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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (53 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Pero nunca se había atrevido a entrar en ella. En la catedral se contaban más de doscientos sacerdotes, excluyendo incluso a los miembros del cabildo, que diariamente oficiaban más de treinta misas en sus muchas capillas.

Abbas volvió a sumarse a ellos cuando, una vez superado el vestíbulo cubierto por una cúpula que se abría tras el gran arco apuntado de la puerta, Hernando y Fátima fueron escupidos por la riada de gente que se desparramó en el huerto del gran claustro que antecedía a la entrada de la catedral, entre naranjos, cipreses, palmeras y olivos. El herrador creyó adivinar los pensamientos del joven, apretó los labios y le hizo un gesto animándole a que continuara. Fátima, ataviada con la toca blanca que había llevado el día de su boda, se agarró a su brazo.

El huerto del claustro se conformaba como un amplio rectángulo cerrado y rodeado de galerías de arcos sobre columnas en tres de sus lados, que coincidía en sus medidas con la fachada norte de la catedral. Pese al frescor de los árboles y las fuentes del huerto, los tres moriscos se encogieron ante la visión de los centenares de sambenitos que colgaban de las paredes del claustro, en notoria y permanente advertencia de que la Inquisición vigilaba y sancionaba la herejía. En tiempos de los musulmanes, los fieles se purificaban y hacían sus abluciones en cuatro lavatorios, dos para mujeres y dos para hombres, que el califa al-Hakam construyó fuera de la mezquita, frente a sus fachadas oriental y occidental, y luego accedían a la sala de oración a través de las diecinueve puertas, una por nave, que se abrían por sus costados y que los cristianos habían tapiado. Por tanto, aquel día, entraron en el recinto por la puerta del Arco de Bendiciones, la única que quedaba abierta en el huerto, allí donde antaño se bendecían los pendones de las tropas que partían a luchar contra los musulmanes. Ya en el interior, esperaron a que sus ojos se habituaran a la luz de las lámparas que colgaban del techo de sólo nueve varas de altura, y hasta Abbas, aun conociéndola, no pudo sino sumarse a la impresión que inmovilizó a Fátima y Hernando mientras la gente entraba a raudales, sorteándolos unos, empujándolos otros. ¡Un bosque de casi un millar de columnas alineadas, unidas todas ellas por dobles arcadas, unas encima de otras, que alternaban el rojo de los ladrillos y el ocre de la piedra en los arcos, se abría ante ellos invitándolos a la oración!

Permanecieron quietos unos instantes respirando el fuerte olor a incienso. Hernando contemplaba absorto los capiteles visigóticos o romanos, todos diferentes, que culminaban las columnas en su unión con los arcos. Fátima seguía flanqueada por los dos hombres.

—No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el mensajero de Dios —susurró entonces ella, como si alguna fuerza externa, mágica, le hubiera obligado a pronunciar tales palabras.

—¿Estás loca? —la increpó Abbas a la vez que volvía la cabeza para ver si alguien daba muestras de haberla oído.

—Sí —contestó Fátima en voz alta, al tiempo que se adelantaba, embriagada, acariciando su prominente barriga, hacia el interior de la mezquita.

Abbas dirigió la mirada hacia Hernando suplicándole que impidiera cualquier disparate por parte de su esposa.

—Hazlo por nuestro hijo —le rogó éste tras alcanzarla y posar su mano sobre la barriga de la muchacha. Fátima pareció despertar—. Un día te juré que pondría a los cristianos a tus pies, hoy te juro que algún día rezaremos al único Dios en este lugar santo. —Ella entrecerró los ojos. Aquel compromiso no le pareció suficiente—. Lo juro por Alá —añadió Hernando en voz baja.

—Ibn Hamid —le contestó ella sin precaución alguna. La gente seguía fluyendo por sus costados, charlando excitada por el auto de fe que iban a presenciar—. Recuerda siempre este juramento que acabas de hacer y cúmplelo suceda lo que suceda.

