La mano de Fátima (79 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—En nombre del corregidor de Granada —añadió, ya frente al morisco—, os doy la bienvenida.

—Gracias —dijo Hernando, y estrechó la mano que le ofrecía con solemnidad el alcalde.

—El duque de Monterreal se ha interesado ante el corregidor por vuestra estancia. Os tenemos preparado un alojamiento.

Varios curiosos se acercaron al grupo. Hernando se movió, incómodo por el recibimiento, y, entendiendo que debía seguir al alcalde hacia la casa que le tenían dispuesta, dio un paso hacia delante, pero el hombre continuó su discurso.

—También debo daros la bienvenida en nombre de Su Excelencia, don Ponce de Hervás, oidor de la Real Chancillería de Granada… —Hernando abrió las manos en señal de ignorancia—. Se trata —explicó el alcalde— del esposo de doña Isabel, la niña a quien valientemente salvasteis de la esclavitud a manos de los herejes. El juez, su esposa y toda su familia desearían daros las gracias personalmente y, por mediación de mi humilde persona, os ruegan que una vez hayáis finalizado la misión que os trae a las Alpujarras, os dirijáis a Granada, donde seréis honrados en casa de Su Excelencia.

Hernando dejó escapar una sonrisa. La niña vivía. Allí mismo, en esa plaza, había tirado de la soga que la ataba, tratando de sortear a los mercaderes del zoco y desdeñar las ofertas que recibía. ¡Más de trescientos ducados podrás obtener por ella!, recordó que le había gritado uno de los jenízaros a las puertas de la casa de Aben Humeya.

—¿Qué le contesto? —preguntó el alcalde.

—¿A quién? —preguntó Hernando, volviendo en sí de sus recuerdos.

—Al oidor. Espera respuesta a su invitación. ¿Qué le contesto?

—Decidle que sí… Que iré a su casa.

El duque tenía razón: las yeguas nacidas en las Alpujarras no eran de buena calidad. Se trataba de animales de poca alzada, torpes, de cuellos cortos y rígidos, y grandes cabezas que parecían pesarles en exceso. Hernando recorrió pueblos y lugares preguntando por los caballos, y lo hizo solo, decisión que ni don Sancho ni los criados discutieron, montado en un Volador que por sí solo despertaba admiración en las humildes gentes que se le acercaban para intentar venderle alguno de sus caballos. Nadie reconoció en él a uno de los moriscos que se habían alzado catorce años atrás. Vestía a la castellana, con un lujo que le incomodaba; sus ojos azules y su tez, más pálida incluso que la de muchos alpujarreños, evitaban que llegara a despertar la menor sospecha. Sintiéndose un traidor a su gente, aprovechó las lecciones que le había enseñado don Sancho y trató de hablar sin usar la fonética característica de los moriscos. Todo ello le proporcionó libertad de movimientos. Visitó Juviles. Varias poblaciones de la taa estaban abandonadas y en el pueblo donde vivió sus primeros años no habitaban más de cuarenta personas.

Con sentimientos encontrados a la vista de las casas del pueblo, de la iglesia y de la plaza que se abría junto al templo, siguió al alcalde hacia el lugar donde éste tenía cuatro caballos que quizá pudieran interesarle. Al cruzar la plaza cerró los ojos y, al instante, oyó el ruido de los arcabuces y de los gritos de las mujeres, aspiró el olor a pólvora, a sangre y a miedo. ¡Mil mujeres habían muerto en aquella plaza! Respiró hondo tratando de recuperarse… Aquella noche había visto a Fátima por primera vez, aquella noche habían muerto sus hermanastras. Aquella noche se había convertido en un héroe para su madre, la misma que ahora le despreciaba…

Tan pronto como el hombre se encaminó hacia las afueras, en dirección a lo que había sido su antiguo hogar, Hernando entendió que utilizaba el cercado de sus mulas para estabular a los caballos. Andaba junto al alcalde, tirando de Volador de la mano, y a medida que se acercaban, el sonido de sus cascos se trocó en sus oídos en el irregular repiqueteo de la Vieja al arribar sola al pueblo, anunciando la próxima llegada de la recua. No pudo evitar evocar el temor cerval que él sentía entonces, cuando debía encontrarse con su padrastro. Brahim… ¿Qué habría sido de él? ¡Ojalá estuviera muerto!

