Authors: Ildefonso Falcones
Salah cayó de rodillas y aulló suplicando misericordia. Brahim volvió a golpearle. Hernando ni siquiera prestaba atención a la sentencia. ¡Fátima! Era preferible morir a verla en manos de Brahim. ¿Qué podía importarle la vida si Fátima…?
—¡Te compro al joven!
La oferta sacudió a Hernando. Alzó el rostro y se irguió para encontrarse con Barrax, que había dado un paso adelante. Muchos de los presentes sonrieron sin disimulo.
Aben Aboo volvió a pensar. El nazareno merecía morir; le constaba que su lugarteniente así lo deseaba, pero una de las causas de la desgracia de Aben Humeya radicaba en no haber contentado a turcos y arráeces. No deseaba cometer el mismo error.
—De acuerdo —consintió—. Habla con Brahim para fijar el precio. El cristiano le pertenece.
Igual que él había llevado a Isabel: así recorrió Hernando las callejuelas de Laujar hasta el campamento del arráez y sus tropas, arrastrando los pies tras varios berberiscos de los de Barrax. Perdió una de sus zapatillas, pero continuó andando. Del mismo modo que arrastraba los pies, arrastraba sus recuerdos. ¿Qué sería de Fátima? Cerró los ojos en vano esfuerzo por intentar alejar de él la imagen de Brahim montando sobre Fátima. ¿Qué haría ella? No podía oponerse, pero… ¿y si lo hacía? Un fuerte tirón de la cuerda que ataba sus manos le obligó a continuar; se había detenido. Trastabilló. Alguien le escupió al grito de nazareno. Desvió la mirada hacia el morisco: no lo conocía. Tampoco al siguiente, unos pasos más allá, que le trató de perro hereje. Al doblar una calle, varios moriscos se burlaron de él ante unas mujeres con las que charlaban. Uno de ellos entregó una piedra a un niño de no más de cinco años para que se la lanzase. Dio sin fuerza en su cadera y el grupo entero jaleó al chaval. Dejó de pensar en Fátima y se lanzó sobre los moriscos. La soga resbaló de las manos del desprevenido hombre de Barrax. Hernando se abalanzó sobre el más cercano, que trocó las carcajadas por un alarido de pánico antes de caer derribado. Intentó golpearle pero no pudo con las manos atadas. El hombre pugnó por zafarse de él con los brazos y Hernando le mordió con fuerza, preso de una rabia incontenible. Los secuaces de Barrax le alzaron sin contemplaciones; Hernando se irguió, desafiante, la boca manchada de sangre, dispuesto a presentar batalla, pero los berberiscos no sólo no le maltrataron sino que le defendieron de los otros moriscos; aparecieron alfanjes y dagas y los dos grupos se tentaron.
—Si tenéis alguna reclamación —profirió uno de los berberiscos—, acudid con ella a Barrax. Es su esclavo.
Los moriscos bajaron las armas ante el nombre del arráez y Hernando escupió a sus pies.
A partir de entonces, tratando de no dañarle, como si fuera una preciada mercancía, los berberiscos lo llevaron en volandas; cuatro de ellos fueron necesarios ante las patadas, aullidos y mordiscos que lanzaba.
En el campamento de Barrax lo ataron a un árbol. Hernando siguió gritando, insultándoles a todos. Sólo calló en el momento en que Ubaid se acercó y se plantó ante él, acariciándose el muñón de su muñeca derecha.
—Aléjate de él, manco —le ordenó un soldado. Cuando Hernando exigió a Barrax que Ubaid abandonase la casa de Ugíjar, las pendencias entre ellos habían corrido de boca en boca—. Este muchacho es intocable —le advirtió el soldado.
Los labios de Ubaid dibujaron dos palabras mudas: «Te mataré».
—¡Hazlo! —le retó Hernando.
—¡Fuera! —gritó a su vez el soldado, apartando al arriero manco de un empujón.
