Authors: Ildefonso Falcones
Sus compañeros de la primera noche desaparecieron uno tras otro y sólo Palacio continuaba cada mañana, con mayor o menor fortuna, intentando acertar a los infelices perros que acudían al olor de sus calzas y zapatos.
Y mientras el juez eclesiástico decidía sobre su asilo y don Julián, infructuosamente, trataba de superar los inconvenientes que suponían para su huida la constante vigilancia y las artimañas del conde de Espiel, Hernando sólo vivía por los momentos en que se postraba en dirección a la quibla, notando que en aquel lugar tantas veces profanado por los cristianos aún se podía percibir el latido de la verdadera fe.
Noche a noche se adueñó del templo. ¡Aquélla era su mezquita! La suya y la de todos los creyentes, y nadie conseguiría arrebatársela.
—¡Abrid paso!
Detrás de tres porteros de maza, más de media docena de lacayos armados, ataviados con libreas rojas bordadas en oro y calzas de colores acuchilladas en los muslos, irrumpieron por la puerta del Perdón en el huerto el mismo día en que se iniciaba el invierno, la mañana de Todos los Santos.
El propio obispo de Córdoba, lujosamente engalanado y rodeado por gran parte de los miembros del cabildo catedralicio, esperaba en la puerta del Arco de las Bendiciones.
—Hoy, antes de los oficios solemnes —le había comentado don Julián a Hernando esa misma mañana ante el trajín que se desplegaba en la catedral—, tiene previsto acudir a honrar a sus muertos el duque de Monterreal, don Alfonso de Córdoba, que acaba de regresar de Portugal. —El morisco se encogió de hombros—. De acuerdo —concedió el sacerdote—, poco puede importarte, pero te aconsejo que no permanezcas en el interior del templo durante su visita. El duque es uno de los grandes de España; como descendiente del Gran Capitán pertenece a la casa de los Fernández de Córdoba y a sus lacayos no les gusta que la gente curiosee a su alrededor. ¡Sólo faltaría que te enemistases con otro grande de España!
—¡Apartaos! —gritó uno de los lacayos del duque, empujando con violencia a una anciana que trastabilló en su huida.
—¡Hijo de puta! —se le escapó a Hernando en el momento en que intentaba agarrar a la mujer, sin lograr impedir que ésta cayese desmadejada al suelo. Mientras la ayudaba a levantarse percibió que se había hecho el silencio a su alrededor y que varias de las personas que estaban junto a él se apartaban. Agachado, volvió la cabeza.
—¿Qué has dicho? —espetó el lacayo, parado en el camino.
En aquella posición, con la anciana medio incorporada, agarrada a su mano, Hernando le sostuvo la mirada.
—No ha sido él —escuchó que aseveraba entonces la mujer—. Se me ha escapado a mí, excelencia.
Hernando tembló de ira ante la cínica sonrisa con que el hombre recibió las palabras de la anciana. Aun a salvo del conde de Espiel, vivía preso en espera de la ayuda de sus hermanos, recibiendo cada día la comida que podían proporcionarle como si fuese un mendigo, escuchando las desgracias que día tras día le lloraba su madre, y ahora era una mujer vieja y débil la que tenía que salir en su defensa.
—¡Hijo de puta! —masculló cuando el lacayo, aparentemente satisfecho, hizo ademán de continuar con su camino—. He dicho hijo de puta —repitió irguiéndose y soltando a la mujer.
El lacayo se volvió bruscamente y echó mano a su daga. Aquellos que todavía no se habían apartado de Hernando, lo hicieron presurosos y varios de los lacayos que acompañaban al otro en su marcha, desanduvieron sus pasos hasta acercarse, mientras la comitiva del duque continuaba accediendo al huerto a través de la puerta del Perdón.
—¡Enfunda tu arma! —reprendió al lacayo un sacerdote que observaba la escena—. ¡Estás en lugar sagrado!
—¿Qué sucede aquí? —intervino uno de los acompañantes del duque. El lacayo mantenía la daga en el pecho de Hernando, ya inmovilizado por otros dos hombres.
El propio duque, precedido por un criado con un estoque con la punta hacia arriba, oculto entre mayordomo, canciller, secretario y capellán, se vio obligado a detenerse. De reojo, entre todos ellos, Hernando llegó a vislumbrar las lujosas vestiduras del aristócrata. Tras el duque esperaban varias mujeres también engalanadas para la ocasión.
—Este hombre ha insultado a uno de los servidores de vuestra excelencia —contestó uno de los alguaciles de la corte del noble.
—Esconde tu daga —ordenó el capellán del duque al lacayo tras acercarse al grupo, manoteando en el aire para quitarse de los ojos los cordones del sombrero verde que portaba—. ¿Es cierto eso? —inquirió, dirigiéndose a Hernando.
—Es cierto y me acojo a sagrado —respondió el morisco con soberbia. A fin de cuentas, ¿qué le importaban un noble o dos?
