Authors: Ildefonso Falcones
Cuando se encerraron todos en la Cuadra Dorada, Hernando presentó una arqueta de plomo embreada. La abrió y extrajo de ella solemnemente un lienzo de tela, una pequeña tablilla con la imagen de la Virgen, un hueso y un pergamino que colocó encima de una mesa baja de marquetería.
Los cuatro hombres permanecieron unos instantes en silencio, en pie alrededor de la mesa, con la vista fija en los objetos.
—Encontré un antiguo pergamino —empezó a explicar Hernando—, en el alminar del palacio del duque. Debe de datar de la época de los califas, en el tiempo en el que al-Mansur aterrorizaba la península —sonrió hacia Luna—. Sólo tuve que recortar la parte que estaba escrita para obtener un buen fragmento limpio. —Entonces desdobló el pergamino y agarrándolo por las esquinas superiores, lo mostró a sus compañeros—. Es como un gran tablero de ajedrez —musitó.
En la parte central del pergamino aparecían dos tablas, una encima de la otra. La superior, compuesta por 48 columnas y 29 filas, contenía una letra árabe en cada una de sus casillas; en la inferior, de 15 columnas y 10 filas, con casillas mucho más anchas, se acertaba a leer una palabra árabe en cada una de ellas. Casi ninguna de las letras o palabras, escritas alternativamente en tinta roja o marrón, contenía vocales o signos diacríticos, comprobaron Luna y Castillo al tiempo, inclinándose sobre el pergamino para examinarlo con detenimiento.
—Profecía del apóstol Juan —leyó en voz alta Castillo una introducción escrita en árabe, en el margen superior de las tablas—, sobre la destrucción y juicio de los pueblos y sobre las persecuciones que continuarán después, hasta el día conocido en su exaltado evangelio, descifrada del griego por el letrado y santo sirviente de la fe, Dionisio el Aeropagita. —El traductor se incorporó—. ¡Excelente!, ¿qué dicen las demás inscripciones? —añadió, señalando unas líneas al pie del pergamino y otras en sus márgenes.
—Si se combinan letras y palabras, se puede llegar a deducir una supuesta profecía que san Cecilio tradujo del griego y que le comunicó Dionisio, arzobispo de Atenas, en la que se vaticina el advenimiento del islam, el cisma de los luteranos y los padecimientos que sufrirá la cristiandad, que llegará a disgregarse en multitud de sectas. No obstante, del este arribará un rey que dominará el mundo, impondrá una sola religión y castigará a todos aquellos que la han llenado de vicios.
—¡Bravo! —aplaudió Pedro de Granada.
—¿Y esta firma al pie del pergamino? —señaló Luna.
—La de san Cecilio, obispo de Granada.
—¿Y todo lo demás? —inquirió Castillo haciendo un gesto hacia los demás objetos que reposaban sobre la mesa.
—Según el pergamino, esto es el velo de la Virgen María —señaló el lienzo triangular—, con el que secó las lágrimas de Jesucristo en su pasión; una tablilla de la Virgen y un hueso de san Esteban.
—¡Lástima! —saltó don Pedro—. Los cristianos no tendrán las reliquias de san Cecilio que tanto buscan.
—San Cecilio no podía escribir y aportar un hueso suyo al mismo tiempo —adujo Hernando con una sonrisa.
—Es un velo sencillo —afirmó Castillo palpando la tela. Hernando asintió—. ¿Puedo saber cómo has conseguido todo esto?
—La tablilla la tomé prestada de un exvoto que estaba al pie de un altar dedicado a la Virgen, en Córdoba. Luego, en las dehesas, la envolví en un paño y la introduje en un hoyo con estiércol para que tomase aspecto de antigua…
—Buena idea —reconoció Luna.
