Authors: Ildefonso Falcones
—Pero tu dinero… —exclamó Hernando, sorprendido—. ¡Ahí debe de haber una fortuna!
—Sí, la hay. Olvídate de lo que has venido jugando aquí por las noches. Eso es otro mundo. Si cuentas en reales te descubrirán… y contigo, a mí. Son escudos de oro; eso es lo que se mueve en cada mano. Tienes que convencerte de que un escudo de oro no tiene más valor que el de una blanca. ¿Te ves capaz?
Hernando no dudó:
—Sí.
—Es peligroso. Eso es lo primero que quiero que comprendas. Nadie debe saber de nuestra amistad.
La partida se organizó en la casa de un rico mercader de paños tan soberbio y pedante como temerario a la hora de apostar a los naipes.
Ya anochecido, Hernando recorrió nervioso la escasa distancia que separaba la posada del Potro de la calle de la Feria, donde vivía el mercader, agarrado a la abultada bolsa de dinero y pensando en las instrucciones que le había proporcionado Pablo Coca. Debían sentarse el uno delante del otro para que Hernando pudiera llegar a ver el lóbulo de su oreja. Apostaría fuerte incluso en el supuesto de que Coca no le hubiera hecho señal alguna; no podía ser que sólo lo hiciera en el momento de ganar.
—Procura no hablarme más que a los otros —le instruyó también—, pero mírame directamente, como a los demás jugadores, como si pretendieras adivinar mi juego por mi semblante. Piensa que no jugaré por mí, sino por ti y que, si tenemos suerte y usan nuestras barajas, conoceré los naipes; en otro caso, sólo podré ayudarte con los míos. Juega con decisión pero no pienses que son tontos; saben lo que se hacen y por lo general usan de tantas fullerías como cualquiera de los que frecuentan las casas de tablaje. Pero por encima de todo recuerda siempre una cosa: el honor de esta gente los lleva muy rápido a echar mano a su espada, y tratándose de partidas prohibidas, existe un pacto de silencio si alguien hiere o mata a otro.
Un criado acompañó a Hernando a un salón bien iluminado y lujosamente adornado con tapices, guadamecíes, muebles de madera brillante y hasta un gran cuadro al óleo en el que se representaba una escena religiosa que llamó la atención del morisco. En la estancia ya se hallaban presentes ocho personas, en pie, que charlaban en voz baja, emparejados. Pablo estaba entre ellos.
—Señores —el coimero llamó la atención de dos parejas que se hallaban cerca de la puerta por la que acababa de entrar su compañero—, les presento a Hernando Ruiz.
Un hombre grande y fuerte cuya lujosa indumentaria destacaba por encima de todas las demás, fue el primero en tenderle la mano.
—Juan Serna —lo presentó Pablo—, nuestro anfitrión.
—¿Traéis dinero con vos, señor Ruiz? —inquirió socarronamente el mercader mientras se saludaban.
—Sí… —titubeó Hernando ante alguna carcajada por parte de los jugadores que se habían acercado.
—¿Hernando Ruiz? —preguntó en ese momento un anciano de hombros hundidos, vestido completamente de negro.
—Melchor Parra —dijo Pablo, presentándole—, escribano público…
El anciano hizo al coimero un autoritario gesto con la mano para que callase.
—¿Hernando Ruiz —repitió—, cristiano nuevo de Juviles?
Hernando evitó mirar a Pablo. ¿Cómo sabía aquel anciano que era morisco? ¿Querrían jugar con un cristiano nuevo?
—¿Cristiano nuevo? —oyó que se interesaba otro de los jugadores que se habían acercado a saludarle.
—Sí —afirmó entonces—, soy Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles.
Pablo trató de intervenir, pero el mercader se lo impidió.
—¿Tienes dinero? —volvió a preguntar como si el hecho de que fuera morisco le importase poco.
—A fe mía que sí, Juan —saltó el anciano cuando Hernando pretendía mostrar su bolsa—. Acaba de heredar un legado del duque de Monterreal, a quien Dios tenga en su gloria. Yo mismo abrí y leí el testamento unos días antes del funeral. Don Alfonso de Córdoba efectuó una manda de bienes ajenos al mayorazgo. A mi amigo Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, a quien le debo la vida, decía. Lo recuerdo como si lo estuviera leyendo ahora mismo. ¿Vienes a jugarte tu herencia? —terminó preguntando con cinismo.
