La mano de Fátima (87 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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De repente se sintió observado. El camarero tenía la mirada clavada en él. ¿Cuánto tiempo llevaba parado bajo el quicio de la puerta?

—Buenos días, José —le saludó con una mueca que pretendía ser una sonrisa.

La criada dejó de barrer y se volvió extrañada. El camarero le contestó con una leve inclinación de cabeza y al instante devolvió su atención al maestro.

La sorpresa que se reflejó en el rostro de la muchacha le confundió y Hernando cejó en su propósito. Lo cierto era que poco se había prodigado en sus tratos durante los tres años pasados en palacio. Dio media vuelta y remoloneó por los patios del palacio hasta que vio pasar a la criada.

—Acércate —le pidió. A medida que la muchacha lo hacía, Hernando rebuscó en su bolsa—. Toma. —Le entregó una moneda de dos reales. La criada aceptó el dinero con recelo—. Quiero que vigiles al camarero y que me avises si sale del palacio por la noche. ¿Me has entendido?

—Sí, don Hernando.

—¿Sale por las noches?

—Sólo si no está Su Excelencia.

—Bien. Tendrás otra moneda más cuando cumplas tu encargo. Me encontrarás en la biblioteca, después de cenar.

La muchacha asintió indicando que lo sabía.

Hernando salía a cabalgar todos los días. Procuraba levantarse temprano, antes que los hidalgos, que acostumbraban a hacerlo a media mañana, pero sobre todo trataba de evitar a doña Lucía. Llegó a la conclusión de que don Sancho le había contado a la duquesa sus amoríos con Isabel, puesto que del desdén que le mostraba la mujer pasó a un odio que no podía disimular. En las pocas ocasiones en las que se encontraban en palacio, doña Lucía giraba el rostro, y a las horas de las comidas Hernando era sentado en el extremo más alejado de la mesa, casi sin acceso a los alimentos. Los hidalgos sonreían ante los esfuerzos del morisco por hacerse con algo de comida.

Así las cosas, desayunaba en abundancia y salía de Córdoba para perderse en las dehesas y disfrutar de la mañana. A menudo pasaba horas entre los toros, caminando a distancia, sin citarlos ni correrlos. El recuerdo de Azirat lanzándose sobre las astas de uno de ellos le perseguía; tampoco acudía a ver cómo los corrían los nobles en la ciudad. En otras ocasiones se cruzaba con los jinetes de las caballerizas reales y, con cierta nostalgia, los veía pelear con los potros de ese año. Después de comer se encerraba en la biblioteca. Tenía bastantes ocupaciones. Una era la de transcribir el evangelio de Bernabé, que había ido a buscar a casa de Arbasia; probablemente algún día tendría que compartir aquel descubrimiento y no estaba dispuesto a entregar el manuscrito. Leyó sus capítulos y preceptos en árabe, pero fue mientras los transcribía, cuando llegó a entender su verdadero significado. Ya en la anunciación, el ángel Gabriel no le dice a María que parirá a un ser divino, sino a alguien que indicará el camino. ¿Adónde?, se preguntó deteniendo la escritura. ¿A quién? Al verdadero Profeta, se contestó a sí mismo. Al igual que los musulmanes, ni Jesús ni su madre podían beber vino o comer cosas inmundas, y los ángeles no anunciaron a los pastores el nacimiento del Salvador, sino el de un Profeta más. En contra de los relatos de los evangelistas posteriores, Bernabé afirmaba que el propio Jesucristo, a quien llegó a conocer personalmente, nunca se llamó a sí mismo Dios o hijo de Dios, ni siquiera Mesías. No se consideraba más que un enviado de Dios que anunciaba la llegada del verdadero Profeta: Muhammad.

Otra de sus tareas consistía en preparar el memorial de los hechos acaecidos en Juviles para el arzobispado de Granada, que le recordó su compromiso haciéndole llegar la cédula especial a su nombre. Hernando no estaba dispuesto a traicionar a su pueblo, por más que así lo pensasen Abbas, sus adláteres o incluso su madre. Fue un morisco, el Zaguer, escribió, quien impidió la ejecución de todos los cristianos del pueblo; es más, si alguna matanza llegó a producirse realmente en Juviles, ésa no fue otra que la de más de mil mujeres y niños moriscos a manos de los soldados cristianos, añadió recordando con dolor la desesperada búsqueda de su madre y la casual salvación de Fátima y su pequeño Humam, entre los fogonazos y las humaredas de los arcabuces en la oscuridad de la plaza del pueblo.

Entre una y otra, asumiendo su compromiso, comunicándose mediante la inmensa red de arrieros moriscos, colaboraba con Castillo para el libro que versaba sobre don Rodrigo, el rey godo, que preparaba Luna. Su contribución consistía en proporcionar datos sobre la convivencia entre cristianos y musulmanes en la Córdoba califal. Se trataba de demostrar que en la época en que gobernaron los musulmanes, los cristianos, entonces llamados mozárabes, pudieron vivir en sus dominios y, lo que era más importante, practicar su fe dentro de una cierta tolerancia. Hernando llegó a comprobar que los mozárabes conservaron sus iglesias y sus templos, su organización eclesiástica y hasta su justicia. Por el contrario, ¿cuántas mezquitas quedaban en pie en las tierras del Rey Prudente? Los mozárabes no fueron obligados a convertirse; los moriscos, sí.

