Authors: Ildefonso Falcones
Deseaba irse a la biblioteca, donde se refugiaba todas las noches entre los casi tres centenares de libros acumulados por don Alfonso, y así lo hizo tan pronto la duquesa dio por finalizada la cena. Por fortuna para él, había quedado excluido de las largas veladas nocturnas en las que se leían libros en voz alta o se cantaba. Cruzó diversas estancias y dos patios antes de llegar al que llamaban patio de la biblioteca, tras el que se hallaba la gran sala de lectura. Llevaba varios días enfrascado en la lectura de
La Araucana
, cuya primera parte había sido publicada quince años antes, pero esa noche no tenía intención de continuar con aquel interesante libro. Las palabras que esa tarde había pronunciado Arbasia, citando a Leonardo da Vinci y hablando de buscar a Dios en las imágenes, le habían hecho pensar en otras que en su día le dirigiera don Julián en el silencio de aquella misma capilla:
—Lee, pues tu Señor es el más generoso. Él es el que ha enseñado al hombre a servirse del cálamo.
—¿Qué significan esas aleyas? —le interrogó entonces Hernando.
—Establecen la relación divina entre los creyentes y Dios a través de la caligrafía. Debemos honrar a la palabra revelada. A través de la caligrafía permitimos la visualización de la Revelación, de la palabra divina. Todos los grandes calígrafos se han esforzado por embellecer la Palabra. Los fieles deben poder encontrar la Revelación escrita en sus lugares de oración para que siempre la recuerden y la tengan ante sus ojos, y cuanto más bella sea, mejor.
A lo largo de aquellas jornadas en las que ambos copiaron ejemplares del Corán, don Julián le habló de los diferentes tipos de caligrafía, principalmente la cúfica, la elegida por los Omeyas en Córdoba para sacralizar la mezquita, o la cursiva nazarí utilizada en la Alhambra de Granada. Pero ni siquiera mientras se recreaban en comentarios sobre los trazos o los magníficos conjuntos que algunos calígrafos conseguían utilizando varios colores, buscaban la belleza en sus escritos; cuantos más ejemplares del Corán pudieran ofrecer a la comunidad, mejor, y la rapidez estaba reñida con la perfección.
Esa noche, tras acceder a la biblioteca y despabilar las lámparas, Hernando sólo tenía en mente un propósito: coger una pluma y un papel, y entregarse a Dios, igual que hacía Arbasia mediante sus pinturas. Visualizaba ya la primera sura del Corán pulcramente caligrafiada en árabe andalusí: las verticales de las letras rectilíneas, que después se prolongaban en forma circular; los signos volados en negro, rojo o verde. ¿Habría tinta de colores en la biblioteca? Ni el secretario ni el escribano de don Alfonso la utilizaban en sus escritos. En ese caso, tendría que comprarla. ¿Dónde podría encontrarla?
