Authors: Ildefonso Falcones
Hernando se desinfló. La entereza desapareció en el instante en que se imaginó frente a Karim, presenciando su interrogatorio y quizá su tortura… ¡mientras traducía lo que él mismo había escrito!
—Yo… —trató de excusarse balbuceante—, tengo que trabajar en las caballerizas…
—¡La persecución de la herejía y la defensa de la cristiandad están por encima de cualquier trabajo! —le interrumpió el inquisidor.
Los cánticos empezaron a sonar en el interior de la catedral, las voces llegaban hasta el huerto. El sacerdote volvió el rostro hacia la puerta del Arco de Bendiciones y se apresuró a entrar; corrió como deslizándose, sin hacer ruido.
—A tercias, recuérdalo —insistió antes de dejarlo solo.
Hernando recorrió la escasa distancia que le separaba de su casa con la mente en blanco, intentando no pensar, murmurando suras y estrechando el Corán contra su pecho.
El alcázar de los reyes, antigua residencia de los Reyes Católicos y ahora sede del tribunal inquisitorial, era una fortaleza construida por el rey Alfonso XI sobre las ruinas de parte del palacio califal. Sin embargo, desde hacía tiempo, todos los dineros que llegaban al tribunal para la conservación del lugar eran defraudados por los inquisidores para sus gastos personales, por lo que las instalaciones se habían ido degradando progresivamente y allí donde debía haber habitaciones, salas, secretarías y archivos, se emplazaban gallineros, palomares, cuadras y hasta lavanderías de paños cuyos productos vendían sin la menor vergüenza los criados de los inquisidores en la puerta que daba al Campo Real. Las condiciones higiénicas del alcázar, entre animales y suciedad, cárceles insalubres y dos lagunas de aguas estancadas y putrefactas que se emplazaban en el linde que daba al Guadalquivir, llegaron a dar pábulo a la leyenda de que todo el que vivía en el alcázar enfermaba hasta morir.
A tercias, como le ordenaron, Hernando se presentó en la puerta que daba al Campo Real, bajo la torre del León.
—Debes dar la vuelta —le indicó de malos modos uno de los vendedores de paños—. Cruza el camposanto y entra por la puerta del Palo, en la torre de la Vela, junto al río.
La puerta del Palo se abría a un patio amurallado, con álamos y naranjos, que daba al Guadalquivir. Dos porteros le interrogaron como si fuese él el que iba a ser juzgado hasta que uno de ellos, con gesto brusco, le indicó una pequeña puerta que se abría en la fachada sur. Nada más traspasarla y dejar atrás los árboles del patio, Hernando notó que se le pegaba al cuerpo la malsana humedad del lugar. Accedió a un lúgubre pasillo que llevaba a la sala del tribunal; a su izquierda se abrían las cárceles en intrincada disposición para aprovechar el espacio del antiguo alcázar; sabía que en ellas se hacinaban los presos, pero era tal el aterrador silencio, que sus pasos resonaron a lo largo del pasillo.
La sala del tribunal era rectangular y de altos techos abovedados. En uno de sus lados ya se hallaban dispuestos, tras unas mesas, varios inquisidores, entre ellos aquel que le hablara en la catedral, el promotor fiscal del Santo Oficio y el notario. Le tomaron juramento acerca de la confidencialidad de cuanto escuchara en la «sala del secreto» y lo sentaron ante una mesa más baja que las demás, junto al notario. Frente a ellos se disponían tres ejemplares mal cosidos del Corán y algunos otros documentos sueltos.
Karim era quien se encargaba del cosido de los pliegos antes de distribuirlos. Con el rumor de las conversaciones de los inquisidores de fondo, Hernando reconoció cada uno de aquellos ejemplares del libro divino. Con la mirada clavada en los libros pudo recordar en qué momento exacto había escrito cada uno de ellos, puesto que ya casi no necesitaba copiarlos; las dificultades que tuvo en uno u otro; los errores cometidos; los cálamos que tuvo que cortar y en qué sura lo hizo; la tinta que le faltó; las observaciones y comentarios de don Julián…, las bromas y las inquietudes ante cualquier ruido extraño e imprevisto…, la ilusión y la esperanza de un pueblo representada en cada carácter que llegó a escribir sobre aquellos pliegos de papel demasiado satinado y de baja calidad que con tantas dificultades les arribaba desde Xátiva.
Hernando se encogió en la dura silla de madera ante la aparición de Karim en la sala del tribunal; sucio y desastrado, débil y encogido. ¿Qué pensaría el anciano? ¿Quizá que era él el delator? No fue necesario más que un instante, en que la mirada de Karim se posó en él, para convencerle de que tal posibilidad estaba muy lejos de la mente del anciano.
—¡Te perdono! —exclamó Karim una vez en el centro de la sala, sin dirigirse a nadie en especial, interrumpiendo el inicio de la lectura por parte del notario.
Los inquisidores se irritaron.
—¿Qué tienes tú que perdonar, hereje? —soltó uno de ellos.
