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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (40 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Es difícil entender a esta gente —comentó el joven a Hamid mientras Ana María se paseaba con coquetería por delante del numeroso público que la vitoreaba sin reparos—. En presencia de sus mujeres e hijas, premian a las mujeres con las que se acuestan.

—Todas ellas saben que sus maridos acuden a la mancebía —arguyó Hamid sin prestar atención a lo que decía, con la mirada fija en las evoluciones de una Ana María bellísima. Hernando hizo lo propio, si bien estaba más pendiente de los esfuerzos de los alguaciles por impedir que algunos hombres ya borrachos saltasen sobre la muchacha—. Los cristianos no buscan el placer en sus esposas —añadió el alfaquí en voz baja, volviéndose hacia el muchacho en el momento en que Ana María fue sustituida por una voluptuosa mujer de pelo negro—. Es pecado. Los tocamientos y las caricias son pecado. Incluso adoptar otra postura que no sea la de yacer en el lecho, es pecado. No se puede buscar la sensualidad…

—¡Pecado! —intervino Hernando, sonriente.

—Exacto. —Hamid le hizo un gesto para que bajase la voz—. Por eso sus esposas aceptan que busquen la sensualidad y el placer en las prostitutas. Las meretrices no dan los problemas de bastardos y reclamaciones de herencias que les pueden plantear las barraganas o las cortesanas. Y su Iglesia lo apoya.

—Hipócritas.

—Varias boticas de la mancebía son propiedad del cabildo catedralicio —dijo Hamid antes de que ambos se apartaran del certamen y anduvieran sin rumbo desde la plaza de la Corredera, entre la multitud.

—Sí —afirmó Hernando pensativo, transcurridos unos instantes—, pero esas mismas esposas tan castas con sus maridos, buscan después el placer en otros hombres…

Hamid le miró con curiosidad y él le contestó con una simple mueca que eliminó de su rostro en cuanto percibió la desaprobación en el alfaquí.

Había transcurrido más de un año desde que Fátima se echara en sus brazos tras buscar la muerte frente a un toro y unos caballos desbocados.

—Continúo siendo su segunda esposa —lamentó la muchacha después de besarse en el callejón y cruzar promesas de amor.

—¡Aquí no vale ese matrimonio! —alegó Hernando sin pensarlo.

El semblante de Fátima mudó y Hernando titubeó, ¿cómo podía haber afirmado…?

—Es nuestra ley —se le adelantó Fátima—. Si renunciamos a ella… a nuestras creencias… Mal que me pese, debo respetar mi matrimonio con Brahim: ante los nuestros es mi marido. No puedo olvidarme de eso, por mucho que lo desee. Por mucho que lo aborrezca…

—No. No quería decir…

—No seríamos nada. Eso es lo que pretenden los cristianos: martirizarnos hasta nuestra desaparición. Somos un pueblo maldito para ellos. Nadie nos quiere aquí: los humildes nos odian y los nobles nos explotan. Ha muerto mucha de nuestra gente por defender la verdadera fe: mi esposo, mi hijo… ¡Ningún cristiano hizo nada por un niño enfermo e indefenso! ¡Malditos! ¡Malditos todos ellos! Tú mismo lo enterraste… —La voz de Fátima se quebró hasta quedar convertida en un sollozo. Hernando la atrajo hacia sí y la abrazó—. ¡Debemos cumplir con nuestras obligaciones…! —lloró.

—Encontraremos alguna solución —trato de consolarla Hernando.

—¡No seríamos nada sin nuestras leyes! —insistió la muchacha.

—No llores, te lo ruego.

—¡Es nuestra religión! ¡La verdadera! ¡Malditos!

—Lograremos resolverlo.

—¡Perros cristianos! —Antes de que terminara la frase, Hernando hundió el rostro de la muchacha en su hombro para acallar sus palabras—. ¡Moriré por el Profeta, loado sea, si es necesario! —sentenció después ella.

