Authors: Ildefonso Falcones
—¡Palomero!
Varios de los jugadores de la tabla, el camarero incluido, levantaron la mirada hacia el recién llegado que así trataba al dueño del garito. Pablo Coca le hizo un gesto para que evitase aquel mote.
—Ahora soy el coimero —susurró—. Debo velar por mi reputación.
—Pablo Coca —murmuró Hernando para sí. Nunca había llegado a saber el nombre de aquel joven capaz de embaucar al jugador más renuente. Los tahúres volvieron a sus apuestas. José Caro, intrigado por la presencia del morisco, lo miraba de reojo—. Tienes un buen garito —añadió—; debe de costarte mucho dinero en sobornos a los justicias y alguaciles.
—Como siempre —rió Pablo—. Ven, deja ese bebedizo de uva, que cataremos un buen vino.
Hernando le acompañó a una zona algo retirada de las tablas, donde, tras una tosca mesa, un hombre, protegido por otros dos malcarados con armas al cinto, hacía cuentas y contaba dineros. Pablo sirvió dos vasos de vino y brindaron.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntó después de entrechocar los vasos.
—Quiero obtener un favor del jugador de la veintiuna… —le confesó Hernando con franqueza.
—¿El camarero del duque? —le interrumpió Pablo—. Es uno de los más blancos que aparecen por aquí. Como no te apresures a hablar con él, le ganarán hasta el último real y no estará muy dispuesto para entender de favores.
Hernando miró hacia la tabla. El camarero estaba pagando una apuesta a la banca. Otro discutía la jugada y se enzarzó a puñetazos con un tercero. Al instante dos hombres acudieron a la mesa, los separaron y los conminaron a calmarse. El morisco no quiso pensar en lo alejado que estaba en ese momento de la ley musulmana: bebiendo, en una casa de juego… ¿Por qué era tan difícil poder ser fiel a sus creencias?
—Si te interesa que esté de buen humor, déjale perder un poco más. Ya te han visto conmigo. Cuando te sientes, cambiarán los tahúres y podrás hacer lo que quieras. ¿Sabes hacer fullerías? ¿Así te has ganado la vida? ¿En Sevilla?
—No. Sé lo que un día, hace muchos años, me contó un buen compañero. —Hernando le guiñó un ojo—. No deben haber cambiado mucho, ¿no? A partir de ahí… que la suerte reparta.
—Ingenuo —sentenció Pablo.
Charlaron durante un buen rato y Hernando le habló sobre su vida. Luego se dirigieron a la tabla en la que el camarero ya casi carecía de resto. Pablo hizo una seña al jugador que estaba sentado a la derecha del camarero, que se levantó para ceder su lugar al morisco. José Caro hizo ademán de hacer lo mismo, pero Hernando se lo impidió poniendo una mano en su antebrazo y obligándole a sentarse.
—A partir de ahora podrás jugar sólo contra el azar —le susurró al oído.
Algunos jugadores de la tabla se levantaron; otros nuevos se sentaron.
—¿Qué pretendes decir? —le contestó el camarero mientras se producía el relevo de jugadores—. He estado bien atento a que no se hicieran fullerías.
—No pretendo molestarte. Lo que intento decirte es que esto no es como jugar con la duquesa, a real la mano. Nunca te sientes delante de un hombre con espejos. —Hernando le señaló con el mentón al del jubón adornado que había permanecido tras él y que, algo apartado de la tabla, recibía sus beneficios de manos del tahúr ganador. Otros jugadores, que habían presenciado en silencio la estratagema, esperaban su parte.
El camarero, irritado, fue a dar un golpe sobre la mesa, pero Hernando le detuvo.
—Nada conseguirás ahora. La partida ha terminado.
—¿Qué pretendes? ¿Por qué me ayudas?
—Porque quiero que te intereses por las mercaderías del maestro tejedor Juan Marco, ¿conoces su establecimiento? —El camarero asintió. Iba a decir algo, pero Hernando no se lo permitió—. No estás obligado a comprar. Sólo pretendo que lo visites.
La tabla se recompuso y nueve jugadores se sentaron a ella. Uno cogió los naipes y se dispuso a repartir, pero Hernando lo detuvo.
—Baraja nueva —exigió.
Pablo ya la tenía preparada. Hernando se hizo con la vieja, que el jugador arrojó con disgusto sobre la mesa, y se la entregó al camarero.
—Guárdala. Luego te enseñaré un par de cosas.
El cambio de baraja desanimó al hombre que iba a repartir y a otro tahúr, que abandonaron la partida. En presencia de Pablo Coca, jugaron a la veintiuna, dos cartas a cada jugador contra otro que tenía la banca; el que se acercara más a veintiún puntos, el as contando uno u once indistintamente, las figuras diez y los demás naipes su valor, ganaba a la banca si lograba acercarse más que ésta al citado número, o si ésta se pasaba. La suerte cambió y el camarero se recuperó de sus pérdidas; incluso invitó a Hernando, que se mantenía sin ganar ni perder, a un vaso de vino.
