Authors: Ildefonso Falcones
Hernando sabía que se lo preguntaría. También sabía cuáles iban a ser las siguientes palabras: «La oración de la noche…».
—… es la única que podemos practicar con cierta seguridad —repetía siempre Hamid—, porque los cristianos duermen.
Si Andrés estaba empeñado en enseñarle las oraciones cristianas y a sumar, leer y escribir, el mísero Hamid, respetado como un alfaquí en el pueblo, hacía lo propio en cuanto a las creencias y enseñanzas musulmanas; se había impuesto esa tarea desde que los moriscos rechazaron al bastardo de un sacerdote, como si compitiese con el sacristán cristiano y con toda la comunidad. También le hacía rezar en los bancales, a resguardo de miradas indiscretas, o recitaban las suras al unísono mientras paseaban por las sierras en busca de hierbas curativas.
Antes de que contestara a la pregunta de Hamid, éste se levantó. Cerró y atrancó la puerta, y entonces ambos se desnudaron en silencio. El agua ya estaba preparada en unas vasijas limpias. Se colocaron en dirección a La Meca, la quibla.
—¡Oh Dios, Señor mío! —imploró Hamid, al tiempo que introducía las manos en la vasija y se las lavaba tres veces. Hernando le acompañó en las oraciones e hizo lo propio en su vasija—. Con tu auxilio me preservo de la suciedad y maldad de Satanás maldito…
Luego procedieron a lavarse el cuerpo tal y como era preceptivo: partes pudendas, manos, narices y cara, el brazo derecho y el izquierdo desde la punta de los dedos al codo, la cabeza, las orejas y los pies hasta los tobillos. Acompañaron cada ablución con las oraciones pertinentes, si bien en ocasiones Hamid dejaba que su voz se fuera convirtiendo en un murmullo casi inaudible. Era la señal del alfaquí para cederle la dirección de los rezos; el muchacho sonreía, y los dos proseguían el ritual con la vista perdida en dirección a la quibla.
—… que el día del Juicio me entregues… —oraba en voz alta el muchacho.
Hamid entrecerraba los ojos, asentía satisfecho y se sumaba de nuevo a la letanía:
—… mi carta en mi mano derecha y tomes de mí ligera y buena cuenta…
Tras las abluciones iniciaron la oración de la noche inclinándose dos veces, agachándose hasta tocar las rodillas con las manos.
—Alabado sea Dios… —empezaron a rezar al unísono.
En el momento de la prosternación, cuando se hallaban arrodillados sobre la única manta de la que disponía Hamid, con las frentes y narices rozando la tela y los brazos extendidos al frente, sonaron unos golpes en la puerta.
Los dos enmudecieron, inmóviles sobre la manta.
Los golpes se repitieron. Esta vez más fuertes.
Hamid giró el rostro sobresaltado hacia el muchacho, para encontrarse con sus ojos azules que refulgían a la luz de la vela. «Lo siento», parecía decirle. Él ya era mayor pero Hernando…
—Hamid, ¡abre! —se escuchó en la noche.
¿Hamid? Pese a su pierna lisiada, el morisco pegó un salto y se plantó ante la puerta. ¡Hamid! Ningún cristiano le hubiera llamado así.
—La paz.
El visitante pilló a Hernando todavía arrodillado sobre la manta, con los pulgares de los pies apoyados en ella.
—La paz —le saludó el desconocido, un hombre bajo, moreno de piel, curtido por el sol y bastante más joven que Hamid.
—Éste es Hernando —le presentó Hamid—. Hernando, él es Ali, de Órgiva, el esposo de mi hermana. ¿Qué te trae por aquí a estas horas? Estás lejos de tu casa. —Por toda contestación, Ali señaló con el mentón a Hernando—. El chico es de confianza —aseguró Hamid—: tú mismo puedes comprobarlo.
Ali observó a Hernando mientras éste se incorporaba y asintió con la cabeza. Hamid indicó a su cuñado que se sentase y después lo hizo él: Ali sobre la manta, Hamid sobre su almohadón raído.
