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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (93 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Por delante del puente encontrarás la gran mezquita sobre la que los cristianos están construyendo su catedral —le había explicado éste antes de que partiera, repitiendo las indicaciones de Fátima, hablándole en castellano para recordarle el idioma que sólo utilizaban para tratar negocios con los cristianos que acudían a Berbería. ¡Y ahora allí estaba!

El hijo de Efraín, del mismo nombre que su padre, perdió el paso ante la monumental estructura que se alzaba por encima del bajo techo de la mezquita, con unos majestuosos arbotantes a la espera de que se construyesen el cimborrio y la cúpula que debían coronar el templo.

—En la fachada principal de la catedral, al otro lado del río, donde se alza el campanario —había continuado su padre—, encontrarás una calle que asciende hasta la de los Deanes y que llega a otra conocida como la de los Barberos para después, algo más arriba, llamarse de Almanzor…

La voz del anciano judío tembló.

—¿Qué sucede, padre? —se preocupó Efraín, adelantando una mano para ponerla sobre su antebrazo.

—Esa zona a la que debes dirigirte —explicó tras carraspear—, es precisamente la antigua judería de Córdoba, de donde nos expulsaron los cristianos no hace todavía un siglo. —La voz del anciano volvió a temblar. Fátima le explicó dónde estaba la casa patio en la que vivían y él escuchó con paciencia a la señora. ¡Cuántas veces había escuchado la descripción de aquellas calles de boca de su abuelo!—. Allí están tus raíces, hijo, ¡respíralas y tráeme algo de ese aire!

La mujer que le recibió en la casa patio no le dio noticia de aquel Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, a quien debía encontrar para entregarle la carta que llevaba escondida bajo su camisa; es más, le echó sin contemplaciones cuando el muchacho insistió en que en esa vivienda había vivido antes una familia morisca.

—¡Ningún hereje ha pisado nunca esta casa! —le gritó, y cerró la puerta que daba al zaguán.

«Si por algún motivo no lo encontrases —le había indicado su padre—, deberás dirigirte a las caballerizas reales. Según la señora, allí seguro que te darán nuevas de él.» Efraín preguntó cómo llegar, desanduvo el camino, pasó por delante del alcázar, residencia del tribunal del Santo Oficio, y llegó a las cuadras.

—No sé de quién me hablas —le contestó un mozo con el que se topó nada más cruzar el portalón de entrada—, pero si se trata de un cristiano nuevo, pregunta en la herrería. Seguro que Jerónimo sabrá de él; lleva muchos años trabajando aquí.

Superado el zaguán de entrada y la nave de cuadras, Efraín se encontró con el picadero central, donde varios jinetes domaban potros. El joven judío se detuvo unos instantes. ¡Qué diferentes eran aquellos caballos de los pequeños árabes de su tierra! Desde el zaguán, el mozo le llamó la atención y le ordenó continuar hacia la herrería. ¿Por qué el tal Jerónimo debía saber de un cristiano nuevo?, se preguntó mientras caminaba en su busca. Encontró la respuesta en la tez oscura y en las facciones árabes del herrador, que lo recibió con una sonrisa que se borró en cuanto supo el motivo de su visita.

—¿Qué quieres de Hernando? —espetó.

Efraín dudó; ¿a qué ese recelo? Entre yunques, el horno encendido, herramientas y barras de hierro, el herrador se irguió ante él cuan grande era, respirando con fuerza a través de su nariz bulbosa.

—¿Lo conoces? —inquirió el joven con firmeza.

En esta ocasión fue el herrador quien dudó.

—Sí —reconoció al fin.

—¿Sabes dónde puedo dar con él?

Jerónimo dio un paso hacia el joven.

—¿Por qué?

—Eso es asunto mío. Sólo te pregunto si sabes dónde puedo encontrar al tal Hernando. Si es así y quieres decírmelo, bien; en caso contrario, no pretendo molestarte, ya lo buscaré en otro lugar.

—No sé nada de él.

—Gracias —se despidió Efraín con la convicción de que el árabe le engañaba. ¿Por qué?