—Sé algo de los efectos del estiércol sobre cualquier objeto —explicó Hernando—. En cuanto al hueso y al lienzo… pagué a unos desgraciados del Potro para que exhumaran algunos cadáveres de las fosas comunes del campo de la Merced, hasta que me hice con un lienzo y un hueso limpio…
—¿Podrían reconocerte? —le interrumpió Castillo.
—No. Era de noche y en todo momento fui embozado. Pensaron que lo quería para brujería. Nadie puede relacionarlo con nuestro proyecto. ¡Salí cargado de huesos!
—¿Y ahora? —planteó don Pedro.
—Ahora —contestó Castillo—, debemos encontrar la forma de hacer llegar nuestro primer mensaje a los cristianos. Entiendo que éste no es más que el primer paso de un plan mucho más ambicioso, ¿no es así? —Hernando asintió a las palabras del traductor—. Veremos cómo reacciona la Iglesia ante su venerado obispo y patrón de Granada manifestándose en árabe…
—Y ante la profecía —añadió Hernando.
—La profecía la interpretarán a su conveniencia. No te quepa duda.
—Me recomendaste que fuera ambiguo —se quejó entonces.
—Sí. Es imprescindible. Lo importante es sembrar la duda. Habrá quien lo interprete a favor de la Iglesia, pero habrá otros que no lo entiendan así y se entablarán discusiones. En estas tierras somos muy dados a ello. Sólo es necesario que uno diga una cosa para que el otro sostenga lo contrario, aunque sea para ganar protagonismo. Con toda seguridad, Miguel y yo seremos llamados a traducir el pergamino; ya nos ocuparemos nosotros de hacerlo a nuestra conveniencia. Si fuésemos precisos y mandáramos un mensaje claro a favor del islam, lo tacharían de hereje desde un principio y no habría lugar a la discusión; hay mucha gente que sabe árabe. Ese mensaje, el contenido en el evangelio que has descubierto… Por cierto, ¿lo has traído? Me gustaría leerlo.
—No, lo siento —se excusó Hernando—. Todavía no he terminado de transcribirlo y prefiero no correr riesgos con el original.
—Haces bien. Bueno, como os decía, ese mensaje, la Verdad, debe llegar en el momento en que hayamos sembrado las mayores dudas posibles; debemos preparar concienzudamente su aparición. El problema sigue siendo qué hacer con esto. —Castillo señaló los objetos depositados sobre la mesa—. ¿Cómo esconderlos para que los cristianos los encuentren?
—Están derribando la Torre Vieja, la Turpiana —apuntó don Pedro.
—Sería el lugar idóneo para nosotros —asintió Luna—: el antiguo alminar de la mezquita mayor.
—¿Cuándo? —terció Castillo.
—Mañana es la festividad del arcángel Gabriel —sonrió Hernando.
Los cuatro se miraron. Gabriel era Yibril, el ángel más importante para los musulmanes, el que se encargó de transmitir al Profeta la palabra revelada.
—Dios está con nosotros. No hay duda —se felicitó don Pedro.
Castillo buscó con qué escribir, luego pidió permiso a Hernando, que se lo concedió con un gesto de la mano, y añadió unas frases en latín y castellano al pergamino, en las que entre otras cosas se ordenaba esconderlo en lo alto de la Torre Turpiana.
Los demás lo observaban en silencio.
—Más incógnitas para los cristianos —anunció al terminar, entre soplo y soplo sobre la tinta para que se secase—. Mañana por la noche, iremos a la torre.
Igual que sucedía con la Turpiana, el cuerpo del campanario de la iglesia de San José, en el Albaicín, había sido el alminar de la más antigua de las mezquitas de Granada, la Almorabitin, pero a diferencia de lo que estaba ocurriendo con la Turpiana, en este caso se había procedido al derribo de la mezquita y se mantuvo su alminar. Amaneció un día que presagiaba sol y calor. Hernando madrugó y merodeó por los alrededores del templo. La noche anterior, antes de retirarse, en un aparte con don Pedro, le había preguntado sobre el oidor don Ponce de Hervás: quería saber si sus amoríos con Isabel habían tenido alguna consecuencia.
