Authors: Ildefonso Falcones
—¡Cúbrete, perra! —gritó el corsario—. ¡Y vosotros —añadió hacia los hombres que por primera vez parecían darse cuenta de la desnudez de las mujeres—, desviad vuestras sucias miradas de mi esposa! —Fátima notó cómo el llanto le llenaba los ojos: «¡Mi esposa!, ¡ha gritado mi esposa!»—. ¿Dónde está el nazareno, marqués?
El noble era el único de los hombres que permanecía oculto en su embozo, a caballo; el refulgir de los hachones chocaba contra los pliegues de su capucha. Tampoco contestó, lo hizo uno de sus lacayos por él.
—No había nadie más en la casa.
—Ése no era el trato —rugió el corsario.
Durante unos instantes, sólo se oyeron los sollozos de los niños.
—En ese caso, no hay trato —le retó el noble con voz firme.
Brahim afrontó el desafío sin decir palabra. Observó a Fátima, abrazada a sí misma, encogida y cabizbaja, y un escalofrío de placer le recorrió la columna vertebral. Luego volvió la cabeza hacia el noble: si el trato se deshacía, su muerte era segura.
—¿Y el Manco? —inquirió, dando a entender que cedía a la falta de Hernando.
Como si estuviera previsto, en aquel mismo momento resonaron en el patio un par de aldabonazos sobre la vieja y reseca madera de la puerta de la venta. El administrador del marqués fue claro en sus instrucciones: «Estad preparados con el monfí. Escondeos en las cercanías y cuando veáis que mi señor entra en la venta, acudid a ella».
Ubaid accedió al patio arrastrando los pies, con los brazos atados por encima del muñón y entre dos de los secuaces del barón, que los precedía a todos. El noble valenciano, ya viejo pero firme y correoso, buscó al marqués de Casabermeja y, sin dudarlo un instante, se dirigió a la figura embozada a caballo.
—Aquí lo tenéis, marqués —le dijo, al tiempo que echaba un brazo atrás hasta agarrar a Ubaid del cabello y le obligaba a arrodillarse a los pies del caballo.
—Os estoy agradecido, señor —contestó Casabermeja.
Mientras el marqués hablaba, uno de sus lacayos echó pie a tierra y entregó una bolsa al barón, quien la desató, la abrió y empezó a contar los escudos de oro que restaban del pago convenido.
—El agradecimiento es mío, excelencia —afirmó el valenciano dándose por satisfecho—. Confío en que en vuestra próxima visita a vuestros estados de Valencia, podamos reunirnos y salir de caza.
—Estaréis invitado a mi mesa, barón. —El marqués acompañó sus palabras con una inclinación de cabeza.
—Me considero muy honrado —se despidió el barón. Con un gesto indicó a los dos hombres que le acompañaban que se dirigieran hacia la puerta.
—Id con Dios —le deseó el marqués.
El barón respondió a esas palabras con algo parecido a la reverencia con que debía despedirse de un caballero de mayor rango y se encaminó hacia la salida. Antes de que alcanzase la puerta, el marqués desvió su atención hacia el balcón donde unos instantes antes se hallaba Brahim, pero el corsario ya había bajado al patio para, sin mediar palabra, echar por encima de Fátima una manta piojosa que encontró en la habitación, y dirigirse, sofocado y resoplando, hacia el arriero de Narila.
—No te acerques a él —le conminó el lacayo que había pagado al barón haciendo ademán de empuñar su espada. Varios de los hombres que le rodeaban sí que la desenvainaron nada más percibir la actitud del servidor de su señor.
—¿Qué…? —empezó a quejarse Brahim.
—No te hemos oído dar el visto bueno al nuevo trato —le interrumpió el lacayo.
—De acuerdo —accedió de inmediato el corsario, antes de apartarlo violentamente de su camino.
Ubaid había permanecido arrodillado a los pies del caballo del marqués, tratando de mantener su orgullo, hasta que oyó la voz de Brahim, momento en que volvió la cabeza lo justo para recibir una fuerte patada en la boca.