Con esos pensamientos se sentó ante un escritorio, rodeado de libros ordenados en estanterías finamente labradas en maderas nobles. Como era de esperar, no había tinta de colores. Hernando observó las plumas, el tintero y las hojas de papel. Podía ejercitarse primero, decidió. Mojó una de las plumas y con delicadeza, deleitándose en el trazo, dibujó una gran letra, el alif, la primera letra del alfabeto árabe, larga y sensualmente curvada, como el cuerpo humano, tal cual la definieron en la antigüedad. Dibujó la cabeza con su frente, el pecho y la espalda, el vientre…
Unas risas en el patio le sobresaltaron. Se estremeció. ¿Qué estaba haciendo? Estuvo a punto de derramar el tintero debido al sudor que empapó las palmas de sus manos; agarró el papel y lo dobló con rapidez para esconderlo debajo de la camisa. Con el corazón golpeándole el pecho, escuchó cómo el sonido de las risas y los pasos se alejaban por el extremo opuesto del patio. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza, se recriminó mientras sentía cómo se acompasaban los latidos. ¡No podía dedicarse a la caligrafía árabe en la biblioteca de un duque cristiano, donde en cualquier momento podía entrar uno de los hidalgos o cualquier criado! Pero tampoco podía encerrarse en su dormitorio, pensó al plantearse aquella posibilidad. Llevaba dos años acudiendo regularmente a la biblioteca después de cenar, mientras los demás leían o cantaban a la espera de que doña Lucía se retirase a sus aposentos, momento que aprovechaban para salir por fin en busca de los placeres que ofrecía la noche cordobesa. Desconfiarían de aquel cambio en sus costumbres. Además, ¿dónde iba a guardar los instrumentos de escritura y los papeles? Los criados… y quizá no sólo ellos, le revolvían sus pertenencias. Lo había notado desde el principio, incluso aquellas que guardaba en el arcón, aunque lo cerrara con llave; alguien disponía de otro ejemplar, dedujo cuando por tercera vez comprobó que habían registrado sus cosas. Desde el primer día mantenía escondida la mano de oro de Fátima, su único tesoro, en el pliegue de un colorido tapiz que representaba la escena de caza de un cerdo salvaje en la sierra; allí estaba a salvo. Pero esconder plumas, tintero y papeles… ¡era imposible!
¿Dónde podía escribir sin peligro de ser descubierto? Hernando recorrió la gran biblioteca con la mirada: se trataba de una habitación rectangular con una puerta en cada uno de sus extremos. Entre las estanterías de los libros y las ventanas enrejadas que daban a la galería y al patio había una larga mesa con sillas y lámparas para la lectura y tres escritorios independientes. No tenía dónde esconderse. Observó una tercera puerta al fondo de la estancia, encajonada en la librería, y que daba acceso al antiguo alminar adosado a una esquina del palacio. En alguna ocasión había curioseado en el interior del alminar y lo único que encontró fue la nostalgia al imaginar al muecín llamando a la oración: se trataba de un simple torreón cuadrado, estrecho, con un machón central a cuyo alrededor, en forma circular, ascendían las escaleras que llevaban a lo alto. Debía encontrar algún sitio donde escribir, incluso si ello requería cambiar de costumbres o hacerlo fuera del palacio, en otra casa. ¿Por qué no? Extrajo el arrugado papel de su camisa y contempló el alif. Le pareció diferente a cuantas letras pudiera haber escrito hasta entonces; notó en ella una devoción de la que adolecían las demás. Hizo ademán de romper el papel, pero se arrepintió: era la primera letra que escribía tratando de representar a Dios en ella, igual que le sucedía a Arbasia con sus imágenes sagradas.
¿Dónde podía ocultar sus trabajos? Se levantó, cogió una lámpara, paseó por la biblioteca descartando posibles escondrijos y al final se encontró al pie de las escaleras del alminar. No parecía que nadie acudiese allí a menudo; los escalones estaban llenos de la arenilla que se desprendía de los viejos sillares. Aquella torre no había sido reparada en siglos, quizá por el significado que tenía para los cristianos. Empezó a ascender apoyándose en el pilar central. Algunas de sus piedras se movían. ¿Y si pudiera esconder sus papeles tras alguna de ellas? Las palpó con detenimiento para encontrar alguna que le sirviese. De repente, a mitad de la ascensión, una de las piedras cedió. Hernando acercó la lámpara: no sólo había sido la piedra; un par de ellas, en línea, habían dejado a la vista una rendija casi inapreciable. ¿Qué era aquello? Empujó con fuerza y las piedras se desplazaron: parecía una pequeña portezuela secreta que se abría a un reducido hueco abierto en el pilar.
