La mano de Fátima (56 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Acarició a los caballos para que se tranquilizasen y se acostumbraran a su presencia; de esos animales sí sabía. Varios hombres dormían muy cerca. Cuando consideró que los caballos aceptarían sus manejos sin molestarse y despertar a sus cuidadores, los destrabó con sigilo y embocó el de Umar, aquel que había logrado vencer al avestruz. Entonces esperó, agazapado. Alguien daría la voz de alarma. El tiempo transcurría lentamente sin que nada sucediese; Brahim imaginó ya el alfanje de Umar sobre su cuello, en seguro castigo al robo que acababa de cometer, cuando resonó un primer grito al que siguieron muchos otros. Una densa humareda, todavía sin llamas, ascendía en la oscuridad desde la pila de mercancías. Los hombres saltaron para ponerse en pie, y una impresionante llamarada que rugió al desatarse le sorprendió mientras el caos se apoderaba del campamento. Perdió unos instantes extasiado ante aquella lengua de fuego rojo intenso que parecía querer lamer el cielo.

—¿Qué haces con los caballos? —le gritó el mozo que se ocupaba de ellos y que en lugar de dirigirse al fuego lo hizo hacia los animales.

Brahim despertó y trató de engatusarle con una mueca grotesca. Cuando el joven le miraba al rostro, extrañado por su reacción, extrajo la daga y se la hundió en el pecho. Aquélla sería la última bufonada que haría en su vida, se prometió al montar de un salto sobre el caballo, a pelo, con un zapato de menos.

Y mientras la gente corría de aquí para allá esforzándose por apagar el fuego, Brahim partió al galope tendido en dirección al norte, con el caballo de Yusuf haciéndolo a su lado, a la querencia. En poco rato, caballos y jinete se perdieron en la noche.

Llegó a Tetuán casi a finales de octubre de 1574, después de días de cabalgar desde Tremecén. Evitó los caminos, dejándose guiar por su instinto y experiencia como arriero, siempre hacia el norte, escondiéndose al menor movimiento que percibía y sin confiarse por más que hubiera llegado a la convicción de que Umar no le perseguía por aquellas ariscas tierras. Los dos caballos eran muy valiosos y el interior del cofre le reveló una segunda fortuna compuesta de piedras preciosas y diferentes monedas de oro: dirhams, rubias, zianas, doblas, soltaninas y escudos españoles.

Tetuán era una pequeña ciudad enclavada al pie del monte Dersa, en el valle del río Martil. Se hallaba a sólo seis millas del Mediterráneo y a cerca de dieciocho del estrecho de Gibraltar, en un punto estratégico en el tráfico naval. Fértil, gozaba de abundante agua que le llegaba de la sierra del Hauz y la cordillera del Rif. La medina amurallada de la ciudad había sido reconstruida y repoblada por los musulmanes que habían huido tras la rendición de Granada a los Reyes Católicos, por lo que sus habitantes eran mayoritariamente moriscos.

Rompió su promesa de no volver a presentarse como un bufón y, tras esconder caballos y dineros en las montañas, accedió a la ciudad cruzando la puerta de Bab Mqabar, junto al cementerio, como un pordiosero loco, con sólo unas cuantas monedas escondidas. El espíritu andalusí que se respiraba, la forma de hablar y de vestir de las gentes, la distribución de las calles como si se tratara del Albaicín de Granada o de cualquier pequeño pueblo de las Alpujarras, le convenció al instante de que aquél era el lugar donde debía vivir. Persuadió a un bribón zarrapastroso, de ojos vivos, redondos y grandes y con el cuero cabelludo a clapas por la sarna, para que le guiase por la ciudad. Sorprendió a los mercaderes del zoco y al muchacho, y compró vestiduras nuevas y todo lo necesario para presentarse en el lugar elegido con cierta distinción. También compró ropa para Nasi, que así se llamaba el pillastre. No podía entrar en Tetuán con ese aspecto de indigente si viajaba con dos magníficos caballos y un cofre lleno de oro. Luego volvió con el asombrado muchacho allí donde había escondido los caballos, se lavó en un arroyo y obligó a hacer lo propio a Nasi, se vistió, echó una estera por encima del caballo a modo de montura, y en el de Yusuf cargó los bultos para que Nasi, con la cabeza cubierta por un turbante, tirara de él como si se tratara de su sirviente, cosa a la que el chico accedió tan pronto escuchó la oferta de comer a diario.