Abbas resopló al ver cómo Fátima se agarraba de nuevo al brazo de su esposo.

Poco más pudieron adentrarse en la mezquita; miles de personas rodeaban ya la zona en la que se estaba construyendo la nueva catedral renacentista, en forma de crucero, sustentada en grandes pilares y arbotantes al estilo gótico, en el corazón del lugar de oración de los musulmanes —en la nave central que conducía al
mihrab—
y que horadaba el centro del techo de la mezquita para luego emerger imponente por encima de ésta y así alcanzar las tan anheladas proporciones que procuraban los cristianos a sus templos. Aquella magna construcción, que se había iniciado muchos años atrás y que todavía se hallaba en curso, estaba llamada a sustituir a la primitiva y pequeña iglesia construida también en el interior de la mezquita, en el lugar que ocupaba la quibla de la ampliación llevada a cabo por Abderramán II. La erección de la nueva capilla mayor originó el rechazo del cabildo municipal cordobés, algunos de cuyos miembros temieron que la nueva construcción acabase con sus capillas o altares y en pugna con el cabildo catedralicio, los veinticuatros y jurados de Córdoba dictaron un bando por el que se sentenciaba a muerte a todo operario que se prestase a trabajar en la construcción de la nueva catedral. El emperador Carlos I puso fin al contencioso y autorizó la construcción de la nueva catedral.

Mientras esperaban la entrada de todos los fieles, muchos de los cuales se tuvieron que conformar con permanecer en el huerto del claustro, así como del tribunal del Santo Oficio, de los miembros de los cabildos catedralicio y municipal y sobre todo de los reos, entre murmullos, risas y conversaciones de los espectadores, Hernando tuvo tiempo suficiente para observar el interior del magno edificio capaz de albergar a miles de personas. Con independencia del huerto, la planta de la mezquita era casi cuadrangular. En su centro se procedía a la construcción de la nueva catedral, toda ella rodeada de centenares de columnas y dobles arcos montados que combinaban el rojo y el ocre. El espacio que quedaba entre la última línea de columnas y los muros de la mezquita había sido aprovechado por los nobles y prebendados cristianos para abrir numerosas capillas dedicadas a sus santos y mártires. Altares, cristos, cuadros e imágenes religiosas, como sucedía a lo largo y ancho de las calles de toda la ciudad, se exponían al fervor popular como muestra del poder de las casas nobles que las pagaban y beneficiaban con mandas y legados. Allí donde mirase, podía encontrar los escudos de armas y emblemas heráldicos de nobles, caballeros y príncipes de la Iglesia: esculpidos en la propia fábrica, en paredes, arcos y columnas; labrados en el hierro forjado del sinfín de rejas que cerraban las capillas perimetrales; en las laudas sepulcrales, casi todas a ras de suelo; en los retablos y pinturas de las capillas y en cualquier soporte por nimio que éste pudiera resultar: cerraduras, lámparas, picaportes, cofres, sillas…, amén de los que aparecían en los escudos de guerra y los cascos de los caballeros castellanos, alemanes, polacos o bohemios que colgaban por doquier en gratitud por las victorias conseguidas en nombre del cristianismo.

«Musulmán entre cristianos», se sintió Hernando al son de la música del órgano y los cánticos del coro que anunciaba la entrada del obispo, del inquisidor de Córdoba y del corregidor de la ciudad, todos por delante de sus respectivas cortes y de los reos. «Igual que aquella construcción», añadió para sí acariciando una de las columnas: el fervor cristiano se mostraba en todo el perímetro del templo, donde se hallaban las capillas. El espacio que se abría a partir de esas capillas, con sus mil columnas y arcos ocres y rojos cantaba la magnificencia de Alá, y en el centro, rodeada por las columnas, la nueva capilla mayor y el coro, de nuevo cristiana.

