Authors: Ildefonso Falcones
Hernando lo discutió con don Julián, y también con Hamid, y todos lamentaron aquel acercamiento entre musulmanes y quienes, en definitiva, no dejaban de ser cristianos, por mayores simpatías que pudieran sentir hacia esta tendencia.
—Al fin y al cabo —alegó el sacerdote—, los protestantes persiguen reencontrarse con las escrituras dentro del cristianismo y los moriscos convertidos no pretenden reforma alguna, sino su simple destrucción. Las posiciones sincréticas entre las doctrinas luteranas y musulmanas que se empiezan a percibir en algunos escritos polémicos de los propios creyentes no logran sino debilitar el verdadero objetivo de la comunidad morisca.
Tal y como don Álvaro abandonaba la casa, después de haber renegado contra los luteranos y los ataques que vertían contra la forma de vida del clero católico, Hamid salía de su habitación indignado e, indefectiblemente, derramaba por el desagüe lo que restaba del vino.
—Cuesta dinero —le reprendía Hernando, pero no obstante le permitía tal desagravio esforzándose por ocultar una sonrisa.
Se llamaba Azirat y supuso uno de los mayores cambios en la vida de Hernando. Ya desde la época del emperador Carlos I, las finanzas de la monarquía se hallaban siempre en quiebra. Hacía cinco años que el reino había suspendido sus pagos; ni siquiera las inmensas fortunas en plata y oro que arribaban del Nuevo Mundo llegaban a cubrir los gastos de los ejércitos españoles, a los que se sumaban los descomunales costes de la lujosa corte borgoñona, cuyo protocolo había adoptado el emperador. España disponía de considerables materias primas de las que no se obtenía el debido provecho: la apreciada lana de oveja merina castellana se vendía sin manufacturar a comerciantes extranjeros, quienes la transformaban en paños que después revendían en España por diez o veinte veces el valor de coste que habían pagado. Lo mismo sucedía con el hierro, la seda y otras muchas materias primas; y el oro, por las guerras o el comercio, salía de España a espuertas. Los intereses que pagaba el rey a sus banqueros superaban el cuarenta por ciento, y las bulas e indulgencias que se vendían y con las que se financiaban tanto Roma como España no eran suficientes. Hidalgos, clero y numerosas ciudades no pechaban con los impuestos y todo el coste fiscal recaía en el campo, en los trabajadores y en los artesanos, lo que los empobrecía aún más e impedía el desarrollo del comercio, en un círculo vicioso de difícil solución.
En 1580 la situación económica se agravó todavía más: tras la muerte en Alcazarquivir del rey Sebastián de Portugal en un vano intento de conquistar Marruecos, su tío, el rey Felipe de España, reclamó sus derechos sucesorios al trono de Portugal, y como el brazo popular se negara a su coronación, preparaba la invasión del vecino reino con un ejército al mando del anciano duque de Alba, que a la sazón contaba con setenta y dos años. Además de Brasil, Portugal dominaba la ruta comercial con las Indias Orientales y señoreaba toda la costa africana, desde Tánger hasta Mogadiscio, bordeando todo el continente. Con la unión de Portugal, España se convertiría en el mayor imperio de la historia.
Todos aquellos ingentes gastos afectaban también a las caballerizas reales que, pese a que Felipe II continuara regalándose y regalando a sus preferidos y a las cortes extranjeras magníficos ejemplares de la nueva raza, se resentían de la falta de unos fondos que don Diego López de Haro no cesaba de reclamar a la Junta de Obras y Bosques, encargada de proporcionárselos.
Por eso, parte del sueldo que se adeudaba a jinetes y trabajadores les fue satisfecho con potros desechados de las caballerizas, con la condición de que si al crecer interesaban al rey, podían serles sustituidos por otros, hecho que difícilmente llegaba a suceder dada la cantidad de caballos que nacían al año y al hecho de que los empleados no tardaban en vender los caballos rechazados para obtener dinero. ¡Con la venta de sólo ocho caballos de las cuadras del rey se adquirieron treinta buenos ejemplares de guerra para el ejército acantonado en la plaza de Orán!
Pero Hernando no estaba dispuesto a vender a Azirat, el caballo que le habían cedido en pago de parte de sus salarios; su forma de vida era austera y sus necesidades escasas. En la dehesa, en el momento de herrar los potros al fuego y anotarlos en el libro de registro, lo llamaron Andarín por la elegancia de sus movimientos, pero había nacido de un color rojo ardiente, brillante, que lo invalidaba para los gustos cortesanos; la capa alazana no se admitía en la nueva raza.
Andarín, con aquel color de fuego que revelaba cólera, ímpetu y velocidad, cautivó a Hernando desde el preciso instante en que lo vio moverse.
—Lo voy a llamar Azirat —le comentó a Abbas. Sin embargo no pronunció la zeta española, sino que utilizó la cedilla y remarcó la «te»:
açiratt
.
Abbas arrugó el entrecejo al tiempo que Hernando asentía. El puente del
açiratt
; el puente de entrada al cielo, larguísimo y estrecho como un cabello, que se extendía por encima del infierno y a través del cual los bienaventurados cruzarían como un rayo mientras los demás caerían al fuego.
