Authors: Ildefonso Falcones
Poco a poco, Brahim fue reuniendo la información que anhelaba pero, pese a que la osadía de los corsarios los llevaba a internarse en territorio cristiano hasta poblaciones bastante alejadas de las costas, Córdoba estaba demasiado lejos, a más de treinta leguas por las vías principales, como para arriesgarse a acudir hasta allí. Además, ¿qué harían una vez se hallaran en la antigua sede califal?
Ahora, Brahim contemplaba aquellas mismas estrellas fugaces en las que Hernando, en una dehesa cercana a Carmona, quiso ver un mensaje celestial de sus difuntos seres queridos. El corsario había logrado resolver, no sin riesgos, los problemas que le impedían llevar a cabo su venganza. La solución le había llegado de la mano de la joven y bella doña Catalina y su pequeño Daniel, esposa e hijo de don José de Guzmán, marqués de Casabermeja, rico terrateniente de origen malagueño, a quienes sus hombres hicieron prisioneros junto a una pequeña escolta con la que viajaban, en una incursión en las cercanías de Marbella.
Doña Catalina y su hijo Daniel constituían una presa valiosísima, por lo que el corsario los acogió de inmediato en su palacio y les procuró cuantas atenciones fueran necesarias hasta que llegasen los negociadores del marqués, porque los nobles no esperaban hasta que una misión redentorista obtuviera los fondos y los difíciles permisos necesarios del gobernador de Tetuán y del rey Felipe, siempre reacio a aquella fuga de capitales hacia sus enemigos musulmanes, aunque al final se viera siempre obligado a claudicar. En el caso de nobles y principales, tan pronto como las familias tenían noticias de dónde se encontraban sus allegados, cosa de la que se ocupaban los propios corsarios, se entraba en rápidas negociaciones para pactar el rescate.
Doña Catalina y su hijo no fueron menos y Brahim no tardó en recibir la visita de Samuel, un prestigioso mercader judío de Tetuán con quien el arriero ya había tenido numerosos tratos comerciales a la hora de vender mercancías capturadas a los barcos cristianos.
—No quiero dinero —le interrumpió tan pronto como el judío empezó a negociar—. Quiero que el marqués se ocupe de devolverme a mi familia y de procurarme venganza sobre dos alpujarreños.
La última de las estrellas fugaces trazó una parábola en el límpido cielo cordobés y Brahim sonrió con el recuerdo de la cara de sorpresa de Samuel al escuchar sus condiciones para liberar a doña Catalina y su hijo.
—Si no es así, Samuel —sentenció poniendo fin a la conversación—, mataré a madre e hijo.
Brahim miraba al cielo desde el balcón de la estancia en que se hallaba alojado, en la venta del Montón de la Tierra, la última de las que se abrían en el camino de las Ventas desde Toledo, a sólo una legua de Córdoba. Por allí había pasado hacía ocho años con Aisha y Shamir en busca del Sobahet para proponerle el trato que conllevó la pérdida de la mano derecha. ¡Ubaid!, masculló. Acarició la empuñadura del alfanje que colgaba de su cinto; había aprendido a utilizar el arma con su mano izquierda. En su bolsa llevaba un documento suscrito por el secretario del marqués que le garantizaba la libre circulación por Andalucía, y en la puerta de su habitación se apostaba un lacayo del noble para que nadie le molestase mientras esperaba acontecimientos. Desde el balcón observó también la planta baja de la venta, un patio cuadrado iluminado por hachones clavados en las paredes, alrededor del cual se disponían la cocina y el comedor, el pajar, las habitaciones del mesonero y su familia y establos para las caballerías. Varios soldados del pequeño ejército reclutado por el marqués remoloneaban en el patio y esperaban igual que él. Al ventero se le había entregado una buena cantidad de dinero para comprar su silencio y cerrar la posada a cualquier otro viajero.
Volvió a mirar al cielo y trató de contagiarse de la serenidad con que le amparaba. Llevaba años soñando con ese día. Golpeó repetidamente la barandilla de madera en la que se apoyaba con el puño de su mano izquierda y un par de soldados miraron hacia el balcón.
Nasi había tratado de convencerle, una vez más, hacía cuatro días, antes de que desembarcara en las costas malagueñas.
—¿Qué necesidad tienes de ir a Córdoba? El marqués puede traértelos a todos, incluido Ubaid. Podría entregártelo aquí, encadenado como un perro. No correrías ningún riesgo…
—Quiero presenciarlo desde el primer momento —contestó Brahim.
Tampoco lo entendió el marqués, un joven soberbio y tan altivo como anunciaba su magnífica presencia. El noble había exigido garantías de que, una vez cumplida su parte del trato, el corsario cumpliría con la suya y, para su sorpresa, la garantía se le presentó en la persona del mismísimo Brahim.
—Si yo no volviese, cristiano —le amenazó éste—, no puedes llegar a imaginar los sufrimientos que padecerán tu mujer y tu hijo antes de morir.
Había hablado con Nasi al efecto.
—En caso de que no regrese, mi mujer y mis hijas heredarán, como es ley —añadió al despedirse de su joven ayudante—, pero el negocio será tuyo.
