Authors: Ildefonso Falcones
Fátima se irguió temblorosa, ¡le faltaba el aire! Olió el aliento fétido del arriero. Con el mentón recubierto de una barba grasienta, Brahim hizo un gesto hacia la túnica. Los dedos de Fátima pelearon torpemente con los nudos hasta que la túnica resbaló desde sus hombros y quedó desnuda frente a él, que se recreó examinando con lascivia aquel cuerpo que aún no había cumplido los catorce años. Él extendió una mano callosa hacia sus pechos rebosantes, y Fátima sollozó y entrecerró los ojos. Entonces notó cómo palpaba sus senos, rascando la delicada piel destinada al reposo de la cabeza de Humam, antes de pellizcar uno de sus pezones. En silencio, con los párpados firmemente apretados, ella se encomendó a Dios y al Profeta, a todos los ángeles… De su pezón empezó a manar leche en forma de gotas que resbalaban por los dedos de Brahim. Sin dejar de estrujarlo, Brahim clavó los dedos de su otra mano en la vulva de la muchacha y los introdujo en su vagina antes de derribarla sobre los cojines y penetrarla con violencia.
Las zambras y la música, el lelilí y los alaridos de las calles de Laujar acompañaron a Fátima a lo largo de una noche interminable, durante la cual Brahim sació su deseo una y otra vez. Fátima aguantó en silencio. Fátima obedeció en silencio. Fátima se sometió en silencio. Sólo lloró, por segunda y última vez en aquella jornada, cuando Brahim mamó de sus pechos.
A finales de octubre, al mando de diez mil hombres Aben Aboo atacó Órgiva, la mayor plaza bajo control cristiano de las tierras alpujarreñas. Tras unos iniciales embates que los acuartelados rechazaron, el rey se dispuso a rendirla por hambre y sed.
La inactividad que conllevaba el asedio sembró el tedio en el campamento morisco. Hernando, aherrojado por los tobillos, siguió al ejército junto al resto de los inútiles y efectuó el camino a Órgiva montado en la Vieja: de lado, como una mujer, clavándose los mil huesos que mostraba la famélica mula, como pretendió Ubaid al indicarle que montara en ella. Durante el trayecto fue constante objeto de escarnio por parte de las mujeres y la chiquillería que acompañaba al ejército. Sólo Yusuf, que había seguido a las mulas como si formara parte del trato entre Brahim y el arráez, le mostraba simpatía y espantaba a los chiquillos que se acercaban para reírse a su costa, siempre que Ubaid no estuviera alerta. A pesar de su incomodidad y vergüenza, intentó, sin éxito, distinguir a Fátima o a su madre en el camino, entre la gente. No consiguió dar con ellas hasta unos días después de que se instalaran a las afueras de la ciudad.
—Humilladle —ordenó Barrax a sus dos garzones—. No lo maltratéis si no es imprescindible. Humilladle en presencia de capitanes, jenízaros y soldados, pero sobre todo de esa morisca. Conseguid que pierda su orgullo. Lograd que olvide esa hombría que le ciega.
En el campamento, los dos garzones vistieron a Hernando con una delicada túnica de seda verde y unos bombachos del mismo color adornados con pedrería, ropas todas ellas que pertenecían al garzón de más edad. Hernando trató de oponerse, pero la ayuda de varios berberiscos ociosos que se divirtieron desnudándolo y vistiéndolo hicieron inútiles sus esfuerzos. Trató de arrancarse la ropa pero le ataron las manos por delante. Atado, aherrojado y vestido de seda verde, los garzones pretendieron pasearle por el campamento, entre tiendas y chamizos, entre soldados y mujeres cocinando.
No habían andado ni un par de pasos cuando Hernando se dejó caer al suelo. El mayor de los garzones le golpeó varias veces en la cabeza con una vara fina que llevaba, pero sólo consiguió que Hernando ofreciese su rostro.
—¡Pega! —le desafió.