—Trae agua fresca y algunas uvas pasas —le pidió éste a Hernando.
—En fin de año habrá mundo nuevo —auguró con solemnidad Ali sin esperar a que el muchacho cumpliera el encargo.
El cuenco con la veintena escasa de pasas que Hernando dejó entre los dos hombres no podía ser más que el resultado de las limosnas del pueblo hacia el alfaquí; en algunas ocasiones, él mismo le había llevado presentes de parte de su padrastro, al que nadie tenía precisamente por generoso.
Hamid asentía a las palabras de su cuñado en el momento en que Hernando tomó asiento en una de las esquinas de la manta.
—Lo he oído —añadió.
Hernando los observó con curiosidad. Ignoraba que Hamid tuviera parientes, pero no era la primera vez que oía esas palabras: su padrastro no cesaba de repetir aquella frase, sobre todo al regreso de sus viajes a Granada. Andrés, el sacristán, le había explicado que era por la entrada en vigor de la nueva pragmática real, que obligaría a los moriscos a vestir como cristianos y a abandonar el uso de la lengua árabe.
—Ya hubo un intento fallido para el Jueves Santo de este año —prosiguió Hamid—, ¿por qué va a ser diferente ahora?
Hernando ladeó la cabeza. ¿Qué decía Hamid? ¿A qué intento fracasado se refería?
—Esta vez saldrá bien —aseguró Ali—. En la ocasión anterior, los planes para la insurrección estuvieron en boca de todas las Alpujarras. Por eso los descubrió el marqués de Mondéjar, y los del Albaicín se echaron atrás.
Hamid le instó a continuar. Hernando se irguió tan pronto escuchó la palabra «insurrección».
—En este caso se ha decidido que los de las Alpujarras no sepan lo que va a suceder hasta que llegue el momento de tomar Granada. Se han dado instrucciones precisas a los moriscos del Albaicín y se ha reunido en secreto a la gente de la vega, del valle de Lecrín y de Órgiva. Los casados se han ocupado de reclutar a los casados, los solteros a los solteros y los viudos a los viudos. Hay más de ocho mil personas dispuestas a asaltar el Albaicín. Sólo entonces se advertirá a los de las Alpujarras. Se calcula que la región podrá armar a cien mil hombres.
—¿Quién está detrás de la insurrección esta vez?
—Las reuniones se celebran en casa de un cerero del Albaicín llamado Adelet. Asisten los que los cristianos llaman Hernando el Zaguer, alguacil de Cádiar, Diego López, de Mecina de Bombarón, Miguel de Rojas, de Ugíjar, y también Farax ibn Farax, el Tagari, Mofarrix, Alatar… Con ellos están bastantes monfíes… —prosiguió Ali.
—No me fío del todo de esos bandidos —le interrumpió Hamid.
Ali se encogió de hombros.
—Bien sabes —les excusó— que muchos de ellos se han visto obligados a vivir en las montañas. ¡A nosotros no nos hacen nada! Tú mismo hubieras ido con ellos de haber… —Ali evitó mirar la pierna inútil de Hamid—. La mayoría se ha lanzado al bandidaje por iguales injusticias que las que se cometieron contra ti.
Ali dejó la frase en el aire en espera de la reacción de su cuñado. Hamid permitió que los recuerdos volaran durante unos segundos y frunció los labios en gesto de asentimiento.
—¿Qué injust…? —saltó Hernando. Pero calló ante el brusco movimiento de mano con que Hamid recibió su intervención.
—¿Qué monfíes se unirán? —preguntó entonces el alfaquí.
—El Partal de Narila, el Nacoz de Nigüeles, el Seniz de Bérchul. —Hamid escuchaba con aire pensativo, y Ali insistió—: Está todo estudiado: los del Albaicín de Granada están preparados para el día de Año Nuevo. En cuanto se alcen, los ocho mil de fuera de Granada escalarán… escalaremos las murallas de la Alhambra por la parte del Generalife. Utilizaremos diecisiete escaleras que ya se están confeccionando en Ugíjar y Quéntar. Yo las he visto: están hechas con maromas de cáñamo, fuertes y resistentes, con unos travesaños de madera recia por los que pueden subir tres hombres a la vez. Tendremos que ir vestidos a la usanza turca, para que los cristianos crean que hemos recibido ayuda de Berbería o del sultán. Las mujeres trabajan en ello. Granada no está preparada para defenderse. La recuperaremos en igual fecha que aquella en la que se rindió a los reyes castellanos.