—No sólo trae mala suerte cambiar el nombre de origen de un caballo —replicó el herrador—, sino que en algunos casos está penado hasta con la muerte. Los extranjeros que lo hacen pueden ser sentenciados con la pena capital.
—Yo no soy extranjero y este caballo sería capaz de cruzar ese largo y delicado cabello —replicó, haciendo caso omiso de la advertencia de su amigo—, podría andar sobre él sin caerse ni romperlo. Si parece que no toque el suelo… ¡Que flote en el aire!
A sus veintiséis años, Hernando era el jefe de un grupo familiar y uno de los más considerados e influyentes miembros de la comunidad morisca. Vivía siempre rodeado de gente, volcado en los demás. Azirat vino a proporcionarle unos momentos de libertad de los que no había disfrutado a lo largo de su existencia y así, en cuanto tenía oportunidad, aparejaba al caballo y salía al campo en busca de la soledad, unas veces andando las dehesas al paso, con tranquilidad, pensativo; otras, sin embargo, permitía a Azirat que demostrase su velocidad y su poderío. Y en ocasiones buscaba las dehesas en las que pastaban los toros, corriéndolos sin dañarlos, jugueteando con aquellas peligrosas astas que nunca llegaban a cornear las ancas de Azirat cuando éste quebraba con agilidad frente a sus embestidas, encelándolos en la tupida cola del caballo mientras los toros la perseguían, dando fuertes cabezazos al engaño que les presentaban los largos pelos de la cola del caballo.
Nunca se dirigió al norte, hacia Sierra Morena, allí donde campaba Ubaid con los monfíes. Abbas le aseguró que el arriero de Narila no le molestaría, que le habían hecho llegar recado exigiéndoselo, pero Hernando no se fiaba.
Los domingos acostumbraba a montar consigo a Francisco y a Shamir, que habían crecido como hermanos, y les cedía el control de las riendas allí donde no había peligro. Si cuando él salía a caballo buscaba la soledad procurando no alardear en exceso ante los cristianos, con los niños no llegaba a correr por el campo y se limitaba a pasear por los alrededores de Córdoba. Uno de esos días, al atardecer, cruzó el puente romano con los niños, orgullosos y sonrientes. Francisco iba delante, a horcajadas; Shamir agarrado a su espalda.
—¡Mirad, padre! —señaló Francisco en cuanto dejaron atrás la Calahorra y llegaron al campo de la Verdad—. Allí está Juan el mulero.
Desde la distancia, Juan los saludó con gesto cansado. Cada domingo que pasaban por allí, Hernando lo veía más y más envejecido; ni siquiera le quedaban ya aquellos pocos dientes con los que logró mordisquear el pezón de la mujer de la mancebía.
—Desmontad, muchachos —les dijo Juan a los niños con voz pastosa una vez llegaron hasta él. Hernando se extrañó, pero el mulero le hizo callar con un gesto—. Id a ver las mulas. Me ha dicho Damián que os echan de menos desde la última vez que estuvisteis acariciándolas.
Damián era un bribonzuelo que Juan había tenido que contratar para que le ayudase. Francisco y Shamir corrieron hacia la recua y los dos hombres quedaron frente a frente. Juan movió los labios sobre las encías, preparándose para hablar.
—Hay una persona, un cristiano nuevo de los vuestros, preguntando, investigando… —Hernando esperó hasta que el mulero comprobó que nadie los escuchaba—… por el contrabando de hojas de papel.
—¿Quién es?
—No lo sé. A mí no se ha dirigido. Pero he oído que preguntó a un arriero.
—¿Estás seguro?
—Muchacho, estoy al tanto de todo lo que entra y sale ilegalmente de Córdoba. Poco puedo hacer ya, más que chismorrear y sacar tajada de aquí y allá.
Hernando echó mano de la bolsa y le entregó unas monedas. En esta ocasión Juan las admitió.
—¿No van bien las cosas? —se interesó el morisco.
—Los ojos del señor engordan al caballo —empezó a recitar Juan haciendo un gesto despectivo hacia Damián—, y los lacayos y mozos, lo gastan y destruyen —finalizó el dicho—. Lo mismo vale para las mulas y ningún remedio me queda. Y en cuanto a trapichear… ¡Hoy por hoy no podría ni alzar uno de los remos de
La Virgen Cansada
!
—Cuenta conmigo si necesitas algo.
—Mejor que te preocupes por ti, muchacho. Ese morisco, y supongo que también la Inquisición, van detrás de todos los que usáis ese papel.
—¿Usáis? ¿Cómo puedes suponer…?
—Seré viejo y estaré débil, pero no soy idiota. Ni la Iglesia ni los escribanos tienen necesidad de entrar esas cantidades de papel de contrabando. Se rumorea que el papel es de baja calidad y viene de Valencia. El arriero al que preguntó el morisco era de allí, así que tampoco se trata del que usan los hidalgos para escribir ni el editor para imprimir sus libros.
