Authors: Ildefonso Falcones
Lo hizo delante de la reja de la biblioteca, que en aquellos momentos estaba en obras. Tras la muerte del obispo fray Bernardo de Fresneda y en sede vacante, el cabildo catedralicio había decidido convertir la biblioteca en una nueva y suntuosa capilla del Sagrario, al estilo de la Capilla Sixtina, puesto que el sagrario que se encontraba en la capilla de la Cena se había quedado pequeño. Parte de la biblioteca fue trasladada al palacio del obispo; el resto convivía con las obras hasta que se construyera una nueva biblioteca junto a la puerta de San Miguel.
—Bien —comentó el sacerdote intentando transmitir tranquilidad a Hernando tras escuchar sus encendidas explicaciones—. Mañana, después del oficio de vigilia, ordenaré que trasladen nuestros libros y papeles al palacio del obispo.
—¿Al palacio del obispo? —se asombró Hernando.
—¿Dónde mejor? —sonrió don Julián—. Es su biblioteca privada. Hay centenares de libros y manuscritos y soy yo quien se ocupa de ellos. No te preocupes por eso, los esconderé bien. Por más libros que fray Martín pretenda leer, nunca llegará a acceder a los nuestros; además, de esa forma, cuando se tranquilice la situación podremos continuar con nuestra labor.
¿Podría, pensó Hernando, aprovechar él también la estratagema de don Julián y esconder su Corán en la biblioteca de fray Martín de Córdoba?
—Es posible que en mi casa aún tenga un Corán y algunos calendarios lunares…
—Si me los traes antes del oficio de vigilia… —Don Julián interrumpió sus palabras para contestar al saludo de dos prebendados que pasaron a su lado. Hernando inclinó la cabeza y murmuró unas palabras—. Si me los traes —repitió cuando los sacerdotes ya no podían oírlos—, me ocuparé de ellos.
Hernando escrutó al viejo sacerdote: su aplomo… ¿era real o una mera impostura? Don Julián imaginó sus pensamientos.
—El nerviosismo sólo puede conducirnos al error —le aclaró—. Debemos superar esta dificultad y continuar con nuestra labor. ¿En algún momento pensaste que esto sería sencillo?
—Sí… —reconoció un titubeante Hernando tras unos instantes. Y lo cierto es que así se lo había parecido últimamente. Al principio, cuando accedía a la catedral, notaba cómo se le atenazaban los músculos y le sobresaltaba el menor ruido, pero después, poco a poco…
—La confianza en exceso no es buena consejera. Debemos estar siempre alerta. Tenemos que encontrar a ese espía antes de que él nos encuentre a nosotros. Karim sabrá del arriero valenciano. Hay que dar con él y enterarse de quién fue el que le preguntó.
Todo lo había llevado Karim. Los demás trataron de convencerle de que les permitiera ayudarle, pero el anciano se negó y tuvieron que reconocerle su razón. «Con que uno se arriesgue, ya es bastante», sostenía el anciano. Karim se ocupaba de adquirir el papel y de tratar con los moriscos valencianos y los arrieros; él se ocupaba de hacérselo llegar a Hernando y a don Julián, y era él quien recibía los libros o documentos ya escritos para, después de encuadernarlos con la ayuda de una prensa que guardaba en su casa, distribuirlos por Córdoba. Excepción hecha de las esporádicas reuniones que mantenían, y que poco podían demostrar, nadie podía relacionar a los demás miembros del consejo con la copia y venta de ejemplares del Corán.
Abandonaron la catedral por la puerta de San Miguel. Ya era casi noche cerrada y ascendieron por la calle del Palacio. Como casi todos los religiosos de Córdoba, don Julián también vivía en la parroquia de Santa María, en la calle de los Deanes, a pocos pasos de Hernando. En la conjunción de los Deanes con Manriques, allí donde se formaba una plazuela, un hombre fornido les salió al paso. Hernando echó mano al cuchillo que llevaba al cinto, pero una voz conocida detuvo sus movimientos.
