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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (60 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Los vio superar la calle de los Silleros y después la de los Toqueros; luego giraron y rodearon el hospital de la Caridad. Entonces escrutó a la multitud, seguro de que al igual que él, todos debían de haber estado pendientes de aquella mágica pareja que había desaparecido por la calle de Armas, pero no era así: nadie parecía haberles prestado la menor atención y sus más cercanos vecinos seguían atentos a los relatos del mutilado.

—¡Nos debían más de veinte meses de paga y nos impidieron el saqueo de la ciudad! ¡Todo el dinero que la ciudad pagó para evitar el pillaje se lo quedó el rey! —gritaba el ciego, al tiempo que golpeaba la mesa, dispuesta en la calle, con el vaso y derramaba el vino. Excitado, excusó el amotinamiento que tras la toma de Haarlem protagonizaron los soldados de los tercios—. ¡Y en castigo, a los enfermos y heridos como yo, no nos pagaron los atrasos!

¿Qué le importaba a él ese ciego y la suerte que hubiera corrido en aquella otra guerra religiosa que mantenía el católico rey Felipe?, pensó Hernando al cruzar la plaza, esforzándose por no correr.

Le esperaban unos pasos más allá, en la calle de Armas, tenuemente iluminados los dos por el reflejo de las velas al pie de una Virgen de la Concepción a tamaño natural que se hallaba sobre una hermosa reja labrada. La calle aparecía desierta. Juan lo vio llegar, Hamid, no: se mantenía cabizbajo, derrotado.

Hernando se plantó delante de él y se limitó a cogerle de las manos. No le surgían las palabras. Sin desviar la mirada del suelo, el alfaquí observó las manos que le agarraban y después los borceguíes que siempre calzaba Hernando desde que le nombraran jinete de las caballerizas reales. Aquella misma mañana había caminado junto a él.

—Hamid ibn Hamid —musitó, alzando por fin el rostro.

—Eres libre —logró articular Hernando, y antes de que el alfaquí pudiese replicar, se echó en sus brazos y estalló en un llanto nervioso.

A la mañana siguiente, ante el escribano público, con Hamid ya bajo los cuidados de Fátima en las caballerizas, Juan y el alguacil otorgaron escritura de compraventa del esclavo de la mancebía llamado Francisco. Como si se tratase de una simple y vulgar bestia, el alguacil no lo vendió como sano y detalló al escribano todos y cada uno de los defectos físicos que padecía Hamid, aquellos aparentes y aquellos otros vicios que no lo eran tanto. Juan, por su parte, renunció a reclamarle por los defectos y vicios presentes o futuros del esclavo; tras ello, comprador y vendedor aceptaron el trato frente a dos testigos, y el escribano firmó el correspondiente documento.

Poco más tarde, ante otro escribano y otros dos testigos para que el alguacil no llegara a enterarse, Juan dictó la carta de manumisión a favor de su esclavo Francisco; le concedió la libertad y renunció a cualquier patronato que las leyes pudieran otorgarle sobre su siervo manumitido.

Hernando besó la carta de manumisión que Juan le entregó al salir de casa del escribano. Entonces quiso premiar a su amigo con una corona de oro, pero el mulero la rechazó.

—Muchacho —le dijo—: nos equivocamos al fantasear con las mujeres de Berbería. Ninguna de ellas debe de tener las posaderas que ayer llegué a palpar, pero que fui incapaz de catar. Tenías razón —agregó, apoyando una mano sobre su hombro—: me he hecho viejo.

—No… —intentó excusarse Hernando.

—Ya sabes dónde puedes encontrarme —se despidió sin más el mulero.

Y Hernando lo vio partir. Mientras Juan se alejaba, Hernando pensó que el mulero caminaba algo más erguido que el día anterior.

38

Rosas, azahares, lirios, alhelíes o naranjos; ¡miles de flores! El pequeño patio de la nueva casa en la que vivían Hernando y su familia llamaba a deleitarse en una sensual mezcla de perfumes durante las noches de aquel mayo de 1579. El suelo del patio era de piezas de terrazo, cruzado todo él por el dibujo de una estrella compuesta por diminutos cantos rodados en cuyo centro se erigía una sencilla fuente de piedra sin adornos, de la que permanentemente brotaba el agua cristalina. Porque si Córdoba tenía problemas con las aguas residuales y su red de alcantarillado, origen de frecuentes epidemias de tifus y de todo tipo de endémicas enfermedades gastrointestinales que afectaban sobre todo a las zonas más humildes de la Ajerquía, contaba por otra parte con treinta y nueve veneros y numerosos pozos que aprovechaban la inagotable y preciada agua de la sierra. La villa, la antigua medina, con su intrincada disposición de calles y callejas era la zona más privilegiada en el reparto del agua cordobesa. Y precisamente fue allí, en la medina, en la calle de los Barberos, donde Hernando alquiló una pequeña casa propiedad del cabildo catedralicio, de las muchas con las que había sido beneficiada la Iglesia a lo largo de los años.