—Pero si cuentas algo de mí, te cortaré el cuello —le amenazó mostrándole el filo de la daga.

Nasi no pareció impresionado a la vista del cuchillo, pero su contestación sonó sincera:

—Lo juro por Alá.

Arrendaron una buena casa de sólo un piso y que disponía de una huerta en su parte trasera.

En el último cuarto de aquel siglo XVI, cuando Brahim se estableció en la ciudad, el negocio del corso varió por completo. Del puerto de Tetuán, Martil, zarpaban numerosas fustas, generalmente pequeñas, para atacar las costas españolas en competición con las demás ciudades corsarias de Berbería: Argel, Túnez, Sargel, Vélez, Larache o Salé. Pero a partir de esas fechas, la arribada de grandes naves redondas francesas, inglesas u holandesas al Mediterráneo, llevó a los armadores de Argel a sustituir sus delicadas galeotas y galeras de cascos delgados y ligeros por grandes veleros redondos armados con decenas de cañones, con los que optar a alcanzar y vencer a aquellas nuevas embarcaciones; así pues, el radio de influencia de los señores del corso argelino logró llegar hasta las zonas más remotas del Mediterráneo, por alejadas que pudieran estar de sus puertos, e incluso al Atlántico: Inglaterra, Francia, Portugal y hasta Islandia.

El corso menor, aquel que arribaba a las costas españolas para saquearlas en rápidas y sorpresivas acciones de pillaje, sin llegar a cesar, quedó como una actividad secundaria para aquellos grandes pueblos corsarios. Así las cosas, una vez establecido en Tetuán, Brahim se convirtió en el armador de tres fustas de doce bancos de remeros cada una, con una condición que aceptaron los arráeces de las naves: él iría personalmente en las expediciones porque, si bien no sabía de navegación, ¿quién mejor que un arriero que conocía palmo a palmo las costas de Granada, Málaga y Almería para dirigir los ataques?

En marzo de 1575, ya abierta la época de navegación y al mando de una partida de treinta moriscos, el antiguo arriero alpujarreño desembarcó en las costas de levante, cerca de Mojácar, sin que ningún guarda de las nueve torres defensivas que se hallaban repartidas en tan sólo siete leguas de costa, entre Vera y la propia Mojácar, para la vigilancia de aquella zona del litoral, avistase las fustas y tocase a rebato.

—Las defensas están desguarnecidas o derruidas —comentó riendo el arráez que navegaba con Brahim—. Algunas torres ni siquiera disponen de guarda o éste no es más que un anciano que prefiere dedicarse a su huerto en lugar de cumplir un trabajo por el que el rey Felipe no le paga.

Y así era. Por más incursiones corsarias que se produjeran en España, el sistema defensivo compuesto por torres de vigilancia que se extendían a lo largo de las costas, con guardas y atajadores que debían alertar a las ciudades y tropas, había ido degradándose por falta de recursos económicos hasta el punto de ser prácticamente ineficaz.

En esa ocasión nadie impidió a Brahim tomar parte en el saqueo de algunas alquerías cercanas a Mojácar. Cerca de medio centenar de hombres, entre moriscos y galeotes libres, desembarcaron en las costas de al-Andalus; otros quedaron al cuidado de las fustas, la mayoría se desperdigó en grupos en busca del botín. Brahim se detuvo un instante y los observó correr tierra adentro. ¡España! Respiró profundo y se hinchió de orgullo. ¡Volvía a estar en España y aquéllos eran sus hombres! ¡Él les pagaba! Tenía a un pequeño ejército a su servicio.

—¿A qué esperas? —le urgió el arráez que capitaneaba su partida—. ¡No tenemos tiempo!