—Ninguna —contestó el noble—. Tal como te anuncié, el juez no va a provocar ningún escándalo. Puedes estar tranquilo.
Hernando se recreó en la composición que formaba la desigual sillería y las lajas de piedra dispuestas en dibujos almohadillados del alminar. Una maravillosa ventana en arco de herradura, manifiestamente musulmana, que se conservaba en una de sus paredes, captó su atención. Trató de imaginar tiempos pasados, cuando los musulmanes eran llamados a la oración desde aquel alminar, y estuvo a punto de no reconocer a dos mujeres que, entre los feligreses, abandonaron la iglesia una vez finalizada la misa. Sin embargo, el pelo rubio de Isabel refulgía bajo el sol incluso entre los delicados bordados de la mantilla negra que cubría su cabeza y enmarcaba su rostro. Hernando sintió un escalofrío al verla moverse, orgullosa, altiva, inaccesible. Doña Ángela andaba a su lado, vigilante y malcarada. Ninguna de las mujeres se fijó en él; las dos caminaban en silencio, mirando al frente. Permaneció oculto en el quicio de una de las pequeñas puertas de una casa morisca y las vio descender en dirección al carmen. La noche anterior, la visión de una iluminada Alhambra había dado alas a una renacida pasión. Con los ojos puestos en Isabel, las siguió a cierta distancia, entre la gente. ¿Qué podía hacer? Doña Ángela no le permitiría hablar con Isabel y cuando llegara al carmen ya no podría ni acercarse a ella. Se cruzó con cuatro mocosos que holgazaneaban en la calle. Extrajo un real de su bolsa y lo mostró; los muchachos le rodearon de inmediato.
—¿Veis a aquellas dos mujeres? —señaló Hernando, procurando que ninguna de las personas que deambulaban a su alrededor se percatase de sus intenciones—. Quiero que corráis hacia ellas y tropecéis con la más baja de las dos. Luego la distraéis durante un buen rato. A la otra ni rozarla, ¿entendido?
Los cuatro asintieron al tiempo y tal como el mayor de ellos agarró el real, salieron corriendo sin necesidad de trazar plan alguno. Hernando se apresuró calle abajo, sorteando a hombres y mujeres y planteándose si no se habría excedido; la prima del oidor era una persona mayor…
El grito de una mujer resonó en el callejón cuando doña Ángela salió despedida hasta caer de bruces, cuan larga era, sobre la tierra. Hernando meneó la cabeza. ¡Ya no tenía solución! Los mocosos no tuvieron necesidad de distraer a doña Ángela: un corro de viandantes se formó en derredor de las mujeres mientras los chavales escapaban a las imprecaciones y a algún que otro pescozón. Se acercó al grupo; dos personas trataban de ayudar a doña Ángela a levantarse; otras miraban y un par de hombres hacían aspavientos hacia los muchachos, ya lejos. Isabel estaba inclinada sobre doña Ángela. Mientras la accidentada era izada por las axilas, Isabel pareció presentir que alguien la observaba, así que se irguió y miró entre la gente hasta que dio con Hernando, situado justo enfrente de ella, entre un hombre y una mujer que se habían detenido a contemplar la escena.
Se miraron con intensidad. Isabel resplandecía. Hernando dudó entre sonreír, lanzarle un beso, rodear el corro para agarrarla del brazo y llevársela de allí o sencillamente gritar que la deseaba. Pero no hizo nada. Ella tampoco. Mantuvieron sus ojos fijos el uno en el otro hasta que doña Ángela logró sostenerse en pie sin ayuda. Hernando se distrajo al observar cómo una mujer se empeñaba en frotar el vestido de la prima del oidor para limpiarlo de arena mientras ésta rechazaba la ayuda, como si tuviera prisa por escapar de la situación. Al mirar de nuevo hacia Isabel, la encontró con los ojos llorosos; su mentón y su labio inferior temblaban. Hernando hizo un movimiento hacia ella, como si tratara de acercarse entre la gente, pero Isabel apretó los labios y negó con la cabeza de forma casi imperceptible, en un mohín expresivo que se coló hasta la médula del morisco. Luego, acompañadas por la mujer que había tratado de limpiar el vestido de doña Ángela, ambas damas continuaron su camino: la prima cojeando y quejándose, Isabel reteniendo las lágrimas.