Hernando elevó la mirada al techo de la catedral: los cristianos buscaban acercarse a Dios en sus construcciones, alzándolas cuanto sus recursos técnicos les permitían; firmes en sus bases, esbeltas en las alturas. Sin embargo la mezquita de Córdoba se mostraba como un prodigio de la arquitectura musulmana, el resultado de un audaz ejercicio constructivo en el que el poder de Dios venía a descender sobre sus creyentes. La sección de los arcos superiores de las dobles arcadas que descansaban sobre las columnas de la mezquita era el doble de ancha que la sección de los arcos que los aguantaban. Al contrario de lo que sucedía con las construcciones cristianas, en la mezquita, la base firme, el peso, se hallaba por encima de las esbeltas columnas en notorio y público desafío a las leyes de la gravedad. El poder de Dios se situaba en las alturas, la debilidad de los creyentes que oraban en la mezquita, en su base.

¿Por qué no habrían derruido los cristianos todo vestigio de aquella religión que tanto odiaban, igual que con las demás mezquitas de la ciudad?, se preguntó con la mirada todavía en los arcos dobles por encima de las columnas. El cabildo catedralicio de Córdoba era de los más ricos de España y sus nobles también, y devoción no faltaba para haber asumido un proyecto como aquél. Podían haber proyectado la construcción de una gran catedral como las de Granada o Sevilla y sin embargo habían permitido que la memoria musulmana perviviese en aquellas columnas, en los techos bajos, en la disposición de las naves… ¡en el espíritu de la mezquita! «Mágica unión la que, con independencia de las gentes, se respira en el interior de este edificio», suspiró.

Ninguno de ellos llegó a ver el auto de fe que se celebraba en un entarimado junto a la antigua capilla mayor; sólo aquellas filas más cercanas al cordón de seguridad establecido por los justicias y alguaciles alrededor de los principales pudieron llegar a contemplar el acto. Sin embargo sí que escucharon la lectura pública de las acusaciones y las sentencias, sin méritos, brevemente, en las que tan sólo se mencionaban las culpas y las penas impuestas contra cuarenta y tres reos del reino de Córdoba, de los que veintinueve eran moriscos, sobre el que el tribunal ejercía su jurisdicción, lecturas que los cristianos escucharon en silencio para luego vitorear o abuchear las penas con que concluía la exposición de cada uno de ellos.

Doscientos azotes a un cristiano, vecino de Santa Cruz de Mudela, por sostener que era falsa la afirmación del Credo en la que aseguraba que Dios vendría a juzgar a vivos y muertos. «¡Ya ha venido una vez! —sostenía el reo—. ¿Por qué va a volver?» Varias penas también de azotes para otros tantos cristianos por haber afirmado en público que no eran pecado las relaciones carnales o el vivir amancebado siendo soltero; doscientos azotes y galeras durante tres años a un vecino de Andújar por bigamia; multa para un tejero de Aguilar de la Frontera por declarar que no existía el infierno sino para moros y desesperados: «¿Por qué van a ir al infierno los cristianos si existen moros?»; multa y escarnio público mediante soga y mordaza para otro hombre por manifestar que no era pecado yacer con una mujer pagando por ello; penas menores de multas y sambenitos para varios hombres y mujeres por haber blasfemado y puesto en tela de juicio la eficacia de la excomunión o por proferir palabras malsonantes, escandalosas o heréticas. Confiscación de bienes, azotes y galeras de por vida contra dos franceses por ser seguidores de la secta de Lutero y relajación en efigie para tres vecinos de Alcalá la Real por haber renegado de la religión católica en Argel, tras haber sido apresados por los corsarios.

—Elvira Bolat —cantó el notario a continuación de los relajados de Alcalá—, cristiana nueva de Terque…

—¡Elvira! —se le escapó a Fátima. Un hombre y una mujer que estaban por delante de ellos se volvieron sorprendidos: primero hacia la muchacha, luego hacia Hernando, a quien ella trataba de darle una explicación—: Era mi amiga antes de que…

Abbas se santiguó ostensiblemente.

