Authors: Ildefonso Falcones
—Dicen que hay un hospital en la plazuela —le comentó una mujer morisca que presenciaba la escena con angustia.
Cuando Hernando la interrogó con la mirada, la mujer le señaló la plaza del Potro; él salió corriendo, pero tuvo que detenerse varios pasos más allá: una multitud se apelotonaba en lo que debía de ser la entrada del hospital, frente a un pórtico cerrado por un doble arco de medio punto. Con todo, se acercó y luchó por abrirse paso entre la gente, haciendo caso omiso de las protestas.
—Ya os he dicho —logró escuchar que decía el capellán— que las catorce camas del hospital están ocupadas y en más de la mitad de ellas hay dos personas. Pero, además, para acceder al hospital es necesaria la orden del médico o del cirujano y ahora no está ninguno de los dos.
Algunos cedían al escuchar aquellas palabras y abandonaban el pórtico; otros permanecían en su sitio, mostrando sus heridas, tosiendo o extendiendo los brazos, suplicantes. Un niño agonizaba a los pies del capellán mientras su padre lloraba desconsolado. ¿Qué podía conseguir él?, pensó Hernando al ver cómo el capellán negaba tercamente con la cabeza. La visión de Fátima temblando y vomitando le impelió a hacerlo, y por segunda vez en la noche se hincó de rodillas frente a un sacerdote.
—Por Dios y la santísima Virgen… —gritó con las manos entrelazadas a la altura del estómago del capellán, recordando las palabras de súplica del noble cristiano en la tienda de Barrax—, por los clavos de Jesucristo, ¡ayudadme!
El sacerdote permaneció un instante atónito, antes de agacharse y obligarle a ponerse en pie. ¡Era el primer morisco que invocaba a Jesucristo! Sin embargo, Hernando se mantuvo de rodillas.
—Ayudadme —repitió mientras el sacerdote le tomaba por las manos y pugnaba por alzarle—. ¿Dónde puedo encontrar a ese cirujano? ¡Decidme! Mi esposa está muy enferma…
El capellán le soltó las manos con gesto brusco.
—Lo siento, muchacho. —El hombre negó con la cabeza—. El hospital de la Caridad sólo admite varones.
Hernando no quiso escuchar cómo, después de su marcha, los demás moriscos rompían en invocaciones a la Santísima Trinidad.
Transcurrieron las horas, era ya noche cerrada. Los moriscos intentaron dormir en el suelo, unos encima de otros. Hernando andaba de un lado a otro, sin alejarse de Fátima, reprimiendo los sollozos ante los temblores de la muchacha. Brahim dormía apoyado en la pared, con Musa y Aquil encogidos a su lado. Aisha acariciaba el cabello de Fátima, velándola, como… como si esperase su muerte.
Bien entrada la madrugada, el ruido de la puerta de la calleja al abrirse sorprendió a Hernando. Primero vio a una joven rubia dirigirse directamente hacia él, ¿qué hacía aquella mujer?, pero detrás, cojeando…
—¡Hamid! —El alfaquí se llevó el índice a los labios y renqueó hacia él.
Hernando se echó en sus brazos. En ese momento fue consciente de cuánto había añorado aquel rostro amable y familiar, el rostro de quien había sido su mayor consuelo durante los tiempos tristes de su infancia.
—¡Vamos! No hay tiempo —le apremió Hamid no sin antes abrazarle con fuerza—. Aquélla, su esposa, aquella muchacha —le indicó a la joven que salió con él—. Ayúdala, vamos.
—¿Qué… qué vas a hacer? —preguntó Hernando inmóvil, sin poder apartar la mirada de la letra al fuego que aparecía herrada en la mejilla del alfaquí.
Aisha se levantó y fue ella quien ayudó a la rubia a alzar a Fátima por las axilas.
—Intentar salvar a tu esposa —le contestó Hamid cuando las dos mujeres ya cruzaban la calle arrastrando a Fátima—. No debes traspasar la puerta, Aisha —añadió—. Yo me haré cargo de la muchacha.