—Moriré contigo —le susurró él mientras más allá, en la plazuela, la gente estallaba en vítores cuando el rejón se introdujo en lo alto del toro hiriéndolo de muerte.

La doncella que miraba desde el balcón de su palacio aplaudió comedidamente.

«¡Moriré por el Profeta!» La determinación que se desprendía de aquella promesa era la misma que Hernando oyó de boca de Gonzalico antes de que el manco lo degollase. ¿Qué habría sido de Ubaid?, se preguntó una vez más. Al anochecer dejó a Fátima en la casa de la calle de Mucho Trigo. Brahim y Aisha parecían tranquilos y él volvió a escapar tras hacerse con un pedazo de pan de centeno duro, pero sólo cuando Fátima se lo permitió con un casi imperceptible movimiento del mentón. Aquel domingo, después del episodio con el toro, habían descendido hasta el río, pasando por delante de la mezquita, donde entre curas y capellanes apretaron las manos que llevaban entrelazadas, y allí, a orillas del Guadalquivir, frente a la noria de la Albolafia y los molinos que lo cruzaban, dejaron pasar las horas. Hernando no tenía dinero. Cobraba dos míseros reales al mes, menos que una sirvienta con derecho a cama y comida, dineros que además inmediatamente entregaba a su madre para, junto a las ganancias de Brahim, cubrir los gastos del alquiler y la manutención. No comieron nada, excepción hecha de un par de buñuelos fríos y aceitosos que un buñolero morisco les regaló después de observar cómo saboreaban el aroma que dejaba tras de sí.

Pasaba la hora de vísperas y las puertas de las casas de los cristianos piadosos se encontraban cerradas, como ordenaban las buenas costumbres durante el invierno. Sin embargo, eso no se aplicaba a la zona del Potro, donde se aglomeraba la gente: mercaderes, tratantes, viajeros, soldados y aventureros, mendigos, vagabundos o simples vecinos bebían en posadas y mesones, charlaban en tertulias improvisadas, entraban y salían de la mancebía, peleaban o cerraban tratos comerciales cualquiera que fuese la hora. Hernando dirigió sus pasos hacia el lupanar, pero no acertó a ver a Hamid en el callejón: sólo las puertas de la mancebía, abiertas a la calle del Potro. Deambuló sin rumbo por la zona. «Lograremos resolverlo», le había dicho a Fátima, pero ¿cómo? Sólo Brahim podía repudiarla y nunca lo haría si eso significaba que él, el nazareno, terminase consagrando su amor. Mientras tanto, ¿qué sería de ella? Fátima se esforzaba por no engordar y aparecer poco atractiva ante su esposo, pero Brahim volvía a mirarla con ojos de deseo.

—¡Muchacho! —Absorto en sus pensamientos, no hizo caso—. ¡Eh! ¡Tú!

Hernando notó cómo una mano le agarraba del hombro, se volvió y se encontró con un hombre delgado y bajo, quizá más bajo que él. Al principio, a la escasa luz que salía de los mesones y las posadas, no lo reconoció, pero el hombre le mostró unos dientes tan negros como la noche que los rodeaba y entonces recordó: era uno de los tratantes de mulas que mercadeaban junto a la torre de la Calahorra, allí donde acudía a por el estiércol de la curtiduría. Habían cruzado algún saludo cuando él se metía entre su ganado.

—¿Quieres ganarte un par de blancas? —le preguntó el tratante.

—¿Qué hay que hacer? —inquirió Hernando, dando a entender que estaba dispuesto a lo que fuese.

—Acompáñame.

Bajaron por la calle de Badanas hasta el río. El hombre no habló, ni siquiera se presentó. Hernando le siguió en silencio. Dos blancas eran una miseria, pero aun así suponían el trabajo de dos días en la curtiduría. Ya en la orilla, el hombre escrutó nervioso a uno y otro lado. No había luna y la oscuridad era casi completa.

