Authors: Ildefonso Falcones
—En aquella época todavía no se utilizaban. —El alfaquí hizo ademán de intervenir, pero Hernando continuó hablando. Binilit escuchaba con atención—. Además, nuestro mensaje no debe ser directo, debe moverse en la ambigüedad. En caso contrario, los cristianos desecharían de inmediato los libros.
—Sin embargo, las referencias a María son claras —arguyó Munir.
—En ese aspecto no existe ningún problema. Los cristianos aceptarán la intervención de la Virgen sin dudarlo —afirmó, contundente, Hernando—; la figura de María es probablemente el único punto de unión entre ambas religiones que aún no ha sido mancillado. Además, en España existe un clamor para que la Iglesia, de una vez por todas, eleve a dogma de fe la concepción sin pecado de María. Los textos apoyan esa idea, así que los utilizarán. Como habrás comprobado, María se convierte en el eje central de todos los libros. Ella está en posesión del mensaje divino, que traslada a Santiago y a los demás apóstoles tras la muerte de Isa; es ella quien ordena a Santiago la evangelización de España y es ella la que le entrega un evangelio, el Libro Mudo, ilegible, que algún día saldrá a la luz, cuando los cristianos lleguen a comprender que sus papas han subvertido la palabra de Dios. Todo ello llegará a través de un rey de los árabes.
—¿Qué ganamos si los cristianos no llegan a entender el mensaje? —inquirió entonces el orfebre—. Podrían interpretarlo a su conveniencia.
—Y lo harán. No os quepa duda alguna —afirmó Hernando.
Binilit abrió las manos en dirección a las pilas de medallones, casi como si se sintiera defraudado después de tanto trabajo
—Eso es lo que nos interesa, Binilit —trató de tranquilizarle Hernando—. Si los cristianos interpretan todos estos libros a su conveniencia, se verán obligados a reconocer que tanto san Cecilio, el patrón de Granada, como su hermano, san Tesifón, eran árabes; ambos vinieron con Santiago a evangelizar España. ¡El patrón de Granada, un árabe! Por más que lo intenten, no pueden tomar unas partes de los libros como buenas y hacer caso omiso de aquellas otras que pudieran no interesarles. También tendrán que reconocer, como dice la Virgen María, que la lengua árabe es la más sublime de todas las lenguas. Para aprovecharse del contenido de los libros tendrán que pasar por reconocer esas ideas y muchas más que aparecen en ellos. Es un buen método de acercamiento entre ambos pueblos; quizá pudiéramos conseguir que se nos levantase la prohibición de hablar en nuestra lengua. Es más, si san Cecilio era árabe, ¿a qué ese odio hacia nuestro pueblo? —Munir asintió pensativo—. Muchos serán los que tendrán que volver a considerar sus escritos y opiniones. ¡Cristianos y musulmanes creemos en el mismo Dios! Eso es algo que la mayoría del pueblo llano no sabe y que sus sacerdotes le esconden, despreciando constantemente al Profeta. Pero en cualquier caso, Binilit, todo esto es sólo un paso más después de lo de la Turpiana; no es el definitivo. En el momento en que se dé a conocer el verdadero contenido del Libro Mudo, el evangelio que no ha sido tergiversado por los papas, todos esos aspectos ambiguos que se incluyen en el texto de muchos de estos libros, como por ejemplo las sucesivas profesiones de fe musulmanas y la naturaleza de Isa, deberán interpretarse conforme a nuestras creencias.
—Pero ¿cómo puede llegar a conocerse el contenido de un libro ilegible? —inquirió el platero.
—No podrá descifrarse este texto —explicó Hernando—: nos basta que sea aceptado como el evangelio de la Virgen. Si los cristianos aceptan los plomos, tendrán que aceptar también la llegada de ese rey árabe que se anuncia en ellos y que dará a conocer el verdadero evangelio, aquel que ningún Papa o evangelista ha podido falsear. Y nadie podrá sostener que lo que afirma ese evangelio está en contradicción con el contenido del Libro Mudo… Así, el círculo se cerrará: el Libro Mudo, o evangelio de la Virgen, que habrá permanecido como un enigma, encontrará la solución en ese evangelio llegado de tierras árabes. Nadie podrá cuestionar este último sin poner en tela de juicio todo lo anterior, que ya habría sido aceptado.
