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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (83 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—No debes avergonzarte —intentó tranquilizarla cogiéndola del mentón, pero ella se resistió a alzar el rostro y, descalza, vestida con la sola camisa, se apresuró a huir a la terraza para cruzar hacia su dormitorio.

Hernando chasqueó la lengua y se agachó para recoger sus ropas, amontonadas al pie de la cama. Isabel le deseaba, de eso no le cabía duda alguna, pensó mientras empezaba a ponerse la camisa, pero el sentimiento de culpa, el pecado y la vergüenza le habían dominado. «La mujer es un fruto que sólo ofrece su fragancia cuando se frota con la mano», recordó que le había explicado Fátima con voz dulce, remitiéndose a las enseñanzas de los libros sobre el amor. «Como la albahaca; como el ámbar, que retiene su aroma hasta que se calienta. Si no excitas a la mujer con caricias y besos, chupando sus labios y bebiendo de su boca, mordiendo el interior de sus muslos y estrujando sus senos, no obtendrás lo que deseas al compartir su lecho: el placer. Pero tampoco ella guardará ningún afecto por ti si no alcanza el éxtasis, si, llegado el momento, su vagina no succiona tu pene.» ¡Cuán lejos estaban las piadosas cristianas de tales enseñanzas!

Esa misma noche, al otro lado del estrecho que separaba España de Berbería, tendida en la penumbra de su dormitorio en el lujoso palacio de la medina de Tetuán que Brahim había construido para ella, Fátima era incapaz de conciliar el sueño. Notaba a su lado la respiración del hombre a quien más odiaba en el mundo, notaba el contacto de su piel y no podía evitar un escalofrío de repugnancia. Como todas las noches, Brahim había saciado su deseo; como todas las noches, Fátima se había acurrucado a su lado para que él pudiera introducir el muñón de su brazo derecho entre sus senos y así mitigar los dolores que aún le provocaba la herida; como todas las noches, los lamentos de los cristianos presos en las cárceles subterráneas de la medina se hacían eco de las mil preguntas sin respuesta que poblaban la mente de Fátima. ¿Qué habría sido de Ibn Hamid? ¿Por qué no había ido en su busca? ¿Seguiría con vida?

Durante los tres años que llevaba en poder de Brahim, nunca había dejado de esperar que el hombre a quien amaba acudiese en su ayuda. Pero, a medida que pasaba el tiempo, comprendió que Aisha había accedido a su muda súplica. ¿Qué le habría dicho a su hijo para que no acudiera en su busca? Solamente podía ser una cosa: que habían muerto. De no ser así…, en cualquier otro caso, Ibn Hamid los habría seguido y peleado por ellos. ¡Estaba segura! Sin embargo, aunque Aisha le hubiese asegurado sus muertes, ¿por qué Ibn Hamid no había buscado venganza en Brahim? En la quietud de la noche, escuchó de nuevo los gritos de los hombres del marqués de Casabermeja durante su secuestro: «¡En nombre de Ubaid, monfí morisco, cerrad las puertas y las ventanas si no queréis salir perjudicados!». Todos en Córdoba debían de pensar que había sido Ubaid quien los había matado y si Aisha callaba… Ibn Hamid nada sabría de todo lo sucedido. ¡Tenía que ser eso! En caso contrario habría removido cielo y tierra para vengarlos. No le cabía duda… ¡Venganza! El mismo sentimiento que, con el transcurso de los meses, cuando se convenció por fin de que él no acudiría en su busca, Fátima había logrado aplacar en Brahim.

—No es más que un cobarde —repetía Brahim, refiriéndose a Hernando—. Si él no viene a Tetuán a recuperar a su familia, mandaré una partida para que lo maten.

Fátima se cuidó mucho de decirle que no creía que llegase a venir, que ella misma le había suplicado a Aisha con la mirada que no le dijera nada de lo sucedido.

—Si cejas en tus intenciones de matarle, me tendrás —le propuso una noche después de que la hubiera montado como podía hacerlo un animal—. Gozarás de mí como si en verdad fuera tu esposa. Me entregaré a ti. De lo contrario, yo misma me quitaré la vida.

—¿Y tus hijos? —la amenazó.

—Quedarán en manos de Dios —susurró ella.

El corsario pensó durante unos instantes.

—De acuerdo —consintió.

—Júralo por Alá —le exigió Fátima.

—Lo juro por el Todopoderoso —afirmó él, sin detenerse a pensar en el compromiso.

—Brahim —Fátima frunció el ceño y habló con voz firme—, no trates de engañarme. Tu sola sonrisa, tu solo ánimo, me indicarán que has incumplido tu palabra.