Soldados, mujeres y niños observaban la escena. El garzón alzó la vara pero en el momento de descargar un nuevo golpe, el menor de ellos, ataviado con su chilaba de lino rojo sangre, le detuvo.
—Espera —le dijo, al tiempo que le guiñaba un ojo.
Entonces se arrodilló junto a Hernando y le lamió la mejilla. Tras unos instantes de silencio y ante el semblante enfurecido de Hernando, algunos de los curiosos aplaudieron y chillaron, otros abuchearon. Muchas mujeres mostraron su desaprobación con gestos e insultos, mientras los niños se limitaban a mirar con los ojos desmesuradamente abiertos. El mayor de los garzones estalló en carcajadas, la vara ya rendida, y el otro respondió deslizando su lengua de la mejilla al cuello, al tiempo que tanteaba con la mano derecha la entrepierna de Hernando, que se revolvió al solo contacto, aunque, atado como estaba, le fue de todo punto imposible zafarse del manoseo. Trató de morder al garzón y tampoco lo consiguió. Sólo escuchaba gritos y risas. El mayor de los garzones se acercó también, sonriendo.
—¡Basta! —gritó entonces Hernando—. ¡De acuerdo!
Los dos muchachos le ayudaron a levantarse sosteniéndole por las axilas y continuaron su paseo.
Deambuló por el campamento lo más rápido que le permitía la cadena que unía sus tobillos. No tardaron en toparse con Aisha y Fátima, cuyos rostros quedaban ocultos por el velo. Las reconoció sin necesidad de fijarse en Humam y Musa, a su lado. Su hermanastro corrió a unirse a la chiquillería que acompañaba a la comitiva. No fue un encuentro casual: los garzones se habían dirigido a la tienda de Brahim cumpliendo las órdenes de Barrax.
Hernando, avergonzado y humillado, bajó la mirada a los hierros de sus tobillos. Fátima también escondió la suya al tiempo que Aisha estallaba en llanto.
—¡Miradlo, mujeres! —La voz de Brahim, en pie en la entrada de su tienda, tronó por encima de risas, murmullos y comentarios. Hernando alzó la cabeza instintivamente, justo en el momento en que Fátima y su madre obedecían a su esposo, y sus miradas se encontraron, vacías todas ellas—. ¡Eso es lo que se merecen los nazarenos! —rió Brahim.
—Intentará huir —advirtió Barrax al jefe de su guardia y a los garzones aquella misma noche, después de que el muchacho fuera mostrado a todo el ejército como uno más de los amantes del arráez—. Quizá esta noche, quizá mañana o dentro de algunos días, pero lo intentará. No le perdáis de vista, dejadle hacer y avisadme.
Sucedió al cabo de tres días. Tras pasearlo nuevamente por el campamento, los garzones lo condujeron a la acequia en la que las mujeres lavaban la ropa y allí le obligaron a lavar la de Barrax. Bien entrada la noche, sin luna y sin importarle si los guardias vigilaban o no, Hernando se arrastró por debajo de las mulas, manos y pies atados, hasta dar con un pequeño barranco por el que se lanzó sin pensar. Rodó por la ladera y se golpeó contra piedras, arbustos y ramas. No sintió dolor. No sentía nada. Luego, sobre codos y rodillas, siguió el curso de la cañada en la oscuridad. Se arrastró con mayor afán a medida que los sonidos del campamento iban quedando atrás. Entonces empezó a reír, nerviosamente. ¡Lo iba a conseguir! De pronto chocó con unas piernas. El arráez se erguía en el centro de la cañada.
—Te advertí que mi barco se llamaba
El Caballo Veloz
—le dijo Barrax con voz queda. Hernando dejó caer la cabeza como un peso muerto sobre la arena—. Pocas naves españolas han escapado de mí una vez que he fijado mi objetivo en ellas. Tú tampoco lo conseguirás, muchacho. ¡Nunca!
