La mano de Fátima (25 page)

Read La mano de Fátima Online

Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
4.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Aquí? —se le escapó a Hernando.

—Eso ha dicho el rey —le contestó el arcabucero.

Le temblaron las rodillas. Por un instante estuvo tentado de salir corriendo. Escapar… o volver adonde estaba Isabel: atarla de nuevo y venderla de una vez por todas. No parecía difícil.

—Pero hay otro problema —continuó el arcabucero. Hernando cerró los ojos antes de enfrentarse al morisco: ¿qué más podía pasar?—. El turco dice que también se quedan él y sus hombres. No hay ningún alojamiento libre en todo Ugíjar, y aquí contáis con espacio suficiente. Dice que no ha venido a ayudarnos a luchar contra los cristianos para dormir a la intemperie.

—No —trató de oponerse Hernando. ¡Más gente! Y Ubaid entre ellos. Tenía a una cautiva cristiana escondida junto al muro y ni un grano de cebada para… uno, dos, tres, cuatro caballos más, contó, y otras tantas mulas—. No puede ser…

—Ya ha llegado a un acuerdo con el mercader. Él y sus acompañantes se instalarán en la planta baja; Salah y su familia, en el porche.

—¿Qué acuerdo?

El arcabucero sonrió.

—Creo que era algo así como que si no le cedía la planta baja, le cortaría la nariz y las orejas a dentelladas y después las clavaría en el estanterol de la tienda de popa de su embarcación.

—¿Estant… rol?

—Eso ha dicho —contestó el arcabucero, y volvió a encogerse de hombros.

¿Para qué preguntaba? ¿Qué le importaban a él las orejas de Salah y dónde las clavase el arráez turco?

—Detened a ese hombre —ordenó señalando a Ubaid. El arcabucero le miró sorprendido—. ¡Detenedlo! —le apremió—. No… no puede estar junto a los caballos del rey —añadió tras pensar la excusa unos instantes.

Aunque el arcabucero parecía confundido, algo en el tono de Hernando le hizo llamar a algunos compañeros, pero cuando éstos se dirigían hacia Ubaid varios soldados berberiscos se interpusieron en su camino. No eran jenízaros. Vestían en forma similar a los moriscos granadinos, pero su tez no era la de los árabes; sin duda se trataba de cristianos renegados. Los dos grupos quedaron el uno frente al otro: el desafío flotaba en el aire. Ubaid, escondido detrás de los berberiscos, tenía la mirada clavada en Hernando.

—¿Dónde está ese turco? —inquirió Hernando cuando el arcabucero se volvió hacia él en espera de instrucciones.

El morisco le señaló la vivienda. Encontró al arráez en el comedor del hogar cristiano, arrellanado sobre un montón de cojines de seda bordados en mil colores. Hernando no dudó de que fuera capaz de cortar a dentelladas cualquier oreja que se le pusiera por delante: se trataba de un hombre corpulento, de facciones rectas y severas y que le saludó con el mismo acento que el rubio que antes le había retado con la daga para luego burlarse de él. ¡Otro cristiano renegado!

Sin embargo, Hernando no fue capaz de contestar a su saludo. Después de examinar al arráez, su atención se posó en el extremo de uno de sus poderosos brazos: allí donde con los dedos de su mano derecha acariciaba el cabello de un niño, ricamente ataviado, que se sentaba en el suelo a sus pies.

—¿Te gusta mi garzón? —preguntó el corsario ante la mirada de asombro del muchacho.

—¿Qué…? —despertó Hernando—. ¡No! —La negativa surgió de su boca con más fuerza de la que hubiera deseado.

Vio sonreír al corsario y notó cómo le examinaba con desvergonzada lujuria. ¿Qué sucedía con esos hombres?, se preguntó, azorado. Se encontraba plantado allí delante, enfrente de un capitán corsario que amenazaba con arrancar orejas, pero que sin embargo acariciaba con dulzura el cabello de un niño. En ese momento, seguido por Salah, apareció otro muchacho algo mayor que el que estaba sentado y ataviado con el mismo lujo: una chilaba de lino amarillo sobre unos bombachos y delicadas babuchas del mismo color. El chico se movía con afectación; entregó un vaso de limonada al arráez y se sentó a su otro lado, pegado a él.

—Y éste, ¿tampoco te gusta? —inquirió antes de llevarse la limonada a los labios.

Hernando buscó ayuda en Salah, pero el comerciante no podía apartar sus ojillos hinchados del trío.

—Tampoco —contestó Hernando—. No me gusta ninguno de los dos. —Los tres parecían desnudarle con la mirada—. No puedes quedarte aquí —le espetó bruscamente, para poner fin a aquella situación.

—Me llamo Barrax —dijo el corsario.

—La paz sea contigo, Barrax, pero no puedes quedarte en esta casa.

—Mi barco se llama
El Caballo Veloz
. Es una de las naves corsarias más rápidas de Argel. Te gustaría navegar en ella.

—Quizá, pero…

—¿Cuál es tu nombre?