Más allá de la playa encontraron a algunos campesinos trabajando sus tierras. Brahim los vio huir espantados con los corsarios tras ellos; alcanzaron a dos.

—¡Por allí! —gritó Brahim señalando a su izquierda—. Allí hay algunas casas.

Las recordaba. Había trajinado en aquella zona.

Los berberiscos corrieron hacia donde indicaba el antiguo arriero. Cuando llegaron a un pequeño grupo de casas humildes, sus moradores se habían marchado también, advertidos por los gritos de quienes habían huido de los campos.

Brahim descerrajó la puerta de una de las casas de una fuerte patada. No era necesario, pero el gesto le hizo sentirse poderoso, invencible. Nada pudo aprovechar del interior de la vivienda de una mísera familia campesina.

Al cabo de un tiempo se reunieron todos en la playa, sin bajas, sin lucha alguna, con pocos dineros, algo de quincallería y mucha ropa de escaso valor, pero con quince cautivos entre los que destacaban, por el considerable beneficio que podían obtener de ellas en el mercado de esclavos de Tetuán, tres jóvenes mujeres gallegas, sanas y voluptuosas, de las que habían ido a repoblar el reino de Granada tras la expulsión de los suyos.

Mientras los hombres embarcaban a sus espaldas, Brahim, sudoroso, congestionado, enardecido, volvió a clavar la mirada en las tierras de al-Andalus. Poco más allá se alzaba Sierra Nevada, con sus cumbres y sus ríos y sus bosques y…

—¡He vuelto, bastardo nazareno! —gritó—. ¡Fátima, aquí estoy! ¡Juro por Alá que algún día recuperaré lo que es mío!

37

Córdoba, octubre de 1578

Hernando espoleó a Corretón y el aire frío de las dehesas cordobesas le golpeó el rostro. El potente retumbar de los cascos sobre la tierra húmeda no logró acallar las imprecaciones de José Velasco y Rodrigo García, que galopaban por detrás de él tratando de darle alcance. Los retó en la misma dehesa, rodeados de yeguas y potros: «Corretón es capaz de vencer a cualquiera de vuestros caballos». Entre simpáticas burlas, los dos veteranos domadores se mostraron incrédulos.

—El último en llegar a aquel alcornocal —Hernando señaló el límite de la dehesa, donde los árboles limitaban el campo de las yeguas—, pagará una ronda de vinos.

Inclinado hacia delante en la montura, sobre el cuello extendido de Corretón, las riendas largas, manteniendo un leve contacto en la boca del caballo y sintiendo en las piernas el frenético ritmo de los impetuosos y veloces trancos del caballo, continuó espoleándolo para que aumentase la ventaja sobre sus seguidores. Aquél era un gran día para todos los moriscos. Antes de que saliesen al campo, la noticia se extendía por la ciudad al redoble de las campanas de todas las iglesias: don Juan de Austria había fallecido de tifus en Namur, siendo gobernador de los Países Bajos. El verdugo de las Alpujarras acabó sus días en una simple barraca.

Corretón galopaba como lo hacían pocos caballos y Hernando gritó. Lo hizo cuanto le permitieron sus pulmones. ¡Por las mujeres y niños de Galera que ordenó ejecutar el príncipe cristiano!

A menos de un cuarto de legua del alcornocal, Rodrigo primero, José después, lo superaron lanzándole una lluvia de barro y guijarros. Hernando aminoró la carrera hasta llegar adonde le esperaban los dos jinetes, ya en el alcornocal, galopando despacio, para que sus monturas recuperasen el resuello sin brusquedad.

—¡Brindaremos por ti! —resopló Rodrigo.

José rió y simuló llevarse un vaso a los labios.

—Es mucho más joven que vuestros caballos —se defendió el morisco.

—Deberías haberlo tenido en consideración a la hora de soltar bravatas —le advirtió el lacayo de don Diego—. ¿No pretenderás retractarte?

—¡Vosotros lo sabíais! He elegido mal la distancia.