La casa patio de la calle de los Barberos que alquiló cumplía todas las características que habían definido a las
domus
romanas en las que se inspiraban las viviendas cordobesas y que después los musulmanes tomaron como modelo de lo que debían ser sus viviendas: oasis con flores y agua; paraísos aislados del exterior. Encajonada entre otros dos edificios similares, el patio rectangular se hallaba cerrado en uno de sus lados por un muro ciego, al constituir la medianera de un colindante; los tres lados restantes aparecían rodeados de crujías que daban acceso a las estancias y, entre las crujías y el patio, una galería porticada mediante vigas de madera que se elevaba otro piso más, en el que la galería estaba protegida por una barandilla también de madera que abría al patio; todo techado mediante una cubierta de pequeñas tejas alternativamente colocadas de forma cóncava o convexa para actuar como canalones en la recogida de las aguas de lluvia. El acceso a la vivienda se efectuaba a través de un fresco zaguán casi tan amplio como una estancia, embaldosado con azulejos de colores hasta media altura. El zaguán se cerraba a la calle mediante una puerta de madera y al patio central de la casa mediante una reja calada. En el piso inferior se ubicaban la cocina, una sala, la letrina y una minúscula estancia. En el piso superior, con acceso desde la galería abierta al patio, había cuatro estancias más.

La idea de mudarse a una vivienda independiente rondaba la cabeza de Hernando desde que le aumentaron el salario y se produjo la llegada de Hamid. El alfaquí terminó aceptando su libertad y admitió la protección que le ofrecía Hernando como la consecuencia natural de lo que ambos consideraban tan fuerte como cualquier relación familiar. Sin embargo, a diferencia de Aisha, que había insistido en ir a trabajar en la seda, Hamid se recluyó en las habitaciones superiores de las cuadras, donde rezaba, pensaba y leía el Corán aprovechando la intimidad que le proporcionaba aquel lugar cuya única religión eran los caballos. También tomó como obligación propia la educación de los tres niños, los dos hijos de Hernando y Shamir, el hijo de Aisha.

Pero si todos aquellos argumentos eran de por sí suficientes para que considerase llegada la hora de buscar una nueva casa, hubo otro, egoístamente superior a los demás, que le impelió a empeñarse en ello. La pareja buscaba otro hijo; deseaban tenerlo y su intimidad se vio coartada por la presencia de su familia. Hacían el amor, sí, pero escondidos bajo las sábanas, reprimiendo sus manifestaciones y ahogando sus jadeos de placer. Ambos echaban en falta la posibilidad de recrearse el uno en el otro en libertad. Cohibida por la presencia del alfaquí, Fátima evitaba el uso de las esencias y los perfumes que tan deliciosos hacían los coitos. Tampoco jugueteaban antes de alcanzar el éxtasis, tocándose, rozándose, besándose o lamiéndose, y las mil posturas de las que desinhibidamente habían llegado a disfrutar se limitaban ahora a las que podían ocultar bajo las sábanas. El embarazo no llegaba.

—Mi vagina es incapaz de succionar tu miembro —se lamentó un día Fátima—. No dispongo de sosiego. Necesito ser capaz de atrapar tu pene en mi interior, apretarlo y aprisionarlo hasta lograr sorber toda la vida que estás dispuesto a proporcionarme.

Encontró la casa. Aisha, Fátima, él y los niños se establecieron en el piso superior mientras Hamid, para tranquilidad de su esposa, hacía suya la diminuta habitación sobrante de la planta baja.

Desde la recta calle de los Barberos, cuya continuación, donde se emplazaba un cuadro de la Virgen de los Dolores, estaba dedicada al caudillo musulmán Almanzor por haber estado allí uno de sus palacios, se podía ver sin dificultad la torre de entrada a la catedral, el antiguo alminar, que sobresalía orgullosa por encima de los edificios. Con aquella referencia y una somera consulta a las estrellas desde el patio, Hamid calculó con precisión la dirección de la quibla e hizo una inapreciable incisión en la pared de su habitación hacia la que dirigir sus oraciones.

Su salario en las caballerizas les permitía vivir sin estrecheces, pero no habría podido optar a esa casa de no haber sido por el precio reducido de la renta, obtenido gracias a la mediación de don Julián ante el cabildo catedralicio. El sacerdote le agradecía así su desinteresado esfuerzo en la copia de coranes, cuyos beneficios entregaban todos directamente a la causa.

—Quien pierde la lengua arábiga pierde su ley —le recordó un día don Julián en la intimidad de la biblioteca.