Hernando apartó a la gente que ya se dispersaba y la siguió unos pasos, hasta que Isabel volvió la cabeza y lo vio.
—Seguid vos, prima —dijo, al tiempo que indicaba a la mujer en la que doña Ángela apoyaba su brazo que continuara en dirección al carmen—. Creo que en el alboroto se me ha caído un alfiler de la mantilla. Ahora mismo os alcanzo.
Mientras la veía acercarse, Hernando trató de distinguir en el rostro de Isabel el más mínimo atisbo de alegría, pero cuando la tuvo a su lado percibió las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos.
—¿Qué haces aquí, Hernando? —susurró ella.
—Quería verte. Hablar contigo, sentir…
—No puede ser… —La voz le surgió quebrada—. No vuelvas a entrar en mi vida. Me ha costado una enfermedad olvidarte… ¡Calla, por Dios! —le pidió cuando Hernando se acercó a ella para decirle algo al oído—. No me hagas sufrir de nuevo. Déjame, te lo suplico.
Isabel no le dio oportunidad de replicar. Le volvió la espalda y se apresuró para alcanzar a doña Ángela.
La negativa de Isabel le persiguió durante toda la jornada. Ya anochecido, acompañado por don Pedro, Castillo y Luna, rodeó la alcaicería granadina hasta llegar a la puerta de los Jelices, desde la que se divisaban las obras de construcción de la catedral. A sus espaldas quedaba el barrio en el que se comerciaba en sedas. Cerca de doscientas tiendas se apretaban en sus estrechos callejones. Nadie vivía por la noche en el barrio. Se cerraban sus diez puertas y un alcaide vigilaba los comercios y el edificio de la aduana en el que se pagaban los impuestos del trato de la seda.
Frente a la puerta de los Jelices se alzaba la Turpiana, el antiguo alminar de la mezquita mayor de Granada, y si la mezquita se reconvirtió en sagrario cristiano, su torre cuadrada, de poco más de trece varas de altura, lo hizo en campanario de la catedral. Pero en enero de ese mismo año se había finalizado la construcción de una majestuosa torre nueva de tres cuerpos destinada a campanario y la Turpiana, ya innecesaria, se interponía en la continuación de las obras de la seo episcopal.
Desde la puerta en la que se encontraban los cuatro hombres, se podía divisar toda la zona, tenuemente iluminada por las antorchas de los vigilantes de las obras y las de los colegios que se alzaban frente a ella. Ante ellos se abría una plaza. A la izquierda, el Colegio Real y el colegio de Santa Catalina; a la derecha, distanciada de la plaza, la catedral, de la que sólo se hallaban en pie la rotonda y la girola, así como el nuevo campanario, que lindaba con la plaza y dejaba un enorme espacio abierto y yermo entre la cabecera y la nueva torre. A escasos pasos de ellos, en el extremo opuesto del nuevo campanario, se alzaba la antigua mezquita y su alminar.
La Turpiana se estaba derribando cuidadosamente, piedra a piedra, desde arriba, para aprovechar sus sillares y evitar cualquier daño en la cubierta del templo. Observaron la torre, atentos a las conversaciones y risas que les llegaban de los vigilantes, que se encontraban fuera de su visión, en la zona central de la catedral.
—No deben vernos —susurró Castillo—. Nadie debería relacionar nuestra presencia esta noche con el hallazgo de la arqueta.