Hernando permanecía paralizado. ¿Su esposa? Eso era frente a los cristianos, pero Hamid… ¿Y Brahim? ¿Qué diría Brahim cuando viese que Fátima no estaba? El hecho de que fuera Hamid quien ayudara a la muchacha tal vez sirviera para mitigar su cólera.
—No es mi… —Aisha, ya libre de Fátima, le agarró del antebrazo y le hizo callar con un gesto. El alfaquí no llegó a escucharle: sólo estaba pendiente de que nadie los descubriese.
—Mañana —dijo antes de cerrar la puerta de la mancebía— saldré a comprar. Hablaremos entonces, pero tened en cuenta que aquí sólo soy un esclavo; seré yo el que elija el momento… Y llamadme Francisco, ése es mi nombre cristiano.
El 30 de noviembre de 1570, por orden del rey Felipe II, los tres mil moriscos llegados de la vega de Granada con el corregidor Zapata partieron hacia sus destinos definitivos: Mérida, Cáceres, Plasencia y otros lugares, lo que devolvió a Córdoba cierta tranquilidad y a la plaza del Potro la frenética actividad comercial que era habitual en ella. A primera hora de la mañana, desde más allá del molino de Martos, en la ribera del Guadalquivir, Hernando los vio cruzar el puente romano, en formación, igual que él mismo lo había hecho en dirección contraria hacía casi tres semanas.
A la vista de aquella columna de hombres, mujeres y niños silenciosos, entregados a la fatalidad, el fardo de pieles apestosas y sangrantes que cargaba sobre los hombros se le hizo realmente pesado, mucho más de lo que lo había sido a lo largo del trayecto por las afueras de la ciudad, alrededor de las murallas, como ordenaba el cabildo municipal, desde el matadero hasta la calle Badanas, junto al río, donde se ubicaba la curtiduría de Vicente Segura. Durante unos instantes, Hernando aminoró el paso al tiempo que su mirada seguía la columna de proscritos. Notó la sangre de las reses corriendo por su espalda hasta empaparle las piernas, y el penetrante hedor a piel y carnaza recién desollada que los cordobeses se negaban a que recorriese sus calles acompañó el sufrimiento que, aun en la distancia, podía presentir en aquellas gentes. ¿Qué sería de todos ellos? ¿Qué harían? Una mujer pasó por su lado mirándole con el ceño fruncido y Hernando reaccionó y se puso en marcha: su patrón no admitía retrasos, así que él no podía permitírselos.
Aquél fue el trato que Hamid había conseguido para ellos a través de Ana María, la prostituta que se hizo cargo de Fátima, que la escondió y la atendió en el segundo piso de su botica en la mancebía con la ayuda de Hamid. Sonrió al pensar en Fátima: había escapado de la muerte.
Ante la orden de abandonar Córdoba, los funcionarios del cabildo volvieron a preocuparse de los moriscos, los censaron de nuevo y repartieron a las gentes en destinos distintos. En ese momento, Fátima tuvo que abandonar la mancebía y Hernando comprobó que las noticias que día a día les proporcionaba el alfaquí eran ciertas y que la muchacha, aun con la tristeza escrita en su rostro, había ganado peso y presentaba un aspecto más saludable.
Ninguno de ellos llegó a conocer a Ana María.
—Es una buena muchacha —comentó una mañana Hamid.
—¿Una prostituta? —se le escapó a Hernando.
—Sí —afirmó con gravedad el alfaquí—. Suelen ser buenas personas. La mayoría de ellas son muchachas de hogares humildes y sin recursos que sus padres entregaron a familias acomodadas para que les sirvieran como criadas desde niñas. El acuerdo al que acostumbran a llegar consiste en que, a medida que van alcanzando la edad suficiente, esas familias adineradas deben proveerlas de una dote económica suficiente para que contraigan un buen matrimonio. Pero en muchísimos casos no se cumple ese acuerdo: cuando se acerca el momento se las acusa de haber robado o de mantener relaciones con el señor o los hijos de la casa, cosa a la que por otra parte se ven obligadas con frecuencia… Con demasiada frecuencia —lamentó—. Entonces se las expulsa sin dinero alguno y con el estigma de ladronas o putas. —Hamid apretó los labios y dejó transcurrir unos instantes—. ¡Es siempre la misma historia! La mayoría de las mancebías se nutren de esas desgraciadas.