La fiesta de la boda y la dote de la novia. Ése fue el precio que Brahim acordó con Barrax por la compra de su hijastro. El arráez exigió que en el pacto se incluyese el alfanje de Hamid; había comprobado la delicadeza con que el muchacho acariciaba la espada, por lo que pensaba regalársela tan pronto se sometiese a él, cosa de la que no dudaba. ¡Todos lo hacían! Miles de jóvenes cristianos vivían regaladamente en Argel, como garzones de turcos y berberiscos, después de renegar y convertirse a la verdadera fe.
—Llévatela —le contestó Brahim—. ¡Quédate sus ropas! Llévate todo lo que le pertenece. No quiero nada que pueda recordarme su existencia… bastante tengo con su madre. —Brahim entrecerró los ojos y meditó durante unos instantes. Sus días de arriero habían terminado: ahora era el lugarteniente del rey de al-Andalus y ya tenía un buen botín en oro—. Necesito una mula blanca para la novia, la más bella que exista en las Alpujarras. Te cambio mi recua de mulas por un ejemplar como ése. Harás un buen negocio —le indicó al arráez mientras éste lo pensaba—. Puedes encontrar mulas blancas en muchos pueblos de las Alpujarras. Quizá aquí mismo. Yo no tengo tiempo para ocuparme de esos detalles.
Un par de días después de haber aceptado el trato que le propuso Brahim, Barrax se acercó al árbol al que estaba atado Hernando y le mostró una preciosa mula blanca comprada por Ubaid en un pueblo cercano. Por orden del arráez, el muchacho estaba allí, encadenado, sin comida, alimentado sólo a base de agua. Hernando se negaba a contestar a las palabras de su amo.
—En ella montará tu amada para entregarse a tu padrastro —le dijo Barrax palmeando el cuello de la mula. Hernando, con los ojos hundidos y amoratados, el azul de sus iris apagado, observó al animal—. Reniega y entrégate a mí —insistió una vez más Barrax.
El muchacho se santiguó ostensiblemente. Profesar la fe…, profesar la fe sería el primer paso para caer en poder del arráez. ¡Qué absurdo! El viejo Hamid tuvo que convencer a sus convecinos de Juviles de que él era un verdadero musulmán y ahora…, ahora tenía que simular ser cristiano para no caer en poder de Barrax… ¿o lo era? ¿Qué era él? Tampoco tuvo ánimos para planteárselo; ahora tocaba defender su cristianismo. El arráez, imponente como era, frunció el ceño, pero continuó hablando con tranquilidad.
—Lo has perdido todo, Ibn Hamid: el favor del rey, tu amada… y la libertad. Te estoy ofreciendo una nueva vida. Conviértete en uno de mis «hijos» y triunfarás en Argel; lo sé, lo presiento. Vivirás bien, no te faltará de nada y en su momento llegarás a ser un corsario tan importante como yo; quizá más, sí, probablemente más. Yo te ayudaré. El príncipe de los corsarios, Jayr ad-Din, nombró capitán general a su garzón, Hasan Agá; luego le sucedió como beylerbey Dragut el Indomable, que también fue garzón de Jayr ad-Din, y a éste nuestro gran Uluch Ali, a su vez garzón de Dragut. Yo mismo… ¿No lo entiendes? Te lo ofrezco todo cuando no tienes nada. —Hernando volvió a santiguarse—. Eres mi esclavo, Ibn Hamid. Se te considera cristiano. Cederás, y si no lo haces, remarás para mí como galeote y te arrepentirás de tu decisión. Esperaré, pero ten en cuenta que el tiempo pasa para ti y sin juventud… No quiero forzar tu cuerpo, tengo cuantos pueda desear: niños o mujeres; te quiero a mi lado, dispuesto a todo. Piénsalo, Ibn Hamid. ¡Soltadlo del árbol! —ordenó a sus hombres de repente, la mirada clavada en las hundidas cuencas de Hernando—, ponedle grilletes en los tobillos y que trabaje. Si va a comer, al menos que se lo gane. ¡Tú! —añadió dirigiéndose a Ubaid, a sabiendas del odio que existía entre él y Hernando—. Respondes con tu vida si algo le sucede, y te aseguro que tu muerte será mucho más lenta y dolorosa que la que tú pudieras procurarle a él. Mira bien esta mula blanca —terminó diciéndole a Hernando antes de volverse con el animal—, con ella terminan tus esperanzas e ilusiones en al-Andalus.
