Authors: Ildefonso Falcones
Se quedó paralizado.
—¡Cierra! —le gritó Fátima con un hilo de voz y una sonrisa en los labios.
Obedeció con torpeza.
A falta de túnica, Fátima le recibió desnuda. La luz del ocaso y el titilar de una vela tras ella jugueteaban con su figura. Sus pechos aparecían pintados con alheña en un dibujo geométrico que ascendía en forma de llama hasta lamer la punta de los dedos de la mano de oro que volvía a pender de su cuello. También se había pintado los ojos, circundándolos hasta terminar dibujando unas largas líneas que resaltaban su forma almendrada. Un delicioso aroma de agua de azahar envolvió a Hernando mientras recorría con la mirada el esbelto y voluptuoso cuerpo de su esposa, los dos quietos, en un silencio sólo roto por sus respiraciones entrecortadas.
—Ven —le pidió ella.
Hernando se acercó. Fátima no hizo ademán de moverse y él siguió con la yema de los dedos el dibujo de sus pechos. Luego, en pie frente a su esposa, jugueteó con sus pezones erectos. Ella suspiró. Cuando fue a tomar uno de sus pechos con la mano, ella le detuvo y tiró de él hasta donde estaba la jofaina. Entonces empezó a desnudarle con delicadeza y le lavó el cuerpo.
Entonces Hernando balbuceó unas primeras palabras y se abandonó a los estremecimientos que le sacudían tan pronto uno de los senos de Fátima rozaba su piel, cada vez que sus húmedas manos corrían sensualmente por su torso, por sus hombros, por sus brazos, por su abdomen, por su entrepierna…
Y mientras tanto, ella le hablaba en susurros, con dulzura: te quiero; te deseo; hazme tuya; tómame; condúceme al paraíso…
Cuando terminó, le besó y se colgó de su cuello.
—Eres la mujer más bella de la tierra —le dijo Hernando—. ¡Cuánto he esperado este…!
Pero Fátima no le dejó continuar: alzó ambas piernas hasta ceñirlas a su cintura, quedó suspendida de él y se movió delicadamente la vulva hasta encontrar su pene erecto. Sus jadeos se confundieron en uno solo cuando Fátima se deslizó hacia abajo y él la penetró hasta llegar a lo más hondo de su cuerpo. Hernando, en tensión, sus músculos brillantes de sudor, la sostuvo agarrada por la espalda y ella se arqueó, contorsionándose en busca del placer. Fátima impuso el ritmo: escuchó con atención sus jadeos, sus suspiros y sus ininteligibles susurros; se detuvo en varias ocasiones y le mordisqueó los lóbulos de las orejas y el cuello, hablándole para sosegar su ímpetu, prometiéndole el cielo para luego, de nuevo, iniciar un rítmico baile sobre su miembro. Al fin, alcanzaron el orgasmo al tiempo.
Hernando aulló; Fátima se deleitó en un éxtasis que se alzó por encima del grito de su esposo.
—Al lecho, llévame al lecho —le rogó la muchacha cuando él hizo ademán de alzarla y separarse—. Así. ¡Llévame! —Se abrazó todavía más a él—. Los dos juntos —le exigió—. Te amo. —Tiraba de sus cabellos mientras él la conducía al tálamo—. No te separes de mí. Quiéreme. Mantente dentro de mí…
Tumbados, sin romper su unión, se besaron y acariciaron hasta que Fátima notó que el deseo renacía en Hernando. Y volvieron a hacer el amor, con frenesí, como si fuera la primera vez. Luego ella se levantó y preparó limonada y frutos secos, que le sirvió en la misma cama. Y mientras Hernando comía, le lamió todo el cuerpo, moviéndose como una gata hasta que él se sumó a su juego tratando de alcanzarla con su lengua a medida que ella se deslizaba de un lado a otro.
Esa noche, los dos juntos, recorrieron una y otra vez los milenarios caminos del amor y del placer.
