La mano de Fátima (78 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Don Alfonso ni siquiera se volvió hacia su secretario, pero el tono imperativo de sus palabras bastó para que Silvestre entendiera que su señor no iba a tolerar más murmullos o suspicacias acerca de su amigo morisco.

—Por supuesto, excelencia —contestó el secretario.

—Pues ponte en contacto con don Diego Fajardo de Córdoba e interésate por esa niña cristiana. Yo te creo, Hernando —aclaró, dirigiéndose a él—. No necesito confirmar tu historia, pero quiero que cuando cabalgues por las Alpujarras seas recibido como lo que eres: un cristiano que arriesgó su vida por los demás cristianos. El rey no debe ver en peligro sus intereses por los posibles recelos de los cristianos viejos que habitan esos lugares.

El duque dio por finalizada una audiencia que se había prolongado mucho más tiempo del que le ocupaban otros temas, por importantes que fuesen, pero que despachaba con rapidez.

—Continuemos con los suplicantes —ordenó don Alfonso. Al instante, de algún lugar del que Hernando no llegó a ver, salió corriendo un paje de escritorio para avisar al maestresala—. No es necesario —dijo el duque interrumpiendo la carrera del pequeño.

El niño se detuvo y, extrañado, interrogó al escribano. Silvestre le hizo señas de que retornase a un pequeño banco situado en una esquina escondida y oscura, en el que se hallaba sentado otro joven paje. El mismo duque, rompiendo el protocolo, acompañó a Hernando hasta la puerta, la abrió y, delante de las sorprendidas visitas, siempre pendientes de las correrías de los pajes con sus instrucciones y mensajes, le abrazó y se despidió de él con sendos besos en las mejillas. Muchos, que no habían ocultado su desprecio a la entrada del morisco, bajaron ahora la vista mientras éste volvía a cruzar la antesala en dirección a las caballerizas.

Aún pendiente de la confirmación del hijo del marqués de los Vélez, el rumor de la ayuda prestada por Hernando a Isabel y a un número indeterminado de cristianos durante la revuelta, que crecía a medida que corría de boca en boca, se propagó tanto por la comunidad cristiana como por la morisca. Los esclavos moriscos del duque se ocuparon de ponerlo en conocimiento de Abbas y de los demás miembros del consejo, quienes encontraron en aquellas informaciones la prueba de cuantas acusaciones vertían contra el traidor.

—¿Cómo es posible? —le gritó Aisha en una de las ocasiones en que fue a visitarla. Paseaban por la ribera del Guadalquivir en dirección al molino de Martos, cerca de las curtidurías, allí desde donde años ha se embarcaba en
La Virgen Cansada
. El cabildo municipal había decidido hacer de aquella zona un lugar de esparcimiento de los cordobeses. Aisha no reparó en la gente que circulaba a su alrededor: hablaba en tono ofendido, no exento de tristeza—. ¡Nos engañaste a todos! ¡A tu pueblo! ¡Al propio Hamid!

—Sólo era una niña, madre. ¡Querían venderla como esclava! No creas en las habladurías…

—¡Una niña igual que tus hermanas! ¿Las recuerdas? Las mataron los cristianos en la plaza de Juviles junto a más de mil mujeres. ¡Más de mil, Hernando! Y las que no fueron asesinadas terminaron vendidas en almoneda en la plaza de Bibarrambla de Granada. Miles y miles de nuestros hermanos fueron ejecutados o esclavizados. ¡El mismo Hamid! ¿Lo recuerdas?

—¿Cómo no voy a recordar a…?

—Y Aquil y Musa… —le interrumpió su madre, gesticulando con violencia—, ¿qué hay de ellos? Nos los robaron nada más llegar a esta maldita ciudad y los vendieron como esclavos pese a ser sólo unos niños. ¡Ningún cristiano acudió en su defensa! Eran tan niños como esa…, esa Isabel de la que hablas. —Anduvieron una buena distancia en silencio—. No lo entiendo —se lamentó Aisha con voz rendida, ya cerca del molino que se introducía en el río para aprovechar la corriente y moler el grano—. Ya me costó hacerlo con lo del noble, pero ahora… ¡Traicionaste a tu pueblo! —Aisha se volvió hacia su hijo; su rostro expresaba una firmeza que él pocas veces había percibido en ella antes—. Tal vez seas el jefe de la familia… de una familia que ya no existe, tal vez seas lo único que me queda en este mundo, pero aun así, no quiero volver a verte. No quiero nada de ti.

—Madre… —balbuceó Hernando.

Aisha le dio la espalda y se encaminó al barrio de Santiago.

46

Hernando evocó todos y cada uno de los momentos vividos hacía catorce años, cuando había recorrido aquel mismo camino en dirección a Córdoba, desastrado y maltrecho, junto a miles de moriscos. Sintió de nuevo el peso de los ancianos a los que había tenido que ayudar y escuchó el eco de los lamentos de madres, niños y enfermos.

De malos modos ordenó hacer noche en la abadía de Alcalá la Real, todavía en construcción.

—Podríamos continuar un poco más —se quejó don Sancho—. En primavera los días son más largos.