—¡Perro! ¡Cerdo marrano! ¡Hijo de mala puta!
Aisha y Fátima, envuelta ésta en la sucia y áspera manta con que la había cubierto Brahim, intentaron observar la escena entre el baile de sombras originado por el fuego de los hachones, los hombres y los caballos: ¡Ubaid!
Brahim había acariciado mil distintas formas de disfrutar con la lenta y cruel muerte que reservaba al arriero de Narila, pero la mueca de desprecio con la que éste le respondió desde el suelo, con la boca ensangrentada, le irritó de tal manera que olvidó todas aquellas torturas con las que había soñado. Temblando de ira, desenvainó el alfanje y descargó un golpe sobre el cuerpo del monfí, acertando en su estómago sin originarle la muerte. Tan sólo el marqués permaneció quieto en su sitio; los demás se apartaron presurosos de un hombre enloquecido que, al tiempo que gritaba insultos casi incomprensibles, se ensañaba con Ubaid, aovillado, golpeándolo con su alfanje una y otra vez: en las piernas, en el pecho, en los brazos o en la cabeza.
—Ya está muerto —señaló el marqués desde su caballo, aprovechando un momento en que Brahim paró para coger aire—. ¡Ya está muerto! —gritó al comprobar que el corsario hacía ademán de descargar otro golpe.
El corsario se detuvo, jadeando, temblando todo él, y rindió el alfanje para permanecer quieto junto al cadáver destrozado de Ubaid. Sin mirar a nadie, se arrodilló, y con el muñón de su mano derecha volteó en el amasijo de carne en busca de lo que había sido su espalda. Muchos de aquellos hombres, incluido el marqués por más que su embozo no lo revelara, avezados en los horrores de la guerra, apartaron la mirada cuando Brahim dejó caer el alfanje y empuñó una daga con la que sajó el costado del monfí en busca de su corazón. Luego hurgó en el interior del cuerpo hasta arrancárselo y, de rodillas, lo miró: el órgano aún parecía palpitar cuando escupió sobre él y lo arrojó a la tierra.
—Partiremos al amanecer —dijo Brahim dirigiéndose al marqués. Se había levantado, empapado en sangre.
El noble se limitó a asentir. Entonces Brahim se dirigió hacia donde estaba Fátima y la agarró del brazo. Todavía tenía que cumplir una parte de sus sueños. Sin embargo, antes la empujó hasta donde se encontraba Aisha.
—¡Mujer! —Aisha alzó el rostro—. Dile a tu hijo el nazareno que lo espero en Tetuán. Que si quiere recuperar a sus hijos tendrá que venir a buscarlos a Berbería.
Mientras el corsario daba media vuelta tirando de Fátima, Aisha cruzó su mirada con la de su amiga, que negó de manera casi imperceptible. «¡No lo hagas! ¡No se lo digas!», le suplicaron sus ojos.
Hasta que el cielo empezó a cambiar de color nadie molestó a Brahim, que se había encerrado con Fátima en la habitación superior de la venta.
Al amanecer, cuando las espaldas de las comitivas de Brahim y del marqués se perdieron en la distancia, Aisha abandonó la venta del Montón de la Tierra. Atrás quedaba el cadáver de Ubaid, que los lacayos del marqués habían enterrado cerca de la venta para borrar todo rastro. Aisha había pasado la noche acurrucada en un rincón, junto a Shamir y sus nietos, intentando tranquilizarlos, luchando por contener las lágrimas. Sabía que estaba a punto de perder a otro hijo… ¿Qué tendría Dios reservado para él?
Antes de partir, Brahim descendió de su habitación, satisfecho, seguido a unos pasos por Fátima que andaba dolorida y tapada con la manta desde la cabeza a los pies; sólo se le veían los ojos, a través de un hueco que mantenía entrecerrado con sus manos.
Los hombres del marqués preparaban los caballos y el ajetreo en el patio era considerable.