Hernando hizo caso omiso de las imprecaciones que se sucedieron. Aquellas palabras iban dirigidas a él. ¡Te perdono! Karim había evitado mirar a nadie al pronunciarlas y había hablado en singular. ¡Te perdono! Hernando había flaqueado al verlo entrar, pero luego se sobrepuso. Aquella misma mañana se había sentido fuerte con el Corán apretado contra su pecho; sin embargo, luego se había sumido en la desesperación al saber que tendría que presenciar el proceso contra Karim. Fátima, Aisha y un cabizbajo Hamid le habían asaltado a preguntas, a ninguna de las cuales fue capaz de responder. Y ahora Karim le perdonaba, comprometiéndose a cargar con toda la responsabilidad.
A lo largo de la mañana de ese día, Karim respondió al interrogatorio de rigor.
—¡Todos los cristianos! —indicó ante la pregunta acerca de si tenía enemigos conocidos—. Aquellos que incumplieron el tratado de paz que firmaron vuestros reyes; los que nos insultan, nos maltratan y nos odian; los que nos roban nuestras cédulas para que nos detengan los que nos impiden cumplir con nuestras leyes…
Luego, con voz trémula, Hernando tradujo parte del contenido de los libros, cuya tenencia también reconoció Karim a satisfacción de los inquisidores. El anciano confesó: él mismo había obtenido el papel y la tinta y él mismo los había escrito. ¡Él y sólo él era el responsable de todo!
—Podéis llevarme al quemadero —les retó, señalando con el índice a todos los presentes—. Nunca me reconciliaré con vuestra Iglesia.
Hernando contuvo el llanto, consciente, no obstante, del ligero temblor de sus labios.
—¡Perro hereje! —estalló uno de los inquisidores—. ¿Acaso crees que somos imbéciles? Nos consta que un viejo como tú no es capaz de hacer todo esto solo. Queremos saber quién te ha ayudado y quiénes tienen los libros que faltan.
—Os he dicho que no hay nadie más —aseguró Karim.
Hernando lo vio solo, en pie, en el centro de la gran sala, enfrentado al tribunal: un espíritu inmenso en un cuerpo pequeño. En verdad no había nadie más; nadie más era necesario, pensó entonces, para defender al Profeta y al único Dios.
—Sí que los hay. —La afirmación, cortante pero serena, surgió de la voz silbante del canónigo catedralicio—. Y nos dirás sus nombres. —Sus últimas palabras flotaron en el aire antes de que el mismo inquisidor ordenase la suspensión del acto hasta el día siguiente.
Aquella tarde Hernando no acudió a las caballerizas. Después de que los alguaciles se llevaran a Karim y los inquisidores abandonaran sus mesas, intentó excusar su presencia para la sesión del día siguiente: ya había traducido parte de los documentos y, además, los coranes estaban interlineados en aljamiado.
—Por eso mismo —se opuso el canónigo—. Ignoramos si esas traducciones interlineadas son correctas o no son más que otra estratagema para confundirnos. Estarás con nosotros durante todo el proceso.
Y lo despidió con un displicente gesto de la mano.
Hernando no comió ni cenó. Ni siquiera habló. Se encerró en su habitación y, en dirección a la quibla, oró lo que restaba del día y parte de la noche hasta caer exhausto.
Nadie le interrumpió ni le molestó; las mujeres mantuvieron a los niños en silencio.
A tercias del siguiente día, Hernando no fue acompañado a la sala del secreto. Desde el mismo pasillo que llevaba al tribunal descendieron por unas escaleras hasta unas bóvedas sin ventanas en las que ya se hallaban presentes los inquisidores. Siseaban entre ellos, dispuestos en corro alrededor de los más variados instrumentos de tortura: maromas que colgaban del techo, un potro y mil y un crueles artilugios de hierro para rasgar, inmovilizar o desmembrar a los reos.
El hedor que se respiraba en el interior de la estancia, cálido y pegajoso, se hacía insoportable. Hernando reprimió una arcada a la vista de todos aquellos macabros útiles.
—Siéntate allí y espera —le ordenó el canónigo señalándole una mesa cercana, donde ya se hallaban dispuestos los coranes y los legajos del notario, quien a su vez charlaba con inquisidores, médico y verdugo.
—Es demasiado viejo —oyó que comentaba uno de los inquisidores—. Debemos ir con cuidado.
—No os preocupéis —aseveró el verdugo, un hombre calvo y fornido—. Cuidaré de él —ironizó.
Algunos sonrieron.
