Authors: Ildefonso Falcones
—Son parientes del morisco cojo —explicó con voz melosa Ana María refiriéndose a Hamid; tenía al jurado, ya satisfecho, a su lado, en la cama—, y una de las mujeres está enferma. No puede viajar. ¿Serás…?, ¿serás capaz? —Lo preguntó con inocencia, zalamera, provocándolo, consciente de que el jurado le contestaría con algo parecido a un «¿acaso lo dudas?», como así sucedió. Ana María acarició el pecho blando del hombre—. Si lo consigues —susurró—, tendremos las mejores sábanas de la mancebía —añadió con un guiño pícaro.
La autorización para permanecer en Córdoba requirió que los hombres tuviesen trabajo. El jurado consiguió que Brahim fuese contratado en uno de los muchos campos de cultivo de las afueras de la ciudad.
—¿Arriero? —se burló el jurado cuando Ana María le contó cuál era la profesión de Brahim—. ¿Y tiene mulas? —La muchacha negó—. ¿Cómo va a trabajar de arriero entonces?
Con Hernando no hubo lugar a discusión: trabajaría como mozo en la curtiduría de Vicente Segura.
Y allí estaba él, aquel 30 de noviembre de 1570, cargando pellejos hasta la calle Badanas por la ribera del Guadalquivir, con la mirada puesta en los últimos moriscos que en aquel momento superaban la fortaleza de la Calahorra y dejaban atrás el puente romano de acceso a la ciudad de los califas.
La calle Badanas se iniciaba en la iglesia de San Nicolás de la Ajerquía, junto al río, y luego, dibujando una línea quebrada, desembocaba en la del Potro, muy cerca de la plaza. En la zona se ubicaba la mayor parte de las curtidurías, ya que en ella se disponía de la abundante agua del Guadalquivir, imprescindible para su trabajo; el aire que se respiraba era acre e hiriente, resultado de los diversos procesos a los que se sometían las pieles antes de convertirse en fantásticos cordobanes, guadamecíes, suelas, zapatos, correajes, arneses o cualquier otro tipo de objeto que necesitara del cuero. Hernando accedió al taller de Vicente Segura por su puerta trasera, la que daba al río, y descargó los pellejos en una esquina del gran patio interior, allí donde lo había hecho durante los tres días que llevaba trabajando. Uno de sus oficiales, un cristiano calvo y fuerte, se acercó a comprobar el estado de los pellejos sin tan siquiera saludar a Hernando que, una vez más, volvió a quedarse absorto en el trajín que se desarrollaba en el interior del patio que cubría el espacio existente entre el río y la calle Badanas: oficiales, aprendices y un par de esclavos que no hacían otra cosa que acarrear agua limpia del río trabajaban sin cesar. Unos rendían las pieles: era la primera operación que se efectuaba en cuanto entraba un pellejo en la curtiduría; consistía en introducirlo en balsas con agua fresca hasta ablandarlo, tantos días como fuera necesario según la piel y su estado. Algunas de ellas, ya rendidas o en proceso de estarlo, se hallaban extendidas sobre tablas, con la parte de la carnaza al aire, listas para que los operarios las rasparan con cuchillos cortantes y las limpiaran de la carne, sangre e inmundicias que pudieran haber quedado adheridas.
