo.

—Todos luchamos por ellos. Esto es una guerra, anciano.

El morisco asintió.

—No lo sabes bien —musitó.

Hernando llegó a Juviles cuando ya había anochecido. Los cristianos estaban por doquier. Según los espías que habían llevado las noticias de la rendición a la columna de moriscos, el marqués había ordenado que las mujeres y sus hijos se congregaran en la iglesia. Rodeó el pueblo para poder llegar hasta la iglesia por los bancales que lindaban con ella y con la plaza por el sur. Era noche cerrada; sólo titilantes puntos de luz diseminados, los fuegos de los soldados cristianos, rompían la oscuridad. Recorrió de cuclillas el mismo bancal donde su madre acuchilló al sacerdote; la plaza y la iglesia quedaban sobre su cabeza. «Lo ha hecho por ti», le había dicho Hamid en aquel mismo bancal mientras ambos observaban la venganza de su madre. Las conversaciones de los cristianos le llegaban en forma de murmullos, interrumpidos de repente por una carcajada o algún improperio.

Estaba tratando de escuchar más allá de los soldados cuando alguien se le abalanzó por la espalda y le inmovilizó con la rodilla. No tuvo tiempo de gritar: una fuerte mano le tapó la boca al instante. Notó el acero de un cuchillo en el cuello. Así había matado él a los caballos, pensó Hernando. ¿Iba a morir como ellos?

—No lo mates —pudo escuchar que siseaban en árabe justo antes de que la hoja sajase su yugular. Eran varios hombres—. Me ha parecido ver unos destellos… Mira ese alfanje.

Hernando notó que le quitaban la espada del cinto. El tintineo de los colgantes de la vaina los paralizó a todos, pero los murmullos cristianos continuaron como si nada sucediera.

—Es de los nuestros —advirtió otro al tantear con sus dedos los colgantes de la vaina curvada.

—¿Quién eres? —susurró el hombre que le inmovilizaba, liberando su boca no sin aumentar la presión del filo sobre el cuello—. ¿Cómo te llamas?

—Ibn Hamid.

—¿Qué haces aquí? —inquirió un tercero.

—Supongo que lo mismo que vosotros —contestó—. He venido a rescatar a mi madre —añadió después.

Le dieron la vuelta, ahora con la punta del cuchillo en su nuez, pero ni uno ni los otros alcanzaron a verse los rostros al tenue reflejo de los fuegos cristianos.

—¿Cómo podemos saber que no nos engaña? —oyó Hernando que se preguntaban entre ellos.

—Habla en árabe —señaló uno.

—También algunos cristianos lo conocen. ¿Mandarías un espía que no hablase árabe?

—¿Para qué iban a mandar los cristianos un espía aquí? —preguntó el primero.

—Mátalo —terció el otro.

—No hay otro Dios que Dios, y Muhammad es el enviado de Dios —recitó Hernando. Instantáneamente el filo del cuchillo aminoró la presión. Luego continuó con la profesión de fe morisca.

Paulatinamente, a medida que recitaba la misma oración que no hacía mucho le salvara de los vecinos de Juviles que querían entregarle, el cuchillo fue apartándose de su cuello. Eran tres moriscos de Cádiar que pretendían liberar a sus mujeres e hijos.

—Hay muchas de ellas refugiadas en la iglesia —le explicó uno de ellos—. Otras están fuera, en la plaza, pero es imposible saber dónde están exactamente las nuestras. ¡Hay centenares de ellas con sus niños y no se ve absolutamente nada! Los soldados no les han permitido encender fuegos y no son más que una masa informe de sombras. Si nos internamos ahora no lograremos encontrarlas, y el revuelo será tal que los soldados se darán cuenta.

¿Y los hombres?, pensó Hernando. ¿Y Hamid? Sólo hablaban de mujeres y niños.

—¿Y los hombres que se quedaron en el castillo? —preguntó.

—Creemos que los tienen encerrados en las casas.

—¿Cómo podremos liberarlos? —preguntó Hernando en un susurro.

—Tenemos tiempo para pensarlo —le contestó otro de los moriscos—. Debemos esperar al amanecer. Antes no podremos hacer nada —añadió.

—¿A la luz del día? ¿Qué posibilidades tendremos entonces? ¿Cómo lo haremos? —se sorprendió el muchacho.

No obtuvo respuesta.

El frío de la noche se arrojó sobre ellos a la espera del amanecer. Se hallaban escondidos tras unos matorrales. Hablaron en susurros. Hernando supo de las mujeres e hijos de los de Cádiar. Él, por su parte, les explicó que en aquella iglesia y allí mismo, en ese bancal, llegó a descubrir el intenso dolor que había padecido su madre.