—¿Sabes remar? —le preguntó, descubriendo un destartalado y minúsculo bote escondido en la orilla.

—No —reconoció el morisco—, pero puedo…

—Da igual. Sube —le ordenó con la chalupa ya en el agua—. Remaré yo. Tú ocúpate de achicar el agua.

¿Achicar el agua? Hernando dudó en el momento en que iba a saltar al bote.

—Sube con cuidado —le advirtió el tratante—, esto no aguanta muchos meneos.

—Yo…

¡No sabía nadar!

—¿Qué esperabas? ¿Una galera de Su Majestad?

El muchacho miró las negras aguas del Guadalquivir. Discurrían con calma.

—¿Adónde vamos? —preguntó todavía en la orilla.

—¡Virgen santa! A Sevilla, si te parece. Allí haremos una parada y continuaremos hasta Berbería para visitar un lupanar al que acostumbro a ir todos los domingos. ¡Calla y haz lo que te digo!

Realmente parecían tranquilas las aguas del Guadalquivir, trató de convencerse Hernando mientras subía al bote. En cuanto pisó el fondo, el agua le empapó los zapatos.

—¿Cuántas mujeres hay en ese lupanar del que hablas? —ironizó, una vez sentado sobre lo que en sus días debía de haber sido uno de los dos bancos con los que contaba la chalupa. El tratante ya bogaba en dirección a la orilla contraria.

—Las suficientes para los dos —rió el hombre—. Achica. Encontrarás un cazo a tu derecha. —Hernando tanteó y empezó a achicar el agua tan pronto como encontró el cazo. El hombre bogó con cuidado, procurando introducir las palas de los remos sin que chapoteasen, con la mirada fija en el puente romano y en los vigilantes que montaban guardia en él—. Dicen que en los lupanares hay mujeres de todas las razas y lugares —comentó sin embargo en voz baja—: muchas de ellas cautivas cristianas. Bellísimas y expertas en el arte del amor…

Fantaseando con las mujeres de aquel imaginario burdel arribaron a la orilla contraria, donde al momento fueron abordados por otro hombre del que Hernando, en la oscuridad, ni siquiera logró distinguir sus rasgos. Fueron sólo unos instantes, en silencio, los imprescindibles para que tratante y desconocido intercambiaran una bolsa de dineros y cargasen una barrica en la chalupa. Se despidieron con un siseo y el bote se hundió peligrosamente cuando el tratante, después de girarlo, se encaramó a él.

—Ahora sí que tendrás que achicar de verdad —le anunció—. Si no lo haces… ¿Sabes nadar?

No hablaron durante la mitad del tornaviaje. Hernando notó cómo el agua se colaba con mucha más presión. ¡El cazo era insuficiente! Sintió que se le encogía el estómago, más aún a medida que percibía que el hombre remaba más deprisa, sin precaución alguna, esforzándose, una bogada que era cada vez más corta a causa del agua y el peso.

—¡Achica! —llegó a gritarle el tratante.

—¡Rema! —le apremió él.

Llegaron a la ribera de la que habían partido. Hernando estaba empapado y la chalupa inundada, haciendo agua por todas sus secas y carcomidas junturas.

El hombre le indicó que le ayudase con la barrica y la descargaron. Luego se afanaron en esconder el bote.

—Todavía le quedan muchos viajes —le dijo mientras tiraban de la chalupa—.
La Virgen Cansada
, así se llama —masculló después de dar un fuerte tirón.

—¿
La Virgen Cansada
? —se interesó Hernando mientras veía cómo el agua caía de los costados de la barca y ésta se hacía menos pesada.

—Lo de la Virgen, para que Su Señora no esté enfadada si hay que encomendarse a ella; nunca se sabe. —El hombre jaló con fuerza hasta que logró trasladar la chalupa un par de pasos más—. Lo de cansada…, ya lo has visto, siempre vuelve renqueante —rió irguiéndose—. ¿Cómo te llamas? —añadió, mientras tapaba la barca con ramas. El muchacho contestó y el hombre se presentó como Juan—. Ahora tenemos…

—¿Y mi dinero? —le interrumpió Hernando.