Aquella noche en casa del mercader de paños, Hernando no logró concentrarse en los naipes. ¡Una herencia! ¿De qué se trataría? El escribano no se lo dijo y él tampoco tuvo oportunidad de hacer un aparte para preguntárselo puesto que, con su llegada, Juan Serna dispuso que se iniciase el juego de inmediato. Pablo Coca se sentó a la mesa con semblante de preocupación; Hernando ni siquiera buscó un lugar enfrentado a él y tuvo que ser el coimero quien se las arreglase para que pudieran jugar el uno delante del otro. Sin embargo, mano tras mano, Coca empezó a relajarse: Hernando jugaba distraído, apostaba fuerte y perdía algunos lances pero machacaba mecánicamente la mesa tan pronto como percibía el movimiento del lóbulo de la oreja de su cómplice. La partida se prolongó durante toda la noche sin que nadie llegara a sospechar del juego cruzado entre ambos. Los desplumaron a todos. Serna, igual que el escribano, perdió casi quinientos ducados que pagó en oro a Hernando, exigiendo con caballerosidad mal disimulada la revancha. Los demás jugadores, Pablo incluido, le pagaron sumas menos importantes pero de consideración. Un joven pretencioso, hijo de la nobleza, que durante la noche llegó a insultar a un Hernando imperturbable, perdido en sus propias elucubraciones acerca de la herencia, se tragó el orgullo poniendo encima de la mesa su espada de empuñadura trabajada en oro y piedras preciosas, y su anillo grabado con el escudo de armas de la familia.
—Firma un papel conforme son míos —le exigió el morisco al percatarse de que el ofendido joven hacía ademán de dar la espalda a la mesa.
El viejo escribano también se vio obligado a firmar un papel, pero en este caso de reconocimiento de deuda a favor de Hernando, puesto que no le alcanzaba el dinero que traía en la bolsa y le habían permitido jugar al fiado. Lo hizo con mano temblorosa. Renegaba por la pequeña fortuna que acababa de dejarse en la mesa y rogaba tiempo para satisfacer su deuda. Hernando dudó. Sabía que los compromisos de pago derivados del juego no eran legales y que ningún juez los ejecutaría, pero Pablo le hizo un casi imperceptible gesto para que consintiera. Pagaría, el escribano pagaría.
Salieron de la casa de la calle de la Feria. El sol brillaba y los cordobeses ya trajinaban por las calles. Hernando, escoltado a una distancia prudencial por dos vigilantes de la coima, armados, que Pablo tuvo la precaución de apostar a la puerta ante la previsión de importantes ganancias, siguió los pasos del viejo escribano. Le dio alcance cerca de la plaza del Salvador.
—No habéis tenido una noche afortunada, don Melchor —le comentó mientras acompasaba su caminar al del disgustado escribano. El anciano masculló unas palabras ininteligibles—. Me hablasteis de un legado a mi favor.
—Tendrás que aclararte con la duquesa y los comisarios de la herencia nombrados por don Alfonso, que en paz descanse —soltó el escribano de malos modos.
Hernando lo agarró del antebrazo, lo obligó a detenerse e incluso lo volvió hacia él con violencia.
Un par de mujeres que se cruzaron con ellos los miraron sorprendidas antes de continuar su camino cuchicheando. Los vigilantes de Pablo Coca se acercaron.
—Mirad, don Melchor, haremos otra cosa: vos arreglaréis mi situación y con prontitud, ¿entendéis?, puesto que en caso contrario no esperaré el plazo de gracia que habéis solicitado. Si lo hacéis así, yo os devolveré vuestro compromiso de pago… gratuitamente.
Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticias dellos, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera, si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba, en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas, y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mismo don Quijote con diferentes epitafios de su vida y costumbres.
Miguel de Cervantes por boca de Cide Hamete Benengeli, morisco.
El
Quijote
, primera parte, capítulo LII
Una casa patio en el barrio de Santa María, cerca de la catedral, en la calle Espaldas de Santa Clara y una serie de hazas de regadío próximas a Palma del Río, alrededor de un cortijillo abandonado, que rentaban cerca de los cuatrocientos ducados anuales, más tres pares de gallinas, quinientas granadas y otras tantas nueces, tres fanegas de aceitunas que cada invierno le traían unos u otros arrendatarios, ciruelas y una cantidad semanal de hortalizas de invierno o de verano. Tal fue la manda que, entre otras pías para el pago de la dote a favor de doncellas casaderas sin recursos, o para la redención de cautivos, dispuso don Alfonso de Córdoba en favor de quien le había salvado la vida en las Alpujarras. Melchor Parra y los comisarios de la herencia del duque le entregaron su legado sin más problema que la envidia y los insultos que con cierto sarcasmo le trasladó el escribano y que, a su decir, habían salido de boca de la retahíla de cortesanos a los que ni siquiera les había tocado una blanca en la herencia, que eran todos.
—Parece que ninguno de ellos te tiene simpatía —le dijo el escribano sin esconder su satisfacción, mientras el morisco procedía a la firma de sus títulos de propiedad.