Sabía que se jugaba la vida, que si algo salía mal…, pero necesitaba estar allí, ver la expresión de Fátima y del nazareno, de Aisha, de Ubaid; la venganza sería poca si le privaban de esos momentos.
Aquella madrugada, siete hombres del marqués de Casabermeja, de entera confianza y probada fidelidad al noble, se dirigieron a la puerta de Almodóvar, en el lienzo occidental de la muralla que rodeaba Córdoba. Durante el día habían comprobado que las informaciones recibidas acerca de la situación de la casa de Hernando eran correctas. No lograron ver al morisco, pero un par de vecinos, cristianos viejos bien dispuestos cuando de maldecir a los moriscos se trataba, les confirmaron que allí vivía el que trabajaba como jinete en las caballerizas reales. También pagaron una buena suma al alguacil que debía franquearles el paso por la puerta de Almodóvar. Esa madrugada el portón se entreabrió, y el marqués, embozado, junto a dos lacayos con el rostro igualmente cubierto y siete soldados más, entró en Córdoba. Fuera, escondidos, esperaban dos hombres con caballos para todos. Los diez hombres descendieron en silencio por la desierta calle de Almanzor hasta llegar a la de los Barberos, donde uno de los hombres se apostó. El marqués, con el rostro oculto en el embozo, se santiguó frente a la pintura de la Virgen de los Dolores que aparecía en la fachada de la última casa de la calle de Almanzor antes de ordenar que apagaran las velas que descansaban bajo la escena, única iluminación de la calle. Mientras los lacayos obedecían, el resto se adelantó hasta la casa, cuya recia puerta de madera permanecía cerrada. Uno de ellos continuó más allá, hasta la intersección de la calle de los Barberos con la de San Bartolomé, desde donde silbó en señal de que no existía peligro alguno; nadie andaba por aquella zona de Córdoba a tales horas y sólo algunos ruidos esporádicos rompían la quietud.
—Adelante —ordenó entonces el noble sin importarle que pudieran escucharle.
A la luz de la luna, que pugnaba por llegar a los estrechos callejones de la Córdoba musulmana, uno de sus hombres se desprendió de la capa, y ayudado por otros dos que lo impulsaron hacia arriba, se encaramó con asombrosa agilidad hasta un balcón del segundo piso. Una vez allí, arrojó una cuerda por la que ascendieron los dos que le habían ayudado.
El caballero continuó oculto tras su embozo, y los hombres que le acompañaban empuñaron sus espadas, dispuestos para el ataque, en cuanto vieron a sus tres compañeros apretujados en el pequeño balcón de la vivienda de Hernando.
—¡Ahora! —gritó el marqués.
Dos fuertes patadas contra el postigo de madera que cerraba la ventana resonaron en las calles de la medina. Inmediatamente después de las patadas, al escucharse el primer grito desde dentro de la casa, los del balcón se lanzaron contra el maltrecho postigo, lo hicieron añicos e irrumpieron en el dormitorio de Fátima. Los hombres que esperaban abajo se movieron, nerviosos, junto a la puerta cerrada. El marqués ni siquiera volvió la cabeza, hierático. El escándalo de los gritos y las correrías de hombres y mujeres por la casa, los llantos de los niños y los tiestos de flores que se rompían contra el suelo precedió a la apertura de la puerta que daba a la calle. Los hombres que esperaban abajo se arrollaron unos a otros con las espadas en alto para superar el zaguán de entrada.
En las casas vecinas empezó a evidenciarse movimiento. La luz de una linterna brilló en un balcón cercano.
—¡En nombre del Manco de Sierra Morena —gritó uno de los apostados en el callejón—, apagad las luces y quedaos en vuestras casas!
—¡En nombre de Ubaid, monfí morisco, cerrad las puertas y las ventanas si no queréis salir perjudicados! —ordenaba el otro recorriéndolo arriba y abajo.
El marqués de Casabermeja continuó quieto frente a la fachada de la casa; poco después salieron sus hombres llevando a rastras a Aisha y a Fátima, descalzas y con la simple camisola con la que dormían, y en volandas a los tres niños, que lloraban.
—No hay nadie más, excelencia —le comunicó uno de ellos—. El morisco no está.
—¿Qué pretendéis? —gritó entonces Fátima.
El hombre que la agarraba del brazo le propinó un manotazo en el rostro al tiempo que el secuaz que arrastraba a Aisha la zarandeaba para que no gritase. Fátima, aterrada, tuvo tiempo de lanzar una última mirada hacia su hogar. Los sollozos de sus hijos la hicieron volver la cabeza hacia ellos. Dos hombres los cargaban sobre los hombros; otro arrastraba a Shamir, que intentaba soltarse mediante infructuosos puntapiés. Inés, Francisco… ¿qué iba a ser de ellos? Se debatió una vez más, inútilmente, en los fuertes brazos de su secuestrador. Cuando se rindió, vencida, salió de su boca un grito ronco, de ira y dolor, que el hombre sofocó con su recia mano. ¡Ibn Hamid!, murmuró entonces Fátima para sí, con el rostro anegado en lágrimas. Ibn Hamid…
—Vámonos —ordenó el noble.