Hamid había sido hecho esclavo tras la entrada de los cristianos en Juviles. De poco sirvió el perdón concedido por el marqués de Mondéjar. En el desbarajuste que se originó con la matanza de mujeres y niños en la plaza de la iglesia, algunos soldados se apoderaron de los hombres instalados en las casas del pueblo y desertaron con el exiguo botín que representaban aquellos moriscos que no pudieron huir con el ejército musulmán. Hamid, herrado al fuego, cojo y escuálido, fue vendido a bajo precio antes incluso de llegar a Granada, sin regateos, a uno de los muchos mercaderes que seguían al ejército. Desde allí fue transportado a Córdoba y adquirido por el alguacil de la mancebía; ¿qué mejor esclavo para un lugar repleto de mujeres que un hombre cojo y débil?
—¡Compraremos tu libertad! —exclamó Hernando, indignado, al conocer la historia.
Hamid le contestó con una sonrisa resignada.
—No pude escapar de Juviles con nuestros hermanos. ¿Y la espada? —preguntó de repente.
—Enterrada en el castillo de Lanjarón, junto…
Hamid le hizo seña de que callase.
—Aquel llamado a encontrarla, lo hará.
Hernando siguió ese pensamiento antes de insistir de nuevo:
—¿Y tu libertad?
—¿Qué haría en libertad, muchacho? No sé hacer nada más que cultivar campos. ¿Quién iba a contratar a un cojo para cultivar? Tampoco puedo esperar las limosnas de los fieles. Aquí, en Córdoba, sólo encontraría la muerte si, en libertad, me dedicase como alfaquí a lo que he hecho durante toda mi vida…
—¿En libertad? ¿Quiere eso decir que continuarás como alfaquí? —le interrumpió Hernando.
Hamid le obligó a callar tras mirar de reojo si alguien les escuchaba.
—Ya hablaremos de eso más adelante —susurró—. Me temo que tendremos mucho tiempo para ello.
—Tú entiendes de hierbas —insistió no obstante el muchacho—. Podrías dedicarte a ellas.
—No soy médico ni cirujano. Cualquier cosa que hiciera con hierbas sería considerada brujería. Brujería… —repitió para sus adentros.
Había tenido que persuadir a la joven Ana María de que sus conocimientos no eran brujería aunque, después de todo, la muchacha tampoco parecía excesivamente convencida. Poco después de llegar a la mancebía, un día la encontró llorando desconsoladamente en su botica cuando fue a llevarle ropa de cama limpia. Al principio, Ana María se mantuvo obstinada y no contestó a sus preguntas; Hamid era propiedad del alguacil y ¿quién le aseguraba a ella que no le contaría…? Hamid leyó aquella desconfianza en sus ojos e insistió, hasta que, poco a poco, ella se abrió al alfaquí y se desahogó. ¡Chancro! Le había aparecido una pequeña llaga en la vulva, indolora, casi imperceptible, pero señal inequívoca de que en poco tiempo se convertiría en una sifilítica. El médico que cada dos semanas mandaba el cabildo municipal a controlar la salud e higiene de las prostitutas acababa de pasar y no se había percatado, pero en la siguiente visita no le pasaría inadvertido. La muchacha volvió a estallar en llanto.
—Me enviará al Hospital de la Lámpara —sollozó—, y allí…, allí moriré entre sifilíticas.
Hamid había oído hablar del cercano Hospital de la Lámpara. Todos los cordobeses tenían miedo a ingresar en alguno de los muchos hospitales que existían en Córdoba. «Suma pobreza es la que obliga, a un pobre, a ir a un hospital», se decía entre las gentes, pero el de la Lámpara, asilo de mujeres aquejadas de enfermedades venéreas sin curación, era nombrado con pavor entre las prostitutas. Fuertemente vigilado por las autoridades como medida sanitaria, entrar en él conllevaba una agonía lenta y dolorosa.
—Yo podría… —empezó a decir Hamid—, conozco…
Ana María se volvió hacia él y le suplicó con sus ojos verdes.