—Lo sé —contestó Hernando, muy erguido, a lomos de Volador—. Pero nos detendremos aquí.

Don Sancho, el hidalgo designado por el duque para acompañar a Hernando en el viaje, torció el gesto ante las imperativas instrucciones de quien no hacía mucho era su pupilo. Los cuatro criados armados que los acompañaban, y que vigilaban la reata de mulas cargadas con sus pertenencias, cruzaron miradas de complicidad ante lo que no era más que una nueva muestra de autoridad de las muchas producidas durante las jornadas precedentes. Hernando hubiera preferido viajar solo.

La comitiva se acomodó en la abadía. El sol empezaba a ponerse y el morisco pidió que le aparejasen de nuevo a Volador y, solo, al paso, observado por las gentes de la villa, descendió del cerro donde estaban fortaleza y abadía, con las extensas tierras de cultivo a sus pies y Sierra Nevada en la lejanía. Al abandonar la medina y encontrarse en campo abierto, espoleó a Volador. El caballo corcoveó con alegría, como si agradeciera el galope que le pedía su jinete tras las largas, lentas y tediosas jornadas en que había tenido que acompasar su ritmo al de las mulas.

A Hernando no le costó identificar el llano donde pasaron la noche en su éxodo a Córdoba, pero sí encontrar la acequia en la que Aisha lavó a Humam después de arrancar su cadáver de brazos de Fátima. No podía estar muy lejos del campamento. Cabalgó por los campos atento a las acequias que los regaban. No habían señalado la tumba del pequeño; lo enterraron en tierra virgen, sólo envuelto por el triste silencio de Fátima y el monótono canturreo de Aisha.

Creyó adivinar el lugar, cerca de un hilo de agua que aún corría igual que entonces. Se lo debía, pensó. Se lo debía a Fátima y a sus hijos, a quienes ni siquiera había podido enterrar; se lo debía a sí mismo. La tumba de aquel niño muerto era el único resto que le quedaba de su esposa y sus hijos, que, igual que Humam, habían nacido del vientre de Fátima. Hernando desmontó frente a un pequeño túmulo de piedras que el paso del tiempo no había logrado esconder, seguro de que bajo esa tierra reposaba el cadáver del hijo de Fátima. Miró a uno y otro lado: no se veía a nadie; sólo se oía la respiración del caballo a sus espaldas. Ató a Volador a unos matorrales y se dirigió a la acequia, donde se lavó lenta y cuidadosamente. Contempló los destellos rojizos del sol crepuscular, se quitó la capa y se postró sobre ella, pero cuando iniciaba las oraciones, se le formó un nudo en la garganta y rompió a llorar. Sollozó mientras trataba de cantar las suras hasta que el color ceniciento del cielo le indicó que era momento de poner fin a la oración de la noche.

Entonces se levantó, rebuscó entre sus ropas y extrajo una carta escrita con tinta de azafrán: la «carta de la muerte», aquella por la que se recompensaría al fallecido a la hora de pesar sus acciones en la balanza divina.

Escarbó con sus manos allí donde supuso que debía de estar la cabeza del niño y enterró la carta.

—No pudimos acompañar tu muerte con esta carta —susurró mientras la tapaba con tierra—. Dios lo entenderá. Permíteme que incluya en ella oraciones por tu madre y por los hermanos a los que no llegaste a conocer.

Igual que todas las poblaciones que habían atravesado en el camino que nacía en Lanjarón, ante cuya ruinosa fortaleza Hernando no pudo evitar pensar en la espada de Muhammad enterrada a los pies de su torre, Ugíjar, la capital de las Alpujarras, aparecía casi despoblada. Los gallegos y castellanos llegados para reemplazar a los moriscos expulsados no eran suficientes para repoblar la zona, y casi una cuarta parte de los pueblos fueron abandonados. La sensación de libertad al paso por el valle, con las cumbres de Sierra Nevada a su izquierda y la Contraviesa a su derecha, se vio enturbiada ante las casas cerradas y derruidas.

Pero, pese al abandono en que se hallaba sumido el pueblo, Hernando disfrutó con nostalgia de cada árbol, cada animal, cada riachuelo y cada roca del camino; sus ojos recorrían sin cesar el paisaje y los recuerdos se le agolpaban en la mente, mientras don Sancho y los criados no cesaban de quejarse, sin esconder la repugnancia que les causaba la pobreza de tierras y gentes.

Habían transcurrido cerca de dos meses desde que el duque le habló de su misión hasta que llegó el momento de la partida. Durante ese plazo, Hernando habló con Juan Marco, el maestro tejedor en cuyo taller trabajaba Aisha. Se conocían. En alguna ocasión había acudido al taller y conversado con él; se trataba de un arrogante tejedor de terciopelos, rasos y damascos que se consideraba por encima de quienes, en su mismo gremio, trataban con otra clase de telas: sederos, toqueros, hiladores e incluso de los demás tejedores «menores», los tafetaneros. El maestro no escondía su interés en poder llegar a vender en la casa del duque de Monterreal.