—¡Tranquilos! Soy yo, Abbas. —Reconocieron al herrador, quien no se anduvo con rodeos—: Los familiares de la Inquisición acaban de detener a Karim —anunció—. Han registrado su casa y han encontrado un par de ejemplares del Corán y otros documentos, que han requisado, así como la prensa, las cuchillas y los demás enseres que usaba para encuadernarlos.
Se llamaba Cristóbal Escandalet y había emigrado a Córdoba desde Mérida, junto a su mujer y tres hijos jóvenes, hacía un par de años. Era buñolero de profesión y recorría la ciudad ofreciendo los sabrosos dulces moriscos hechos con harina amasada y fritos en aceite: buñuelos de viento; buñuelos de jeringuilla, alargados, compactos y estriados o buñuelos bañados en miel. Hamid localizó la casa en la que vivía hacinado con cuatro familias más, en el humilde barrio de San Lorenzo, cerca de la puerta de Plasencia, en el extremo occidental de la ciudad.
Llevaba un par de días siguiéndolo. Estudió cómo hablaba y trataba con la gente, cómo se la ganaba haciendo gala de una considerable simpatía y capacidad para embaucar a los potenciales compradores de sus productos, ya se tratara de cristianos viejos, ya de cristianos nuevos. Rondaba los treinta años; de estatura normal, enjuto y fibroso, se movía siempre con nervio, cargado con sus aparejos para freír los buñuelos. Hamid comprobó que tenía una sartén reluciente, y que la manga por la que salían los buñuelos era nueva.
—¡El precio por traicionar a Karim! —exclamó, airado, observando a cierta distancia cómo Cristóbal cantaba las excelencias de sus dulces en un día de mercado, frente a la cruz del Rastro, donde la calle de la Feria se unía a la ribera del Guadalquivir.
Una mujer que pasaba por su lado se volvió hacia él, sorprendida. Hamid le sostuvo la mirada con frialdad y la mujer continuó su camino. Luego el alfaquí volvió a centrarse en el buñolero, en sus brazos nervudos y en su cuello enhiesto y fuerte. ¡Debía cortar aquel cuello y debía hacerlo él, Hamid! ¡Sólo él podía hacerlo! Ésa era la pena para el musulmán que abandonaba su ley y, para Cristóbal, no cabía la posibilidad de arrepentimiento: había traicionado a sus hermanos en la fe. Sin embargo, ¿cómo un anciano cojo, débil y desarmado podía ejecutar la sentencia a muerte que dictó tan pronto como tuvo conocimiento del nombre del traidor?
La detención y confinamiento de Karim en la cárcel de la Inquisición, en el alcázar de los reyes cristianos, conmocionó a la comunidad morisca de Córdoba. Durante días no existió otro tema de conversación entre sus miembros, algunos de los cuales sembraron la duda acerca de la identidad del traidor del respetado anciano. Muchos eran los que conocían las actividades de Karim: aquellos que vigilaban la casa durante las reuniones del consejo; los que compraban ejemplares del Corán, de las profecías, de los calendarios lunares o de los escritos de polémica y aquellos otros que aprovechaban sus salidas al campo a trabajar las tierras para llevar los libros fuera de Córdoba y distribuirlos por las demás aljamas del reino. La desconfianza anidó en la comunidad y muchos fueron los que tuvieron que defender su inocencia ante miradas de soslayo o acusaciones directas. Para no originar más recelos en la grey, los miembros del consejo decidieron no hacer pública la noticia de que había sido precisamente un morisco quien preguntó al arriero valenciano, pero tampoco pudieron hacer nada por investigar de quién se trataba: Karim resultaba inaccesible en la cárcel de la Suprema y su esposa, anciana y rota por lo acaecido, nada sabía al respecto, como le contó a Abbas cuando el herrador logró verla por fin después de que los familiares de la Inquisición hicieran cumplido inventario de los escasos bienes propiedad de Karim para requisarlos a favor del Santo Oficio.