—Hay un antiguo remedio musulmán que quizá… —¡Tampoco había tratado de chancro a nadie en las Alpujarras! ¿Y si no funcionaba? Sin embargo, ya tenía a la muchacha de rodillas, agarrada a sus piernas.
«¡Dios permita su curación!», rezó en silencio Hamid cuando aquella misma noche lavó con miel la vulva de Ana María y después espolvoreó sobre la llaga las cenizas que obtuvo de un canuto de caña relleno de una masa compuesta de harina de cebada, miel y sal. «¡Permítalo Dios!», rezó noche tras noche al repetir el tratamiento. En la siguiente visita del médico del cabildo municipal, la llaga había desaparecido. ¿En verdad aquella diminuta fístula fue el anuncio de la sífilis?, pensó Hamid mientras Ana María sollozaba de alegría en sus brazos, agradecida. Era la medicina del Profeta, concluyó sin embargo: una medicina capaz de curar chancros y sífilis. ¿Acaso no se había encomendado a Dios en cada ocasión en que la curó?
—No se lo cuentes a nadie, te lo ruego —le pidió Hamid, separándose de ella—. Si supieran… Si el alguacil o la Inquisición llegase a conocer lo que aquí ha sucedido, me procesarían por brujo… y a ti por hechizada… —añadió para mayor seguridad—. ¿Qué estás haciendo, muchacha? —le preguntó sorprendido, al ver cómo Ana María se quitaba el jubón.
—Mi cuerpo es lo único que poseo —contestó ella, al tiempo que se abría la camisa y le mostraba sus jóvenes pechos.
Hamid no pudo dejar de mirar aquellos senos blancos y tersos, la gran areola morena que rodeaba sus pezones. ¿Cuántos años hacía que no disfrutaba de una mujer?
—Me basta con tu amistad —se excusó azorado—. Cúbrete, te lo ruego.
A partir de aquel día Hamid gozó de un respeto reverente por parte de todas las mujeres de la mancebía; incluso el alguacil mudó su trato hacia el esclavo. ¿Qué habría contado Ana María? El viejo alfaquí prefería no saberlo.
—He conseguido que podáis quedaros en Córdoba —anunció Hamid a Hernando una mañana. El alfaquí tomó aire antes de continuar—: Eres toda mi familia… Ibn Hamid —lo nombró en voz baja, acercándose a la oreja de Hernando, que se estremeció—, y me gustaría tenerte cerca, en esta ciudad. Además… tu esposa no resistiría un nuevo éxodo.
—No es mi esposa… —confesó por fin.
Hamid le interrogó con la mirada y Hernando le contó la historia. Entonces el anciano comprendió por qué Brahim le había recibido furioso la primera mañana en que se encontraron. El alfaquí creyó que se debía a que la muchacha hubiera sido introducida en una mancebía y se mostró contundente: «Ningún hombre estará con ella —le dijo—. Confía en mí». El arriero quiso discutir, pero Hamid le dio la espalda. Luego fue Aisha quien, una vez más, se encaró con su esposo: «La están curando, Brahim. Muerta, de poco te servirá».
Ana María conocía a un jurado de Córdoba: un hombre que estaba encaprichado de ella y que acudía con regularidad a la mancebía. Los jurados estaban llamados a ser el contrapeso de los veinticuatros en el gobierno municipal. A diferencia de los veinticuatros, nobles todos ellos, los jurados eran hombres del pueblo elegidos directamente por sus conciudadanos para que los representaran en el cabildo. Con el paso del tiempo, sin embargo, el cargo se patrimonializó y se convirtió en sucesorio, hábil para ser cedido en vida, y los diferentes monarcas lo utilizaban, bien para premiar servicios, bien para obtener pingües beneficios de su venta. La elección en la parroquia se convirtió en una pantomima formalista y los jurados, sin poseer los títulos y riquezas de la nobleza, trataron de equipararse con ella y los veinticuatros. El jurado que visitaba a Ana María acogió la solicitud de la muchacha como una oportunidad de demostrarle su poder más allá del tálamo, y en un alarde de vanidad aceptó el encargo de lograr que aquellos moriscos se quedasen en Córdoba.