Aben Aboo derrotó al ejército del duque de Sesa que acudió en defensa de Órgiva. La victoria proporcionó a los moriscos el control de las Alpujarras, desde las sierras hasta el Mediterráneo, así como importantes lugares cercanos a la propia capital del reino de Granada, como Güejar y muchas otras localidades más alejadas, Galera entre ellas, desde donde los cristianos temieron que la rebelión se extendiera al reino de Valencia.
Ante ese peligro, el rey Felipe II ordenó la expulsión del reino de Granada de todos los moriscos del Albaicín y, por primera vez desde la insurrección, declaró la guerra a sangre y fuego. Concedió campo franco a todos los soldados que participasen en la contienda bajo bandera o estandarte y les autorizó a que se hiciesen con todos los muebles, dineros, joyas, ganados y esclavos que capturasen al enemigo. También eximió a los soldados del pago del quinto real sobre el botín, como incentivo para obtener hombres.
En diciembre, después de meses de haber sido nombrado capitán general, don Juan de Austria obtuvo licencia de su hermanastro el rey Felipe II para entrar personalmente en combate. El príncipe organizó dos poderosos ejércitos para actuar a modo de pinza sobre los moriscos: uno bajo su mando, que entraría por oriente, por tierras del río Almanzora, y el otro a las órdenes del duque de Sesa, que atacaría por occidente, por las Alpujarras. El marqués de los Vélez continuaba guerreando por su cuenta con sus escasas tropas.
Mientras, desde Berbería seguían llegando armas y refuerzos para los sublevados.
Los cristianos recuperaron Güejar y don Juan, al mando de los tercios de Nápoles y casi medio millar de caballeros que se le unieron, se dirigió a poner cerco a la plaza fuerte de Galera, en lo alto de un cerro, donde se encontró con las cabezas de veinte soldados y la de un capitán de las tropas del marqués de los Vélez ensartadas todas ellas en lanzas en la torre del homenaje del castillo. Pese a la experiencia de los viejos soldados y la artillería expresamente traída desde Italia, el ejército del príncipe tuvo numerosas bajas, muertes que, tras la sufrida y laboriosa victoria de las fuerzas cristianas, pagaron los moriscos de Galera con su ejecución en masa en presencia del propio don Juan de Austria, quien luego dispuso la destrucción de la villa, que fue asolada, incendiada y sembrada con sal.
Durante el asedio, el príncipe también ordenó la matanza de mujeres y niños, sin respetar edades o condición. Pese a las matanzas, el ejército partió con cuatro mil quinientas mujeres y niños esclavizados, oro, aljófar y sedas, riquezas de todo tipo y trigo y cebada suficientes para sustentar a su ejército durante todo un año.
Aben Aboo no acudió en defensa de Galera y los miles de moriscos que se refugiaban en ella. Tras la rendición de Órgiva, atacó Almuñécar y Salobreña, donde fue derrotado. Luego repartió sus fuerzas por todas las Alpujarras, con orden de escaramucear contra los enemigos en espera de una ayuda de la Sublime Puerta que nunca llegaría, error que permitió al duque de Sesa la entrada en las Alpujarras y la toma de todos los lugares entre el Padul y Ugíjar. Por su parte, don Juan de Austria continuó pasando a cuchillo a pueblos enteros.
La muerte, el hambre resultado de la estrategia de tierra quemada de los cristianos y el frío, las sierras ya nevadas, empezaron a hacer mella en los ánimos de los moriscos y sus aliados de más allá del estrecho.
Sólo Hernando obtuvo una mínima satisfacción de la derrota de Salobreña. Cuando el alcaide del lugar, don Diego Ramírez de Haro, rechazó el ataque, los moriscos huyeron atropelladamente hacia las sierras. La gente inútil que acompañaba al ejército con los bagajes —mujeres, niños y ancianos— se puso en marcha en desorden, transportando sus enseres, al tiempo que el rey, Brahim, Barrax, los demás capitanes y la soldadesca, libres de trabas, lo hacían por delante, preocupados sólo por sus vidas.