«Nadie podrá cuestionar entonces el evangelio de Bernabé», dijo para sus adentros.
Hernando pasó la noche en casa de Munir, donde tuvo oportunidad de rezar con un alfaquí, algo que no hacía en mucho tiempo. Luego se enfrascaron en una íntima y profunda conversación que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. En aquellas zonas perdidas del reino de Valencia se mantenían más vivas sus creencias. Los señores, pendientes sólo de los beneficios que les reportaban los moriscos, se mostraban indulgentes hacia su forma de vida, y no existía sacerdote capaz de evangelizarlos.
Por la mañana, el propio Munir y dos jóvenes moriscos lo acompañaron hasta las cercanías de Almansa, adonde llegaron cuando anochecía. Hernando se dirigió a la ciudad en busca de un mesón y compañía con la que iniciar el viaje hasta Granada; los moriscos, pese al frío del invierno, se dispusieron a pernoctar a la intemperie, escondidos, ya que no disponían de las cédulas necesarias para abandonar Jarafuel.
—Que el que guía el camino recto te acompañe y te lo revele —se despidió el alfaquí.
Tardó cuatro días en llegar a Granada. Lo hizo alternativamente acompañado de mercaderes, frailes y soldados que se dirigían a Murcia o a la ciudad de la Alhambra. En las alforjas portaba algo más de veinte medallones de plomo cuidadosamente elegidos entre los montones cincelados por Binilit. Optó por dos de los libros:
Los fundamentos de la Iglesia
y
La esencia de Dios
, además de una serie de plomos que anunciaban el martirio de varios de los discípulos de Santiago, entre ellos el de san Cecilio, escrito en el que Hernando había incluido una referencia al hallazgo de la Turpiana, ardid mediante el que trataba de otorgar al pergamino la credibilidad que algunos estudiosos seguían poniendo en entredicho.
Antes de partir, prometió al orfebre que él o sus amigos granadinos se encargarían de recoger los plomos que faltaban. A lo largo de aquellas jornadas de viaje, alardeó en público de sus trabajos para el arzobispado de Granada, mostrando la cédula que le permitía desplazarse con libertad y algunos escritos de lo que calificó como atroces crímenes de las Alpujarras y que llevaba en las alforjas, para ocultar los plomos. ¿Quién iba a atreverse a hurgar en ellas sabiendo que contenían escritos sobre los mártires de las Alpujarras?
En cualquier caso, no se separó de las alforjas, y en las ventas del camino dormía con la cabeza apoyada sobre ellas.
Perdió una jornada entera en Huéscar, población a la que llegó un sábado al anochecer. El domingo acudió a misa mayor y se entretuvo el resto de la mañana en espera de que el sacerdote le certificara el cumplimiento de sus obligaciones religiosas, documento que debería presentar al párroco de Santa María a su regreso a Córdoba. Durante la espera en la iglesia, tres frailes franciscanos descalzos, enterados por el sacerdote de que estaba de paso hacia Granada, le procuraron su compañía puesto que llevaban el mismo camino.
—Como bien comprenderéis —alegó cuando excusó su viaje con el martirologio de las Alpujarras y los franciscanos le pidieron ver los escritos—, son confidenciales. Hasta que el arzobispo no les dé su visto bueno, nadie debe leerlos.