—Tú eres Shamir, ¿no? —preguntó Brahim acercándose a su hijo. Aisha percibió en su esposo un atisbo de ternura. El niño, con la mirada escondida, permitió que el corsario le tocara la cabeza. El pequeño no sabía quién era; para él, tal y como decidieron Aisha y Fátima, su padre había muerto en las Alpujarras—. ¿Sabes quién soy yo?
Shamir negó con la cabeza y Brahim atravesó a Aisha con la mirada.
—Mujer —masculló en su dirección—, tienes suerte de que necesite que des el mensaje que te encargué ayer; de no ser por eso, te mataría ahora mismo.
Luego alzó el rostro de Shamir por el mentón hasta que los ojos del niño se clavaron en él.
—Escúchame bien, muchacho: yo soy tu padre y tú eres mi único hijo varón. —Ante esas palabras, Francisco se acercó a Shamir, aguijoneado por la curiosidad—. ¡Apártate! —le espetó Brahim empujándolo con el muñón y tirándolo al suelo.
—¡No le pegues! —saltó Shamir librándose de la mano que le sostenía el mentón y lanzándose contra su padre, que estalló en carcajadas mientras soportaba los golpes que el niño le propinaba en la barriga.
Le dejó hacer hasta que decidió librarse de él con una bofetada. Shamir fue a caer junto a Francisco.
—Me gusta tu carácter —rió Brahim—. Pero mientras te empeñes en defender al hijo del nazareno —añadió como si fuera a escupir a Francisco—, correrás su misma suerte. En cuanto a la otra —añadió con referencia a Inés—, atenderá como esclava a mis dos hijas. Y el día que el nazareno se presente en Tetuán…
Sola en el camino a Córdoba, arrastrando los pies, Aisha volvió a sentir el mismo escalofrío que le recorrió el cuerpo en el patio de la venta al solo recuerdo de aquella frase que Brahim dejó flotar en el aire: el día que el nazareno se presente en Tetuán… Fátima también se había estremecido debajo de la manta. Las dos mujeres cruzaron la que, presentían, iba a ser su última mirada, y Aisha percibió la misma súplica que le hiciera la noche anterior: ¡No se lo digas! ¡Lo matará!
¡Lo matará! Con esa certeza, Aisha accedió a Córdoba por la puerta del Colodro. Pero esta vez, a diferencia de lo ocurrido años atrás, cuando recorrió ese mismo camino con Shamir en brazos después de que Brahim la obligara a seguirlo a la sierra, consiguió ocultarse a la vigilancia de los alguaciles. Cruzó la puerta a escondidas, como un alma en pena, con los pies sangrantes y sólo vestida con la camisola de dormir. Llegó a la calle de los Barberos, donde la visión de la puerta del zaguán y la cancela de reja que daba al patio abiertas de par en par la espabiló. El postigo de la ventana de un balcón se cerró de repente a pesar de que era de día y una de sus vecinas, dos casas más allá, que en aquel momento iba a pisar la calle, se echó atrás y volvió a entrar. Aisha accedió a la casa y entendió el porqué: sus vecinos cristianos la habían saqueado durante la noche. Nada quedaba en su interior, ¡ni siquiera los tiestos! Aisha miró hacia la fuente: no habían podido robarles el agua que manaba de ella; luego desvió la mirada al lugar donde, bajo una loseta, escondían sus ahorros. La loseta estaba levantada. Observó la siguiente: en su sitio. Hernando tenía razón. Una melancólica sonrisa apareció en sus labios al recordar las palabras de su hijo.
—Debajo de ésta guardaremos los dineros. —Entonces había dispuesto la loseta en forma tal que cualquier observador, por poco sagaz que fuese, llegara a darse cuenta de que había sido removida. Bajo la que estaba justo al lado de aquélla, bien afianzada, escondió el Corán y la mano de Fátima—. Si alguien entra a robar —afirmó al final—, encontrará los dineros y será difícil que imagine que en la otra también se esconde un tesoro, nuestro verdadero tesoro.