—¿Y una vez se haya tomado Granada?
—Argel nos ayudará. El Gran Turco nos ayudará. Lo han prometido. España no puede soportar más guerras, no puede luchar en más sitios, pues ya lo hace en Flandes, en las Indias y contra los berberiscos y los turcos. —En esta ocasión Hamid alzó la mirada al techo. «Alabado sea Dios», murmuró—. ¡Se cumplirán las profecías, Hamid! —exclamó Ali—. ¡Se cumplirán!
El silencio, sólo roto por la entrecortada respiración de Hernando, se apoderó de la estancia. El muchacho temblaba ligeramente y no cesaba de pasear la mirada de un hombre a otro.
—¿Qué queréis que haga? ¿Qué puedo hacer? —preguntó de repente Hamid—. Soy cojo…
—Como descendiente directo de la dinastía de los nasríes, los nazaríes, debes estar en la toma de Granada en representación del pueblo al que siempre ha pertenecido y al que debe seguir perteneciendo. Tu hermana está dispuesta a acompañarte.
Antes de que Hernando volviera a preguntar, casi puesto en pie, Hamid se volvió hacia él, asintió y alargó la mano hasta su antebrazo, en un gesto que pedía paciencia. El muchacho se dejó caer de nuevo sobre la manta, pero sus inmensos ojos azules no lograban desviarse del humilde alfaquí. ¡Era descendiente de los nazaríes, de los reyes de Granada!
Hamid ofreció su casa a Ali para pasar la noche, pero éste declinó la invitación: sabía que sólo disponía de un lecho, y por no ofender a su anfitrión alegó que pretendía aprovechar aquel viaje para tratar algunos asuntos con un vecino de Juviles, que ya le esperaba. Hamid se dio por satisfecho y lo despidió en la puerta. Desde la manta, Hernando observó la formal despedida de ambos hombres. El alfaquí esperó a que su cuñado se perdiese en la noche y atrancó la puerta. Entonces se volvió hacia el muchacho: las arrugas que cruzaban su rostro aparecían tensas y sus ojos, normalmente serenos, ahora chispeaban.
Hamid se detuvo un momento junto a la puerta, pensativo. Luego, muy despacio, cojeó hacia el muchacho implorándole silencio con un gesto. Los escasos instantes que tardó en bajar aquella mano se hicieron interminables para Hernando. Por fin, Hamid se sentó y le sonrió abiertamente; las mil preguntas que se agolpaban en la mente del muchacho —¿Nazaríes? ¿Qué insurrección? ¿Qué piensa hacer el Gran Turco? ¿Y los argelinos? ¿Por qué deberías ser un monfí? ¿Hay berberiscos en las Alpujarras?— se redujeron sin embargo a una sola:
—¿Cómo puedes ser tan pobre siendo descendiente…?
El semblante del alfaquí se ensombreció antes de que Hernando terminara de formular la pregunta.
—Me lo quitaron todo —respondió secamente.
El muchacho desvió la mirada.
—Lo siento… —acertó a decir.
—No hace mucho —empezó a relatar Hamid para su sorpresa—, tú ya habías nacido incluso, se produjo un cambio importante en la administración de Granada. Hasta entonces los moriscos dependíamos del capitán general del reino, el marqués de Mondéjar, en representación del rey, señor de la casi totalidad de estas tierras. Sin embargo, la legión de funcionarios y leguleyos de la Chancillería de Granada exigió para sí el control de los moriscos, en contra del criterio del marqués, y el rey les dio la razón. Desde ese momento, escribanos y abogados empezaron a desempolvar viejos pleitos sostenidos con los moriscos.