Así pues, Hernando realizó la última parte del viaje acompañado de aquellos tres franciscanos quienes, pese al intenso frío invernal, sólo vestían un basto hábito pardusco tejido en lana burda, del color de la tierra, símbolo de humildad. En el camino, al tiempo que le mostraban una cédula especial, le explicaron que debían obtener el permiso del provincial de la orden para no ir descalzos y usar unas alpargatas abiertas en su parte superior. Durante las dos jornadas en las que caminó junto a ellos, se sorprendió de la austeridad y extrema pobreza en la que vivían los «descalzos», que aprovechaban cualquier encuentro para pedir limosna. Admiró la frugalidad de su alimentación y su estoica forma de vida, que les llevaba incluso a dormir sobre el mismo suelo.
Se despidió de los frailes a la entrada de Granada, una vez superada la puerta de Guadix, por encima del Albaicín. Desde allí, descendió por la carrera del Darro en dirección a la Plaza Nueva y a la casa de los Tiros. A su derecha quedaba la ladera en la que se alzaban los cármenes de Granada, velados por la bruma en aquel día de invierno granadino. ¿Qué habría sido de Isabel? Hacía siete años que no la veía. En los esporádicos viajes que durante ese tiempo había hecho a Granada para entrevistarse con don Pedro, Miguel de Luna o Alonso del Castillo, o para entregar algún escrito sobre los mártires, no quiso volver a insistir, respetando la negativa envuelta en lágrimas con la que ella se había despedido en su último encuentro, a la salida de la iglesia.
Azuzó a Estudiante para que avivase el paso. ¡Siete años! Sí, gozaba de la pelirroja de la mancebía, incluso de alguna otra mujer, pero jamás había llegado a olvidar la última noche que pasó junto a Isabel, cuando, los dos en el lecho, estuvieron a punto de rozar el cielo. Entre la bruma creyó ver la terraza del carmen del oidor que se abría a la ladera del Darro. Con la mirada clavada en la terraza, sintió una repentina debilidad en todo su cuerpo y apoyó sus manos sobre la cruz de Estudiante que, libre de mando, se detuvo para mordisquear el verde que nacía a la vera del camino, con las aguas del Darro corriendo a sus pies. Había trabajado duramente para su Dios, pero ¿qué tenía? Sólo recuerdos… el de Isabel, bella y sensual; el de los seres queridos que habían muerto: su madre, Hamid… Fátima y sus pequeños. Su vida se había centrado en un sueño: unir a dos religiones enfrentadas y demostrar la supremacía del Profeta. ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Quién se lo agradecería? ¿La comunidad que le rechazaba? El segundo paso después de la Turpiana ya estaba dado. ¿Y ahora? ¿Y si no obtenía éxito? ¡Fátima! Los ojos negros almendrados de la muchacha revivieron en su memoria; su sonrisa; su resuelto carácter; la joya de oro colgando entre sus pechos y las noches de amor vividas junto a ella. Hernando no hizo nada por impedir que una lágrima corriese por su mejilla mientras permitía que sus recuerdos volaran hacia Francisco e Inés jugueteando en el patio de la casa de Córdoba, estudiando con Hamid, aprendiendo, riendo o mirándole en silencio, atentos y felices.
¡Necesitaba decirlo! Necesitaba oírse a sí mismo reconociendo la verdad.
—Solo. Estoy solo —murmuró entonces con la voz tomada, al tiempo que tironeaba de las riendas para que Estudiante dejase de morder el verde y emprendiese la marcha de nuevo.
Entretanto, en la casa de Córdoba, Miguel seguía reuniéndose con Rafaela todas las noches, pero las historias que le contaba ya no versaban sobre seres fantásticos, sino que tenían un único protagonista: Hernando, su señor, el apuesto dueño de la casa. Rafaela escuchaba embobada los relatos del joven tullido. Hernando había sido un héroe, había salvado a muchachas durante la guerra, había luchado y sobrevivido a numerosos peligros. Casi lloró cuando Miguel le contó las muertes de su esposa y de sus hijos a manos de unos crueles bandidos… Y él sonreía con cierta tristeza, al ver cómo aquella joven, casi sin darse cuenta, poco a poco, iba sintiéndose cautivada por el protagonista de sus relatos.