Aquella máxima invocada ya en la guerra de las Alpujarras se alzó como un objetivo prioritario para las diversas comunidades moriscas repartidas por todos los reinos españoles, en contradicción con el empeño por parte de los cristianos, generalmente estéril, de que los moriscos abandonasen el uso del árabe en su vida cotidiana. Los nobles de cualquiera de aquellos reinos, interesados en los míseros salarios que satisfacían a los moriscos, actuaban con lasitud ante el uso de la lengua árabe en sus tierras de señorío, pero los municipios, la Iglesia y la Inquisición, por orden real, hicieron suya esa máxima y la convirtieron en una de sus banderas. Las aljamas reaccionaron y promovieron en secreto
madrasas
o escuelas coránicas, pero, sobre todo, proveyeron a los musulmanes de los prohibidos y sacrílegos ejemplares del libro divino, por lo que a lo largo de toda España se desarrolló una red de copistas.

—Por fin los he conseguido —le dijo una noche don Julián, poniendo delante de Hernando, en la mesa en la que trabajaba, un pliego de papel virgen. Se hallaban solos en la biblioteca. Era tarde; hacía un par de horas que habían finalizado los oficios de completas y la catedral había sido despejada de los variopintos personajes que la poblaban durante el día, entre ellos los delincuentes que se acogían a sagrado y que pasaban las noches inmunes a la acción de la justicia ordinaria en las galerías del huerto de acceso, ya que los alguaciles no podían entrar en la iglesia a detenerlos. Hernando recreó las muchas y pintorescas situaciones que había tenido oportunidad de contemplar, y sonrió al escuchar los correteos de los porteros en sus esfuerzos por expulsar del recinto sacro a algunos perros y, esa noche, incluso a un cerdo.

Antes de cogerlo, Hernando rozó con las yemas de los dedos el pliego. Se trataba de un papel basto, excesivamente satinado, muy grueso, de superficie irregular y sin ninguna filigrana al agua que acreditase su procedencia.

—Tengo bastantes pliegos más —sonrió triunfante el sacerdote mientras Hernando sopesaba una hoja sensiblemente más larga y ancha que las usuales—. No te extrañe —añadió ante la actitud de su alumno—, es papel fabricado artesanalmente, en secreto, en las casas de los moriscos de la zona de Xátiva.

Xátiva era una de las grandes poblaciones del reino de Valencia, en la que la cuarta parte de su vecindario estaba compuesta por moriscos o cristianos nuevos. Sin embargo, como sucedía con muchos de los lugares de aquel reino mediterráneo, se hallaba rodeada de pequeños pueblos en los que la casi totalidad de sus habitantes eran moriscos. Hacía más de cuatro siglos que en Xátiva, siguiendo los avances técnicos musulmanes en su elaboración, se fabricaba papel. Los reyes cristianos otorgaron privilegios a la aljama de Xátiva y protegieron aquella industria, de forma que muchos moriscos se dedicaron a la elaboración de papel en el interior de sus casas, utilizando como materia prima ropa y paños viejos. Aquellas industrias domésticas eran ahora las que subrepticiamente proveían a la comunidad morisca de papel, aunque fuera de baja calidad, porque comprar papel en cantidades suficientes como para hacer copias de libros era tarea harto complicada y siempre sospechosa.

A pesar de que la imprenta había sido inventada hacía más de un siglo, continuaban copiándose manuscritos, pues la edición de libros se hallaba en manos de muy pocas personas. El pueblo, analfabeto en su gran mayoría, no tenía acceso a la lectura ni interés en su edición, y los grandes señores, propietarios del capital necesario para costear los gastos que requería una imprenta, se negaban a ofender su honor dedicando sus dineros a actividades mercantiles impropias de su estatus personal. En la década de los ochenta sólo existía en Córdoba una imprenta, portátil, utilizada casi artesanalmente por un impresor, por lo que el comercio de papel era casi inexistente. El propio cabildo catedralicio encargaba la edición de sus libros religiosos a imprentas de otras ciudades, como Sevilla.

—¿Cómo lo has conseguido? —se interesó Hernando.

—A través de Karim.

—¿Y la aduana del puente?

Don Julián guiñó un ojo.

—Es bastante sencillo, aunque caro, esconder unos pliegos de papel bajo las monturas de mulas o caballos.

Hernando asintió y volvió a rozar con las yemas de los dedos el tosco pliego de papel. Debía cobrar por su trabajo: así se lo impuso el sacerdote, pero Hernando invertía todo ese dinero en proyectos como la liberación de esclavos moriscos. Por nada del mundo habría querido enriquecerse a costa de propagar su fe.

Así pues, después de su aprendizaje, Hernando reproducía coranes, en árabe culto pero con la caligrafía propia de los copistas, primando la claridad y la celeridad sobre la estética. Al mismo tiempo, entrelineándola con el árabe, escribía la traducción de las suras al aljamiado, para que todos los lectores pudieran entenderlas. Escondían los pliegos de papel entre los numerosos ejemplares de la biblioteca catedralicia y los ejemplares que obtenían de ellos se distribuían a través de Karim por todo el reino de Córdoba, necesitado de unas guías religiosas de las que ya disponían las aljamas valencianas, catalanas o aragonesas que no habían padecido el éxodo de los granadinos.

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