La mano de Fátima (75 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Ni siquiera se despidieron.

La recriminación de Abbas persiguió a Hernando durante varios días. Una y otra vez trató de convencerse de que el corsario Barrax sólo quería a don Alfonso para obtener un rescate por él. ¡Su libertad no pudo haber influido en el desarrollo de la guerra de las Alpujarras!, se repetía con insistencia, pero las palabras del herrador no dejaban de regresar a su mente en los momentos más inoportunos. Por eso le gustaba visitar la capilla del Sagrario de la catedral, la antigua biblioteca que tantos recuerdos le traía. Allí lograba el sosiego, mientras contemplaba cómo Cesare Arbasia, el maestro italiano contratado por el cabildo, pintaba y decoraba la capilla desde el suelo hasta la bóveda, incluyendo las paredes y los dobles arcos. Poco a poco, aquel fondo en tonos ocres y rojos se iba llenando de ángeles y escudos. La mano del artista alcanzaba hasta el más pequeño rincón. ¡Hasta los capiteles de las columnas se recubrían de una capa dorada!

—Dijo el gran maestro Leonardo da Vinci que los creyentes prefieren ver a Dios en imagen antes que leer un escrito referido a la divinidad —le explicó uno de aquellos días el italiano—. Esta capilla se hará a imagen y semejanza de la Sixtina de San Pedro de Roma.

—¿Quién es Leonardo da Vinci?

—Mi maestro.

Hernando y Cesare Arbasia, un hombre de unos cuarenta y cinco años, serio, nervioso e inteligente, habían trabado amistad. El pintor se había fijado en aquel morisco, siempre impecablemente ataviado a la castellana, como era obligado en la corte del duque, en la tercera ocasión en que lo vio sentado en la capilla, contemplando su labor durante horas, y ambos habían congeniado con facilidad.

—Poco te importan las imágenes, ¿no es verdad? —le había preguntado un día—. Nunca te he visto observarlas, ya no con devoción, sino ni tan siquiera con curiosidad. Te interesas más por el proceso de pintura.

Así era. Lo que más atraía a Hernando era el método, tan diferente al que había visto utilizar a los guadamacileros y pintores cordobeses, que usaba el italiano para pintar la capilla del Sagrario: el fresco.

El maestro revocaba la parte del muro que deseaba pintar con una mezcla de cierto espesor hecha con arena gruesa y cal, que después alisaba a conciencia y enlucía con arena de mármol y más cal. Sólo podía pintar sobre ella mientras estuviera fresca y húmeda, por lo que, en ocasiones, cuando veía que el revoco iba a secarse antes de que pudiera finalizar su tarea, los gritos e imprecaciones en su lengua materna resonaban por toda la catedral.

Los dos hombres se observaron en silencio durante unos instantes. El italiano sabía que Hernando era cristiano nuevo e intuía que continuaba profesando la fe de Mahoma. Al morisco no le preocupó confesarse a él. Estaba seguro de que Arbasia también escondía algo: se comportaba como un cristiano, pintaba a Dios, a la Virgen, a los mártires de Córdoba y a los ángeles; trabajaba para la catedral, pero algo en sus formas y en sus palabras lo diferenciaba de los piadosos españoles.

—Yo soy partidario de la lectura —reconoció el morisco—. Nunca encontraré a Dios en simples imágenes.

—No todas las imágenes son tan simples; muchas de ellas reflejan aquello que esconden los libros.

Con esa enigmática declaración por parte del maestro dieron por terminada la conversación ese día.