Fue en un momento en que Hernando dudaba en la cantidad a apostar. Empezaba a estar aburrido de unas cartas anodinas y manoseó su resto. Miró hacia la banca. Pablo estaba tras el tahúr, erguido y serio, controlando el juego, pero el lóbulo de su oreja derecha se movió de forma imperceptible. Hernando reprimió un gesto de sorpresa y apostó fuerte. Ganó. Con una sonrisa, recordó entonces la afirmación del coimero: ¡lo llevaban en la sangre!
—Compruebo que por fin aprendiste del Mariscal —le comentó Hernando al final de la partida, cuando él y el camarero se despedían de Pablo Coca. El morisco había ganado una cantidad considerable; su compañero había logrado resarcirse un poco de sus pérdidas anteriores.
—¿Qué es eso del Mariscal? —intervino José Caro.
Los viejos compañeros cruzaron sus miradas, pero ninguno contestó. Hernando sonrió al simple recuerdo de las constantes y grotescas muecas del joven Palomero cuando trataba de mover el lóbulo de su oreja y le tendió la mano. El camarero hizo lo propio y se adelantó unos pasos.
—No sé si este dinero está bien ganado —aprovechó para decirle Hernando a Pablo mientras sopesaba su bolsa.
—No te tortures. Tampoco creas que ha sido una partida limpia. Todos han intentado una u otra fullería. Lo que pasa es que no eres más que un simple palomo como tu compañero y ni te has enterado. Los tiempos cambian y las trampas son cada vez más complicadas.
—Ahora no debo… —Hernando se volvió hacia el camarero, detenido unos pasos más allá—. Otro día te daré tu beneficio.
—Eso espero. Es la ley de la tabla, lo sabes. Vuelve siempre que quieras. Hace tiempo que el Mariscal y su socio fallecieron llevándose su secreto a la tumba, por lo que la flor de mover la oreja sólo la conocemos tú y yo. Nunca he querido decírselo a nadie ni utilizarla; no habría podido llegar a poseer un garito. Nadie puede pillarnos. Me costó Dios y ayuda aprender su truco —suspiró al tiempo que le señalaba al camarero, que esperaba.
Hernando se despidió una vez más, alcanzó al camarero y los dos se encaminaron a palacio.
—¿Irás a ver al tejedor? —le preguntó al cruzar la plaza del Potro, que presentaba el mismo bullicio que él recordaba.
—Tan pronto como me enseñes las flores de esta baraja.
Córdoba, 1587
Ese año la reina de Inglaterra, Isabel Tudor, «permitió» la ejecución de la de Escocia, la católica María Estuardo. Indignado, y en defensa de la fe verdadera, Felipe II dio el impulso definitivo a su idea de armar una gran flota al mando de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, con la que conquistar Inglaterra y someter a los herejes protestantes. A pesar de la intervención de sir Francis Drake, el intrépido pirata inglés que en abril capitaneó un ataque sorpresa en la bahía de Cádiz, provocando el hundimiento o el incendio de cerca de treinta y seis navíos españoles, y que se mantuvo por la zona interceptando numerosas barcazas y carabelas que transportaban material para la flota del rey español, Felipe II siguió adelante con su proyecto.
La Grande y Felicísima Armada que por designio de Dios, al decir de su embajador en París, debía dirigir el rey Felipe contra los herejes, exacerbó también la religiosidad del pueblo y de la nobleza española, siempre ávida por vencer en nombre de Dios a unos ancestrales enemigos como los ingleses, que además resultaban ser los aliados de los luteranos de los Países Bajos en su guerra contra España. Don Alfonso de Córdoba y su primogénito, que ya contaba veinte años, se prepararon para embarcar junto al marqués de Santa Cruz en la nueva cruzada.
Pero al mismo tiempo que los preparativos para la guerra con Inglaterra, llegaron noticias preocupantes para los moriscos. Desde la junta celebrada en Portugal seis años antes, en la que Felipe II había estudiado la posibilidad de embarcarlos a todos y hundirlos en alta mar, se redactaron varios memoriales que aconsejaban la detención de los moriscos y su posterior envío a galeras. Y en ese año de preparativos bélicos se alzó una de las voces más autorizadas del reino de Valencia, la del obispo de Segorbe, don Martín de Salvatierra, quien, apoyado por algunos personajes de igual parecer, dirigió un memorial al consejo en el que proponía lo que a su entender constituía la única solución: la castración de todos los varones moriscos, ya fueran adultos o niños.
Hernando sintió un escalofrío al tiempo que notaba cómo se le encogían los testículos. Acababa de leer la carta remitida por Alonso del Castillo desde El Escorial, en la que éste le comunicaba el contenido del informe del obispo Salvatierra.
—¡Perros cornudos! —masculló en el silencio y la soledad de la biblioteca del palacio del duque.