Una vez rendidas las pieles, éstas se introducían en los pelambres para el apelambrado, operación que consistía en sumergirlas en agua con cal y con la carnaza hacia abajo. El proceso de encalado dependía de la clase de piel y del objeto al que fuera destinada. Hernando observó que algunos aprendices levantaban las pieles de los pelambres para orearlas colgadas de palos durante más o menos tiempo, según la estación del año, antes de volverlas a introducir para repetir la operación a los pocos días. El apelambrado podía durar entre dos y tres meses, según fuera verano o invierno. El rendido y encalado eran comunes a todas las pieles; luego, cuando el maestro consideraba que la piel estaba suficientemente apelambrada, los procedimientos variaban según fueran a ser destinadas a suelas, zapatos, correajes, cordobanes o guadamecíes. El curtido de las pieles se efectuaba en noques, unos agujeros hechos en la tierra recubiertos de piedra o ladrillo, en donde las pieles se sumergían en agua con corteza de alcornoque, que abundaba en Córdoba; en los noques el maestro controlaba con precisión el curtido de las pieles. Hernando miró al maestro y al oficial al que éste controlaba, metido en uno de los noques y desnudo de cintura para abajo, pateando pieles de cabrito destinadas a cordobanes negros, sin dejar ni un momento de voltearlas ni de bañarlas con agua y zumaque. Aquella operación se desarrollaría durante ocho horas, a lo largo de las cuales en momento alguno cesarían los oficiales de patear, voltear y empapar las pieles de cabrito.
—¿Qué miras? ¡No estás aquí para perder el tiempo! —Hernando se sobresaltó. El oficial calvo al que había entregado los pellejos esperaba con uno de ellos extendido, aquel que parecía encontrarse en peor estado—. Éste es para tu agujero —le indicó—. Ve al estercolero, como los otros días.
Hernando no quiso mirar hacia el otro extremo del patio, donde en un rincón algo alejado y escondido se abría un profundo hueco en el suelo; en el frío de aquel día de noviembre se alzaba del agujero una columna de aire caliente y pestilente resultado de la putrefacción del estiércol. Cuando se introdujese en su interior, como había tenido que hacer a lo largo de los dos días anteriores, aquella columna de humo cobraría vida, se pegaría a sus movimientos y le envolvería en calor, hedor y miasmas. El maestro había decidido que las pieles que presentaban defectos, como la que acababa de darle el oficial, no se apelambrasen con cal sino con estiércol; el proceso era mucho más breve, no tenía que llegar a los dos meses, y sobre todo mucho más barato. Las pieles resultantes, de menor calidad debido a que con el estiércol no se obtenían los mismos resultados que con la cal, se destinaban a suelas de zapato.
Cruzó el patio, entre balsas, noques, largas tablas en las que se trabajaban las pieles con cuchillos cortantes o botos, según hiciera falta, y palos de los que colgaban las pieles. Pasó delante de un aprendiz que estaba en la balsa y arrastró los pies en dirección al estercolero. Varios aprendices jóvenes intercambiaron sonrisas: no existía tarea más ingrata, y la llegada del morisco los había librado del estercolero. Vicente, junto al noque en el que se pateaba el cordobán, se percató de la situación y lanzó un grito; las sonrisas se esfumaron, y oficiales y aprendices se volcaron en sus respectivos trabajos, ajenos al morisco, que ya se hallaba en el borde del agujero. El estiércol que cubría las pieles bullía.
El primer día había estado a punto de desmayarse. Le faltaba el aire: boqueó tratando de encontrarlo, pero el hedor ardiente se le introdujo en los pulmones, asfixiándolo. Entonces tuvo que acercarse al borde del agujero y apoyar el mentón a ras de suelo, en busca de aire. Casi vomitó, pero el oficial que aquel día le controlaba le gritó que no lo hiciera sobre las pieles, de modo que cerró la boca y reprimió las arcadas.
Hernando miró el estiércol y se descalzó, se quitó la ropa y se dejó caer en el agujero. ¿Dónde quedaba Sierra Nevada? ¿Su aire puro y límpido? ¿Su frescor? ¿Dónde los árboles y los barrancos por los que corrían los miles de riachuelos que descendían de las cumbres nevadas? Contuvo la respiración. Había aprendido que era la única forma de soportar aquella tarea. Se trataba de levantar las pieles para airearlas y que no se recalentasen más de lo necesario. Revolvió entre el estiércol, donde se amontonaban las pieles, hasta encontrar la primera de ellas. La sacudió y logró sacarla del agujero antes de que se le hiciera imposible seguir sin respirar. Entonces buscó el aire, de nuevo a ras de suelo. La primera piel era la más sencilla de levantar; a medida que profundizaba en aquel hueco inmundo, se amontonaba el estiércol y se le hacía más y más difícil levantar las demás. Permaneció más de dos horas levantándolas, aguantando la respiración, con cuerpo y cabello lleno de inmundicias hediondas. Una vez finalizada su labor, uno de los oficiales se acercó y comprobó el estado de las pieles. Retiró un par de ellas, grandes pieles de buey que consideró ya apelambradas, y le indicó que aireara las demás y extrajera con una pala todo el estiércol del hueco; luego, al final de la jornada, debía volver a colocarlas en él: una capa de estiércol y una piel, otra capa de estiércol y otra piel, así hasta cubrirlas todas para, al día siguiente, levantarlas de nuevo.