Aisha preparó a Fátima en la misma posada en la que residían Brahim y Aben Aboo, en la habitación que les cedió uno de los capitanes turcos. Brahim las acompañó hasta la estancia.
—Mujer —gritó dirigiéndose a Aisha pero desnudando a Fátima con la mirada—, es mi deseo que sea la más bella de las novias que hayan contraído matrimonio en al-Andalus. Prepárala. En cuanto a ti, Fátima, no tienes parientes, por lo que el rey se ha prestado a ser tu padrino de boda. Eres viuda. Tienes que otorgar poderes a un
wali
o algualí para que proceda a entregarte. ¿Consientes en ello?
Fátima se mantuvo en silencio, cabizbaja, luchando contra la congoja que le provocaba su futuro.
—Te diré una cosa, muchacha: serás mía. Puedes serlo como mi segunda esposa o como mi sierva. Tú tenías que saber lo que se escondía en los sótanos del mercader, y con toda seguridad callaste ante las prácticas cristianas del nazareno, si es que no las compartiste… ¡junto a tu hijo! —Fátima tembló—. Di: ¿apoderas al rey para que te entregue en matrimonio? —Ella asintió en silencio—. Recuerda bien lo que te he dicho. Si en la petición de mano no consientes, o si te opones a las exhortaciones, tu hijo y el nazareno morirán igual que el mercader: ése ha sido el trato que he pactado con el arráez. Si no consientes, me devolverá al perro nazareno y yo mismo lo espetaré en la plaza junto a tu hijo.
Fátima sufrió una arcada al pensar en Humam y Hernando espetados en un asador igual que lo había sido Salah. Brahim las había obligado a presenciarlo: el mercader chillaba igual que lo hacían los cochinos al ser sacrificados por los cristianos. Su obeso cuerpo, desnudo, a cuatro patas, fue inmovilizado por varios moriscos para que otro de ellos le clavara una lanza por el ano. La gente estalló en aplausos cuando los chillidos de pánico se convirtieron en aullidos de dolor: unos aullidos que fueron apagándose a medida que la lanza, empujada por una pareja de soldados, horadaba el cuerpo de Salah hasta lograr sacar el pico por la boca del mercader. Cuando lo colgaron en el asador para que voltease sobre las brasas, rodeado por una pandilla de chiquillos alborotados, el mercader ya había fallecido. El olor a carne asada inundó las cercanías de la plaza de Laujar durante todo un día hasta acabar impregnando ropas y penetrando en las viviendas.
Brahim sonrió y abandonó la estancia.
Con todo, Fátima no se dejó lavar.
—¿Acaso crees que lo notará? —indicó a Aisha con la voz quebrada, ante la insistencia de la mujer en las abluciones—. No quiero acudir limpia a este matrimonio.
Aisha no discutió: la muchacha se estaba sacrificando por Hernando. Bajó la mirada.
Fátima también le rogó que no repitiese el dibujo de los tatuajes que le hizo la noche en que se entregó a Hernando, y se opuso a perfumarse con agua de azahar. Aisha salió de la posada y encontró aceite de jazmín con que sustituir al azahar. Luego, a su pesar, la adornó con las joyas que les había hecho llegar Brahim, con el mensaje de que se usarían sólo para la boda y de que no formaban parte de la dote. Le acercó un collar, y la muchacha hizo ademán de arrancarse el amuleto de oro que colgaba de su cuello, pero Aisha se lo impidió poniendo su mano encima de la alhaja.
—No renuncies a la esperanza —le dijo, al tiempo que apretaba aquel símbolo contra su pecho.
Fue la primera vez que Fátima lloró.