Examinó los cuatro caballos del alcalde fingiendo más interés del que sentía, y aprovechó para mirar aquí y allá. Descubrió, arrinconados, el yunque donde arreglaba las herraduras y algunos objetos en los que creyó reencontrar parte de su niñez. La casa estaba deshabitada, se usaba sólo como almacén y, según le dijo el alcalde, como criadero de gusanos de seda que él mismo explotaba con su esposa.

—Las habitaciones del piso superior estaban ya preparadas con andanas de zarzos pegadas a sus paredes para la cría de los capullos —explicó como si aquella situación le hubiera ahorrado mucho trabajo—. ¡No tuve más que aprovechar la labor de los herejes! —rió.

El alcalde se molestó ante la negativa de Hernando a comprarle la única de las yeguas que poseía.

—No encontraréis nada mejor en toda la sierra —le espetó, y escupió al suelo.

—Lo siento —contestó él—. No creo que sea lo que el duque pretende para sus cuadras.

A la sola mención del noble, el hombre se movió inquieto, como si hubiera insultado al noble con el escupitajo.

Perezosos, indolentes y holgazanes; tal fue la impresión que se formó de los repobladores de las tierras que antaño habían pertenecido a su gente. Dejó al alcalde con sus pencos y sus capullos, y ascendió por las laderas de la sierra. Todos los pequeños bancales ganados a la montaña durante años, tanto el que él había trabajado como el de Hamid y los de muchos más, laboriosos moriscos que fecundaban las piedras a golpes de azada, se hallaban baldíos e invadidos por las malas hierbas. Los muretes de piedra que aguantaban los bancales y que escalaban las laderas de la sierra aparecían derruidos en muchos de sus tramos y la tierra caía de unos a otros sin el menor impedimento; las acequias que irrigaban campos y huertos, rotas y descuidadas, dejaban escapar el agua, fuente de toda vida.

Inútiles en el cultivo e incapaces en la ganadería, concluyó Hernando. Cada uno de los repobladores poseía el triple de tierras que los moriscos y, sin embargo, se morían de hambre. Los aldeanos trataban de excusar su dejadez.

—Todas estas tierras pertenecen al rey —le explicó un gallego grueso, rodeado de lugareños, en un alto que Hernando hizo en un mesón—, y por lo tanto dependen directamente del corregidor de Granada, entre ellas las del monte alto, donde el ganado se alimenta de algo de hierba, matas y lastón durante el verano. Siendo los pastos comunales, muchos principales de la ciudad amigos del corregidor envían sus rebaños a pastorear a las Alpujarras y permiten, con indolencia, que los animales arruinen las cosechas y los morales. Además, a la hora de recogerlos o de cambiarlos de un pasto a otro, utilizan a hombres armados que eligen a los mejores, aunque no sean suyos.

—Nos los roban, excelencia —gritó, sofocado, otro hombre—, y el alcalde mayor de Ugíjar nada hace para defendernos.

Pero Hernando no le escuchaba. Recordaba con nostalgia cómo de niño tenía que recomponer los rebaños, una vez desperdigados, para librarse del diezmo.

—¿Hará algo vuestra excelencia? —insistió el gallego, haciendo ademán de agarrar a Hernando del brazo, acción que fue bruscamente interrumpida por un anciano que se hallaba a su lado.

—Sólo he venido a comprar caballos —le contestó Hernando con cierta brusquedad. ¿Qué sabían aquellos cristianos de lo que eran los robos y las violaciones de los derechos de las gentes? ¿Qué sabían de la impunidad con que se maltrataba a los moriscos?, pensó ante la expectación con que le interrogaban. Ni siquiera pagaban alcabalas: estaban exentos. ¡Trabajad!, estuvo a punto de exhortarles.