—No puedes acogerte a sagrado —afirmó el capellán con parsimonia—. Aquellos que cometen un delito en lugar sagrado no pueden beneficiarse del asilo.
Hernando flaqueó y notó que se le doblaban las rodillas. Los lacayos que le agarraban de las axilas tiraron de él.
—Llevadlo ante el obispo —ordenó el alguacil al tiempo que el capellán les daba la espalda para reintegrarse a la comitiva—. Su Ilustrísima ordenará la expulsión de este delincuente.
Si le extraían de la catedral, primero le condenaría el duque, pero después sería el conde de Espiel quien lo hiciera. ¿Qué iba a ser de él… y de su madre? ¡Berbería! Tenían que huir a Berbería. Eso era lo que preparaba don Julián. ¡Sólo podía fingir que pedía clemencia! Se dejó caer como si se hubiera desmayado y en el momento en que los lacayos se agacharon para asirle mejor, se zafó de ellos y echó a correr hacia el hombre que creía ser el duque.
—¡Piedad! —suplicó, arrodillándose a su paso y echándose a besar sus zapatos de terciopelo—. ¡Por Dios y la santísima Virgen…! —Varios hombres saltaron sobre Hernando, lo levantaron y lo apartaron del camino del duque, quien ni siquiera se vio obligado a detenerse—. ¡Por los clavos de Jesucristo! —gritó mientras pataleaba y se revolvía entre los lacayos.
¡Por los clavos de Jesucristo!
La sorpresa apareció en el semblante del noble ante aquella última expresión y, por primera vez, se interesó en el plebeyo que tantas incomodidades estaba originando. Entonces, Hernando alzó la mirada y la cruzó con la del duque.
—¡Quietos! ¡Soltadle! —ordenó don Alfonso a sus hombres.
La comitiva se detuvo. Algunas personas se asomaron por detrás. Los miembros del cabildo empezaron a acercarse y hasta el obispo aguzó la vista para ver qué era lo que sucedía.
—¡He dicho que lo soltéis! —insistió el noble.
Hernando, harapiento y sucio, quedó en pie frente al imponente duque de Monterreal. Ambos se observaron, atónitos. No fueron necesarias preguntas ni comprobaciones: al mismo tiempo los recuerdos de noble y morisco retrocedieron hasta la tienda de campaña de Barrax, el arráez corsario, en las cercanías de Ugíjar, donde estableció su campamento Aben Aboo tras la derrota de Serón.
—¿Qué fue de la Vieja? —preguntó de repente Hernando.
Uno de los alguaciles consideró una impertinencia aquella pregunta e hizo ademán de abofetearlo, pero don Alfonso, sin dejar de mirar a Hernando, se lo impidió con un autoritario movimiento de su mano.
—Cumplió, tal y como me aseguraste. —El canciller y el secretario, hombres adustos y sobrios, dieron un respingo ante la amabilidad con que su señor trataba a aquel andrajoso. Otros miembros de la comitiva intercambiaron susurros—. Me llevó cerca de Juviles, en cuyo camino me encontraron los soldados del príncipe. Desgraciadamente, no sé más del animal. De allí, casi inconsciente, me trasladaron a Granada y luego a Sevilla para curarme.
—Estaba convencido de que la Vieja no me defraudaría —afirmó Hernando.
Ambos sonrieron.
Los rumores entre las gentes aumentaron.
—¿Encontraste a tu esposa y a tu madre? —se interesó a su vez el noble, haciendo caso omiso de cuantos le rodeaban.
—Sí. —La respuesta de Hernando fue casi un suspiro. Había hallado a Fátima, sí, pero ahora la había perdido para siempre…
Las palabras del duque interrumpieron sus pensamientos:
—Sabed todos —proclamó, alzando la voz—, que debo la vida a este hombre al que llaman el nazareno, y que a partir de hoy goza de mi favor, mi amistad y mi eterna gratitud.
… Como los hombres me habían llamado Dios e hijo de Dios, mi Padre, no queriendo que fuese en el día del Juicio un objeto de burla para los demonios, prefirió que fuese en el mundo un objeto de afrenta por la muerte de Judas en la cruz… Y esta afrenta durará hasta la muerte de Mahoma, que cuando venga al mundo sacará de semejante error a los que creen en la ley de Dios.
Evangelio de Bernabé
Córdoba, 1584
Hernando observaba los trabajos de pintura y remodelación que se realizaban en la biblioteca de la catedral, una vez vacía de volúmenes, que la convertirían en la capilla del Sagrario. El lugar le atraía poderosamente y acudía a él con regularidad. Salvo pasear a caballo y encerrarse a leer en la gran biblioteca del palacio del duque de Monterreal, su nueva morada, poco más tenía que hacer. El duque había arreglado sus problemas con el conde de Espiel mediante un pacto del que Hernando nunca llegó a conocer los detalles, y, al estilo de los hidalgos españoles, le prohibió trabajar asignándole una generosa cantidad mensual que Hernando ni siquiera sabía cómo gastar. ¡Hubiera sido una afrenta para la casa de don Alfonso de Córdoba que uno de sus protegidos se rebajase a desempeñar cualquier tipo de trabajo!