—¿Esperanza? —balbuceó—. Sólo la muerte me procurará esperanza… una larga esperanza.
La petición de mano se efectuó en la misma posada, en un pequeño y frío jardín interior, frente al rey en su condición de
wali
y en presencia de la variopinta corte que le acompañaba. Dalí, capitán general de los turcos, y Husayn actuaron como testigos. Brahim se presentó y, conforme al ritual, pidió a Aben Aboo la mano de Fátima, quien se la concedió. Luego vinieron las exhortaciones, dirigidas por un viejo alfaquí de Laujar. Fátima, en su condición de viuda, tuvo que contestar a ellas personalmente y juró que no existía otro Dios que Dios, y que, por las palabras del Corán, contestaba la verdad a las preguntas que se le formulaban: quería ser casada a honra y conforme a la Suna del Profeta.
—Si bien juráis —terminó el alfaquí—, Alá es testigo y Él os dé su gracia. Asimismo, si mal juráis, Alá os destruya y no os dé su gracia.
Antes de que el rey empezase a dar lectura a la trigesimosexta sura del Corán, Fátima alzó los ojos al cielo: «Que Alá nos destruya», repitió en silencio.
Los pies tatuados con alheña fue lo único que se pudo ver de Fátima a lomos de la mula blanca que avanzaba conducida por el ronzal por un esclavo negro; la novia iba montada de lado, vestida con una túnica también blanca que la cubría desde la cabeza. De tal guisa, aplaudida y jaleada por miles de moriscos, Fátima recorrió el pueblo para volver a la posada. De regreso a ella, subió a la habitación de Brahim, y en el lecho, sin hablar, la taparon con la preceptiva sábana blanca bajo la que debía permanecer con los ojos cerrados. Mientras el enlace era celebrado con música y zambras en las calles, Fátima percibió el trasiego de decenas de personas por la habitación. Tan sólo en una ocasión alzaron el ligero manto que la protegía.
—Entiendo tu deseo —oyó que decía con un suspiro Aben Aboo, que había levantado la sábana más de lo que resultaba necesario para observar el rostro—. Disfrútala por mí, amigo, y que Alá te premie con muchos hijos.
Al finalizar las visitas, Fátima se sentó sobre los cojines del suelo y cerró la mente a su próximo encuentro con Brahim; hizo caso omiso a los desvergonzados e insistentes consejos de las exultantes mujeres que se quedaron con ella; rechazó cuanta comida le ofrecieron y, durante la espera, al oír la música que le llegaba desde las calles, trató de encontrar algún recuerdo en el que refugiarse, pero ¡cantaban por ella! ¡Celebraban su boda con Brahim! La imagen de Aisha, sentada frente a ella al otro lado de un brasero, inmóvil, con los ojos húmedos y el pensamiento perdido en ese hijo al que acababan de esclavizar, no le proporcionó consuelo. Se aferró entonces a lo único que parecía sosegarla: la oración. Rezó en silencio, como hacen los condenados; recitó todas las plegarias que sabía y dejó que sus temores se fundieran con los rezos. Era una fe desesperada, pero su fuerza crecía con cada palabra, con cada invocación.
Pasada la medianoche, el revuelo de las mujeres le anunció la llegada de Brahim al dormitorio. Una de ellas le retocó el cabello y le arregló la túnica sobre los hombros. Rehusó volver el rostro hacia la puerta por la que se apresuraban a salir las mujeres y clavó su mirada en el brasero. «Muerte es esperanza larga», musitó entonces con los ojos cerrados, pero ella no se encaminaba a la muerte. ¿Qué esperanza cabía hallar entonces? El chasquido del cerrojo acalló cánticos y dulzainas y Fátima llegó a escuchar la respiración agitada de Brahim a sus espaldas. La joven se estremeció.
—Muéstrate a tu esposo —ordenó el arriero.
Le flaquearon las piernas al intentar levantarse. Lo logró y se volvió hacia Brahim.
—Desnúdate —jadeó éste entonces, acercándose.