El herrador no estaba dispuesto a dar referencia alguna de Hernando, pero quizá fuera conveniente enterarse de las intenciones del visitante.

—Pero sí sé dónde puedes encontrar a su madre —rectificó.

Efraín se detuvo. «La señora exige que la carta le sea entregada a él personalmente o a su madre. Se llama Aisha. No debes hacerlo a ninguna otra persona», le había advertido su padre.

¿Qué sucedía con aquella familia?, se preguntaba Efraín cuando llegó ante la puerta de la casa de Aisha, en una callejuela estrecha del barrio de Santiago, en el extremo opuesto de la ciudad. Era evidente que Jerónimo le había mentido; sus ojos oscuros le delataban, y cuando preguntó por Aisha a unas mujeres que trajinaban con tiestos y flores en el patio del edificio, éstas le miraron con desdén. Efraín era un joven fuerte, probablemente no tanto como el herrador, pero con seguridad más que el morisco que acudió a la llamada de las mujeres. Y estaba cansado. Durante jornadas había caminado desde el puerto de Sevilla, adonde arribó en un barco portugués que había zarpado de Ceuta, y llevaba todo el día de un lugar a otro buscando al tal Hernando Ruiz o a su madre, arriesgándose a que cualquier altercado pudiera originar su detención y poner de manifiesto su condición de judío o la falsificación de su cédula como vendedor de aceites.

—¿Para qué buscas a Aisha? —le preguntó el morisco con desprecio.

¡Ya era suficiente! Efraín prescindió de la prudencia, frunció el ceño y acercó la mano a la empuñadura de la daga que llevaba en su cinto. El morisco no pudo impedir que su mirada siguiera el movimiento de la mano del joven judío.

—Eso no es de tu incumbencia —respondió—. ¿Vive aquí? —El morisco titubeó—. ¿Vive o no vive aquí? —estalló Efraín, haciendo ademán de desenvainar la daga.

Vivía. Dormía allí mismo, a espaldas de donde se encontraba Efraín, en el zaguán. El joven volvió la mirada hacia la manta arrugada que le indicó el morisco con un movimiento de su mentón. Sin embargo, a esas horas la mujer aún no había regresado de la tejeduría.

Efraín esperó en el callejón que conducía a la casa. Un rato después algo le dijo que la mujer que se dirigía hacia él, despacio, encorvada, con la mirada clavada en el suelo y unas grandes ropas que colgaban de sus hombros caídos, era la persona a la que buscaba.

—¿Aisha? —preguntó cuando la mujer pasaba por su lado. Ella asintió mostrándole unos ojos tristes, hundidos en cuencas amoratadas—. La paz sea contigo —saludó Efraín. La cortesía pareció sorprenderla. El joven judío la vio como un animal indefenso y herido. ¿Qué sucedía con esas personas?—. Me llamo Efraín y vengo desde Tetuán… —le susurró acercándose a ella.

Aisha reaccionó con inusitada energía.

—¡Calla! —advirtió, al tiempo que hacía un gesto hacia el interior del edificio, más allá del zaguán. Efraín se volvió y se encontró con varios rostros atentos a ellos.

Sin articular palabra, Aisha se encaminó hacia el río. Efraín la siguió, tratando de acompasar su marcha a la lentitud de la mujer.

—Vengo… —insistió ya lejos de la casa, pero Aisha le acalló de nuevo con un gesto.

Llegaron al Guadalquivir por la puerta de Martos, delante del molino que pertenecía a la orden de Calatrava. Allí, a la orilla del río, Aisha se volvió hacia él.

—¿Traes noticias de Fátima? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí. Tengo…

—¿Qué sabes de mi hijo, de Shamir? —le interrumpió ella, obligándole a detenerse.

Efraín creyó percibir un destello de vida en aquellos ojos apagados.

—Está bien. —Antes de partir, su padre le había explicado la situación—. Pero poco más sé de él —aclaró—. Te traigo una carta de la señora Fátima. Va dirigida a tu hijo, Hernando, pero también es para ti.

Efraín rebuscó en el interior de sus ropas.