Hernando no contestó. Terminó de firmar y se irguió frente al anciano. Buscó el reconocimiento de deuda en el interior de sus ropas y en presencia de los comisarios de la herencia se lo entregó.
—Es un sentimiento recíproco, don Melchor.
Tras pasar cuentas con Pablo, que se encaprichó de la espada y el anillo del joven noble, perdonar el crédito del escribano y devolver los cien ducados a don Pedro de Granada Venegas, a Hernando le restaba una buena cantidad de dinero hasta que empezase a disfrutar de su nueva casa y de sus rentas.
La vida volvía a tomar un giro inesperado.
—Está arrendada, señor —se lamentó Miguel, los dos parados frente a la casa patio en la calle Espaldas de Santa Clara, después de que su señor le ordenó que dispusiese lo necesario para trasladar a su madre y a Volador a su nuevo domicilio—. Deberéis esperar a que finalice el contrato de alquiler.
—No —afirmó Hernando con contundencia—. ¿Te gusta? —Miguel silbó por entre sus dientes rotos admirando el magnífico edificio—. Bien, vamos a hacer lo siguiente: cuando me vuelva a la posada, vas y preguntas por la señora de la casa. La señora, Miguel, ¿has entendido?
—No me lo permitirán. Creerán que vengo a pedir limosna.
—Inténtalo. Diles que eres el criado del nuevo propietario. —Miguel casi perdió el equilibrio sobre sus muletas al volverse bruscamente hacia Hernando—. Sí. No creo que ni mi madre ni mi caballo pudieran encontrar mejor sirviente que tú. Inténtalo, estoy seguro de que lo conseguirás.
—¿Y si lo consigo?
—Le dices a la señora que a partir de ahora deberá pagar la renta a su nuevo casero: el morisco Hernando Ruiz, de Juviles. Que se entere bien de que soy morisco, y granadino expulsado de las Alpujarras, de los que se alzaron en armas, y de que pese a todo ello, soy su nuevo casero. Repíteselo varias veces si es menester.
Los inquilinos, una acaudalada familia de tratantes en seda, no tardaron una semana en poner la casa patio a disposición de Hernando, una vez confirmaron con el secretario de la duquesa que efectivamente éste era el nuevo propietario. ¿Qué cristiano viejo bien nacido iba a permitir que su casero fuera un morisco?
El patio abierto a la luz del sol; el aroma de las flores que lo inundaban y el agua corriendo sin cesar en su fuente parecieron revivir a Aisha. Algunos días después de que tomaran posesión de la casa, con Miguel atendiendo a la mujer, explicando historias en voz alta mientras saltaba de un lado a otro y cortaba flores que dejaba en el regazo de la enferma, Hernando observó que su madre movía ligeramente la mano.
Las palabras que pronunció Fátima el día en que él se encontró a sus hijos recibiendo clases en el patio de su primera casa, tornaron a su memoria con fuerza: «Hamid ha dicho que el agua es el origen de la vida». ¡El origen de la vida! ¿Sería posible que su madre se recuperase?
Acudió esperanzado a donde se encontraba la curiosa pareja. Miguel narraba casi a voz en grito la historia de una casa encantada.
—Las paredes cimbreaban como cañas al viento… —decía en el momento en que el morisco llegó hasta él.
Hernando le sonrió y después fijó la mirada en su madre, encogida en una silla junto a la fuente.
—Se os va a ir, señor —oyó que le anunciaba el tullido a su lado.
Hernando se giró hacia él con brusquedad.
—¿Cómo…? ¡Pero si está mejor!
—Se va, señor. Lo sé.
Cruzaron sus miradas. Miguel se la sostuvo unos instantes y entrecerró los ojos asegurando su premonición. Negó con la cabeza, levemente, como compartiendo el dolor de Hernando, y continuó con su historia.
—La pared del dormitorio donde dormía la muchacha desapareció por arte de magia, señora María. ¿Os lo imagináis? Un enorme hueco…
Hernando hizo caso omiso a la narración, se acuclilló frente a su madre y la acarició en una rodilla. ¿Sería posible que Miguel fuese capaz de predecir la muerte? Aisha pareció reaccionar al contacto de su hijo y volvió a mover una mano.
—Madre —susurró Hernando.
Miguel se acercó.
—Déjanos, te lo ruego —le pidió Hernando.
El tullido se retiró a las cuadras y Hernando tomó la mano descarnada de Aisha entre las suyas.
—¿Me oyes, madre? ¿Eres capaz de entenderme? —sollozó apretando aquella mano débil—. Lo siento. Es culpa mía. Si te hubiera contado… Si lo hubiera hecho, esto no habría sucedido. Nunca he dejado de luchar por nuestra fe.
Luego relató cuanto había hecho y el trabajo que le había encargado don Pedro; ¡todo aquello que pretendían conseguir!