La mano de Fátima (107 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando tenía dos preciosos hijos, Juan, de cuatro años, y Rosa, de dos, a los que adoraba y que habían venido a cambiar su vida. «Sé feliz», recordaba noche tras noche, al observarlos mientras dormían. Le aterrorizaba la sola idea de perder de nuevo a su familia y, en cuanto regresó de Granada, se aprovisionó lo suficiente como para poder resistir encerrado en su casa los meses que fueran necesarios. Tan pronto tuvo noticias de que la peste asolaba la cercana Écija, hizo llamar a Miguel, que vivía en el cortijillo con los caballos y que en un primer momento rehusó la invitación alegando el mucho trabajo que tenía, pero que finalmente tuvo que ceder cuando Hernando fue a buscarlo y le obligó a volver con él a la casa de Córdoba, a pesar de sus protestas.

—Hay mucho que hacer aquí, señor —insistió el tullido, señalando yeguas y potros.

Hernando negó con la cabeza. Miguel había realizado una buena labor: hacía años que Volador había muerto y el tullido se había movido con la picardía que le caracterizaba para encontrar buenos sementales con los que mezclar la sangre. Por orden real, la cría de caballos estaba fiscalizada por los corregidores de los lugares en los que se emplazaban las yeguadas. Ningún caballo andaluz podía superar el río Tajo y ser vendido en tierras de Castilla y las cubriciones de las yeguas debían ser efectuadas por buenos sementales debidamente registrados ante los corregidores. Miguel consiguió que los productos de las cuadras de Hernando fueran altamente cotizados en el mercado.

Hernando sabía lo que temía su amigo, y decidió mostrarse más retraído con Rafaela mientras Miguel viviera con ellos. Durante ese tiempo, la convivencia entre los esposos se había desarrollado de forma plácida; habían ido conociéndose poco a poco. Hernando había encontrado en ella a una compañera dulce y discreta; Rafaela, a un hombre solícito y amable, que nunca la apremiaba, mucho más cultivado que su padre y hermanos. Y el nacimiento de los niños la había sumido ya en la felicidad más completa. Rafaela, a quien la maternidad había dotado de formas más redondeadas, había resultado ser lo que Miguel le había predicho: una buena esposa y una madre excelente.

Así pues, permanecieron todos encerrados en la casa cordobesa, con un fuego de hierbas aromáticas permanentemente encendido en el patio. Sólo salían para acudir a misa los domingos. Era entonces cuando Hernando, imprecando por lo bajo ante el hecho de que la Iglesia insistiese en reunir a las gentes en misas o en rogativas, comprobaba sobrecogido los efectos de la enfermedad en la ciudad: tiendas cerradas, ninguna actividad económica; hogueras de hierbas junto a los retablos y los altares callejeros, frente a las iglesias y conventos; casas marcadas y cerradas; calles enteras, aquellas en las que se habían producido numerosos contagios, tapiadas en sus accesos; familias expulsadas de la ciudad al tiempo que su pariente, enfermo, era llevado al hospital de San Lázaro y las ropas de todos ellos quemadas, y mujeres todavía sanas, otrora honestas y a las que su honor les impedía mendigar por las calles, ofreciendo públicamente su cuerpo para ganar algunos dineros con los que alimentar a sus maridos e hijos.

—¡Es absurdo! —susurró Hernando a Miguel un domingo en que se cruzaron con una de ellas—. Pueden convertirse en prostitutas, pero no en mendigas. ¿Cómo pueden sus hombres aceptar esos dineros?

—Su honor —le contestó el tullido—. En estos tiempos no funcionan las cofradías que atienden a los pobres vergonzantes.

—En la verdadera religión —apuntó Hernando bajando todavía más el tono de su voz—, recibir limosna no significa ninguna humillación. La comunidad musulmana es solidaria. Haced la plegaria y dad la limosna, dice el Corán.

Pero no sólo la Iglesia desafiaba a la enfermedad con las reuniones de sus fieles. El propio cabildo municipal, ante la tristeza del pueblo y desoyendo cualquier consejo, organizó unos juegos de toros en la plaza de la Corredera en el momento más crudo de la epidemia. Ni Hernando ni Miguel pudieron ver cómo dos hijos de Volador, que en su día habían vendido, sorteaban y requebraban a los astados, levantando aclamaciones por parte de un público que, si bien momentáneamente olvidaba sus penas, parecía incapaz de comprender que la aglomeración y el contacto de unos con otros sólo servía para agravarlas.

Por su parte, durante aquellos meses de reclusión, Miguel se volcó en los dos niños. Evitaba hasta la posibilidad de mirar a Rafaela, que por su parte actuaba con prudencia y recato. Allí, en aquellas largas noches de tedio, el tullido se refugiaba en sus historias haciendo sonreír al pequeño Juan con sus aspavientos.

—¿Por qué no me enseñas de cuentas? —le pidió Miguel un día a Hernando, que vivía casi enclaustrado en su biblioteca.