»Existía una costumbre por la que a todo morisco que se acogiese a señorío le eran perdonados los delitos que pudiera haber cometido. Ganaban todos: los moriscos se establecían pacíficamente en tierras de las Alpujarras y el rey obtenía trabajadores que pagaban impuestos mucho más elevados que si las tierras se hallaran en manos de cristianos. Pero ese acuerdo en nada beneficiaba a la Chancillería Real.
Hamid cogió una pasa del cuenco, que aún estaba sobre la manta.
—¿No quieres una? —le ofreció.
Hernando se impacientaba. No, no quería una pasa… ¡Quería que contestara, que continuara hablando! Pero, por no contrariarle, alargó la mano y masticó en silencio junto a él.
—Bien —prosiguió Hamid—, los escribanos, bajo la excusa de perseguir a los monfíes, formaron partidas de soldados que en realidad no eran más que criados o parientes suyos… con las mejores pagas que hayan existido nunca en el ejército del rey. ¡Cobraban más que los tudescos de los tercios de Flandes! Ninguno de esos pretenciosos recomendados tenía arrestos para enfrentarse a un solo monfí, por lo que en lugar de luchar a espada contra los bandidos, lo hicieron con papeles contra los moriscos de paz. Aquellos que tenían causas pendientes debían pagar por ellas: muchos de los nuestros tuvieron que huir de sus hogares y unirse a los monfíes. Pero la avaricia de los funcionarios no se quedó ahí: empezaron a investigar todos los títulos de propiedad de las tierras de los moriscos, y aquellos que no podían acreditarla con escrituras eran obligados a pagar al rey o abandonar sus tierras. Muchos no pudimos hacerlo…
—¿Tú no poseías esos títulos? —inquirió Hernando al comprobar que el alfaquí se detenía en su explicación.
—No —respondió éste, con aire pesaroso—. Desciendo de la dinastía nazarí, la última que reinó en Granada. Mi familia —Hamid adoptó un tono de orgullo que sobrecogió a Hernando— fue de las más nobles y principales de Granada, y un mísero escribano cristiano me privó de mis tierras y riquezas.
Hernando se estremeció. Hamid se detuvo, sumergido en tan dolorosos recuerdos. Un momento después se sobrepuso y continuó con su relato, como si por una vez quisiera oír en voz alta la historia de su desgracia.
—Como recompensa a la capitulación de Bu Abdillah, que los cristianos llamaban Boabdil, ante los españoles, éstos le concedieron en feudo las Alpujarras, donde se retiró junto a su corte. Entre los miembros de esa corte se hallaba su primo, mi padre, un reconocido alfaquí. Pero aquellos reyes aviesos no se contentaron con eso: sin que Boabdil lo supiera, a sus espaldas, volvieron a comprar a través de un apoderado las tierras que poco antes le habían entregado y le expulsaron de ellas. Casi todos los nobles y grandes señores musulmanes abandonaron España con el «Rey Chico»; salvo mi padre, que decidió quedarse aquí, con su gente, con aquellos que necesitaban los consejos que como alfaquí les proporcionaba. Luego, el cardenal Cisneros, en contra de las capitulaciones de Granada que garantizaban a los mudéjares la convivencia pacífica en su propia religión, convenció a los reyes de que expulsasen a todos aquellos mudéjares que no se convirtieran al cristianismo. Casi todos tuvieron que convertirse. ¡No querían abandonar sus tierras, en las que nacieron y criaron a sus hijos! Asperjaron con agua bendita a centenares de nosotros a la vez. Muchos salieron de las iglesias alegando que no les había tocado ni una gota y que por lo tanto seguían siendo musulmanes. Cuando yo nací, hace cincuenta años… —Hernando dio un respingo—. ¿Me creías mayor? —El muchacho agachó la cabeza—. Hay cosas que nos hacen envejecer más que el transcurso de los años… Bien, en aquellos días, vivíamos tranquilamente en unas tierras verbalmente cedidas por Boabdil; nadie discutió nuestras propiedades hasta que el ejército de funcionarios y leguleyos se puso en marcha. Entonces…