A pesar de que estaba seguro de cuáles eran las causas de las exiguas rentas reales, y más seguro todavía de que allí no encontraría yegua alguna que mereciera ser adquirida para las cuadras de don Alfonso, Hernando decidió prolongar su estancia en las Alpujarras. La irritación de don Sancho y de los criados por tener que vivir en una pequeña casa sin comodidades y en un pueblo perdido eran recompensa suficiente. El tosco alcalde mayor y el abad de Ugíjar, junto a algunos de los seis canónigos, constituían las únicas personas con quienes el hidalgo podía permitirse un atisbo de conversación. Hernando, a caballo, abandonaba Ugíjar al amanecer, después de la misa. Le gustaba hacerlo rodeando la casa de Salah el mercader, ahora habitada por una familia cristiana, y recorría todos aquellos lugares que había conocido durante la sublevación. Estudiaba el comercio y hablaba con las gentes para conocer cuáles eran los problemas reales por los que la actividad de esa zona, en la que tantos y tantos moriscos se alimentaron y sacaron adelante a sus familias, se había estancado. En ocasiones buscaba refugio por las noches en alguna casa y dormía lejos de Ugíjar. Ascendió al castillo de Lanjarón pero no se atrevió a desenterrar la espada de Muhammad. ¿Qué iba a hacer con ella? En su lugar, a solas, se arrodilló y rezó.

Pero tal era el aburrimiento del viejo y acicalado don Sancho que un día insistió a Hernando en acompañarle en sus salidas.

—¿Estáis seguro? —le preguntó el morisco—. Pensad que las zonas por las que me muevo son extremadamente agrestes…

—¿Dudas de mis habilidades a caballo?

Partieron una mañana al amanecer; el hidalgo se había ataviado como si asistiese a una montería real. Hernando sabía de algunos caballos que se apacentaban en las cercanías del puerto de la Ragua y se encaminó a Válor para desde allí, por senderos o campo a través, ascender a la sierra. Ahora le tocaba a él enseñarle algo al primo del duque.

—Sé cuál es el objeto de tu misión —le advirtió a gritos el hidalgo desde el otro lado de un riachuelo que Volador había saltado sin problema. Don Sancho azuzó a su caballo y éste saltó también. Hernando tuvo que reconocer que el hidalgo se defendía en la montura con una soltura impropia de su edad—. No creo que sea necesario este recorrido para averiguar por qué el rey no obtiene las suficientes rentas…

—¿Conocéis las tierras y dónde y qué se cultiva? —le preguntó Hernando. Don Sancho negó—. ¿Tenéis miedo entonces?

El hidalgo frunció el ceño y chasqueó la lengua para que su caballo se pusiese en movimiento.

Hacía un espléndido día de finales de mayo, soleado y fresco. Siguieron ascendiendo, don Sancho detrás de Hernando. Sortearon barrancos, descendieron por quebradas y superaron todo tipo de obstáculos. Ambos jinetes estaban ya absortos en sus monturas y en el suelo que pisaban, compitiendo sin hablarse, escuchando sólo el resoplar de los animales y las palabras de ánimo con las que cada uno de ellos los azuzaban. De repente Hernando se topó con una pared casi vertical en la que se adivinaba un sendero para cabras. No lo pensó dos veces: se alzó sobre los estribos y con una mano se agarró a la crin del caballo, casi en la testuz de Volador; entonces lo espoleó con fuerza, el caballo inició el ascenso y Hernando, tirando de la crin y sosteniendo las riendas en la otra mano, pegó su cuerpo al cuello de Volador, que casi miraba al cielo.