El palacio del duque de Monterreal estaba en la zona alta del barrio de Santo Domingo. Su cuerpo principal databa del siglo XIV, la época en que fue conquistada la ciudad de Córdoba, de cuyo esplendor califal era testigo un antiguo alminar que destacaba en una de sus esquinas. La casa constaba de dos pisos de altísimos techos, a los que se les habían añadido varias edificaciones hasta llegar a conformar un laberíntico entramado. Poseía dos grandes jardines y diez patios interiores, que unían unos edificios con otros. Todo el conjunto ocupaba una inmensa extensión de terreno. Su interior mostraba las riquezas propias de un noble: una profusión de grandes muebles, esculturas, tapices y guadamecíes, que no obstante iban cediendo su lugar, poco a poco, a pinturas al óleo; la plata y el oro se mostraba en vajillas y cuberterías; el cuero y la seda bordada aparecían por doquier. El palacio contaba con todos los servicios: múltiples dormitorios y letrinas, cocina, almacenes y despensas, capilla, biblioteca, contaduría, caballerizas y vastos salones para fiestas y recepciones.

En 1584, Hernando tenía treinta años y el duque treinta y nueve. De su primer matrimonio le sobrevivía un hijo varón de dieciséis años y del segundo, contraído ocho años atrás con doña Lucía, noble castellana, dos niñas de seis y cuatro años y el benjamín, de dos. Salvo Fernando, el primogénito, que había sido enviado a la corte de Madrid, doña Lucía y sus tres vástagos vivían en el palacio de Córdoba, y con ellos lo hacían once parientes hidalgos sin fortuna, de una u otra rama de la familia y de edades diversas, a quienes don Alfonso de Córdoba, titular del mayorazgo, acogía y mantenía.

Dentro de aquella variopinta corte que vivía a expensas del duque, hidalgos orgullosos y arrogantes como aquel que un día pagó cuatro reales a Hernando para que le señalara quién había puesto en duda su linaje, también había parientes más lejanos, retraídos y callados, como don Esteban, un sargento de los tercios impedido de un brazo, un «pobre vergonzante» al que don Alfonso llevó a su hogar.

Los «pobres vergonzantes» eran una categoría especial de mendigos. Se trataba de hombres y mujeres sin recursos, a quienes el honor impedía tanto trabajar como mendigar públicamente, y que eran aceptados por la digna sociedad española. ¿Cómo iban a pedir limosna honorables hombres o mujeres? Se crearon, por tanto, cofradías para atender a sus necesidades. Investigaban sus orígenes y su condición y, si realmente se trataba de vergonzantes, los propios cofrades pedían limosna de casa en casa por ellos para después entregarles el fruto de las dádivas en privado. En una de sus estancias en la ciudad, don Alfonso de Córdoba presidió la cofradía y se enteró de la existencia de su pariente lejano; al día siguiente le ofreció su hospitalidad.

Hernando volvió al palacio después de pasar la tarde con Arbasia. Recorrió con desidia la distancia que separaba la catedral del barrio de Santo Domingo, deteniéndose aquí y allá sin más objetivo que el de perder tiempo, como si quisiera aplazar el momento de cruzar el umbral del palacio. Sólo en las raras y escasas ocasiones en las que el duque recalaba en Córdoba y le pedía que se sentara a su vera, lograba sentirse a gusto en aquella hermosa y tranquila mansión; en ausencia de don Alfonso, sin embargo, el trato que recibía estaba lleno de sutiles humillaciones. Muchas veces se había planteado la posibilidad de abandonar el palacio, pero se veía incapaz de adoptar decisión alguna. Las muertes de Fátima y de sus hijos le habían secado el corazón y mermado la voluntad, dejándole sin fuerzas para enfrentarse a la vida. Fueron muchas las noches en que permaneció insomne, aferrado a su recuerdo, y muchas más las que pasó sumido en pesadillas en las que Ubaid asesinaba a su familia una y otra vez, sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. Después, poco a poco, esas terribles imágenes que poblaban sus sueños fueron dejando paso a otros recuerdos más felices que llenaban su mente mientras dormía: Fátima con su toca blanca, sonriente; Inés, seria, esperándole en la puerta de su casa, y Francisco, enfrascado en escribir los números que le dictaba la entrañable voz de Hamid. Hernando se refugió en esas evocaciones y los días se convirtieron en jornadas interminables de las que sólo aguardaba su final, la noche que le permitía reunirse con los suyos aunque fuera en sueños. El resto poco le importaba: al parecer su lugar no estaba con los cristianos ni tampoco con los moriscos. No sabía hacer otra cosa que montar a caballo. Su trabajo en las caballerizas reales se había acabado después del triste incidente con Azirat; en ellas ya no le quedaban amigos. ¿Qué futuro le esperaba si abandonaba el palacio? ¿Regresar a la curtiduría? ¿Enfrentarse al desprecio de sus hermanos en la fe? En una ocasión, convencido de que un trabajo le ayudaría a salir de su estado de melancolía, se había atrevido a insinuar a don Alfonso la posibilidad de trabajar domando a los caballos, pero la respuesta de éste fue tajante.