En aquel año de 1570, la población de Córdoba alcanzaba los cincuenta mil habitantes aproximadamente. Como en toda ciudad amurallada, en las que estaba prohibida la construcción de viviendas extramuros que pudieran impedir el libre acceso al camino de ronda u hostigar a la ciudad que se abría entre las murallas, más allá de las cuales se extendía el campo. El río Guadalquivir dejaba de ser navegable a su altura y trazaba un caprichoso e impresionante meandro. Al norte de la ciudad estaba Sierra Morena y al sur, más allá del río, se extendían los campos de cultivo, la rica «campiña de pan». En el siglo X Córdoba culminó su proceso de independencia de Oriente, y Abderramán III se erigió en califa de Occidente, sucesor y vicario de Muhammad, príncipe de los creyentes y defensor de la ley de Alá. A partir de entonces, Córdoba se convirtió en la mayor urbe de Europa, heredera cultural de las grandes capitales orientales, con más de mil mezquitas, miles de viviendas, comercios y cerca de tres centenares de baños públicos. Fue en Córdoba donde florecieron las ciencias, las artes y las letras. Tres siglos más tarde, fue conquistada para la cristiandad por el rey santo, don Fernando III, tras seis meses de asedio, llevado desde la Ajerquía sobre la Medina, las dos partes en las que se dividía la ciudad.
Los cristianos no trabajaban los domingos de modo que, en el primer festivo que pasaban en la ciudad, Hernando escapó ofuscado de la mísera casa de dos pisos situada en un callejón sin salida que daba a la calle de Mucho Trigo y en la que, en seis pequeñas estancias, se hacinaban siete familias moriscas, entre ellas la suya.
—Hay algunas casas en las que llegan a vivir catorce y dieciséis familias —les había comentado Hamid al proponerles aquella vivienda—. El rey —explicó ante sus gestos de incredulidad— ha dispuesto que los moriscos compartan casa con cristianos viejos a fin de que éstos puedan controlarlos, pero el cabildo no ha creído oportuno obedecer esa orden al entender que ningún cristiano querría vivir con nosotros, y ha dispuesto que vivamos en casas independientes, siempre que éstas se sitúen entre dos edificios ocupados por cristianos. Además —añadió, chasqueando la lengua—, aquí todas las casas son propiedad de la Iglesia o de los nobles, que cobran muy buenas rentas por su alquiler, cosa que no podrían hacer si viviésemos en las de los cristianos. Debemos ser más de cuatro mil moriscos los que hemos llegado a la ciudad. No les ha costado mucho a los veinticuatros de Córdoba adoptar esa decisión: pagan unos sueldos míseros, pero ganan mucho dinero con nosotros: primero nos explotan y después nos roban nuestros exiguos ingresos con las rentas de sus casas.
Como habían sido los últimos en llegar, les tocó compartir habitación con un matrimonio joven que acababa de tener un hijo, el cual parecía despertar sentimientos encontrados en una Fátima apesadumbrada. La muchacha se limitaba a seguir las instrucciones que en todo momento le daba Aisha. Luego, una vez cumplidas, volvía a su pertinaz silencio, que sólo interrumpía para musitar alguna oración. A veces alzaba el rostro cuando oía llorar al pequeño. Hernando, en las pocas ocasiones en que se encontraba en casa, intentó averiguar qué trataban de expresar aquellos ojos negros ahora siempre apagados, pero sólo podía leer en ellos una inmensa congoja.