¿Serían capaces algún día los cristianos de llevar a cabo tan horrendo acto? «Sí. ¿Por qué no?», se contestaba Castillo en la carta ante esa misma pregunta. Hacía tan sólo quince años que el propio Felipe II, instigador de revueltas y protector de la causa católica en Francia, había reaccionado con entusiasmo al saber de la matanza de la noche de San Bartolomé, en la que los católicos aniquilaron a más de treinta mil hugonotes. Si en un conflicto religioso entre cristianos, aducía el traductor en su carta, el rey Felipe era capaz de mostrar públicamente su alegría y satisfacción por la ejecución de miles de personas —quizá no católicas, pero cristianas al fin y al cabo—, ¿qué misericordia podría esperarse de él si los condenados no eran más que un hatajo de moros? ¿Acaso no había considerado el monarca español la posibilidad de ahogarlos a todos en alta mar? ¿Movería un solo dedo el Rey Católico si el pueblo se levantaba y, siguiendo los consejos de ese memorial, se lanzaba a castrar a todos los varones moriscos?
Releyó la carta antes de arrugarla con violencia. Luego la destruyó tal y como hacía con todas las comunicaciones que recibía del traductor. ¡Castrarlos! ¿Qué locura era aquélla? ¿Cómo un obispo, adalid de aquella religión que ellos mismos tildaban de clemente y piadosa, podía aconsejar esa barbaridad? De repente, su trabajo para Luna y Castillo se le mostró de todo punto intrascendente; los sucesos se les adelantaban a un ritmo vertiginoso, y para cuando Luna hubiera puesto fin a su panegírico acerca de los conquistadores musulmanes, hubiera obtenido la licencia necesaria para su publicación, y por fin el texto llegara a ojos de los cristianos, ya los habrían exterminado de una forma u otra. ¿Y si Abbas y los otros moriscos que eran partidarios de una revuelta armada pudieran llegar a tener razón?
Se levantó del escritorio y paseó por la biblioteca, arriba y abajo, ofuscado, retorciéndose las manos, mascullando improperios. Le hubiera gustado poder comentar esas noticias con Arbasia, pero el maestro había abandonado Córdoba hacía ya unos meses para pintar en el palacio del Viso, contratado por don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Había dejado tras de sí una majestuosa capilla del Sagrario en la que destacaba la para él enigmática figura que se apoyaba en Jesucristo durante la Santa Cena.
—Lucha por tu causa, Hernando —recordaba que le animó, ya montado en una mula, de la mano de un arriero.
¿Cómo luchar contra la propuesta de castrarlos?
—¡Perros hipócritas! —gritó en el silencio de la biblioteca.
¡Hipócrita! Así había descrito Arbasia al propio rey Felipe en uno de sus encuentros. «Vuestro piadoso rey no es más que un hipócrita», le dijo sin ambages.
—Poca gente sabe —le contó después— que el rey Felipe está en posesión de una serie de cuadros eróticos que encargó en persona al gran maestro Tiziano. Tuve oportunidad de ver uno de ellos en Venecia, una obra de arte en la que Venus, desnuda, se aferra lascivamente a Adonis. Son varios los cuadros que pintó para el monarca cristiano, con diosas desnudas en diferentes posturas. «Para que le resulten más agradables a la vista», le escribió el maestro a tu rey. Nunca una mujer cristiana osaría lanzarse sobre su esposo tal cual lo hace la Venus de Tiziano. —Por unos instantes, Hernando dejó vagar sus recuerdos hacia Isabel—. ¿Qué piensas? —le preguntó el pintor al verlo pensativo.
—En las mujeres cristianas —trató de excusarse—. En su situación…
—Vosotros no tenéis en mayor consideración a las mujeres. Sólo son vuestras prisioneras, incapaces de hacer nada por sí mismas, ¿no es eso lo que dijo vuestro Profeta?
Hernando asintió en silencio.
—Sí —reiteró tras pensar en ello—, ambas religiones las han apartado. En eso nos parecemos. Tanto es así, que hasta en la Virgen María convenimos: cristianos y musulmanes creemos en ella en forma similar. Pero es como si el hecho de coincidir en una mujer, aunque sea la madre de Jesús, careciera de importancia…
Hernando detuvo su pesaroso deambular por la biblioteca de palacio al recuerdo de la conversación sostenida con Arbasia. ¡La Virgen María! Aquél era, verdaderamente, un punto de unión entre cristianos y musulmanes. ¿Para qué empeñarse en demostrar la benevolencia de los conquistadores árabes para con los cristianos, como pretendía Luna, si disponían de un elemento de entronque indiscutible para ambas comunidades? ¿Qué mejor argumento que ése? ¡Hasta el evangelio de Bernabé coincidía con la versión que presentaban aquéllos manipulados por los papas y que los cristianos defendían como verdaderos! ¿Por qué no iniciar ese camino de unión que permitiera la convivencia entre las dos religiones a través de la única persona en la que todos parecían estar de acuerdo? España entera vivía una época de devoción mariana rayana en el fanatismo; eran constantes las exigencias a Roma para que declarase dogma de fe la concepción inmaculada de María. Ni siquiera Dios, el mismo para ambas religiones, el Dios de Abraham, podía llegar a suscitar la misma unanimidad: los cristianos lo habían desvirtuado con su doctrina de la Santísima Trinidad.