Aportó noticias sobre las iglesias de San Acisclo y San Zoilo, San Fausto, San Cipriano, San Ginés y Santa Eulalia; todas ellas quedaron en pie en el interior de la ciudad de Córdoba durante la dominación musulmana, si bien evitó hablar de la situación de sumisión en la que se encontraban los mozárabes —por lo menos podían seguir con sus creencias, arguyó para sí—, durante la terrible época del visir Almanzor.

Y si se cansaba de esas labores y deseaba disfrutar, se dedicaba al arte de la caligrafía. El tratado que encontró en el arcón junto al evangelio no era sino una copia de la obra
Tipología de escribas
, escrita por Ibn Muqla, el más grande de los que estuvieron al servicio de los califas de Bagdad. Entonces, al escribir, buscaba la perfección en el trazo y se sumía en un estado de espiritualidad sólo comparable a los momentos de oración.

—Has ofendido a Dios con tus imágenes de la palabra sagrada —se recriminó un día en el silencio de la biblioteca, consciente de la imperfección de su escritura y de la falta de magia en los caracteres que en lugar de dibujar, garabateaba en los ejemplares del Corán que copiaba.

Necesitaba hacerse con cálamos y aprender a cortar su punta, larga y ligeramente inclinada a la derecha, como indicaba Ibn Muqla; las plumas cristianas no eran suficientes para servir a Dios. No le sería difícil encontrar cañas con que hacerlo, pensó.

Sin embargo, también necesitaba esconder su cada vez más prolífico trabajo, lo que le obligaba a visitas frecuentes a la torre del alminar. Aprovechaba para ello la oscuridad, temiendo ser visto, consciente de que el menor descuido podía arrastrar fatales consecuencias. En el doble fondo de la pared de la torre, en la misma arqueta que había encontrado, tenía escondida la mano de Fátima, que había sacado del tapiz cuando halló aquel escondrijo y el evangelio y su copia. Por lo que se refiere a sus ensayos de caligrafía, los iba destruyendo en el fuego para que no quedara ni rastro de ellos. Sólo dejó a la vista el memorial al cabildo de Granada, que no tardó en ser inspeccionado, puesto que el capellán de palacio se empezó a sumar a sus solitarios desayunos y a interesarse por la opinión de Hernando, tan contraria a la causa de los mártires alpujarreños.

—¿Cómo te atreves a comparar una desgracia, el resultado de un malentendido que produjo la muerte de unas cuantas moriscas en la plaza del pueblo de Juviles, con el premeditado y vil asesinato de cristianos? —le preguntó un día el sacerdote con todo descaro.

—Veo que espiáis mi trabajo. —Hernando no dejó de comer. Ni siquiera se volvió hacia el capellán.

—Trabajar para Dios exige todo tipo de esfuerzos. El marqués de Mondéjar ya castigó aquellos asesinatos —insistió el cura—. Con ello se hizo justicia.

—El Zaguer hizo más que el marqués —adujo Hernando—. Evitó los asesinatos, impidió las muertes de los cristianos de Juviles.

—Pero éstas se produjeron igualmente —sentenció el sacerdote.

—¿Deseáis comparar? —preguntó el morisco, en tono audaz.

—No eres tú quien debe hacerlo.

—Tampoco vos —replicó Hernando—. Ya lo hará el arzobispo.

Una noche, empezaba a poner fin a su trabajo en el memorial cuando la criada se asomó a la biblioteca.

—El camarero de Su Excelencia acaba de salir de palacio —anunció la muchacha bajo el quicio de la puerta.

Hernando recogió los papeles, se levantó del escritorio, buscó la moneda prometida y se la entregó.

—Lleva estos papeles a mi dormitorio —dijo, entregándole el memorial—. Y gracias —añadió en el momento en que la criada cogía papeles y dineros. Ella le contestó con una tímida sonrisa. Hernando se fijó en que tenía una cara bonita—. ¿Tienes idea de qué es lo que acostumbra a hacer, de adónde va? —aprovechó para preguntarle entonces.

—Se rumorea que le gustan los naipes.

—Gracias de nuevo.

Se apresuró hacia la salida. Al llegar al patio al que daba el salón preferido de la duquesa, oyó a uno de los hidalgos leyendo en voz alta para los demás. Procuró cruzarlo rápido y sin ser visto: al amparo de las sombras de las galerías contrarias, salió a una fresca noche de otoño. No tuvo tiempo de hacerse con una capa. Hacía más de diez años que no pisaba una casa de tablaje y no quería perder al camarero en la oscuridad de las calles cordobesas. ¿Subsistirían todavía aquellas en las que trabajó como encerrador, llevando a los palomos para que fueran desplumados? En cualquier caso el camarero debía dirigirse hacia la zona de la Corredera o la del Potro; para eso tenía que cruzar la vieja muralla árabe que separaba la medina de la Ajerquía y los dos únicos pasos que existían eran a través del portillo del Salvador o por el de Corbache. Hernando optó por el primero. Tuvo suerte y distinguió la silueta del camarero en el momento en que éste era abordado por los pobres que se refugiaban bajo el arco real a pasar la noche. A la luz de las velas permanentemente encendidas en honor de un eccehomo que estaba en un nicho cerrado bajo el arco, vislumbró a José Caro rodeado de un grupo que pedía limosna y le agarraba impidiéndole el paso. Preparó una moneda de blanca, y cuando el camarero logró zafarse de los mendigos y proseguir su camino hacia el portillo del Salvador, él se encaminó al arco real.