Pero también Aisha dejaba escapar miradas tristes hacia el recién nacido. En el mismo momento en que las autoridades los censaron, como hacían con todos los menores deportados, les arrebataron a Aquil y Musa, quienes fueron entregados a piadosas familias cordobesas que debían educarlos y convertirlos a la fe cristiana. Aisha y Brahim, tan impotente como su mujer por una vez, se habían visto obligados a contemplar cómo los niños, deshechos en lágrimas, eran apartados de su familia y puestos en manos de desconocidos. El rostro del arriero expresaba una furia salvaje: ¡eran sus varones! ¡El único orgullo que le quedaba!
Sin embargo, no era Fátima, ni la expectativa de compartir durante largo tiempo la habitación con el joven matrimonio y su pequeño, lo que impulsó aquel domingo a Hernando a levantarse antes de que saliese el sol y a salir con sigilo. Esa noche, amontonados todos en la habitación y por primera vez en muchos meses, Brahim había buscado a Aisha y ella se entregó a él como lo que era: su primera esposa. Hernando, encogido y tenso en su jergón, escuchó los suspiros y jadeos de su madre justo a su lado. ¡No había espacio para más! En la penumbra, los párpados prietos sobre sus ojos, sufrió al notar cómo ella procuraba el placer de Brahim, volcándose en él tal y como debían hacerlo las mujeres musulmanas: buscando el acercamiento a Dios a través del amor.
No quería ver a su madre. No quería ver a Brahim. ¡No quería ver a Fátima!
Pero aquella sensación de ahogo no cedió por más que huyera de la habitación y empezara a pasear por las calles de Córdoba bajo el sol que empezaba a alumbrarlas. Primero pensó en dirigirse a la mezquita: contemplar de cerca aquella construcción que sobresalía por encima de todos los edificios de Córdoba y que tantas veces veía al cruzar el puente romano, cuando volvía a la curtiduría cargado con el estiércol. No quedaba ninguna otra mezquita en la ciudad de los califas. El rey Fernando ordenó que sobre ellas se levantasen iglesias; hasta catorce se construyeron a expensas de los lugares de culto musulmanes. Luego derribaron las demás. La mezquita de los califas tampoco lo era ya, pero se comentaba que aún podían verse las celosías sobre las puertas de entrada, los arabescos o las largas filas de columnas coronadas por dobles arcos de herradura en ocre y colorado que la hacían única en el mundo; decían también que si uno se empeñaba, todavía podían oírse los ecos de las oraciones de los creyentes.
Al recordar los insultos de los cristianos a su llegada a Córdoba y la suspicacia con la que la gente le miraba cuando, cargado de estiércol, se acercaba a la mezquita tras cruzar el puente romano, Hernando desechó la idea. ¡Hasta los niños parecían defender el templo de los herejes! Anduvo por lo tanto sin rumbo por las calles de la Ajerquía y la Medina, y se percató de que Córdoba era en sí misma, toda ella, un gran templo de la cristiandad. A los catorce templos construidos por el rey castellano, que eran sede de las parroquias de la ciudad, se sumaba uno más, posterior, y casi una cuarentena de pequeños hospitales o asilos, todos con su correspondiente iglesia. Entre iglesias y hospitales había grandes extensiones de terreno con magníficos conventos ocupados por órdenes religiosas: San Pablo, San Francisco, la Merced, San Agustín y la Tr inidad. Y también imponentes conventos de monjas, como el de la Santa Cruz, lindante con la calle de Mucho Trigo, donde vivía Hernando, el de Santa Marta, y otros tantos que se habían ido construyendo desde la conquista, todos escondidos a la curiosidad de los vecinos mediante largos y altos muros ciegos encalados, sólo abiertos en las puertas de acceso.