Iluminó el interior; la lámpara temblaba en su mano y descubrió una arqueta: lo único que cabía en aquel reducido espacio. Se trataba de un arca de cuero repujado y ferreteado muy diferente a las arcas y arcones que se podían encontrar en el palacio, la mayoría de estilo mudéjar, taraceados en hueso, ébano y boj, o fabricados en Córdoba y adornados con guadamecíes. Tiró de ella para extraerla, se arrodilló en las escaleras y acercó la lámpara para examinarla: el cuero estaba muy trabajado, y entre varios motivos vegetales, entrevió un alif como el que acababa de dibujar. ¡No podía ser más que un alif!
Se acercó cuanto pudo y limpió el polvo del cuero. Tosió. Luego acercó la llama de la lámpara a los dibujos que acababa de limpiar y recorrió las letras desgastadas con la yema de sus dedos al tiempo que las leía:
«Muham… Ibn Abi Amir»
. ¡Al-Mansur!, musitó reverentemente. Poco más podía leerse. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. ¡Se trataba de una arqueta musulmana de la época del caudillo Almanzor! ¿Qué hacía allí escondida? Se sentó en el suelo. ¡Si pudiera abrirla!
Inspeccionó la cerradura que unía las dos láminas de hierro que recorrían la parte central de la arqueta. ¿Cómo podría abrirla? Mientras sus dedos jugueteaban sobre el cierre, la veta de hierro se desprendió suavemente del cuero al que estaba cosida con un tenue ruido a viejo y a podrido. Hernando se encontró con la cerradura en la mano. Dudó unos instantes. Volvió a arrodillarse y abrió la tapa con solemnidad.
Cuando iluminó el interior, descubrió varios libros escritos en árabe.
Cesare Arbasia vivía solo en una casa cerca de la catedral, donde estuvo la alcaicería. La noche en que invitó a cenar a Hernando tuvo la cortesía de evitar el tocino, así como los rábanos, los nabos o las zanahorias, que los moriscos relacionaban con la alimentación de los marranos y por tanto detestaban.
—Lo que no he podido conseguir —le confesó el pintor antes de cenar, mientras los dos tomaban una limonada en la galería que daba a un patio primorosamente cuidado— es que el carnero haya sido sacrificado de acuerdo con vuestras leyes.
—Hace mucho tiempo que no podemos permitirnos esos alimentos. Vivimos amparados por la
taqiya
. Dios lo comprenderá. Sólo en contadas ocasiones, en la soledad de las alquerías perdidas en los campos, algunos de nuestros hermanos pueden hacerlo.
Ambos hombres cruzaron sus miradas en silencio, oliendo el perfume de las flores en la noche de primavera. Hernando aprovechó para dar un sorbo de limonada y se dejó llevar por los aromas, con el recuerdo de otro patio similar y las risas de sus hijos mientras jugaban con el agua. Esa misma mañana había descubierto el último rostro que Arbasia había pintado en el fresco de la Santa Cena que embellecía la capilla del Sagrario. La pintura aparecía en el frontón, sobre la misma hornacina destinada a guardar el cuerpo de Cristo, el lugar principal. Hernando no pudo apartar los ojos de la figura que se sentaba a la izquierda del Señor, abrazada por Él; parecía… ¡parecía una mujer!
—Tengo que hablar contigo —le dijo con los ojos clavados en la figura de mujer.
—Espera. Aquí, no —contestó el pintor al tiempo que seguía la mirada del morisco e intuía su desconcierto.
Entonces, por primera vez, lo invitó a cenar a su casa.
Con el rumor del agua de la fuente siempre presente, charlaron un rato hasta que el maestro decidió tomar la iniciativa:
—¿De qué querías hablarme? ¿Es sobre la pintura?
—Tenía entendido que en la última cena sólo se hallaron presentes los doce apóstoles. ¿Por qué has pintado una mujer abrazada por Jesucristo?
—Se trata de san Juan.
—Pero…
—San Juan, Hernando, no insistas.