—Hamid ibn Hamid.

El capitán se levantó muy despacio: superaba en altura a todos los allí presentes en más de medio cuerpo; vestía una sencilla túnica de lino blanco. Hernando tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un paso atrás; Salah sí que lo hizo. El corsario volvió a sonreír.

—Eres valiente —reconoció—, pero escúchame, Ibn Hamid: me quedo en esta casa hasta que vuestro rey se ponga en marcha con su ejército, y ningún perro morisco, por más protegido que sea de Ibn Umayya, me lo impedirá.

—Estamos esperando a mi padrastro… ¡y a Ibn Abbu! ¡Sí! —añadió incoherentemente—. Están en Poqueira. Es el primo del rey, alguacil de Poqueira. Si vuelven no habrá sitio…

—Ese día las mujeres y los niños del piso superior deberán abandonarlo para que lo ocupen el noble y valeroso Ibn Abbu junto a tu padrastro.

—Pero…

—Tranquilízate, tú también podrás dormir con nosotros, Ibn Hamid.

Tras estas palabras, el corsario hizo ademán de salir de la estancia junto a los dos garzones: uno despedía destellos de oro y el otro de rojo sangre.

—El arriero no puede quedarse —saltó entonces Hernando. El arráez se detuvo y abrió las manos en señal de incomprensión—. No quiero verlo por aquí —alegó por toda explicación.

—¿Quién cuidará entonces de mis caballos y mulas?

—No te preocupes por los animales. Lo haremos nosotros.

—De acuerdo —cedió el corsario sin darle mayor importancia; de repente esbozó una sonrisa y añadió—: Pero lo consideraré un favor hacia un joven tan valiente, Ibn Hamid. Estarás en deuda conmigo…

No disponía de cebada y los animales necesitaban alimento. Antes de que le ordenaran abandonar la casa, Ubaid la había reclamado. Hernando se enteró por Salah de que el manco se había unido a Barrax en Adra, adonde huyó tras la toma de Paterna por las tropas del marqués de Mondéjar. Corsarios, berberiscos y turcos llegaban a las costas de al-Andalus sin cesar, sabedores de que las galeras de Nápoles estaban prontas a arribar y de que a partir de aquel momento el desembarco se haría más difícil. También el corso se complicaría en las costas españolas con la llegada de la armada del comendador de Castilla, por lo que muchos arráeces decidieron buscar sus beneficios en la guerra o el comercio con los moriscos. Barrax necesitaba caballos y mulas para transportar sus enseres, principalmente las ropas y demás efectos personales de sus garzones, los únicos componentes de la expedición corsaria autorizados a viajar con equipaje, y por eso contrató a Ubaid que, aun manco, había logrado recuperar su competencia con las mulas y era un experto conocedor de la zona de las Alpujarras altas.

Fue Salah quien trasladó a Hernando la exigencia de forraje que efectuó Ubaid nada más llegar.

—Eso es asunto mío —le contestó Hernando de malos modos, tratando de quitárselo de encima.

¿Cómo iba a conseguirlo?, se dijo por enésima vez cuando el sudoroso mercader le dio la espalda.

Era mediodía y las mujeres preparaban la comida, pero con la llegada de Barrax y sus hombres, la intimidad del día anterior se había disipado: Aisha, Fátima y la esposa de Salah se movían con las cabezas y los rostros tapados en una casa en la que se topaban con extraños. Fátima trató de sustituir las sonrisas del día anterior con tiernas miradas que permanecían en Hernando un instante más de lo necesario, pero tanto ella como Aisha no tardaron en comprender que le sucedía algo.

—¿Qué te preocupa, hijo? —aprovechó para interesarse Aisha cuando nadie podía escucharles. Hernando negó con la cabeza, los labios apretados—. Tu padrastro no ha vuelto —insistió Aisha—, he oído que se lo decías al arráez. ¿Qué sucede entonces? —Al ver que Hernando evitaba su mirada, Aisha insistió—: No te preocupes por nosotras. No parece que el corsario esté interesado en las mujeres…

Dejó de escucharla. ¡Claro que no lo estaba! Allí a donde fuera, allí donde se hallase, Hernando se encontraba con la mirada libidinosa de Barrax: unas veces solo, otras mientras acariciaba a alguno de los garzones que le acompañaban. Lo había hecho durante toda la comida, sin dejar de mirar a Hernando, que estaba sentado enfrente junto a Salah, como si fuera el muchacho quien ocupara el lugar del garzón. Todos los demás comieron fuera de la casa. ¿Cómo iba a contarle eso a su madre, si es que no se había dado cuenta ya? ¿Cómo confesarle, también, que desde hacía algún tiempo tenía una niña cristiana escondida junto al muro, probablemente hambrienta y atemorizada, capaz de…? ¿De qué sería capaz Isabel? ¿Y si abandonaba su escondite y la detenían? Vendrían a por él. ¿Cómo contarle que no disponía de cebada y que aquella misma noche, al día siguiente a lo más tardar, los hombres de Barrax estallarían reclamando lo que Aben Humeya había prometido a su capitán? ¿Cómo iba a hacer partícipe a su madre de que había desobedecido al rey y le había robado una cautiva de su propiedad? Si al arriero de Narila le habían cortado una mano por un simple crucifijo… ¿qué le sucedería a él por una cristiana que podía valer trescientos ducados?