Hernando resopló.
—¿No podemos averiguar quién es ese morisco?
—Si algún día vuelve el arriero de Valencia…, pero dudo que lo haga sabiendo que alguien hace preguntas inconvenientes. Si podéis encontrarlo allí en su tierra… Pero no pierdas un segundo —le aconsejó el mulero, apremiándole.
—¡Niños! —gritó Hernando echando el pie izquierdo al estribo y pasando con agilidad la pierna derecha por encima de la grupa—. Nos vamos. —Alzó a uno y otro hasta montarlos—. Si te enteras de algo más… —añadió entonces hacia Juan. El mulero asintió con una sonrisa que dejó a la vista sus encías—. Azirat se ha puesto enfermo —dijo a Francisco ante las quejas del niño por no continuar el paseo. En sus costados, notó la presión de las manos de Shamir, como si no creyese aquella excusa dirigida al pequeño—. No querrás que enferme más todavía, ¿verdad? —insistió, no obstante, tratando de calmar a Francisco.
En las caballerizas, mientras los niños ayudaban al mozo a desembocar al caballo, Hernando advirtió a Abbas de lo sucedido; luego corrió hacia la calle de los Barberos.
—¡No quiero ver una hoja de papel en esta casa! —ordenó a Fátima, a su madre y a Hamid, sobre todo a Hamid, señalándole con un dedo. Se reunieron lejos de los niños, en una de las habitaciones superiores, y les explicó acaloradamente lo que le había contado Juan. El alfaquí trató de contestar, pero Hernando no se lo permitió—: Hamid, ni uno solo, ¿me entiendes? No podemos ponernos en riesgo, ni nosotros, ni a ellos —añadió haciendo un gesto hacia el patio, en donde se oían las risas de los niños—. Ni a todos los demás.
Con todo, fue Fátima quien discutió:
—¿Y el Corán? —Todavía conservaban el ejemplar que les había dado Abbas.
Hernando pensó unos instantes.
—Quémalo. —Los tres lo miraron, atónitos—. ¡Quémalo! —insistió—. Dios no nos lo tendrá en cuenta. Trabajamos para Él y de poco le serviría que nos detuvieran.
—¿Por qué no lo escondes fuera de…? —terció Aisha.
—¡Quemadlo! Y limpiad las cenizas del papel. A partir de este momento… de cuando lo hayáis quemado todo —se corrigió—, quiero la puerta del zaguán abierta. Suspenderemos las clases de los niños hasta que veamos qué es lo que sucede y tú, Fátima, esconde el colgante donde nadie pueda encontrarlo. Tampoco quiero muescas en las paredes que señalen hacia La Meca.
—No puedo quitarlas —adujo Hamid.
—Pues haz más, muchas más, en todas direcciones. Seguro que recordarás siempre cuál es la buena. Tengo que ir a la mezquita…, pero también hay que advertir a Karim y a Jalil, a Karim sobre todo. —Observó a los tres. ¿Podía fiarse de que cumplieran sus instrucciones, de que no tratarían de esconder también aquel Corán que tantas noches habían leído?—. Ven —dijo a Fátima, extendiendo la mano para que ella la tomase.
Salieron de la habitación y se apoyaron en la barandilla de la galería del piso superior. Abajo jugaban los niños, alrededor de la fuente. Reían, corrían e intentaban pillarse unos a otros al tiempo que se echaban agua. Permanecieron contemplándolos en silencio, hasta que Inés percibió su presencia; alzó el rostro hacia ellos y mostró los mismos ojos negros y almendrados de su madre. Al momento, Francisco y Shamir la imitaron, y como si fueran conscientes de la trascendencia del momento, los tres niños sostuvieron sus miradas. Durante unos instantes, igual que ascendía entremezclado el frescor del patio y el aroma de las flores, una corriente de vida y de alegría, de inocencia, se desplazó del patio a la galería superior. Hernando apretó la mano de Fátima al tiempo que su madre, tras él, apoyaba la suya en el hombro de su hijo mayor.
—Hemos pasado hambre y muchas penurias hasta llegar aquí —dijo él, rompiendo el hechizo—, no podemos errar ahora. —Se incorporó de repente. ¡Debía confiar en ellos!—. Ocupaos de poner en orden la casa —ordenó dirigiéndose a Fátima y Aisha—. Padre —añadió, dirigiéndose a Hamid—, confío en ti.
Llegó a la catedral antes de que finalizasen los oficios cantados de vísperas. La música del órgano y los cánticos de los novicios que estudiaban en los jesuitas inundaban el recinto, deslizándose entre las mil columnas de la mezquita. Jerárquicamente ordenados en sus correspondientes sitiales del coro, como era su obligación en todos los oficios, los miembros del cabildo en pleno participaban en los cánticos. El olor a incienso abofeteó a Hernando: después de haber respirado el fresco aroma de las flores y plantas del patio, aquel aire dulzón le recordó para qué se encontraba allí. Se sumó a la feligresía que participaba en el oficio; una vez terminado el acto se dirigió a un portero para que buscase a don Julián y le comunicase que le esperaba.