El caballo fue ascendiendo a pequeños saltos, uno tras otro, sin detenerse un instante, incapaz de moverse con normalidad por aquella pared vertical. Las piedras del sendero saltaban al vacío y sólo a mitad de la subida, cuando Volador perdió pie y resbaló un corto tramo hacia abajo, sentado sobre sus ancas y relinchando, comprendió Hernando el gran riesgo que corría: si perdía la verticalidad, si Volador se ladeaba siquiera un ápice, rodarían pared abajo irremisiblemente.

—¡Sube! —gritó, al tiempo que clavaba las espuelas casi en la grupa del animal—. ¡Vamos!

Volador se levantó sobre sus patas y volvió a brincar hacia arriba. Hernando casi salió despedido.

—¡Te vas a matar! —gritó don Sancho al pie del despeñadero.


Allahu Akbar!
—aulló Hernando al oído de Volador, entre el ruido de piedras al caer, los cascos del caballo resbalando sobre la tierra y sus bufidos. Mantenía el cuerpo tumbado sobre el cuello del animal y la cabeza casi entre sus orejas—. ¡Alá es grande! —repitió, a cada salto que el caballo lograba culminar.

Volador casi tuvo que escalar el final de la cortadura, allí donde terminaba y sus manos no podían ya seguir impulsándole hacia arriba. Hernando saltó de la montura y corrió al frente para tirar de las riendas y ayudarle. Caballo y jinete, sudorosos, se quedaron temblando y resoplando en un pequeño llano plagado de flores.

De rodillas, Hernando se asomó al vacío. Le faltaba el aire y era incapaz de controlar sus temblores.

—¡Ahora me toca a mí! —gritó de nuevo don Sancho al ver aparecer la cabeza del morisco por el borde del precipicio. ¡No podía ser menos que el morisco!—. ¡Santiago!

—¡No! —clamó Hernando. El hidalgo se detuvo justo antes de atacar la cortadura. Hernando logró levantarse—. Es una locura —chilló desde arriba.

Don Sancho obligó a su caballo a dar unos pasos atrás para lograr ver al morisco.

—Soy hidalgo… —empezó a recitar don Sancho.

Se matará, pensó Hernando. Y él tendría la culpa. ¡Le había animado!

—¡Por Dios y la santísima Virgen que un caballero español es capaz de subir allí por donde ha subido un…!

—Vos, sí —le interrumpió Hernando antes de que mencionara su condición de morisco—. ¡Vuestro caballo, no!

El hidalgo pensó un instante y miró la cortadura. El caballo se movía inquieto. Alzó la mirada a lo alto, acarició suavemente a su montura y se destocó a regañadientes, cediendo a los consejos de Hernando.

—Montáis realmente bien —reconoció Hernando tras bajar del llano rodeando el pico en el que se ubicaba y encontrarse con don Sancho. Volador aparecía sudoroso y ensangrentado allí donde le había espoleado.

—Lo sé —replicó el hidalgo, tratando de esconder su alivio por no haber tenido que seguir los pasos del morisco.

—Volvamos a Ugíjar —propuso Hernando, orgulloso al sentirse superior al hidalgo.

Esa misma noche, Hernando anunció que a la mañana siguiente partirían para Granada.

—Al parecer —le contó don Sancho durante el viaje—, doña Isabel fue acogida por el marqués de los Vélez.

Andaban los dos por delante de criados y mulas, con las riendas de los caballos en banda.

—¿Cómo lo sabéis?

—Por el abad mayor de Ugíjar. Eso es lo que me explicó, y varias veces, por cierto, mientras tú andabas por ahí. —Hernando alzó las cejas como si no comprendiera—. Sí, sí —se quejó don Sancho—. Doña Isabel entró en casa del marqués para asistir como dama de compañía de las niñas, aprendió con ellas, y tanto se hizo querer que el sucesor del Diablo Cabeza de Hierro ofreció una buena dote para su matrimonio. Entonces casó con un licenciado que prosperó con la ayuda de los Vélez y que de la mano de otro Fajardo de Córdoba, juez en Sevilla, llegó a ser oidor de una de las salas de la Chancillería de Granada.

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