Pero Hernando pensaba en la Inquisición o la justicia cordobesa, nunca en sus vecinos.
—¿Qué ha sucedido, Aisha? ¿Y Fátima y los niños?
Aisha se volvió para encontrarse con Abbas, parado junto a la cancela de hierro.
—No… —balbuceó abriendo las manos—. No sé…
—Dice la gente que anoche, Ubaid y sus hombres…
Aisha no escuchó más. ¡No se lo digas! ¡Lo matará! La súplica de Fátima revivió en su recuerdo. Además… ¡sólo le quedaba Hernando! Le habían vuelto a robar a otro hijo. No tenía más que aquel sonriente niño de ojos azules que buscaba su cariño en Juviles, al amparo de la noche, ocultos a las miradas. ¿Qué iba a ser ahora de sus vidas? ¡No estaba dispuesta a poner en peligro la vida del único hijo que le quedaba! La propia Fátima se lo había rogado con la mirada. Durante la noche, en la venta, había escuchado los comentarios de los hombres del marqués acerca de Brahim. Todos sabían por qué estaban allí. Por ellos supo que se había convertido en uno de los más importantes corsarios de Tetuán; que vivía en una fortaleza magnificada por la imaginación de los hombres y que mantenía a un verdadero ejército a sus órdenes. ¡Jamás permitiría que Hernando se acercase de nuevo a Fátima!
—Los han matado a todos —sollozó hacia Abbas—. ¡Ubaid y sus hombres los han matado! —gritó—. A mi Shamir, a Fátima y a Francisco… ¡A la pequeña Inés!
Aisha se dejó caer al suelo y estalló en llanto. No necesitó simular sus lágrimas ni el dolor que la atenazaba. En realidad, quizá… Quizá todos ellos estuvieran mejor muertos que en manos de Brahim. Aulló al cielo pensando en Shamir. ¿Qué sería de su pequeño? ¿Y de Fátima? ¿Qué desgracias le tendría preparadas Dios?
Abbas no acudió a consolarla. Su cuerpo fuerte flaqueó y tuvo que echar mano a la cancela para sostenerse, tratando de encontrar el aire que le faltaba. Había prometido a su amigo que el monfí no le molestaría, por ellos, por los moriscos. Pero también le prometió cuidar de su familia durante el viaje a Sevilla. Hernando se lo rogó antes de partir y él le contestó hasta con displicencia.
—¿Qué puede suceder? —recordaba haberle dicho.
Durante unos instantes sólo el constante rumor del agua que brotaba y caía en la fuente de un bello patio cordobés, ahora asolado, acompañó a Aisha y a Abbas.
Abbas siguió el mismo camino por el que había pasado la yeguada hacia el coto real del Lomo del Grullo: una jornada hasta Écija con una parada en la venta Valcargado; otra hasta Carmona, deteniéndose en Fuentes; una tercera hasta Sevilla, descansando en la venta de Loysa, y desde Sevilla a Villamanrique. Se obligaba a andar. Exigía a sus piernas que se adelantasen la una a la otra y observaba cómo sus pies se acercaban, con tristes y dolorosos pasos, a un destino al que no quería arribar. ¿Qué iba a decirle a Hernando? ¿Cómo anunciarle que su esposa y sus hijos habían sido asesinados por Ubaid? ¿Cómo confesarle que no había cumplido con su palabra?
Trató de ponerse en contacto con el Manco mientras esperaba el permiso del caballerizo real para partir hacia el Lomo del Grullo: quería saber por qué, quería incluso enfrentarse a él para matarle, pero ninguno de los contactos a través de los que usualmente llegaba hasta el monfí lograron nada positivo: el Manco y su partida habían desaparecido. Quizá se hubieran internado en la sierra y volvieran algún día, pero nadie parecía tener la menor noticia de Ubaid. ¿Por qué habría matado a Fátima y a los niños?