—No pretenderás que la gente piense que no soy generoso con quien me salvó la vida. —Se hallaban en el despacho del duque. Don Alfonso leía un documento mientras un numeroso grupo de personas esperaba en la antesala—. ¿Acaso te falta algo aquí? —añadió sin levantar los ojos del papel—. ¿No eres bien tratado?

¿Cómo decirle al duque que su propia esposa era la primera que le humillaba? El agradecimiento de don Alfonso de Córdoba era sincero. Hernando lo sabía, y no percibía en él un ápice de impostura, pero doña Lucía…

—¿Y bien? —le insistió el noble desde detrás de su escritorio.

—Ha sido una necedad —se retractó Hernando.

Pasara lo que pasase, nunca volvería a la curtiduría, se dijo ese día, una vez más, cuando llegó a las puertas del palacio. El portero le hizo esperar un instante de más antes de abrir la puerta. Lo recibió en silencio, sin la reverencia con que saludaba a los demás hidalgos. En la entrada, el morisco le entregó su capa.

—Con Dios —le dijo él de todos modos, mientras el hombre la recogía sin mirarlo.

A sabiendas de que el portero le observaba a sus espaldas, reprimió un suspiro y se enfrentó a la inmensidad del palacio: en ese momento, y hasta que no pudiera refugiarse en la soledad de la biblioteca, se iniciaba un sinfín de pequeñas afrentas. La cena estaba pronta a ser servida y Hernando vio moverse por el palacio a varios criados; lo hacían en silencio, presurosos. Más de cien personas atendían a los duques, a su familia y a cuantos pululaban a su alrededor.

Hernando había tenido que aprender a distinguir a todo aquel personal. El capellán, el mayordomo, el secretario, el camarero y la camarera de los duques encabezaban la larga lista. Les seguían el maestresala, el caballerizo, el contador y el tesorero. Tras ellos el veedor, el botellero, el repostero de estrados y el repostero de plata; el comprador, el despensero, el repartidor y el escribano. Las ayas de los niños y sus profesores. Y por último el resto de los criados, decenas de ellos: varones en su mayoría; algunos de ellos libres, otros esclavos, y entre estos últimos varios moriscos. Para terminar, media docena de niños que actuaban como pajes.

Doña Lucía había dispuesto que Hernando fuera instruido en los modales cortesanos, principalmente en los de la mesa, una de las ceremonias más importantes en las que debía distinguirse a los caballeros. La dama tomó esa decisión tras la primera comida de Hernando en la larga mesa a la que se sentaban los duques, el capellán y los once hidalgos. Ese día, los pajes y oficiales de mesa sirvieron capones y palominos, carnero, cabrito y lechones como primer plato. Luego, el consabido potaje de los cristianos, cocido hecho con carne de gallinas, carnero, vaca y legumbres, todo aderezado con libras de tocino para el caldo. Después, el manjar blanco: pechugas de gallina cocidas a fuego lento en salsa de azúcar, leche y harina de arroz, y para terminar, pasteles hojaldrados y fruta. Hernando, sentado a la derecha del duque, frente al capellán, se encontró con tenedores, cuchillos y cucharas de plata dorada ordenadamente dispuestos; platos y tazas, copas y vasos de cristal, saleros, servilletas y una escudilla con agua que le trajo un paje. Ante la socarrona mirada de los hidalgos y del capellán, Hernando hizo ademán de llevársela a los labios para beber cuando, azorado, vio cómo el duque le guiñaba un ojo antes de lavarse las manos en ella.