—Mujer —la interrumpió con brusquedad Hernando, que se santiguó imitando al herrador—, renuncia a este tipo de amistades de la infancia. No te convienen. Reza por ella —añadió apretándole el antebrazo—. Ruega la intercesión de la Virgen María para que Nuestro Señor la guíe por el camino del bien.

El hombre que se había vuelto hacia ellos asintió en señal de conformidad a la reconvención, y él y su mujer volvieron a prestar atención a la lectura.

Multa, sambenito y cien latigazos. Cincuenta en Córdoba y cincuenta más en Écija, de donde era vecina Elvira, por «cosas de moros». Similar suerte —sambenitos, períodos de evangelización en las parroquias y cien o doscientos latigazos según el sexo— corrieron los restantes moriscos encausados, todos reconciliados con la Iglesia tras admitir sus faltas y herejías. El siguiente reo era un esclavo reincidente apresado tratando de huir a Berbería y que en todo momento se mantuvo fiel a la secta de Mahoma: relajación. La gente estalló en vítores y aplausos. ¡Ya tenían garantizado su espectáculo! La quema en la hoguera de las tres efigies inanimadas de los apóstatas de Alcalá cautivos en Argel no satisfacía a nadie; la del esclavo impenitente, vivo, que de insistir en su postura ardería sin la gracia de ser previamente ejecutado a garrote vil, sí les atraía.

—Así lo pronunciamos y declaramos.

Los miembros del tribunal pusieron fin al auto de fe y los reos fueron entregados al brazo secular para que ejecutase las penas impuestas. Antes de que se hubiera podido oír la última palabra, la gente ya corría hacia el Quemadero, en el campo del Marrubial, ubicado en las afueras de la ciudad en su extremo oriental. Tenían que cruzar toda la ciudad.

El alboroto que originó la multitud permitió a Hernando dirigirse a Abbas sin cautelas. Se sentía asqueado. Hombres y mujeres de todas las edades se empujaban, reían y gritaban.

—¡Un moro menos! —oyó que decía uno de ellos.

Un coro de risotadas aplaudió las palabras.

—¿También tenemos que presenciar cómo queman a uno de los nuestros? —preguntó él entonces.

—No, porque nos esperan en la biblioteca —contestó el herrador con cierta frialdad—, pero deberíamos hacerlo. —Hernando se dio cuenta al instante del error cometido—. Ese hombre morirá reivindicando la verdadera religión delante de miles de cristianos exaltados, ávidos de sangre y venganza todos ellos. Piensa que cuantos creyentes han sido hoy condenados se sienten orgullosos por ello. Las mujeres, con la excusa del frío, pedirán sambenitos con los que vestir a sus hijos pequeños a fin de que les acompañen para mostrarnos a todos que no han olvidado a su Dios, que el culto sigue vivo entre los creyentes. —Fátima escuchaba con los ojos entrecerrados y con ambas manos sobre la barriga. Hernando hizo ademán de pedir excusas, pero Abbas no se lo permitió—: No hace mucho, hemos tenido conocimiento de que algunos días después de que se celebrase un auto de fe en Valencia, el verdugo que intervino en la ejecución de las penas acudió al pequeño pueblo de Gestalgar, en la serranía, para cobrar a nuestros hermanos los honorarios por su infame trabajo. Uno de ellos se negó a pagar porque no había sido azotado. Comprobaron el error y el hombre recibió los cien latigazos en presencia de su familia y de sus vecinos y sólo entonces, con la espalda en carne viva, pagó al verdugo. Podía haber pagado y haberse librado de los azotes, pero prefirió sufrir la condena como sus hermanos. ¡Ése es nuestro pueblo! —El herrador dejó transcurrir un instante, mientras paseaba la mirada sobre el bosque de columnas y arcadas bicolor, como si aquellos testigos del poder musulmán pudieran ratificar su afirmación—. Vamos —les dijo después.

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