Los años dedicados a la escritura de los plomos habían despertado en él una sed insaciable de aprender, que intentaba colmar con lecturas sobre temas diversos, siempre con un objetivo: hallar algo que pudiera servir para lograr la convivencia pacífica de ambas culturas. Sus amigos de Granada le proveyeron, gustosos, de cuantos libros tuviesen a su alcance y pudieran ser de su interés.

Hernando entendió las razones que se escondían detrás de aquella petición y se prestó a ello, por lo que el tullido, entre números, sumas y restas, también se recluyó durante el día en la biblioteca. Así fueron superando la incomodidad que suponía el encierro, mientras la epidemia diezmaba a la población de Córdoba.

El jurado don Martín Ulloa fue una de sus víctimas. Los jurados de cada parroquia tenían la obligación de controlar las casas, comprobar si en ellas habitaban apestados y, en su caso, enviarlos a San Lázaro y expulsar a sus familias de la ciudad. Don Martín se presentó en numerosas ocasiones en la de Hernando y Rafaela, exigiendo al médico que le acompañaba exámenes innecesarios y mucho más exhaustivos que aquellos a los que sometía a los demás parroquianos; ya no temía al morisco, hacía tiempo de lo de los expósitos, ¿quién iba a preocuparse entonces de aquel asunto? Don Martín no escondía sus ansias por encontrar el más nimio de los síntomas de la enfermedad hasta en su propia hija.

Hernando se sorprendió el día en que, en lugar de presentarse el jurado, lo hizo su esposa, doña Catalina, acompañada del hermano menor de Rafaela.

—¡Déjanos entrar! —le exigió la mujer.

Hernando la miró de arriba abajo. Doña Catalina temblaba y se retorcía las manos, el rostro contraído.

—No. Tengo obligación de dejar entrar a vuestro esposo, no a vos.

—¡Te ordeno…!

—Avisaré a vuestra hija —rehuyó Hernando, convencido de que sólo algo grave podía lograr que aquella mujer se humillara a llamar a la puerta de su casa.

Desde el zaguán, Hernando y Miguel escucharon la conversación entre Rafaela y su madre.

—Nos echarán de Córdoba —sollozaba doña Catalina, tras comunicar a su hija la noticia de que su padre había contraído la letal enfermedad—. ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos? La peste asola los alrededores. Permite que nos refugiemos en tu casa. La nuestra quedará cerrada. Así nadie se enterará. Tu hermano mayor, Gil, será el nuevo jurado de la parroquia, como le corresponde. Él mantendrá el secreto de nuestra estancia aquí.

Hernando y Miguel alzaron el rostro y se miraron sorprendidos cuando la voz de Rafaela rompió el silencio.

—No has venido a vernos en todo este tiempo. Ni siquiera te has molestado en conocer a tus nietos, madre.

La mujer no contestó. Rafaela siguió hablando, con voz firme y clara.

—Y ahora quieres vivir con nosotros. Me pregunto por qué no acudes a casa de Gil. Estoy segura de que te sentirías mucho más a gusto allí…

—¡Por todos los santos! —insistió la mujer, con voz brusca y colérica—. ¿A qué viene esto ahora? Te lo estoy pidiendo. ¡Soy tu madre! Ten misericordia.

—¿O quizá ya lo has hecho? —prosiguió Rafaela, desoyendo las protestas. Doña Catalina calló—. Por supuesto, madre. Me consta que sólo vendrías a esta casa si no te quedara otro remedio. Dime, ¿acaso mi hermano teme el contagio?

Doña Catalina balbuceó una respuesta. La voz de Rafaela se elevó entonces, clara y firme.

—¿Crees de verdad que voy a poner en peligro a mi familia?

—¿Tu familia? —La mujer soltó un bufido de desprecio—. Un moro…

Rafaela alzó la voz a su madre, quizá por primera vez en toda su vida.

—¡Fuera de esta casa!

Hernando suspiró, satisfecho. Miguel dejó escapar una sonrisa. Luego vieron pasar a Rafaela por delante de ellos, caminando en silencio, la cabeza erguida, en dirección al patio, mientras las súplicas y sollozos de su madre se oían desde la calle.

El morisco y su familia superaron la peste. Igual que muchos otros cordobeses, doña Catalina, consumida y cargada de ira contra Hernando y Rafaela, regresó tan pronto como la ciudad se declaró libre de la epidemia y se abrieron sus trece puertas.

Al tiempo que una muchedumbre las cruzaba para retornar a sus casas, Miguel se apresuró a volver al cortijillo tras una rápida y balbuceante despedida.

Más de seis mil personas habían fallecido durante la epidemia.

63

Camino de Toga, reino de Valencia, 1604

Para aquel viaje al pequeño pueblo de Toga, al norte de Segorbe, enclavado en un valle tras la sierra del Espadán, pasando primero por Jarafuel, Hernando eligió un magnífico potro colorado de cuatro años que, haciendo honor a su color de fuego, retrotaba más que andaba y tenía que ser refrenado constantemente. Llevaba su ancho y soberbio cuello de caballo español siempre erguido; bufaba incluso a las mariposas y se asustaba del revoloteo de los insectos, con las orejas tiesas y atentas en todo momento.