Doña Lucía no pensaba tolerar esa falta de modales en su mesa. Cuando terminaron de comer, el morisco fue llamado a una salita privada donde le esperaban los duques; don Alfonso sentado en un sillón, con la vista algo baja, un poco molesto, como si con anterioridad a la llegada del morisco se hubiera tenido que plegar a las exigencias de su esposa. Al contrario que el duque, doña Lucía le esperaba en pie, soberbia, vestida de negro hasta el cuello por el que asomaban unas delicadas puntillas blancas. Hernando no pudo evitar compararla con las mujeres musulmanas, recatadas y ocultas ante los extraños. A diferencia de ellas, y como todas las nobles cristianas, doña Lucía se mostraba a la gente, aunque, como cualquier dama recatada, trataba de esconder sus atractivos: se fajaba los pechos después de apretarlos con unas laminillas de plomo e intentaba que su tez tuviera un tono macilento, para lo cual ingería con regularidad tierra arcillosa.

—¡Hernando, no podemos…! —El duque carraspeó; doña Lucía suspiró y suavizó su tono—. Hernando…, al duque y a mí nos complacería mucho que te instruyeras en los buenos modales.

Le asignaron al mayor de los parientes que vivían en palacio, un peripuesto hidalgo llamado Sancho, primo del duque, que aceptó a regañadientes el encargo. Durante casi un año, don Sancho le enseñó cómo utilizar la cubertería, cómo comportarse en público y cómo vestir; incluso se empeñó en tratar de corregir la dicción del aljamiado de Hernando que, como todos los moriscos, adolecía de ciertos defectos fonéticos, entre ellos la tendencia a convertir las eses en equis y viceversa.

Aguantó estoicamente las clases que cada día le impartía don Sancho. En esa época, el desánimo de Hernando era tal que ni siquiera llegaba a plantearse la humillación de ser tratado como un niño; simplemente obedecía sin pensar, hasta que un día el hidalgo, alegre, como si aquello le complaciese, le propuso que aprendiera a danzar.

—Pasos —anunció en voz alta al tiempo que andaba con afectación por el salón en el que estudiaban—, floretas, saltos, encajes, campanelas —recitó don Sancho al tiempo que brincaba con torpeza y trazaba un círculo con un pie—, cabriolas. —Con las cabriolas, Hernando le dio la espalda y abandonó la estancia en silencio—. Cuatropeados —escuchó que cantaba el hidalgo en la estancia—, giradas…

Después de ese día, doña Lucía consideró que el morisco ya podía convivir con ellos; entendió que difícilmente se vería en la tesitura de tener que acreditar sus dotes en el arte de la danza y dio por finalizada su instrucción. Pese a ello, sus nuevos modales no variaron el rechazo que sufría en palacio cuando don Alfonso no estaba presente.

La noche del viernes en que Hernando confesó a Arbasia que él no podía encontrar a Dios en sus imágenes, cenaron en palacio pescado fresco traído por los playeros del Guadalquivir. En los días de abstinencia, las conversaciones de los catorce comensales eran bastante más parcas y serias que cuando degustaban carnes y tocino, y era sabido que muchos de ellos, entre los que cabía incluir al sacerdote, acudían después a las cocinas a hacerse con pan, jamón y morcillas. Durante la cena, Hernando no prestó atención a las palabras que se cruzaron los hidalgos, el capellán o doña Lucía, que presidía majestuosamente la larga mesa. Éstos, a su vez, tampoco le hacían el menor caso.

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