—Auméntale el jornal —le instó Hernando una tarde. Había esperado, escondido en una esquina cercana al taller, a que la silueta de su madre se perdiera en la calle. A partir de la discusión, Aisha no admitía ayuda alguna por parte de su hijo.

—¿Por qué debería hacerlo? —soltó el maestro—. Tu madre conoce el producto, como muchas granadinas, pero nunca ha llegado a tejer. Las ordenanzas me impiden encargarle ningún trabajo que no sea el de ayudar…

—De todas formas, auméntaselo. Además, nada te costará. —Entonces puso en su mano tres escudos de oro.

—¡Es fácil para ti decirlo! No sabes cómo son estas mujeres: si le subo el sueldo a una, las otras se me echarán encima como lobas…

Hernando suspiró. El tejedor se hacía de rogar.

—Nadie debe enterarse; sólo ella. Si cumples, intercederé ante el duque para que se interese por tus productos —dijo Hernando, mirándole directamente a los ojos.

La promesa de Hernando, junto a los escudos de oro, convencieron al tejedor, que sin embargo se quedó con la última pregunta en la boca:

—De acuerdo, pero… ¿Por qué?

—Eso no te incumbe —le interrumpió Hernando—. Limítate a cumplir tu parte.

Una vez resuelto ese problema, le restaba un segundo. ¡Qué pocas eran las previsiones que debía tomar ante un viaje!, pensó después de llamar una noche a la puerta de la casa de Arbasia. Importantes ambas, sí, pero tan sólo dos. La criada que abrió la puerta le hizo esperar en el zaguán de entrada, en penumbra. La última vez que había tenido que viajar, se había limitado a dejar la casa en manos de Fátima y a pedir a Abbas que cuidase de su familia…

—¿A qué debo tu visita, Hernando? Es tarde —interrumpió sus pensamientos un Arbasia que parecía cansado.

—Disculpa, maestro, pero debo partir de viaje y creo que en toda Córdoba sólo hay una persona en la que puedo confiar.

Le tendió un rollo de cuero en cuyo interior estaba escondida la copia del evangelio de Bernabé. Arbasia lo imaginó y no hizo ademán de cogerlo.

—Me pones en un compromiso —adujo—. ¿Qué sucedería si la Inquisición encontrase ese documento en mi poder?

Hernando, a su vez, mantuvo el brazo extendido.

—Gozas del favor del obispo y del cabildo. Nadie te molestará.

—¿Por qué no lo escondes donde lo encontraste? Lleva años sin ser descubierto…

—No se trata de eso. Ciertamente, podría esconderlo en muchos lugares. Lo único que pretendo es que si a mí me sucede algo, este valioso documento no vuelva a perderse. Estoy seguro de que tú sabrás qué hacer con él si se diera esa situación.

—¿Y tu comunidad?

—No confío en ellos —reconoció Hernando.

—Ni ellos en ti, al parecer. He oído rumores…

—No sé qué hacer, César. He luchado hasta arriesgar mi vida por nuestras leyes y nuestra religión. Me dijeron que para ello debía parecer más cristiano que los cristianos y, ahora, la misma persona que me lo dijo, me rechaza como musulmán. Toda la comunidad me desprecia… Piensan que soy un traidor. ¡Hasta mi propia madre! —Hernando tomó aire antes de continuar—. Y no es sólo eso: por lo que he oído, para mis hermanos la violencia parece ser la única manera de salir de la opresión.

Arbasia cogió el evangelio.

—No pretendas el reconocimiento de tus hermanos —le aconsejó el pintor—. Eso no es más que soberbia. Busca sólo el de tu Dios. Continúa luchando por lo que sientes, pero piensa siempre que el único camino es el de la palabra, el de la comprensión, nunca el de la espada. —Arbasia se mantuvo unos instantes en silencio antes de despedirse—: La paz, Hernando.

—Gracias, maestro. La paz sea contigo también.

En Ugíjar, el alcalde mayor de las Alpujarras había sido advertido de su llegada. De la misma manera que Hernando había adoptado ciertas medidas antes de partir, también el duque ordenó a su secretario que mandara recado al alcalde de la capital de las Alpujarras, al tiempo que le pedía que, a través de las noticias que pudieran proporcionarle los Vélez, buscara a aquella niña, ya una mujer, que respondía al nombre de Isabel.

Hernando y sus acompañantes llegaron a la plaza de la iglesia. El templo ya estaba restaurado. Montado sobre Volador, paseó la mirada por el lugar. ¡Cuántas experiencias había vivido en aquella plaza y sus alrededores! La recordó abarrotada por los hombres del ejército de Aben Humeya. El mercado, los jenízaros y los turcos que por primera vez conoció en ella. Fátima, Isabel, Ubaid, Salah el mercader, la llegada de Barrax y sus garzones…

—¡Bienvenidos!

Tan absorto estaba en sus recuerdos que Hernando ni siquiera había advertido la llegada de una pequeña comitiva encabezada por el alcalde mayor, un hombre basto y bajo, de cabello tan negro como su traje, al que acompañaban dos alguaciles. Hernando desmontó, imitando a don Sancho. El alcalde se dirigió al hidalgo, pero éste le hizo una brusca seña de que era al otro jinete a quien debía dirigirse.

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