—De acuerdo —accedió Hernando—. Escúchame entonces porque hay algo que quiero contarte. Hará cerca de un mes, encontré en el antiguo alminar del palacio del duque las copias en árabe de varios libros, junto a la nota de un escriba de la corte califal. En los dos años que he pasado en casa del duque he leído mucho sobre él. Al-Mansur, que los cristianos llamaban Almanzor, fue caudillo del califa Hisham II y el mejor general musulmán de la historia de la Córdoba musulmana. Llegó a atacar Barcelona y hasta Santiago de Compostela, en el interior de cuya catedral permitió que abrevara su caballo. De allí hizo traer hasta Córdoba las campanas, a hombros de los cristianos, para luego fundirlas y convertirlas en lámparas para la mezquita; más tarde, el rey Fernando el Santo vengó esa afrenta. —Arbasia escuchaba con atención, sorbiendo limonada—. Pero Almanzor también fue un fanático religioso, lo que le llevó a cometer verdaderas tropelías para con la cultura y la ciencia. Se da el caso de que el padre del califa, al-Hakam II, fue uno de los califas más sabios de Córdoba. Una de sus preocupaciones fue la de reunir en Córdoba el saber de la humanidad, para lo que mandó emisarios a los confines del mundo a fin de que comprasen cuantos libros y tratados científicos hallasen. Reunió una biblioteca de más de cuatrocientos mil volúmenes. ¿Te imaginas? ¡Cuatrocientos mil volúmenes! Más libros que en la biblioteca de Alejandría o en la que ahora se encuentra en la Roma de los papas.
Hernando hizo una pausa para beber y comprobar el efecto de sus palabras en el maestro, que asentía levemente, como si imaginase tal maravilla del saber.
—Pues bien —continuó—, Almanzor ordenó que, salvo los relativos a medicina y matemáticas, debían quemarse todos aquellos libros que se separasen un ápice o que no tuvieran relación con la palabra revelada; libros de astrología, de poesía, de música, de lógica, de filosofía… ¡De todas las artes y ciencias conocidas! ¡Miles de libros únicos, irrepetibles en su saber, ardieron en Córdoba! El propio caudillo los echaba a la pira.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué locura! —musitó el maestro.
—En la carta que encontré en la arqueta, el escriba explica cuanto te he contado sobre la quema y el intento por su parte de salvar para la posteridad el contenido de algunos libros que, en contra de las creencias de Almanzor, él consideraba que merecían pervivir, aunque fuera en forma de copias que escribió apresuradamente, con trazos veloces, sin correcciones, ni reglas.
—¡Cuatrocientos mil volúmenes! —lamentó Arbasia con un suspiro.
—Sí —asintió Hernando—. Parece ser que sólo los índices de la biblioteca ocupaban cuarenta y cuatro tomos de cincuenta páginas cada uno.
Los dos hombres se dieron un respiro hasta que Arbasia indicó a su invitado que continuara.
—Desde entonces, cada noche me he dedicado a leer alguna de esas copias escondiéndolas en el interior de grandes tomos cristianos: magníficas poesías y tratados de geografía; uno sobre caligrafía, aunque mal favor le hizo a la materia la rapidez del copista. —Arbasia abrió las manos como si aquellas palabras no explicasen la urgencia por hablar con él—. Espera —le instó Hernando—, uno de esos libros es la copia de un evangelio cristiano; un evangelio atribuido al apóstol Bernabé.
Al oír ese nombre, el pintor se irguió en su asiento.
—En la portada de esa copia, el escriba sostiene que los ulemas y alfaquíes designados por Almanzor entre los más inflexibles para escoger qué libros debían ser destruidos, no tuvieron duda alguna al toparse con un evangelio cristiano, pero que él, sin embargo, consideraba que el texto de Bernabé, pese a haber sido escrito por un discípulo de Cristo y ser anterior al Corán, no hacía más que confirmar la doctrina musulmana. Termina diciendo que tal era la importancia que concedía a la doctrina de Bernabé que, además de hacer la copia, intentaría salvar el original de la quema definitiva, ocultándolo en algún lugar de Córdoba, pero, obviamente, en su escrito no consta si lo consiguió o no.