—No sé leer —adujo Aisha.

El joven se quedó con la carta en la mano.

—Dásela a tu hijo y que lo haga él —arguyó acercándosela para que la cogiera.

Aisha dejó escapar una triste sonrisa. ¿Cómo iba a decirle a su hijo que le había engañado y que Fátima, Francisco e Inés vivían?

—Léela tú.

Efraín dudó. «A Hernando o a su madre», recordó. De fondo se oía el incesante ruido de las piedras del molino que machacaba el grano al paso del agua del Guadalquivir.

—De acuerdo —cedió y rasgó el sello lacrado—. Amado esposo —leyó después—. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo…

El sol iniciaba su ocaso, delineando ambas siluetas a orillas del río. Concentrado en la lectura, Efraín no pudo captar la sonrisa de Aisha en el momento en que la misiva contaba la muerte de Brahim, desangrado como un puerco. El joven judío tuvo que carraspear en repetidas ocasiones mientras leía el relato del asesinato que tan detalladamente aparecía escrito con la familiar letra de su padre.

Tu hijo está bien —proseguía la carta dirigida a Hernando—. Se ha hecho un hombre inteligente y se ha curtido en el corso contra los cristianos. ¿Cómo se encuentra tu madre? Confío que la fuerza y el valor con que me cuidó y apoyó le hayan servido para superar todas las pruebas a las que Dios nos ha sometido. Dile que Shamir también es ya todo un hombre y, además, es ahora rico y poderoso tras la muerte de su maldito padre. Ambos, valientes y soberbios, en nombre del único Dios, del verdadero, del Fuerte y Firme, del que hace vivir y morir, surcan los mares luchando y dañando a los cristianos, aquellos que tantos males nos han originado. Inés crece sana. Amado esposo: ignoro qué es lo que te dijo tu madre acerca del secuestro de tu hijo, de Inés y de tu esclava, que soy yo, pero debo suponer que te contó que habíamos muerto, porque, de no ser así, estoy convencida de que habrías venido a por nosotros. Los muchachos no alcanzaron a saberlo nunca y esperaron mucho tiempo tu llegada. Dudé si decírselo, pero decidí que esa posibilidad, esa esperanza, los ayudaría en un camino que se les presentó cruel y difícil. Hoy ya es tarde para hacerlo. Tú mismo podrás decírselo y te perdonarán, seguro, como confío en que perdones a tu madre; fui yo quien le pedí que lo hiciera así, que impidiera que nos siguieras hasta este nido de corsarios donde Brahim te esperaba con todo un ejército para matarte.

Efraín tuvo que interrumpir su lectura ante los sollozos de Aisha. Evitó mirar a la mujer, sobrecogido ante un dolor que ella no hacía nada por esconder.

—Continúa —le instó Aisha, con voz temblorosa.

Hernando, tenemos muchas noches que recuperar —leyó el judío—. Tetuán es nuestro paraíso. Aquí podemos vivir sin problemas y en la verdadera fe, sin escondernos de nada ni de nadie. Con todo, ignoro si habrás contraído nuevo matrimonio. No te lo reprocho, sería comprensible. En ese caso acude con tu nueva esposa y tus hijos si los tienes. Como buena musulmana que estoy segura de que lo será, tu esposa comprenderá y aceptará la situación. Trae también a Aisha: Shamir la necesita. ¡Todos os necesitamos! Que Dios guíe al portador de ésta, te encuentre con salud y te devuelva a mis brazos y a los de tus hijos.

Aisha se mantuvo quieta durante un largo rato, con la mirada perdida en las aguas ya casi negras del Guadalquivir.

—Así termina la carta —añadió Efraín ante su silencio.

—¿Espera respuesta? —Aisha se encaró con el joven.

—Sí —titubeó Efraín ante su actitud—. Eso me han dicho.

