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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (100 page)

BOOK: La mano de Fátima
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En nombre de nuestro señor

Y dígoos que los árabes son una de las más excelentes gentes, y su lengua una de las más excelentes lenguas. Eligiolos Dios para ayudar a su ley en el último tiempo… Como me dijo Jesús, que ya ha precedido sobre los hijos de Israel, los que de ellos fueron infieles… que no se les levantará cetro jamás. Mas los árabes y su lengua volverán por Dios y por su ley derecha, y por su evangelio glorioso y por su Iglesia santa en el tiempo venidero.

Libros plúmbeos del Sacromonte:
El libro de la historia de la verdad del evangelio

(ed. de M. J. Hagerthy)

58

Córdoba, enero de 1595

El día había amanecido frío y encapotado, y Hernando, que a la sazón tenía ya cuarenta y un años, parecía haberse levantado de un humor tan gris como el cielo que se veía desde el patio. Miguel no podía evitar preocuparse por su señor y amigo: le notaba nervioso, desazonado, invadido por una ansiedad inusual en quien, durante siete años, desde que volvía de montar por las mañanas hasta la madrugada, solía recluirse tranquilamente en una estancia del segundo piso, convertida en biblioteca, donde los libros, los papeles y los escritos se amontonaban en mayor abundancia que las hojas de los árboles sobre el suelo en invierno.

No era sino la culminación de siete años de trabajo lo que originaba la ansiedad que Miguel observaba en Hernando en esos días. Siete años de estudio; siete años dedicado a pensar y urdir una trama que pudiera acercar a las dos grandes religiones: a cambiar la percepción que tenían los cristianos acerca de aquellos que habían señoreado los reinos españoles durante ocho siglos y a quienes ahora despreciaban. Había aprendido incluso latín para poder leer ciertos textos. Lograr el acercamiento entre ambas religiones había sido su único objetivo: había dejado de jugar a las cartas y sólo se permitía acudir de vez en cuando a la mancebía.

—¡Los siete varones apostólicos! —había exclamado un día en el patio, hacía ya tiempo, sobresaltando a Miguel, que trajinaba con los arriates y las cañas donde brotarían las flores en primavera—. Si utilizo esa leyenda como referencia, me encajan todas las piezas, incluso la de san Cecilio de la que me habló Castillo.

El muchacho, enterado de sus manejos desde que oyó cómo Hernando se los confesaba a su madre antes de morir, compartía con indiferencia y bastante escepticismo los planes y progresos de su señor y amigo.

—¿Acaso esperas, señor —le espetó un día en que hablaron del tema—, que yo pueda confiar en algún Dios? ¿Qué Dios es ése, sea el tuyo o el de ellos, que permite que a los niños se les rompan las piernas para obtener unos dineros de más?

Pese a ello, Hernando continuaba buscando en Miguel la posibilidad de exteriorizar sus dudas o sus progresos diarios. Necesitaba comentarlos con alguien, y Luna, Castillo y don Pedro se hallaban a leguas de distancia.

—¿Y quiénes son esos varones apostólicos? —preguntó Miguel en tono de fastidio, aunque sólo fuera por complacerle.

—Según la leyenda que recogen algunos escritos —le explicó Hernando—, son siete apóstoles a quienes san Pedro y san Pablo enviaron a evangelizar la antigua Hispania: Torcuato, Tesifón, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio e Hiscio. Las reliquias de cuatro de ellos ya han sido encontradas y son veneradas en diversos lugares, pero ¿sabes una cosa?

Hernando dejó que la pregunta flotara en el aire. Miguel, apoyado en una de sus muletas mientras con la mano libre agarraba una rama seca, le miró con afecto: los ojos azules de su señor brillaban tanto que se obligó a cambiar de actitud y le mostró los dientes rotos en una sonrisa.

—¿Qué, señor? Dímela.

—Que entre los tres varones apostólicos que todavía faltan por localizar se encuentra san Cecilio, de quien aseguran que fue el primer obispo de Granada. Sólo tengo que utilizar esa leyenda y hacer aparecer los restos de san Cecilio en Granada. ¡Hasta encajaría con el pergamino de la Turpiana! Podría…

—Señor —le interrumpió Miguel, dejando la rama y apoyándose en la segunda muleta—, ¿no sostienen los obispos que quien evangelizó nuestros reinos fue Santiago? Eso hasta yo lo sé, y no has nombrado a Santiago entre los siete.

—Cierto —reconoció Hernando—. Ya sé lo que voy a hacer. ¡Uniré las dos leyendas! —Y tras estas palabras, corrió escaleras arriba, como si pretendiese realizar dicha tarea en ese mismo momento.

Miguel le vio tropezar con un escalón y trastabillar para recuperarse.