—Después. Esperaremos aquí hasta bien entrada la madrugada, hasta que se haya retirado la gente y podamos transportar la barrica sin problemas.

Esperaron hasta que se apagaron las voces en el Potro. Hernando, aterido, no dejaba de saltar y golpearse los costados. Juan le contó que se trataba de vino.

—Te vendría bien un buen trago —dijo al verlo temblar—, pero no podemos abrirla.

También le explicó que en Córdoba no se permitía la entrada de vino de otros lugares y que los impuestos eran muy altos. Con esa barrica, el posadero haría buen negocio… y también ellos.

—¿Dos blancas? —se burló Hernando.

—¿Te parece poco? No seas ambicioso, muchacho. Pareces listo y atrevido. Podrás ganar más si aprendes y te esfuerzas.

Cuando incluso la zona del Potro dormitaba, apareció el posadero. Juan y él se saludaron; eran los dos de la misma altura, uno delgado y el otro gordo. Taparon la barrica con un manto con el que trataron de disimular su forma, y se pusieron en marcha: el posadero abría la marcha y los otros dos transportaban el vino. Ya en la posada, en la calle del Potro, introdujeron la barrica en un sótano escondido. Una vez terminado el trabajo, Hernando corrió a calentarse junto a las brasas que languidecían en la chimenea de la planta baja y Juan le entregó sus dos monedas de vellón… y un vaso de vino.

—Te reconfortará —le animó ante la duda que se reflejó en su rostro.

Fue a beber, pero recordó las palabras de Fátima: «¡Debemos cumplir con nuestras obligaciones! ¡No seríamos nada sin nuestras leyes!».

—No, gracias —rehusó, e hizo ademán de devolverle el vaso.

—¡Bebe, moro! —gritó el posadero, que estaba recogiendo una de las mesas—. El vino es un regalo de Dios.

Hernando buscó la mirada de Juan, que le contestó enarcando las cejas.

—Este vino no es exactamente un regalo de vuestro Dios —replicó Hernando—, lo hemos traído…

—¡Hereje! —El posadero dejó de fregar la mesa y se dirigió resoplando hacia él.

—Te dije que era atrevido, León —terció Juan; impidió que el hombre se acercara a Hernando, parándolo con la mano en su pecho—, aunque retiro lo de listo —añadió volviéndose hacia el muchacho.

—¿Tanto te importa que beba? —preguntó entonces Hernando.

—En mi posada, sí —bramó el posadero, sin dejar de forcejear con Juan.

—En tal caso —afirmó, alzando el vaso en un brindis—, lo haré por ti.

«Y si os forzaran a beber el vino, pues bebedlo, no con voluntad de hacer vicio de él», recitó para sí al dar un largo trago.

Abandonó la posada al clarear el día; algunos cristianos salían de oír misa. Después de la primera, brindó varias veces más con Juan y León que, ya satisfecho, le ofreció los escasos restos de la cena de los huéspedes, que recalentaron sobre las brasas. Se dirigió directamente a la curtiduría, achispado, pero al tanto de una información que quizá pudiera serle de utilidad; al enterarse de que trabajaba en la curtiduría de Vicente Segura, Juan y el posadero habían intercambiado risas y chanzas, a cuál más obscena, sobre la esposa del curtidor.

—Utiliza bien lo que sabes —le aconsejó Juan—. No seas tan impetuoso como lo has sido con León.

Tras doblar una de las revueltas de la calle Badanas, aligeró el paso. ¿Era…? Sí. Era Fátima. Esperaba algo más allá de la puerta de la curtiduría por la que accedían aprendices y oficiales.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Hernando—. ¿Y Brahim? ¿Cómo te ha permitido…?

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