Hernando se obligó a apartar la mirada de aquel grupo de hombres, y habría deseado poder cerrar también sus oídos. Posó los ojos sobre la mesa, en los legajos del notario. «Mateo Hernández, cristiano nuevo moro», rezaba la primera página escrita con la pulcra caligrafía del notario de la Inquisición. Luego seguía la descripción de la fecha, lugar, y de los hechos en los que se fundamentaba la incoación del proceso, la relación de los inquisidores presentes hasta que, en la última línea de aquella primera página, podía leerse:
En Córdoba, a veintitrés de enero del año mil quinientos ochenta de Nuestro Señor, ante el licenciado Juan de la Portilla inquisidor del Tribunal de Córdoba y en la Sala del Santo Oficio, a efectos de denunciar la herejía, compareció quien dijo llamarse…
Ahí terminaba la última línea de la primera página. Hernando levantó la cabeza hacia los inquisidores: continuaban charlando a la espera de que les trajesen al reo. ¡Veintitrés de enero! De eso hacía más de un mes. ¿Quién era aquel que había comparecido ante el inquisidor hacía más de un mes y cuya denuncia había originado el proceso? Sólo podía ser… De repente se hizo el silencio y Karim entró en la sala de torturas acompañado de dos alguaciles. En el preciso instante en que los inquisidores desviaban su atención hacia el reo, Hernando pasó la página. Una simple ojeada le bastó: Cristóbal Escandalet. Con los puños cerrados, aguantó el impulso de comprobar si alguien se había percatado de su acción y esperó a que el notario tomase asiento a su lado.
Cristóbal Escandalet, mascullaba Hernando como si quisiera grabar a fuego el nombre en su memoria. ¡Ése era el traidor!
Karim volvió a negar que alguien le hubiera ayudado. Su seguro tono de voz, que obligó a Hernando a fijarse en él, contrastó con su aspecto cansado y desastrado, sobre todo después de que le arrancaran la camisa para mostrar un torso pelón y flácido.
—Inicia el interrogatorio —ordenó don Juan de la Portilla, en pie como los demás inquisidores, al tiempo que el notario empezaba a rasguear con su pluma sobre el papel.
Tendieron al reo boca abajo y lo inmovilizaron sobre el potro, con los brazos a la espalda para atarle los pulgares con un cordel que enlazaba con una maroma; ésta ascendía hasta un torno colgado del techo para luego descender de nuevo. Karim volvió a negarse a contestar a las preguntas del inquisidor y el verdugo empezó a tirar del cabo de la maroma.
Si alguien esperaba que chillara, se equivocó. El anciano apretó su rostro contra el potro y sólo permitió que se le escapasen unos sordos gruñidos que marearon a Hernando; gemidos sólo rotos por las insistentes preguntas del inquisidor.
—¿Quiénes son los que están contigo? —gritaba una y otra vez, más y más exaltado cuanto mayor era el silencio de Karim.
Cuando el verdugo negó con la cabeza, y los inquisidores cejaron en sus intentos y liberaron al anciano del potro, sus pulgares miraban hacia el dorso de las manos, desgarrados de sus bases. Su rostro estaba congestionado, su respiración era agónica, los ojos aparecían cansados, acuosos, y del labio inferior le corrían hilillos de sangre; no podía tenerse en pie si no lo hacía agarrado del verdugo. El médico se acercó a Karim y le examinó los pulgares manejándolos con desidia, descuidadamente, y Hernando contempló en el rostro de su amigo las muestras de dolor que hasta entonces había escondido.
—Se encuentra bien —anunció el facultativo. Sin embargo, se dirigió al licenciado Portilla y le habló al oído. Mientras lo hacía, Hernando leyó cómo el notario apuntaba el dictamen: «El reo se encuentra bien».
—Se suspende la sesión hasta mañana —determinó el inquisidor en cuanto el médico se separó de él.
—Debes comer —susurró Fátima después de entrar en la habitación donde Hernando permanecía orando desde que llegó a la casa. Pasaba de la medianoche.
—Karim no lo hace —contestó él.
Fátima se acercó a su esposo, que en aquel momento estaba sentado sobre los talones y con el torso descubierto. Sus brazos y su pecho aparecían arañados, desgarrados en algunas zonas, resultado del vigor con el que se había lavado, frotándose como si quisiera arrancarse la piel y desprenderse del hedor de la mazmorra que pese a todo seguía impregnando su cuerpo.
—Hace frío. Deberías abrigarte.
—¡Déjame, mujer! —Fátima obedeció y dejó el cuenco con comida y el agua en un rincón—. Dile a Hamid que venga —añadió sin volverse hacia ella.
El alfaquí no tardó en acudir.
—La paz… —Hamid interrumpió su saludo ante el aspecto de Hernando, que ni siquiera se volvió hacia él—. No deberías castigarte —murmuró.
—El traidor se llama Cristóbal Escandalet —reveló Hernando como toda contestación—. Díselo a Abbas. Él sabrá qué hacer.
Le hubiera gustado matarlo él con sus manos, estrangularle lentamente y contemplar sus ojos agónicos, causarle el mismo dolor que soportaba Karim, pero se hallaba a disposición del tribunal y había decidido que sería más conveniente que fuera Abbas quien se ocupara de aquel perro. Y cuanto antes, mejor.
—El castigo para quien traiciona a nuestro pueblo es terminante. Sin duda Abbas sabrá qué hacer. Lo que me preocupa… —Hamid dejó que sus últimas palabras flotasen en el aire; esperaba una reacción por parte de Hernando, pero éste hizo ademán de iniciar sus oraciones—. Lo que me preocupa —insistió entonces el alfaquí— es si tú sabes qué es lo que debes hacer.