A partir de ese día, Fátima había cumplido su parte del trato y noche tras noche transportaba a Brahim al éxtasis. Le dio dos hijas más y el corsario no volvió a visitar a su segunda esposa, que quedó relegada en un ala apartada de palacio. Shamir y Francisco, rebautizado como Abdul, los dos retajados a lo vivo nada más llegar a Tetuán, se preparaban para zarpar algún día a las órdenes de Nasi, quien cada vez asumía más responsabilidades en el negocio del corso, como si fuera el verdadero heredero de Brahim, mientras éste se dedicaba a engordar, obsesionado sólo en contar y recontar los beneficios obtenidos por el saqueo y sus múltiples negocios. No le costó demasiado esfuerzo a Nasi, el niño piojoso que el corsario había encontrado a su llegada a Tetuán, ocupar el lugar que habría correspondido al hijo del corsario: Shamir se negaba a reconocer en Brahim al padre que nunca había tenido. Al principio, asustado, añorando día y noche a la madre que había dejado atrás, le negó el cariño y se refugió en Fátima y Francisco. ¡Aisha le había dicho que su padre había muerto en las Alpujarras! Brahim se sintió despreciado y respondió con su acostumbrada brutalidad. Arrancaba al niño de manos de Fátima y le golpeaba e insultaba cuando éste trataba de zafarse de sus brazos. Francisco, también maltratado, se convirtió en su inseparable compañero de desgracia. Nasi se estaba aprovechando de la situación y se acercaba al corsario, mostrándole su fidelidad y lealtad, recordándole con sutileza todo cuanto habían sufrido hasta aquel momento. Por su parte, la pequeña Inés, ahora Maryam, corrió la suerte que Brahim había anunciado en la venta del Montón de la Tierra y fue destinada al servicio de su segunda esposa, hasta que Fátima concibió a su primera hija. Entonces, tras una noche de pasión, ella logró convencerle. ¿Quién mejor que Maryam, su hermanastra, iba a cuidar de Nushaima, la pequeña que acababa de nacer?

Los ronquidos de Brahim, mezclados con los lamentos que llegaban del subsuelo, interrumpieron sus recuerdos. Fátima reprimió la necesidad de moverse, de levantarse de la cama, de apartar el muñón de Brahim de su cuerpo. Estaba presa… prisionera en aquella cárcel dorada.

Había llegado a convencerse de que no era más que otra esclava de las muchas que servían y atendían el lujoso palacio que, al estilo andalusí, como una gran casa patio, construyó Brahim en la medina, cerca de los baños públicos, de la alcazaba y de la mezquita de Sidi al-Mandari, erigida por el refundador de la ciudad, un exiliado granadino. Ella jamás había convivido con esclavos. Hombres y mujeres que obedecían, siempre dispuestos a satisfacer hasta el más nimio de los deseos de sus amos. Observó que sus rostros eran inexpresivos, como si les hubiesen robado el alma y los sentimientos; se fijó en ellos y se vio reflejada en sus semblantes: obediencia y sumisión.

El nuevo palacio que el gran corsario ordenó construir se levantó en la calle al-Metamar, sobre las inmensas e intrincadas cuevas calcáreas subterráneas del monte Dersa, en el que se asentaba Tetuán. Las cuevas eran utilizadas como mazmorras en las que se encerraba a miles de cautivos cristianos. Durante el día, cuando salía a comprar acompañada de los esclavos y se dirigía a alguna de las tres puertas de la ciudad, donde se asentaban los agricultores que traían sus productos de los campos extramuros, Fátima veía a los cautivos esforzarse bajo el látigo, descalzos, encadenados por los tobillos y vestidos con un simple saco de lana. Cerca de cuatro mil cristianos al permanente servicio de las necesidades de la ciudad.

Rodeada por esclavos y cautivos, todos sometidos, poco tardó en comprender que tampoco encontraría consuelo en sus paseos por la ciudad. Tetuán había seguido el modelo de los pueblos de al-Andalus, pero evitando la más mínima influencia cristiana. Sus casas se alzaban como el más claro exponente de la inviolabilidad del hogar familiar, y aparecían cerradas a las calles con las que lindaban, sin ventanas, balcones ni huecos. El sistema hereditario imperante llevaba a que los edificios se dividieran y subdividieran hasta dibujar un trazado caótico: las calles no eran más que la proyección exterior de la propiedad privada, por lo que su espacio era anárquicamente ocupado por tiendas y todo tipo de actividades y edificaciones. Algunas construcciones sobrevolaban las calles mediante «tinaos», otras las cortaban o las interrumpían con caprichosos e inoportunos salientes en un alarde de convenios entre vecinos, generalmente familiares, sin que las autoridades intervinieran en modo alguno.

Fátima era una mera esclava en su lujoso palacio, pero fuera de él tampoco existía lugar alguno en el bastión corsario que pudiera ayudarle a evadirse de su fatal condición, ni siquiera anímicamente, ni siquiera durante unos instantes. Dios parecía haberse olvidado de ella. Tan sólo en las plazas, allí donde confluían tres o más calles, encontraba, si no sosiego espiritual, sí algo de diversión en los titiriteros que cantaban o recitaban leyendas al compás del laúd o que vendían a las gentes papelitos con extrañas letras escritas prometiendo que curaban todos los males. También se distraía con los encantadores de serpientes, que las llevaban colgando alrededor del cuello y en las manos al tiempo que hacían bailar a ridículos monos a cambio de las monedas que mendigaban del público. Alguna vez les premió con una de ellas. Pero por las noches, cuando sentía el muñón de Brahim entre sus pechos, escuchaba con terrible nitidez los llantos y lamentos de los miles de cristianos que dormían bajo palacio y que se deslizaban al exterior por los agujeros que servían de ventilación de las mazmorras subterráneas, la cárcel que ocupaba gran parte del subsuelo de la medina. «Algún día seré libre —pensaba entonces—. Algún día volveremos a estar juntos, Ibn Hamid.»