8 de diciembre de 1573
,
festividad de la Concepción de Nuestra Señora
Habían transcurrido siete meses desde que contrajeran matrimonio. Aisha cumplió los sesenta días de condena, fue puesta en libertad y Hernando obtuvo el permiso del administrador para que, junto a Shamir, compartiera con ellos las habitaciones de encima de las cuadras. Fátima estaba embarazada de cinco meses y Saeta acabó entregándose a sus cuidados y caricias. No volvió a hablarle en árabe. La misma noche de bodas, tumbados en la cama, sudorosos, había explicado a Fátima lo que le había sucedido con el potro y don Diego.
—Un cristiano siempre será un cristiano —le contestó ella en un tono absolutamente distinto al utilizado a lo largo de la noche, recelosa ante la afirmación de que allí la única religión eran los caballos—. ¡Malditos! No te fíes, mi amor: con caballos o sin ellos, nos odian y lo harán siempre.
Luego Fátima volvió a buscar el cuerpo de su esposo.
Hernando trabajaba de sol a sol. Dos veces al día tenía que pasear a los potros del ronzal para que hicieran ejercicio. Lo hacía con un ronzal largo alrededor del que giraban los animales; con una vara verde untada con miel en la boca, cuyo grosor debía ir en aumento hasta llegar al de una lanza para que se acostumbrasen al freno de hierro que un día les embocarían, y con sacos de arena en el lomo para que se hicieran al peso de un jinete. En las cuadras los limpiaba restregándoles todo el cuerpo con un mandil; les levantaba pies y manos y les limpiaba los cascos preparándolos para el momento en que los herrasen. Saeta fue el primero en admitir el trabajo en el patio con un saco de arena en el lomo y una gruesa vara en la boca. Con independencia de esos trabajos, a menudo alguno de los jinetes le pedía que le acompañara a recorrer la ciudad como hiciera con Rodrigo.
Le gustaba su trabajo y los potros rebosaban salud y buenas maneras. Sorprendió a los mozos de cuadra con propuestas de algún tipo de alimentación complementaria a la paja y avena que de ordinario comían los potros: Saeta, brioso, debía comer una pasta de habas o garbanzos hervidos con salvado y un puñado de sal durante la noche; algún otro potro, apocado, debía complementar su alimentación con trigo o centeno, igualmente hervido la noche anterior hasta formar una pasta a la que también debía añadírsele salvado, sal y, en este caso, aceite. Frente a aquellas recomendaciones, que originaron alguna reticencia en las costumbres de las caballerizas, don Diego consideró que en nada podían perjudicar a los potros, por lo que accedió a los consejos del morisco. Los resultados fueron notorios e inmediatos: Saeta, sin perder su brío, se sosegó, y aquellos potros apocados ganaron en ánimo y alegría. Jinetes, mozos de cuadra, herradores y guarnicioneros le respetaban y hasta el administrador le concedía con diligencia todo aquello que pudiera necesitar, como la recomendación para que Aisha pudiera trabajar ayudando en el hilado de la seda.
Ese 8 de diciembre de 1573, día de la Concepción de Nuestra Señora, los inquisidores tenían previsto celebrar un auto de fe en la catedral de Córdoba. Hernando y Fátima vivían con inquietud el alboroto que el anuncio originó entre la población, incluido el personal de las caballerizas, tal y como había sucedido en la misma fecha de los dos años anteriores, en los que el mismo día fue el elegido para celebrar sendos autos de fe. El del año anterior alcanzó el cenit del fervor popular y la curiosidad morbosa: en ese auto, tras un largo proceso en el que se hizo necesaria la tortura, se dictó sentencia contra siete brujas, entre ellas la famosa hechicera de Montilla Leonor Rodríguez, conocida como «La Camacha», a quien, tras abjurar de
levi
, se le condenó a recibir cien latigazos en Córdoba y otros cien en Montilla, a destierro de Montilla durante diez años y obligación de servir en un hospital de Córdoba durante los dos primeros. En aquellas jornadas en las que la religiosidad se podía percibir hasta en los animales, los moriscos procuraban pasar inadvertidos entre la vecindad. ¡La Camacha confesó haber aprendido sus artes nigrománticas de una mora granadina!