—Uniré las dos leyendas —repitió el tullido con sarcasmo acercándose a un arriate de lo que serían preciosas rosas—. Uniré las dos religiones —añadió, como tantas veces había oído decir a Hernando, buscando tallos muertos que cortar—. Sólo hay una cosa que debería unirse —llegó casi a gritar en la soledad del patio—: ¡los huesos quebrados de mis piernas!

Esa gélida mañana de enero, en el patio, mientras oía a Hernando reprender a María, la morisca que les hacía las tareas domésticas, Miguel recordó esas palabras que había pronunciado en un arrebato de decepción. Al contemplar ese mismo arriate, que el año anterior había florecido y llenado el patio de aromáticas rosas, tuvo por un instante la sensación de que la naturaleza se burlaba de él. ¿Por qué todo renacía con belleza excepto sus piernas? Nunca a lo largo de toda su vida había odiado tanto su invalidez como le había ocurrido durante el último mes, al darse cuenta de que su vecina, Rafaela, turbada, posaba sus ojos inocentes en aquellas piernas deformes. La muchacha carecía de la más mínima picardía, y no conseguía evitar ciertas miradas de soslayo hacia ellas; luego, azorada, balbuceaba y desviaba la atención hacia su rostro.

Aunque llevaba mucho tiempo viéndola entrar y salir de la casa de al lado, no se había fijado en ella hasta unas cuantas semanas atrás. Era de noche, Córdoba estaba en silencio y él había acudido a las cuadras a comprobar cómo se aclimataba el nuevo potro que les acababa de traer Toribio desde el cortijo. Cinco años atrás Hernando, al ver que Volador envejecía, se había decidido a arreglar el cortijillo de Palma del Río con la idea de cruzar a Volador con algunas yeguas de desecho que compró en las caballerizas reales. Allí también contrató a un jinete: Toribio, quien desde entonces, con más o menos acierto, se encargaba de la doma de los potros. Cuando los creía domados, los hacía llegar a las cuadras de la casa de Córdoba.

Aquella noche Miguel bajó a ver un potro que se llamaba Estudiante y era hijo, igual que César —el otro caballo que tenían estabulado en las cuadras de la casa—, de Volador y de una yegua de color fuego. Hernando estaba preocupado por los potros; por eso Miguel acudía a las cuadras con asiduidad, a cualquier hora. Lo cierto era que los animales no estaban bien domados al pesebre; eran ariscos y desconfiados y en cuanto se les montaba quedaba claro que tampoco su doma de silla había sido correcta, sino violenta y carente de arte. Toribio no tenía sensibilidad, tuvo que reconocerle un día Hernando a Miguel. Sin embargo, todos aquellos defectos consiguieron que el morisco se acercase de nuevo a los caballos para tratar de corregirlos, labor a la que dedicaba las mañanas. A partir de ese momento, Miguel percibió que su señor recuperaba su apetito y que el aire de las dehesas por las que cabalgaba hacía desaparecer el tono macilento de su rostro, fruto de tantas horas de encierro en la biblioteca.

La noche que conoció a Rafaela, Miguel había ido a comprobar que Estudiante permanecía tranquilo al lado de César. Luego giró sobre sus muletas, dispuesto a volver a su dormitorio, cuando el sonido apagado de unos sollozos le detuvo. ¿Acaso lloraba su señor? Aguzó el oído y alzó la vista hacia la biblioteca en la que Hernando continuaba trabajando; la luz de las lámparas se colaba por la ventana que daba al corredor sobre el patio. Desechó la idea. El llanto provenía del lado opuesto, donde las cuadras lindaban con el patio de la casa vecina, la del jurado don Martín Ulloa. Estuvo a punto de retirarse sin darles mayor importancia, pero aquellos suspiros de tristeza le hicieron pensar en los sollozos de sus hermanos durante las noches: reprimidos para que no los escuchasen sus padres, apagados por el miedo de suscitar nuevos golpes. Miguel se acercó al muro de separación. Alguien lloraba con tristeza. Los sollozos, que ahora se le presentaron con nitidez, imploraban al cielo igual que lo habían hecho los de sus hermanos… Y los suyos propios.

—¿Qué te pasa? —Presentía que era una joven. Sí, sin duda. Se trataba del llanto de una muchacha.

Nadie contestó. Miguel oyó cómo alguien sorbía los mocos, esforzándose por acallar unos gemidos que, a su pesar, se trocaron en hipidos incontenibles.

—No llores, niña —insistió Miguel al otro lado del muro, pero fue en vano.