Sin embargo, y pese a la estima en que le tenía el duque, Hernando quedaba excluido del resto de las actividades sociales en que se entretenían aquellos ociosos hidalgos. El duque tenía sus propias tareas y sus obligaciones en la corte, amén de las impuestas por sus extensos y ricos dominios, que le obligaban a ausentarse de Córdoba durante largas temporadas. Aunque le hubiese salvado la vida, Hernando no dejaba de ser un morisco a duras penas tolerado por la soberbia sociedad cordobesa.
Pero si esto ocurría con los cristianos, algo similar sucedía con sus hermanos en la fe. La noticia de que había liberado al duque en la guerra de las Alpujarras y los favores que dicha acción le reportaba estaban en boca de toda la comunidad. Con la esperanza de que sus correligionarios acabarían por entender y no dar mayor importancia a aquel lejano suceso, admitió el amparo del noble, pero cuando quiso darse cuenta, la historia circulaba por toda Córdoba y los moriscos se referían a él despectivamente con el odiado nombre que le había perseguido desde su infancia: el nazareno.
—No quieren aceptar más tu dinero. No desean deberle favores a un cristiano —le comunicó un día Aisha, cuando él pretendía entregarle una buena cantidad que debía servir para el rescate de esclavos.
Además de los dineros destinados a ese menester, Hernando proporcionaba a su madre el suficiente como para salir adelante sin estrecheces compartiendo casa con varias familias moriscas. Hernando fue en busca de Abbas, el único de los antiguos miembros del consejo que quedaba con vida tras la epidemia de peste que había azotado la ciudad dos años atrás, provocando cerca de diez mil muertos, la quinta parte de la población, entre ellos Jalil y el buen don Julián. Lo encontró en las caballerizas reales.
—¿Por qué no aceptáis mi ayuda? —le preguntó a solas, en la herrería, tras murmurar un saludo casi ininteligible a su llegada. Después de recibir la noticia de la muerte de Fátima y de sus hijos, y de la violenta reacción de Hernando con el herrador, la amistad entre ambos se había resentido—. Fátima y yo fuimos los primeros en contribuir para la liberación de esclavos moriscos, y lo hicimos en mayor medida que los demás miembros de la comunidad, ¿recuerdas?
Durante unos instantes, Abbas desvió su atención de los instrumentos con que trajinaba sobre una mesa.
—La gente no quiere dádivas del nazareno —le contestó secamente antes de concentrarse de nuevo en sus quehaceres.
—Precisamente tú más que nadie deberías saber que eso no es cierto, que no soy cristiano. El duque y yo nos limitamos a unir nuestras fuerzas para escapar de un corsario renegado que…
—No quiero escuchar tus explicaciones —le interrumpió Abbas sin dejar de trabajar—. Son muchas las cosas que todos sabemos que no son ciertas y sin embargo… Todos los moriscos juraron fidelidad a su rey, por eso están aquí, humillados, porque perdieron la guerra. Tú también juraste lealtad a la causa y sin embargo ayudaste a un cristiano. Si pudiste quebrantar ese juramento, ¿por qué juzgas con tanta dureza a quienes en algún momento no han podido cumplir con sus promesas?
Tras pronunciar estas palabras, el herrador se irguió frente a él, imponente. «¿Por qué sigues juzgándome?», preguntaban sus ojos. «No pude hacer nada por evitar la muerte de tu esposa», parecían querer decirle.
Hernando se mantuvo en silencio. Posó la mirada en el yunque donde se daba forma a las herraduras. No era lo mismo: Abbas le había prometido cuidar de su familia; Abbas le había asegurado que Ubaid no les molestaría. Abbas… ¡Le había fallado! Y Fátima, Francisco, Inés y Shamir estaban muertos. ¡Su familia! ¿Acaso existía perdón para algo así?
—Yo no hice daño a nadie —replicó Hernando.
—¿Ah, no? Devolviste la vida y la libertad a un grande de España. ¿Cómo puedes asegurar que en verdad no dañaste a nadie? El resultado de las guerras depende de ellos, de todos y cada uno de ellos: de sus padres y de sus hermanos, de los pactos a los que pueden llegar si uno de su familia es hecho preso. Esta misma ciudad santa —continuó Abbas elevando la voz— pudo ser reconquistada por los cristianos porque un solo noble, uno sólo, don Lorenzo Suárez Gallinato, convenció al rey Abenhut de que se hallaba apostado con un gran ejército en Écija, ¡a tan sólo siete leguas de aquí! Y de que debía dirigirse en ayuda de Valencia en lugar de acudir a socorrer a Córdoba. —Abbas resopló; Hernando no supo qué decir—. ¡Un solo noble cambió el destino de la capital musulmana de Occidente! ¿Sigues afirmando que no dañaste a nadie?