Después de nueve años desde su última visita, Hernando encontró a Munir, el alfaquí, prematuramente envejecido; la vida era muy dura en aquellas tierras de la sierra valenciana, máxime para quien pretendía mantener vivo el espíritu de unas creencias cada vez más perseguidas. Los dos hombres se abrazaron y luego se observaron el uno al otro, sin reparos. Durante la exigua cena que les sirvió la esposa del alfaquí de Jarafuel, sentados en el suelo sobre unas sencillas esteras, hablaron de la reunión que iba a celebrarse en el pequeño y escondido pueblo de Toga, todavía a varias jornadas de allí y de mayoría morisca, como casi todos los de la zona. Se discutiría allí el intento de rebelión más serio urdido desde el levantamiento de las Alpujarras en el que, según se decía, estaba implicado el rey Enrique IV de Francia y lo había estado también la reina Isabel de Inglaterra hasta su reciente muerte.

La rebelión llevaba fraguándose tres años y don Pedro de Granada Venegas, Castillo y Luna rogaron a Hernando que acudiera junto a Munir a la reunión en la que iban a culminar todas aquellas negociaciones. Los tres veían cercano el éxito de los plomos; el proceso de autentificación no podía demorarse mucho más y una nueva revuelta echaría por tierra todos sus esfuerzos.

El alfaquí de Jarafuel entendió los argumentos que en ese sentido le expuso Hernando.

—En todo caso —alegó sin embargo—, va a hacer diez años que aparecieron los plomos y debes reconocer que nada se ha conseguido. Y sin el reconocimiento de Roma no valen nada. Ésa es la realidad. Por el contrario, la situación de nuestros hermanos ha empeorado de forma significativa en estos reinos. Fray Bleda continúa exigiendo con insistencia nuestra más completa destrucción por el medio que sea. Tal es el rigor de ese dominico que hasta el inquisidor general, ¡el inquisidor general!, le ha prohibido opinar acerca de los nuestros, pero el fraile continúa acudiendo a Roma, y allí el Papa le escucha. Sin embargo, lo más importante es el cambio de opinión del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera.

Munir hizo una pausa; su semblante, con más arrugas de las que debería haber tenido a su edad, expresaba una franca preocupación.

—Hasta hace poco —prosiguió el alfaquí—, Ribera era un ferviente defensor de la evangelización de nuestro pueblo, tanto que llegó a pagar de su pecunio personal los sueldos de los párrocos que debían llevar a cabo esa tarea. Eso nos beneficiaba: los sacerdotes que llegan por aquí no son más que una banda de ladrones incultos que no se preocupan lo más mínimo por nosotros; con que acudamos a comer la torta los domingos se dan por satisfechos. La única iglesia que hay para todo el valle de Cofrentes es ésta, la de Jarafuel, y ni siquiera es una iglesia, ¡se trata de la antigua mezquita! Después de años de intentarlo sin resultados y de gastar mucho dinero, Ribera ha cambiado de opinión y ya ha enviado un memorial al rey en el que propone que todos los moriscos sean esclavizados, destinados a galeras o condenados al trabajo en las minas de Indias. Sostiene que Dios agradecería esa decisión, así que el rey podría tomarla sin escrúpulo alguno de conciencia. Ésas han sido sus palabras, literalmente.

Hernando negó con la cabeza. Munir asintió gravemente.

—El fraile no me preocupa, hay muchos como él, pero Ribera, sí. No sólo es el arzobispo de Valencia, también es patriarca de Antioquía y, lo más importante, capitán general del reino de Valencia. Se trata de un hombre muy influyente en el entorno del rey y del duque de Lerma.

El alfaquí hizo otra larga pausa, como si necesitara meditar antes de seguir hablando.

—Hernando, te consta que aplaudí vuestro intento con los plomos, pero también entiendo al pueblo. Temen que llegue el día en que el rey y su Consejo lleguen a adoptar alguna de esas drásticas medidas de las que tanto se habla, y frente a ello sólo nos resta una posibilidad: la guerra.

—Desde las Alpujarras he sabido de muchos intentos de levantamiento, algunos disparatados, todos fracasados. —Hernando no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. ¿Más guerra? ¿Más muertes? ¿No había habido ya bastantes?—. ¿En qué se diferencia éste?

—En todo —replicó con contundencia el alfaquí—. Hemos prometido… —Al ver que Hernando enarcaba las cejas, Munir aclaró—: Sí, me incluyo; lo apoyo, ya te lo he dicho. Es una guerra santa —afirmó con solemnidad—. Hemos prometido que si los franceses invaden este reino, les ayudaremos con un ejército de ochenta mil musulmanes y les entregaremos tres ciudades, entre ellas Valencia.

—Y… ¿los franceses os creen?

—Lo harán. Se les va a entregar ciento veinte mil ducados en garantía de nuestra palabra.

—¡Ciento veinte mil ducados! —exclamó Hernando.

—Así es.

—Es una barbaridad. ¿Cómo…? ¿Quién ha sufragado esa cifra?

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