Hernando había decidido no permanecer en Granada más tiempo del que necesitara para hacer entrega de los plomos. Después de siete años de estudio y de trabajo, en el mismo momento en que hubo puesto su obra a disposición de don Pedro, Luna y Castillo, quienes le esperaban en la casa de los Tiros, le asaltaron las dudas acerca de la posible efectividad de sus esfuerzos y trabajo.
Los tres hombres tomaron los medallones con solemnidad y fueron pasándoselos de mano en mano, enfrascados en su contenido. Hernando los dejó hacer, incluso se separó de ellos unos pasos hasta situarse frente a una de las ventanas de la Cuadra Dorada. Se perdió en la contemplación del convento de los franciscanos que se abría frente al palacio de los Tiros. ¿Una fantasía?, se preguntó entonces. El país entero se hallaba invadido por leyendas, mitos y fábulas. Los había leído y estudiado; él mismo llegó a copiar centenares de profecías moriscas, pero todo aquello sólo calaba en las mentes crédulas de un pueblo ignorante, ya fuera cristiano o musulmán, que gustaba de entregarse a todo tipo de sortilegios y hechizos.
Tan sólo hacía unos días, en Jarafuel, a la vista de la Muela de Cortes al otro lado del valle, mientras hablaban del futuro de los moriscos en España, Munir le contó de una profecía que Hernando no conocía y que se hallaba muy extendida por aquellas tierras: creían los lugareños que un día acudiría a liberarles el caballero moro al-Fatimi o Alfatimí, que se hallaba escondido en aquella sierra desde época de Jaime I el Conquistador, hacía más de trescientos años.
—En lo que no se pone de acuerdo la gente —se lamentó el joven alfaquí— es en si el caballero moro es verde o lo que es verde es su caballo; hay algunos que sostienen que ambos son verdes: caballo y caballero.
Un caballero verde de más de trescientos años que acudiría en su salvación… ¡Ingenuos!
Se volvió hacia sus compañeros de la Cuadra Dorada, que examinaban los plomos con detenimiento. Negó con la cabeza antes de volver a mirar a través de la ventana. Los plomos eran algo muy distinto. No se trataba de simples profecías. Los plomos estaban llamados a cambiar el mundo de las creencias religiosas, a minar los fundamentos de la Iglesia cristiana. Obispos, sacerdotes, frailes e intelectuales, hombres doctos e instruidos, se volcarían en su contenido. ¡El asunto llegaría con seguridad hasta la misma Roma! Era algo que jamás había llegado a plantearse mientras trabajaba, dejando volar la imaginación para unir tradiciones, historias y leyendas en torno a la Virgen, entrelazando vidas de santos y apóstoles, moviéndose en la ambigüedad entre una y otra religión, dejando gazapos aquí y allá. ¿Quién era él para cambiar el curso de la historia? ¿Acaso Dios le había iluminado? ¿A él? ¿Al aprendiz de arriero de un humilde pueblo de las Alpujarras? ¡Pedante! ¡Soberbio!, pensó. Entonces recordó cuanto constaba escrito en aquellos pequeños medallones y le pareció zafio, vulgar, simple, equívoco…
—¡Magnífico!
Se volvió sobresaltado.
Don Pedro, Luna y Castillo sonreían. ¡Magnífico! Fue Alonso del Castillo quien lo exclamó; luego los otros dos se sumaron a los elogios. ¿Por qué no podía él compartir su entusiasmo? Les dijo que debían ir a buscar el resto de los plomos que aún restaban en poder de Binilit. Les dijo también que los medallones debían ir acompañados de huesos y cenizas, que él no había podido traer desde Córdoba. Les rogó que, en su nombre, entregaran los escritos sobre los mártires al cabildo catedralicio. Castillo le pidió una vez más la copia del evangelio de Bernabé pero, no, no la tenía. La había destruido cuando le echaron del palacio del duque y no se había molestado en transcribirlo de nuevo; no le pareció lo más importante, y el estudio y la redacción de los plomos le habían ocupado todo su tiempo.