Hernando, aherrojado por los tobillos y ayudado por Yusuf, aprovechó la confusión reinante para acercarse a saltos hasta la Vieja. Al lado de esa mula se encontraba la que transportaba las ropas, afeites y demás atavíos de los garzones. La gente chillaba y se apresuraba; nadie miraba; nadie estaba por él. Podía intentarlo. ¿Por qué no? Vio cómo Aisha y Fátima escapaban. También vio a los garzones, con sus túnicas deslumbrantes, que corrían confundidos entre el gentío, buscando aquella mula. Los muchachos adoraban sus pertenencias; les había visto perfumarse y cuidar sus ropas y aderezos como hacían las mujeres… ¡Más incluso! Quizá… ¿qué harían si veían peligrar todos sus tesoros?
Hizo un gesto a Yusuf para que vigilase. Justo antes de que los garzones llegaran ofuscados y jadeantes hasta ellos, aflojó los cierres y la cincha de las alforjas y desató el petral que las unía por el pecho del animal. Ubaid dio la orden de partir y la recua se puso en marcha. Entonces, las alforjas giraron hasta quedar boca abajo y dejar caer el tesoro de los garzones, que se esforzaron por recoger sus pertenencias corriendo tras la mula. Ubaid se percató de ello, pero no detuvo la marcha; el ejército morisco huía apresuradamente por delante de ellos. Yusuf sonreía volviendo una y otra vez la cabeza: primero a los garzones, luego a Hernando.
Los amantes del arráez se esforzaban en recoger el reguero de prendas, frascos y adornos que iban quedando en el camino, cogiendo unos y perdiendo otros. Con sus coloridas vestimentas destacando como fanales, gritaron y suplicaron a Ubaid para que les esperase.
Nadie les ayudó.
Hernando contempló la escena montado sobre la Vieja, escapando junto a la recua: una matrona empujó a uno de los garzones al verle agachado recogiendo una prenda; el muchacho cayó de bruces y perdió todo lo que llevaba amontonado en los brazos. El otro garzón acudió raudo en su ayuda, maldiciendo a chillidos, y otra mujer le puso la zancadilla. La siguiente escupió y la que iba detrás de aquélla le pateó. Perdieron sus preciosas babuchas, que varios mocosos cogieron para juguetear con ellas. A medida que la columna de inútiles escapaba, niños y mujeres recogían algo del camino. La última vez que Hernando pudo contemplarlos, habían perdido ya la cola de la gente y se hallaban en pie, descalzos y sucios, extrañamente quietos, llorando en tierra de nadie, entre la retaguardia del ejército morisco y la vanguardia de los cristianos.
Huyeron. Tal fue la explicación que Ubaid proporcionó a Barrax cuando todos llegaron a Ugíjar. Hernando y Yusuf escucharon la conversación a unos pasos de distancia. El capitán agarró al arriero de su marlota y lo alzó con uno solo de sus brazos, bramando y acercando peligrosamente su rostro y su boca abierta a la nariz de éste.
—Huyeron —ratificó Hernando desde donde estaba. Barrax se volvió hacia él, sin soltar al arriero—. ¿Tanto te extraña? —añadió con insolencia el muchacho.
El arráez paseó la mirada de uno a otro, varias veces, para terminar lanzando a Ubaid a varios pasos.
Aben Aboo estableció su campamento cerca de Ugíjar, donde dejó a los que consideraba elementos inútiles, un estorbo en su nueva estrategia de guerra de guerrillas; desde allí se esforzó por controlar a las tropas repartidas por las Alpujarras. Barrax y sus hombres regresaron al reducto morisco después de haberse enfrentado a don Juan de Austria en Serón. En un primer momento, la victoria se decantó por el lado de los musulmanes; ni siquiera el príncipe fue capaz de evitar que sus soldados, ávidos de botín, atacaran el pueblo desordenadamente y fueran vencidos. Don Juan corrigió a sus tropas, lo intentó de nuevo y tomó el pueblo.