—Tampoco sé escribir…

—Tu hijo…

—¡Mi hijo ya no escribe en árabe! —replicó Aisha, con la voz tomada por el rencor—. Recuerda bien lo que voy a decirte y trasládaselo a Fátima: el hombre al que amó ya no existe. Hernando ha abandonado la verdadera fe y ha traicionado a su pueblo; nadie de los nuestros le habla ni le respeta. Su sangre nazarena ha vencido. En las Alpujarras ayudó a los cristianos y, a escondidas, salvó algunas de sus miserables vidas. Ahora vive en el palacio de un noble cordobés, uno de los que mató a tantos de los nuestros, como uno más de ellos, entregado al ocio. En lugar de copiar ejemplares del Corán o profecías, trabaja para el obispo de Granada ensalzando a los mártires cristianos de las Alpujarras, aquellos que nos robaban, nos escupían… o nos ultrajaban.

Aisha calló. Efraín la vio temblar, distinguió unas lágrimas que pugnaban por salir de unos ojos enfurecidos y tristes.

—Hernando ya no es mi hijo y no es digno de ti ni de mis nietos —murmuró—. Te lo dice Aisha, aquella que lo concibió violentada, que lo llevó en su seno y que lo parió con dolor…, con todo el dolor del mundo. Fátima, mi querida Fátima, que la paz sea contigo y con los tuyos. —Aisha agarró la carta que todavía permanecía en manos del joven, la rasgó en varios pedazos y, tras acercarse al río, los dejó caer al agua—. ¿Lo has entendido? —preguntó, de espaldas a él.

—Sí. —Efraín tuvo que hacer un esfuerzo para articular el simple monosílabo. Luego tragó la poca saliva que le quedaba en la boca—. Y tú, ¿qué harás? La carta decía…

—Ya no me quedan fuerzas. Dios no puede pretender que inicie un camino tan largo. Vuelve a tu tierra y transmítele mi mensaje a Fátima. Que Dios te acompañe.

Luego, sin ni siquiera mirarle, dio media vuelta y se alejó, con paso muy lento, recorriendo el mismo camino que un día anduvo con Hernando, junto al río que se había tragado a Hamid.

Varios días antes del 18 de octubre, festividad de San Lucas, los alguaciles de Córdoba fijaron carteles por toda la ciudad en los que se anunciaba la gran rogativa por el retorno de los navíos de la armada de los que todavía no se tenía noticia. ¡Aún faltaban setenta por llegar! Al mismo tiempo, pregoneros del cabildo municipal leyeron en los lugares más concurridos el bando por el que se convocaba a todos los cordobeses a acudir a la procesión, confesados y comulgados, cada cual con su cruz, su disciplina o su fuego. La comitiva debía salir de las puertas de la catedral, una hora después del mediodía, por lo que los cordobeses dedicaron la mañana a confesarse y comulgar como si fuese Jueves Santo.

En el palacio del duque de Monterreal, doña Lucía, sus hijas y su hijo pequeño se hallaban dispuestos, vestidos de negro riguroso, cada uno con un cirio en las manos. Los hidalgos y Hernando, también de negro, se procuraron hachones para acompañar a la rogativa y empezaron a reunirse en el salón de doña Lucía, a la espera del tañido de todas las campanas de la ciudad. El obispo había ordenado que tocaran hasta las de los conventos y ermitas de la sierra y lugares cercanos. Una macilenta doña Lucía, sentada junto a sus hijos, murmuraba oraciones al tiempo que pasaba las cuentas del rosario; los demás se hallaban sumidos en una tensa espera. Entonces apareció don Esteban, descalzo, desnudo de cintura para arriba, con sólo unos calzones y una gran cruz de madera sobre su hombro sano, se acercó a la duquesa y la saludó con una leve inclinación de cabeza. El viejo sargento impedido mostraba todavía un torso fuerte, surcado por numerosas cicatrices, algunas en forma de simples líneas en su piel, más o menos gruesas y mal cosidas; otras, como la que nacía de su hombro izquierdo, eran surcos que le atravesaban la espalda. Doña Lucía contestó al saludo del sargento, con los finos labios apretados y los ojos repentinamente humedecidos. Al instante, uno de los hidalgos salió de la estancia en busca de otra cruz que portar en la procesión. Los demás se miraron entre sí y al cabo siguieron los pasos del primero.

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