Miguel alzó la vista al cielo estrellado de Córdoba. ¿Qué edad tendría en aquel entonces su hermana ciega? La última vez que la vio debía de contar cinco o seis años: los suficientes como para darse cuenta de que su vida era diferente de la de los demás niños que reían por las calles. Miguel susurró a la muchacha las mismas palabras que le había dicho a su hermana, años atrás, en la oscuridad del húmedo y nauseabundo cuartucho que compartían con sus padres:

—No llores, mi niña. ¿Sabes? Érase una vez una niña ciega —empezó a contarle entonces, recostándose contra el muro y recordando con melancolía, palabra a palabra, la primera historia que inventó para su hermana pequeña—, que con los brazos extendidos al aire daba muchos saltos para tocar ese maravilloso cielo estrellado que todos decían que estaba por encima de sus cabezas y que ella no podía ver…

Así, hablaron varias noches seguidas a través del muro: Miguel, con sus historias, arrancando sonrisas que no alcanzaba a ver, mientras aquella muchacha se dejaba mecer por una voz que durante un rato le hacía olvidar sus desdichas.

—Tú eres el… —susurró una noche.

—El cojo —afirmó Miguel con un suspiro de tristeza.

Por fin, varios días después, se conocieron. Miguel la invitó a ver los potros; había llegado a contarle mil historias sobre ellos. Rafaela salió subrepticiamente de su casa por una antigua portezuela que casi no se utilizaba y que daba al callejón que moría en el portón de salida de las cuadras de Hernando. Miguel apretó los labios y la esperó erguido sobre sus muletas. Pese a que sólo tenía que cruzar dos pasos, ella llegó a las cuadras embozada en una capa negra. Miguel nunca la había visto tan de cerca: la muchacha debía de rondar los dieciséis o diecisiete años; tenía largos cabellos castaños que le caían sobre los hombros, una mirada dulce y una nariz pequeña sobre labios finos. Esa noche, por fin, cara a cara, ella le contó el porqué de sus sollozos. Su padre, el jurado don Martín Ulloa, no tenía dinero para dotar a sus dos hijas y al mismo tiempo costear los gastos de sus dos pretenciosos hijos varones.

—Se creen hidalgos —comentó Rafaela con resquemor—, y no son más que los hijos de un fabricante de agujas cuyo padre consiguió con malas artes una juraduría. Mi padre, mis hermanos, mi madre incluso, actúan como si fueran nobles de cuna.

Por ello, don Martín había decidido que la primogénita, la tímida y seria Rafaela, que no parecía ser capaz de atraer a un buen partido, ingresase en un convento; así él podría concentrar la dote en una sola de sus hijas, la pequeña, más agraciada y, según todos, más coqueta. Pero el jurado tampoco tenía dinero para donar a las órdenes de religiosas con las que negociaba el ingreso de su hija, y Rafaela veía que iba a terminar encerrada, en calidad de vulgar criada, al servicio de las monjas más pudientes: la única salida que se le presentaba a una piadosa joven cristiana soltera y sin recursos.

—Oí cómo lo comentaban mi padre y mis hermanos. Mi madre estaba presente, pero callada, sin oponerse a ese mercadeo. Si cualquiera de ellos ahorrase en sus fatuos dispendios… ¡Me tratan como a una apestada!

Odiando sus piernas deformes, noche tras noche, Miguel se sorprendió al observar que los ariscos potros se dejaban acariciar por Rafaela, entregados a sus dulces susurros y caricias hasta que una noche, por primera vez en su vida, con la muchacha sentada frente a él, sobre la paja, le fallaron las palabras con las que acostumbraba a urdir sus historias; sólo deseaba acercarse a ella y abrazarla, pero no se atrevía; ¿cómo hacerlo con aquellas piernas? Cuando volvió a quedarse a solas, meditó durante el resto de la noche. ¿Qué podía hacer él por aquella desgraciada joven que merecía un destino mejor?

59

Los ángeles dijeron a María: Dios te ha escogido, te ha dejado exenta de toda mancha, te ha elegido entre todas las mujeres del universo.

CORÁN 3,42

Una mañana de aquel enero de 1595, Hernando se dispuso a ensillar a Estudiante.

—Me voy a Granada —anunció a Miguel. —Señor, ¿no sería mejor que montases a César? —sugirió éste—. Está más…

—No —le interrumpió Hernando—. Estudiante es un buen caballo y le vendrá bien el viaje. Tendré tiempo para enseñarle y entrenarle. Además, así me distraeré durante el camino.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

Hernando le miró con la cabezada en la mano, dispuesto a ponerle el freno a Estudiante, y sonrió.

—¿No eres tú el que sabes cuándo vuelven o no vuelven los animales y las personas? —le dijo, tal y como acostumbraba a hacer cada vez que salía de viaje.

Miguel esperaba aquella réplica.

—Bien sabes que contigo no me sirve, señor. Hay cosas que hacer, decisiones que tomar, cobrar a los arrendatarios, y necesito saber…

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