La delación era, con mucho, el más infame y execrable de los delitos que podía cometer un morisco. Desde la época del emperador Carlos I se habían sucedido los edictos de gracia por parte de la Inquisición española, sustentados todos ellos en bulas papales. Tanto el rey como la Iglesia eran conscientes de las dificultades que conllevaba la pretendida evangelización de un pueblo entero bautizado a la fuerza; las carencias en cuanto a sacerdotes que estuvieran lo bastante capacitados y dispuestos a llevar a buen término tal tarea eran indiscutibles. También era consciente la Iglesia de que, en aquella situación, el número de relapsos que indefectiblemente deberían acabar en la hoguera era tan elevado, que la función ejemplarizante de esa pena carecía de sentido y de efectos sobre el resto, por lo que durante un siglo intentó acoger en su seno a los moriscos que simplemente confesasen y se reconciliasen, aunque fuera en secreto, sin conocimiento de sus hermanos, extendiendo el perdón incluso a relapsos reincidentes y ofreciéndoles beneficios como la no confiscación de sus bienes.
Sin embargo, esas confesiones se hallaban sometidas a una condición: debían denunciar a aquellos otros miembros de su comunidad que practicaban la herejía. Ninguno de los edictos de gracia prosperó. Los miembros de la comunidad morisca no se delataron entre sí.
Por otra parte, el pueblo odiaba a los moriscos. Su laboriosidad, en contra del artesanado cristiano que pretendía emular a nobles e hidalgos con su animadversión hacia cualquier tipo de actividad laboral, exacerbaba a las gentes que veían cómo los moriscos, una vez superado el desconcierto producido por la deportación de los granadinos, volvían a enriquecerse: poco a poco, ducado a ducado. También se elevaban numerosas quejas a los consejos reales por parte de las poblaciones, basadas en la considerable fertilidad de los moriscos, quienes, por otra parte, no eran llamados a los ejércitos reales que año a año venían a diezmar el campesinado y la vecindad españolas.
Tal y como presumía Hernando, Fátima y Hamid no habían echado al fuego el Corán y los demás documentos: los habían escondido en el patio, bajo los terrazos.
—Ingenuos —les recriminó, luego de sonsacarles la verdad—. Los oficiales de la Inquisición no habrían tardado ni un instante en encontrarlos.
Lo quemó todo salvo el Corán y antes del amanecer, tras una noche en vela temiendo escuchar el resonar de las pisadas de los oficiales de la Suprema dirigiéndose a su casa, disimuló el libro divino en su marlota y lo llevó a la catedral, antes del oficio de vigilia, como le había dicho don Julián.
Descendió la calle de los Barberos y la de Deanes hasta llegar a la puerta del Perdón. Hacía frío, pero él llevaba la marlota doblada sobre su brazo derecho, el Corán apretado contra su cuerpo. Tembló. ¿De frío? Sólo después de traspasar el gran arco de la puerta del Perdón, comprendió que no era el frío lo que le provocaba aquellas tenues convulsiones. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera se lo había planteado: cogió el libro para entregárselo a don Julián como si aquello fuera lo más normal y ahora se encontraba en el huerto de la catedral, con un Corán bajo el brazo, rodeado de sacerdotes que acudían al oficio de vigilia. Salvo el obispo, que cruzaba por el antiguo puente que unía la catedral con su palacio, los demás lo hacían por la puerta del Perdón: las otras dignidades del cabildo, reconocibles por sus lujosas vestiduras, y más de un centenar de canónigos y capellanes a los que se sumaban organistas y músicos, niños del coro, acólitos, alcaides del silencio, sacristanes, celadores… De repente se vio inmerso en una corriente de sacerdotes y todo tipo de trabajadores de la catedral. Algunos charlaban, los más caminaban en silencio, adormilados, con aspecto hosco. Un tremendo escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¡Se encontraba en uno de los lugares más sagrados de toda Andalucía con un Corán bajo el brazo! Se detuvo, y tres niños del coro que iban tras él se vieron obligados a sortearlo. Apretó el libro contra su cuerpo, y simulando una indiferencia que en modo alguno sentía comprobó que la marlota lo tapaba. Observó cómo la riada de hombres vestidos con hábitos negros y birretes confluía en la puerta del Arco de Bendiciones por la que se accedía al interior del recinto, y entonces lo decidió y dio media vuelta para escapar de allí. Ya se ocuparía de esconder el Corán en alguna otra…
—¡Eh! —Hernando escuchó la exclamación a sus espaldas y confió que no fuera dirigida a él—. ¡Tú! —Miró al frente y apretó el paso—. ¡Detente! —Un sudor frío fluyó de repente y le recorrió la espalda. El inicio del arco de la puerta del Perdón estaba a solo…—. ¡Alto!