Desanduvieron sus pasos hasta la cercana puerta de Almodóvar, arrastrando a las dos mujeres por las axilas; los niños seguían en brazos de aquellos que los habían sacado de la casa.
En sólo unos instantes montaban a caballo, con las mujeres tumbadas sobre la cruz como si de simples fardos se tratase y los niños agarrados por los jinetes. Mientras, en la calle de los Barberos, los vecinos se arremolinaban frente a las puertas abiertas de la casa de Hernando, dudando si entrar o no. El marqués y sus hombres partieron al galope en dirección a la venta del Montón de la Tierra.
Pero el secuestro de aquella familia sólo constituía una parte del acuerdo con Samuel el judío, que también incluía poner a los pies de Brahim al monfí de Sierra Morena conocido como el Manco, pensaba el marqués, preocupado durante su carrera hacia la venta por no haber encontrado a Hernando.
Asaltar una casa morisca en Córdoba fue para el marqués de Casabermeja una empresa relativamente fácil. Sólo hacía falta contar con hombres leales y preparados, y dejar caer unos escudos de oro aquí y allá; nadie iba a preocuparse por unos cuantos perros moros. Lo del monfí era diferente: había que encontrar a su banda en el interior de Sierra Morena, acercarse a él y, con toda seguridad, pelear con su gente para capturarlo. La empresa del monfí se había iniciado hacía días y sólo cuando el marqués recibió noticias de que sus hombres ya se habían puesto en contacto con el Manco, avisó a Brahim y éste se arriesgó a entrar en Córdoba. Todo tenía que hacerse al mismo tiempo, puesto que ni el corsario quería permanecer en tierras españolas más días de los imprescindibles, ni el marqués de Casabermeja quería arriesgarse a que los detuvieran.
Para capturar al monfí el marqués había contado con un ejército de bandoleros valencianos capitaneados por un noble de menor rango y escasos recursos económicos, cuyas tierras lindaban con las posesiones que él señoreaba en el reino de Valencia. No era el único hidalgo que recurría a tratos con bandoleros; existían verdaderos ejércitos al mando de nobles y señores que, amparados en sus prerrogativas, usaban a esos criminales a sueldo para misiones de puro saqueo o con el fin de zanjar a su favor cualquier pleito sin necesidad de recurrir a la siempre lenta y costosa justicia.
El administrador de las tierras del marqués en Valencia gozaba de buenas relaciones con el barón de Solans, quien mantenía un pequeño ejército de cerca de cincuenta bandoleros que haraganeaban en un destartalado castillo y que aceptó de buen grado el importe que le ofreció el administrador por deshacerse de una banda de moriscos. Salvo el Manco, al que deberían entregar vivo en la venta del Montón de la Tierra, los demás debían morir, pues el marqués no deseaba testigos. El barón de Solans engañó a los monfíes de Sierra Morena haciendo llegar a Ubaid un mensaje por el que le invitaba a aliarse con él dado su conocimiento de las sierras para, juntos, afrontar misiones de mayor envergadura en las cercanías de la rica Toledo. Cuando ambas partidas se encontraron en la sierra, se produjo una lucha desigual: cincuenta experimentados criminales bien armados contra Ubaid y algo más de una docena de esclavos moriscos fugados.
Brahim corrió hacia el balcón que daba al patio ante la agitación de los hombres que allí esperaban. Llegó a tiempo de ver cómo abrían las puertas de la venta para franquear el paso a un grupo de jinetes y crispó los dedos de su mano izquierda sobre la barandilla de madera cuando, entre las sombras y el titilar del fuego de los hachones, vislumbró las figuras de dos mujeres que los hombres dejaron caer de los caballos tan pronto como las puertas se cerraron tras ellos.
Aisha y Fátima trataron de ponerse en pie. La primera se apoyó en la espalda de un caballo y volvió a caer cuando éste caracoleó inquieto. Fátima gateó y trastabilló en varias ocasiones antes de lograr levantar la mirada hacia los jinetes, buscando a los niños cuyos llantos le llegaban con nitidez pese al alboroto que armaban los caballos. Por encima de ellos, Brahim sí que descubrió a los niños, pero…, aguzó la vista inclinándose sobre la baranda.
—¿Y el nazareno? —gritó desde el balcón—. ¿Dónde está ese hijo de puta?
Aisha se llevó las manos al rostro y se derrumbó entre las patas de uno de los caballos; dejó escapar un único grito que resonó por encima del repicar de cascos, los bufidos de animales y las órdenes de sus jinetes. Fátima se irguió y, temblorosa, con todos los músculos de su cuerpo en tensión, giró lentamente la cabeza, como si quisiera darse tiempo para identificar la voz que acababa de reventar en sus oídos antes de alzar sus inmensos ojos negros hacia el balcón. Sus miradas se cruzaron. Brahim sonrió. Instintivamente, Fátima trató de tapar sus pechos, que sintió desnudos bajo la sencilla camisola de dormir. Unas risotadas surgieron de boca de los jinetes más próximos a Fátima, algunos de ellos ya pie a tierra.