Rodrigo se acercó a él y le golpeó en el hombro.

—Pues eso te costará dinero.

Los animales empezaron a respirar con normalidad y se dispusieron a volver a la ciudad. Entonces Rodrigo les llamó la atención.

—¡Mirad! —exclamó señalando hacia la espesura.

La grupa y los cuartos traseros de una yegua sobresalían por debajo de unos matorrales. Se acercaron y desmontaron. José y Rodrigo se dirigieron a inspeccionar el cadáver de la yegua, mientras Hernando quedaba al cuidado de los caballos.

—Es una de las más viejas —comentó José desde el lugar en el que yacía el animal. Los dos volvieron a donde esperaba Hernando y montaron de nuevo—. Pero dio muy buenos potros —afirmó a modo de epitafio—. Nosotros volveremos a Córdoba —añadió dirigiéndose al morisco—, tú ve en busca del yegüero y dile que aquí tiene un cadáver. Vuelves con él, y cuando haya desollado a la yegua, te llevas la piel para mostrársela al administrador y que la dé de baja en los libros. ¡Ah, y apresúrate antes de que alguna alimaña se ensañe con el cadáver y desaparezca la marca del hierro del rey!

Si algún carroñero atacase el cadáver allí donde la yegua se hallaba herrada con la «R» coronada y ésta desapareciese, sería imposible acreditar su muerte ante el administrador y los yegüeros se encontrarían en un verdadero problema.

El pellejo de la yegua muerta con su hierro bien visible, que Hernando llevaba cruzado por delante de la montura, apestaba igual que aquellas que transportara desde el matadero a la curtiduría hacía más de siete años. ¡Cómo había cambiado su vida en ese tiempo! Encontrar al yegüero, volver al alcornocal y desollar el cadáver le llevó casi todo lo que restaba del día; cuando terminó, el sol se escondía ya, jugando con la silueta que se adivinaba de Córdoba: la catedral emergiendo de la mezquita, el alcázar, la torre de la Calahorra y los campanarios de las iglesias iluminadas con un resplandor rojizo por encima de las casas. El silencio en el campo era casi absoluto y se movían al paso. Corretón pisaba con suavidad como si fuera consciente del hechizo. Hernando suspiró. El caballo volteó las orejas hacia él, sorprendido, y el jinete le palmeó el cuello.

Hacía cerca de año y medio un joven domador había sufrido un accidente en las dehesas; un toro al que corría derribó al caballo y corneó al hombre en la entrepierna.

Los jinetes que le acompañaban trasladaron a Alonso, que así se llamaba el accidentado, a las caballerizas reales. Sangraba en abundancia, si bien no parecía que el asta hubiera afectado a zonas vitales. Con todo, cuando llegó el cirujano a las cuadras y se enfrentó a la herida que mostraba en la entrepierna y diagnosticó que tendría que intervenir en la zona del glande del miembro de Alonso, éste no se dejó tocar hasta que un escribano público acudiese y, antes de ser tocado por el cirujano, diese fe de que su miembro no estaba retajado. Hernando fue quien tuvo que correr en busca del escribano público. Temió que Alonso se desangrase en el tiempo en que tardaba el funcionario en responder y ponerse en marcha, pero a nadie parecía importarle aquella posibilidad: todos los presentes, incluido el cirujano, admitieron como lógica la exigencia de Alonso. ¡Era más importante no parecer un judío o musulmán que la propia vida! Para su sorpresa, el escribano venció la pereza nada más escucharle, le entregó sus papeles e instrumentos de escritura para que los llevase y corrió a las cuadras donde, volcado en la entrepierna del herido, siguió con interés los dedos y las explicaciones del cirujano entre la sangre y la carne desgarrada, para comprobar personalmente que el tal Alonso efectivamente no estaba previamente descapullado. Entonces levantó acta de que durante aquella intervención y por motivos médicos, al decir del cirujano, había sido necesario proceder a cortar el prepucio del miembro del jinete. Luego entregó el documento al enfermo, que lo agarró como si en ello le fuera la vida… o el honor.

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