Sin embargo, ni el uno ni la otra pudieron permanecer ajenos a las intenciones del tribunal de la Inquisición para aquel año. La noche anterior, Abbas les había hecho una visita.
—Mañana deberemos acudir a la mezquita a presenciar el auto de fe —les anunció bruscamente tras saludarlos.
Hernando y Fátima cruzaron sus miradas.
—¿Tú crees? —preguntó el joven—. ¿Qué razón podría…?
—Hay varios moriscos condenados.
Pese a su origen africano, Abbas se llevaba muy bien con los inquisidores. Él mismo seguía las instrucciones dadas a Hernando y se presentaba ante sus despiadados vecinos del alcázar como el más cristiano de los cristianos, hasta el punto de que no era inusual que se le pusiese como ejemplo de evangelización de alguien nacido en la secta de Mahoma. Su oficio le permitía, asimismo, ganarse la confianza y gratitud de los avaros inquisidores y familiares del Santo Oficio: el herraje de una puerta desprendida, aquella barandilla de hierro que había cedido; un adorno quebrado. ¡Las rejas de los ventanucos de las mazmorras…! Todos aquellos pequeños arreglos eran encomendados al hábil herrador de las caballerizas que decía realizarlos por devoción, sin cobrar por ellos.
—Aun así —insistió Hernando—, ¿qué razón podría llevarnos a presenciar el auto de fe?
—En primer lugar, nuestra devoción y respeto por la Santa Inquisición —contestó el herrador con una mueca—. Deben vernos allí, créeme. En segundo, quiero que conozcas a alguien; y en tercer lugar, y éste es el importante, para tener conocimiento directo de por qué se ha juzgado a nuestros hermanos y cuáles son las penas que se les imponen. Debemos informar a Argel de cómo son tratados por la Inquisición los musulmanes en España.
Fátima y Hernando se irguieron al tiempo.
—¿Por qué? —se interesó él.
Abbas le rogó atención con un gesto de la mano.
—Por cada penado de los nuestros, los turcos castigarán a los cristianos cautivos en los baños de Argel. Sí. Es así —afirmó ante la expresión de Hernando—. Y los cristianos lo saben. No por ello la Inquisición deja de sancionar lo que ellos consideran herejía, pero es un buen método de presión que probablemente influya en el momento de imponer una condena más o menos dura. Lo sé. Les he oído hablar de ello. Las noticias van y vienen. Nosotros las enviamos a Argel y de allí vuelven de boca de rescatados o de frailes mercedarios que vienen de rescatar cautivos. Siempre se ha hecho así: antes de los Reyes Católicos, los corsarios apresados en España eran lapidados o ahorcados, lo cual obtenía una inmediata respuesta en el otro lado del estrecho y los corsarios ejecutaban a algún cristiano. Se llegó a un acuerdo tácito entre las dos partes: la pena de galeras a perpetuidad por ambas partes. Algo similar sucede con la Inquisición. Aquí en Córdoba, antes de la llegada de los granadinos deportados, no habitaban moriscos; ahora nos toca a nosotros organizar lo que en otros reinos lleva años haciéndose.
—¿Cómo hacemos llegar esa información hasta Argel?
—¡Más de cuatro mil arrieros moriscos cruzan España cada día! Constantemente hay creyentes que embarcan hacia Berbería. A pesar de la prohibición de que los moriscos se acerquen a las costas, no es difícil burlar la escasa vigilancia de los cristianos. Nosotros, a través de los arrieros, hacemos llegar a los monfíes y a los esclavos y fugados que se reúnen con ellos para huir a Berbería las noticias acerca de las condenas de la Inquisición. Son ellos quienes se encargan de transmitirlas…
—¿Ubaid está entre ellos? —saltó Hernando, al recordar el relato de su madre de lo ocurrido en la sierra.