Al cabo de un buen rato, ya noche cerrada, el silenció asoló el pueblo. Los soldados cristianos dormitaban junto a las hogueras y los cuatro moriscos empezaron a notar que los músculos se les entumecían. Sierra Nevada no les iba a dar tregua.

—Nos congelaremos.

Hernando oía castañetear los dientes de uno de sus compañeros. Él sintió dolor al mover los dedos con los que mantenía aferrado el alfanje; parecía que estuviesen pegados a la vaina.

—Tendremos que buscar un refugio hasta que amanezca… —empezó a decir otro, cuando un agudo chillido de mujer proveniente de la plaza le interrumpió.

A aquel grito le siguió otro, también de mujer, y luego un tercero.

—¡Alto! ¿Quién vive? —exclamó un soldado apostado junto a uno de los fuegos.

—¡Hay moros armados entre las mujeres! —aseguraron desde otra de las hogueras.

Aquellas palabras fueron las últimas que pudieron oírse con nitidez. Los moriscos se interrogaron entre ellos. ¿Moros armados? Hernando se asomó por encima de los matorrales que le servían de abrigo. Los gritos de las mujeres y los niños se confundían con las órdenes de los soldados. Decenas de ellos corrieron desde los fuegos en dirección a la plaza con sus espadas y alabardas preparadas, y se mezclaron con las sombras. Sonó el primer disparo de arcabuz; Hernando pudo ver el chispazo, el centelleo y una gran nube de humo entre la negra muchedumbre que se adivinaba junto a la iglesia.

Más disparos. Más destellos entre las sombras. Más gritos.

Hernando fue el primero en saltar y correr hacia la plaza, con el alfanje, desenvainado y en alto, agarrado con ambas manos. Los tres moriscos de Cádiar le siguieron. En la plaza, tras unos primeros momentos de indecisión, las mujeres intentaban defenderse de unos soldados que golpeaban indiscriminadamente con espadas y alabardas.

—¡Hay moros! —se escuchó en la confusión del gentío.

—¡Nos atacan! —gritaban los soldados cristianos desde todos los rincones de la plaza.

La oscuridad era absoluta.

—¡Madre! —empezó a gritar a su vez Hernando.

Entre las tinieblas, los arcabuceros cristianos se disparaban entre ellos. Hernando tropezó con un cadáver y estuvo a punto de caer. A su derecha, muy cerca, relampagueó un disparo al tiempo que una gran cantidad de humo envolvía el lugar. Volteó el alfanje entre el denso humo y notó cómo el arma se hundía en la carne. Al instante oyó un grito de muerte.

—¡Madre!

Continuó con el alfanje en alto. ¡No veía! No veía nada. No podía reconocer a nadie en el caos. Una mujer le atacó.

—¡Soy morisco! —le gritó.

—¡Santiago! —pudo oír al tiempo a su espalda.

Lanzada hacia su espalda, la alabarda cristiana le rozó el costado y se clavó en el estómago de la mujer. Hernando notó la última vaharada de calor de la morisca sobre su propio rostro, cuando ésta se aferró a él, herida de muerte. Se liberó del trágico abrazo, se volvió y descargó un golpe de alfanje. La espada chocó con el metal de una celada y resbaló por ella hasta clavarse en el hombro del cristiano. Mientras, notó cómo la mujer caía agarrándose a sus piernas.

—¡Madre! —volvió a gritar.

Cada vez eran más los cuerpos de mujeres y niños con los que tropezaba. ¡Chapoteaba en sangre! Las puertas de la iglesia estaban cerradas. ¿Y si Aisha se hallaba en el interior del templo? Los cristianos seguían disparando, pese a las voces de sus capitanes que ordenaban el alto el fuego. Pero nada podía detener la carnicería: el miedo descontrolado de los soldados seguía cobrándose víctimas entre las indefensas mujeres y sus hijos.

Hernando seguía sin ver. ¿Cómo iba a encontrarla? ¿Y si ya yacía cadáver en aquella sangrienta plaza?

—Madre —gimió con la espada vencida.

—¿Hernando? Hernando, ¿eres tú?

Hernando volvió a alzar el alfanje. ¿Dónde estaba? ¿De dónde venía la voz?

—¡Madre!

—¿Hernando? —Una sombra le tanteó. Él hizo ademán de descargar un golpe—. ¡Hernando! —Aisha le sacudió.

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