Dos porteros le salieron al paso y le impidieron continuar.
—¿No oyes que te llama el inquisidor? —Hernando balbuceó una excusa y miró más allá de la puerta, hacia la calle. Podía echar a correr y huir. Su mente trataba de decidir: ¿escapar? Lo habrían reconocido y antes de que pudiera acudir a por Fátima y los niños…—. ¿Acaso no entiendes? —le gritó el otro portero.
Hernando se volvió hacia el huerto. Un sacerdote delgado y altísimo le esperaba. Sabía que una de las canonjías del cabildo catedralicio estaba reservada a un representante de la Inquisición. Dudó de nuevo. Percibió la respiración de los porteros en su nuca y sin embargo…, el canónigo estaba solo, ningún familiar ni alguacil de la Suprema le acompañaba.
Se tranquilizó y respiró hondo.
—Padre —saludó con una inclinación de cabeza tras recorrer la distancia que le separaba del inquisidor—. Disculpadme, pero nunca pude suponer que vuestra paternidad se dirigiera a mí, un simple…
El inquisidor le interrumpió y le ofreció la mano, lacia, para que hiciera la pertinente genuflexión. Instintivamente fue a cogerla, pero el libro bajo su brazo derecho…, lo agarró por encima de la marlota con el izquierdo y se lo pegó al pecho al tiempo que llegaba casi a arrodillarse para poder comprobar que nada se veía. El inquisidor le instó a levantarse. Hernando dobló la marlota sobre el brazo para impedir que pudiera ni siquiera notarse la presencia del libro. El sacerdote lo examinó de arriba abajo. Él apretó el Corán contra su pecho. ¡Allí estaba contenida la revelación divina! ¡Ese libro era el que debería estar en el interior de la mezquita, custodiado en el
mihrab
, en lugar de todos aquellos sacerdotes cristianos con sus cánticos y sus imágenes! Una oleada de calor nació de allí donde se alojaba el libro divino, junto a su corazón, para extenderse por todo su cuerpo. Se irguió y tensó sus músculos, y cuando el inquisidor puso fin a la inspección, se sentía fuerte, confiado en Dios y su palabra.
—Ayer —habló el inquisidor con voz sibilante—, detuvimos a un hereje que se dedicaba a copiar, encuadernar y distribuir escritos difamatorios y contrarios a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. No habrá período de gracia para su confesión espontánea. Hoy mismo, dada la gravedad del caso y la necesidad de detener a sus posibles cómplices antes de que huyan, daremos inicio a los interrogatorios en la sede del tribunal. Los libros están escritos en un árabe que nuestro traductor usual no llega a comprender del todo. El cabildo me ha proporcionado excelentes referencias tuyas, por lo que deberás presentarte allí a la hora de tercia para presenciar los interrogatorios y actuar como traductor de todos esos escritos.