—¿Te refieres al Manco? —Abbas frunció el ceño.
—Sí. Ese hombre ha jurado matarme.
Fátima, sorprendida, interrogó a su esposo con la mirada. Hernando no había querido contarle los sucesos del camino de las Ventas. Su madre y él se habían limitado a decir que Brahim había huido y Aisha había logrado escapar.
Hernando tomó a Fátima de la mano y asintió.
—Pero ¿qué hace Ubaid en Córdoba? ¿Cuándo has sabido algo de él? —insistió ella dirigiéndose a Hernando, a sabiendas de que aquel hombre suponía una peligrosa amenaza.
—Los monfíes nos son muy útiles —terció Abbas—, pero nosotros lo somos más para ellos. Sin la ayuda que obtienen de los moriscos de los campos y de los lugares en los que tienen que esconderse, no podrían sobrevivir. ¿Por qué ha jurado matarte?
Hernando le contó la historia, refiriéndole las amenazas que había proferido el arriero de Narila contra Brahim y contra él mismo, aunque calló, sin embargo, el hecho de que él hubiera escondido en los arreos de la mula el crucifijo de plata que conllevó su condena.
—¡Ahora lo entiendo! —intervino Abbas—. Por eso le cortó la mano a tu padrastro. No alcanzábamos a comprender por qué había reaccionado tan violentamente con un hermano en la fe. También comprendo la desconfianza de Hamid hacia el Sobahet y el Manco.
Fátima comprendió entonces y clavó sus ojos negros, acusadores, en el semblante de Hernando.
—Creímos que era preferible que no te enteraras —reconoció él, apretando la mano de su esposa con más fuerza—. Pero ¿cómo sabes tú todo eso? —añadió dirigiéndose al herrador.
—Ya te he dicho que estamos en permanente contacto. —Abbas se llevó la mano al mentón y se lo frotó repetidamente—. Trataré de arreglar este asunto. Exigiremos que te deje en paz. Te lo juro.
—Si tanto sabéis de los monfíes —intervino entonces Fátima con la preocupación en el rostro—, ¿qué ha sido de Brahim?
—Sanó —contestó Abbas—. Tengo entendido que se sumó a una partida de hombres que pretendía cruzar a Berbería.
Y así había sido. Lo que nadie sabía, ni siquiera los hombres a los que Brahim se había sumado en su fuga, era que el dolor de su miembro cercenado pareció desaparecer cuando Brahim echó un último vistazo a las tierras de Córdoba que se extendían a los pies de Sierra Morena. Las constantes y tremendas punzadas que sentía en el brazo menguaron ante la ira que le asaltó en aquel momento, el de abandonar el que dentro de su mísera vida entre los cristianos había constituido su único anhelo: Fátima. Desde la distancia, imaginó a la esposa que los ancianos le habían robado en brazos del nazareno, entregada a él, ofreciéndole su cuerpo, quizá ya con la simiente del bastardo en su vientre… «¡Juro que volveré a por ti!», masculló Brahim en dirección al llano.
Era poco después de la hora tercia de un día frío pero soleado y Hernando dudó a la hora de cruzar la puerta del Perdón de la mezquita cordobesa. Fátima lo percibió a tiempo pero Abbas se adelantó un par de pasos. Con todo, la multitud que se apelotonaba a sus espaldas los empujó hacia el interior al son de las campanas que repicaban en el antiguo alminar musulmán, convertido en campanario.
Hernando llevaba tres años viviendo en Córdoba y había transitado decenas de veces alrededor de la mezquita; algunas veces se limitaba a esconder la vista en el suelo, otras miraba de reojo los muros que, a modo de fortaleza, rodeaban el lugar de oración de los califas de Occidente y de los miles de fieles que hicieron de Córdoba el faro que irradiaba la verdadera fe hacia el poniente de la cristiandad.