El asedio se repitió con el morisco. Hernando alzó la moneda y la arrojó a sus espaldas. Cuatro de ellos se lanzaron tras la blanca y él pudo eludir sin problemas a los otros dos que suplicaban otra moneda.

José Caro se dirigió a la zona del Potro. ¿Dónde si no?, sonrió Hernando, que le seguía a cierta distancia, escuchando sus pasos en la oscuridad o entreviendo su figura al pasar junto a algún altar iluminado. Estuvo a punto de perder la pista del hombre al toparse con la gente, el bullicio y la vida que rebosaba la plaza. ¿Cuánto tiempo hacía que no pasaba una noche en el Potro? Buscó al camarero entre la multitud. Dio un paso, pero un muchacho se interpuso en su camino.

—¿Vuestra excelencia busca una casa de tablaje donde ganar un buen dinero? Yo puedo indicaros la mejor…

Hernando sonrió.

—¿Ves a aquel hombre? —le interrumpió señalando al camarero, que doblaba la calle para dirigirse hacia la de Badanas. El muchacho asintió—. Si me dices adónde va, te pagaré una moneda.

—¿Cuánto?

—Se te escapará —le advirtió.

El muchacho salió corriendo y Hernando se dejó llevar por los recuerdos: la mancebía y Hamid; Juan el mulero; Fátima derrotada, escupiendo el caldo que Aisha trataba de introducirle en la boca; él mismo, corriendo tras los clientes de las casas de tablaje…

—Ha entrado en el garito de Pablo Coca. —Las palabras del chico le devolvieron a la realidad—. Pero yo puedo llevaros a una casa mejor; en ésa no juegan limpio.

—¿Hay alguna en la que se juegue limpio? —ironizó. No conocía la de Coca; cuando él frecuentaba esos barrios, el establecimiento no existía.

—¡Claro que sí! Yo os llevo…

—No te esfuerces. Iremos a la de Coca.

—¿Iremos? —preguntó el muchacho, extrañado.

—Dentro de un rato. Me indicarás dónde está. Entonces te pagaré.

Esperaron el tiempo suficiente como para que diera la impresión de un encuentro casual y, tras pagar al muchacho después de que éste le señalara una oscura y angosta entrada, Hernando mostró un par de escudos de oro a los porteros y se deslizó hacia el interior de un lugar de considerables dimensiones, disimulado en la trastienda del establecimiento de un fabricante de cepillos para cardar. Cerca de medio centenar de personas, entre tahúres, fulleros, mirones, contadores y demás gentes del naipe o de los dados, se arrimaba a varias tablas de juego, corriendo de una a otra. De no ser por el bullicio que reinaba en la zona del Potro, el griterío del interior del local hubiera llegado a cruzar las paredes del dormitorio del propio corregidor de la ciudad.

Paseó la mirada por el local hasta que dio con el camarero, sentado a una mesa y ya rodeado por un par de mirones a sus espaldas. ¿Sería un tahúr entendido en el juego o un ingenuo palomo al que en algunas ocasiones permitían ganar para desplumarlo cuando iba cargado de dinero? Una muchacha le ofreció un vaso de vino y él lo cogió. La casa invitaba; convenía que aquel que entraba con monedas de oro bebiera y se sentara a jugar. Rodeó las tablas interesándose por ver a qué se jugaba en cada una de ellas: dados, la treinta, la primera de Alemania o la andaboba. Llegó a la de José Caro y se detuvo al otro lado de la mesa. Observó el juego: la veintiuna. Hernando tardó poco en comprender que José Caro no era más que un palomo. Detrás del camarero de palacio se había apostado un mirón, ataviado con un jubón y un cinturón en los que lucía pequeñas piezas de metal bruñidas como adorno. El fullero que se sentaba al otro lado de la tabla y que actuaba como banca aprovechaba para mirar de reojo los espejos del jubón y el cinturón de su cómplice, que reflejaban el punto de José Caro. Hernando negó casi imperceptiblemente; ¡todos los demás puntos de la tabla parecían saberlo y todos cobrarían su beneficio por ayudar al fullero a desplumarle! El camarero destapó su juego, un as y una figura: veintiuna. Ganó una buena mano. Querían que se confiase.

—Eres muy caro de ver. —Hernando se volvió hacia el hombre que le hablaba y frunció el ceño, tratando de reconocerle—. Desapareciste, y pensé que te había sucedido algo, pero es evidente que no. Vuelves vestido como un noble y con monedas de oro.

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