49

Al fin, Hernando cedió ante la insistencia de don Sancho y acudió a la casa de los Tiros, donde los Granada Venegas celebraban sus tertulias. Al atardecer de un día de junio, ambos montaron a caballo y descendieron desde el Albaicín hasta el Realejo, el antiguo barrio judío del que se apoderaron los Reyes Católicos tras la toma de Granada y la expulsión de los judíos, y que se extendía en la margen izquierda del río Darro, bajo la Alhambra. La casa de los Tiros se emplazaba frente al convento de los franciscanos y su iglesia junto a otra serie de palacios y casas nobles construidos en los solares de la derruida judería.

A lo largo del trayecto, Hernando hizo caso omiso a la conversación que le procuraba el complacido hidalgo. Durante los días anteriores había intentado cumplir con su promesa al notario del cabildo catedralicio y escribir un informe acerca de los sucesos de Juviles durante la sublevación, pero no sólo no encontró las palabras para excusar los monstruosos desafueros de sus hermanos, sino que en cuanto trataba de concentrarse, sus pensamientos volaban hacia Isabel y se confundían con los recuerdos del día en que su madre acuchilló a don Martín.

—No me gusta verlos morir —recordaba haberle dicho a Hamid ante la fila de cristianos desnudos y atados que se dirigían al campo—. ¿Por qué hay que matarlos?

—A mí tampoco —le había contestado el alfaquí—, pero tenemos que hacerlo. A nosotros nos obligaron a hacernos cristianos so pena de destierro, otra forma de morir, lejos de tu tierra y tu familia. Ellos no han querido reconocer al único Dios; no han aprovechado la oportunidad que se les ha brindado. Han elegido la muerte.

¿Cómo iba a trasladar las palabras de Hamid en un informe al arzobispado? Y en cuanto a Isabel, ésta parecía haberse sobrepuesto a la vergüenza con la que abandonó el dormitorio tras su único encuentro, y se movía por el carmen con fingida soltura. No obstante, la duda le asaltaba al toparse con la mirada de ella: unas veces se la sostenía un instante de más, otras la escondía con celeridad. Quien nunca la escondía era la joven camarera de Isabel, que incluso se permitió sonreírle con cierto aire de picardía; debía de haber sido ella quien recogió las ropas de su señora.

La misma mañana en que debía acudir a la tertulia volvió a encontrarse con Isabel en la terraza y el deseo mutuo afloró en el incómodo silencio que se produjo entre la pareja. Pero Hernando, pese a la pasión que sentía, no quiso repetir una experiencia que no había logrado más que satisfacer su lado más instintivo, sin procurarle el gozo que esperaba.

—Debes aprender a disfrutar de tu cuerpo —le susurró, notando cómo ella se estremecía al oír esas palabras.

Isabel enrojeció, pero calló y se dejó llevar por segunda vez al interior del dormitorio de Hernando.

Él quiso hablarle de que se podía encontrar a Dios a través del placer, pero se limitó a proporcionárselo tratando de no asustarla en el momento en que ella se ponía en tensión y reprimía los jadeos de satisfacción. Isabel se dejó acariciar los pechos, sin llegar a descubrirlos, de espaldas a él, erguida, mordiéndose el labio inferior ante los pellizcos en sus erectos pezones, pero escapó como alma que lleva el diablo, volviendo a abandonar sus ropas, cuando Hernando deslizó una mano hasta su entrepierna.

—Hemos llegado —le sobresaltó el hidalgo interrumpiendo sus pensamientos.

Hernando se encontró frente a un torreón cuadrado coronado por almenas, en cuya fachada se abrían dos balcones y en la que a diversos niveles se adosaban cinco esculturas de cuerpo entero de personajes de la antigüedad. Tras el torreón que daba a la calle se extendía un edificio noble, con numerosos salones distribuidos en varios pisos alrededor de un patio con seis columnas de capiteles nazaríes y un jardín en el extremo opuesto. Después de dejar sus caballos en manos de los criados y acceder al palacio, fueron guiados por un portero a través de unas estrechas escaleras que llegaban al segundo piso, donde había un gran salón.

—A este salón se le conoce como la «Cuadra Dorada» —susurró don Sancho mientras el criado abría unas puertas en cuyas hojas se mostraban bustos laureados.

Nada más acceder a la estancia, Hernando entendió el porqué del nombre: la sala estaba inundada por unos reflejos dorados provenientes del magnífico artesonado del techo, en verde y oro, donde aparecían tallados personajes masculinos.

—Bienvenidos. —Don Pedro de Granada se separó de un grupo de hombres con los que charlaba y le tendió la mano a Hernando—. Nos presentaron en la fiesta que el oidor don Ponce ofreció en vuestro honor, pero no pudimos cruzar más que un corto saludo. Sed bienvenido a mi casa.

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