—¿Por qué tiemblas? —preguntó su madre llevando ambas manos a sus mejillas—. ¿Estás enfermo?

—No…, madre. No te preocupes. Lo arreglaré todo.

—¿Qué hay que arreglar? ¿Qué…?

—¡No te preocupes! —la interrumpió con brusquedad.

Dedicó la tarde al cuidado de los animales e intentó acercarse a la zona del muro tras la que debía continuar escondida Isabel, pero no consiguió hacerlo lo suficiente como para hablar con la niña, aunque fuera con el muro de por medio. Yusuf estaba permanentemente a su lado, atento, interesado, queriendo aprender y preguntando sin cesar el porqué de cada cuidado que Hernando procuraba a los animales.

Con todo, en un momento en que se hallaban cerca del lugar en el que debía encontrarse Isabel, Hernando mostró a Yusuf los belfos de los caballos, impregnados de tierra.

—¿Sabes por qué? —le preguntó.

—Por buscar las raíces —contestó el muchacho, extrañado ante el hecho de que Hernando le plantease entonces una cuestión tan sencilla.

—¡Es porque no hay comida! —dijo Hernando levantando la voz, simulando mirar más allá del muro—. Esta noche no habrá comida. ¡Hay que aguantar hasta mañana! —gritó.

—Ella ya ha comido —le susurró entonces Yusuf. Hernando dio un respingo—. Oí llantos y fui a ver qué pasaba… —se explicó el niño—. Le di un pedazo de pan. No te preocupes —añadió apresuradamente ante la evidente alarma de Hernando—: no te delataré.

¿Y mañana?, pensó no obstante el morisco. Dio una palmada afectuosa al rostro del pequeño Yusuf y miró al cielo plomizo que cubría Sierra Nevada.

Esa noche, Fátima, instigada por una preocupada Aisha, también se acercó a él para enterarse de qué le sucedía, y lo hizo con tal dulzura que Hernando creyó ver su rostro a través del velo que lo cubría.

Llevó los dedos de su mano derecha al velo para alzarlo, pero un ruido hizo que Fátima escapase.

—¿Y la cebada? —preguntó Salah.

Fue el mercader quien puso en fuga a Fátima justo en el momento en el que él se disponía a alzarle el velo. Pese a su obesidad, el comerciante se había deslizado silenciosamente en la estancia en la que ella había abordado a Hernando, antesala de las escaleras que descendían a los sótanos, donde el mercader escondía sus tesoros. En su huida, Fátima intentó pasar de lado para no rozar al gordo comerciante, pero éste jugueteó unos instantes con la muchacha, disfrutando de su contacto.

Hernando todavía tenía los dedos extendidos y la mano abierta hacia un velo que había desaparecido, con el susurro de la voz de Fátima acariciándole los oídos.

—¡Déjala! —gritó—. ¿A qué tanto interés en la cebada? —replicó con acritud tras comprobar que Fátima escapaba del asedio de Salah y corría al piso superior.

—Porque no habrá cebada. —Los ojillos de Salah brillaron a la tenue luz de una linterna que colgaba del techo, sobre el primer escalón—. Todo el mercado habla de un joven morisco con alfanje al cinto que tiraba de una preciosa niña cristiana entregada por el rey para comprar forraje.

—¿Y?

—La niña no está aquí y tampoco la has vendido. Nadie en Ugíjar te la ha comprado. Lo sé. —Hernando no había previsto aquella posibilidad y sin embargo… ¡De repente se sintió tranquilo! Allí mismo tenía la solución. La ansiedad que le había perseguido durante todo el día desapareció de súbito, mientras pergeñaba su plan. Salah continuaba hablando con una mueca triunfal en sus labios—: ¡Ladrón! ¿Qué has hecho con ella? ¿La has violado y matado? ¿Te la has quedado para ti? Vale mucho dinero… Entrégamela y no te denunciaré; en caso contrario… —El mercader hablaba y amenazaba. Hernando se afianzó sobre el piso—. Lo haré, acudiré al rey y te ejecutarán.

—Sí que la he vendido —afirmó Hernando; su dura mirada se posó sobre el gordo y taimado comerciante.

—Mientes.

—La he vendido al único mercader que conozco en Ugíjar… Pensaba que a través de él obtendría un mejor precio, pero…

—¿A quién…? —empezó a preguntar Salah, pero se interrumpió al ver cómo el muchacho echaba mano al alfanje.

—Pero ese gordo mercader no me ha pagado —continuó Hernando con aplomo— y ahora no tengo ni cristiana ni dinero con que alimentar a los caballos del rey.

Desenvainó y presionó con el alfanje la barriga de Salah, que retrocedió un solo paso hasta la pared; Hernando apretó con fuerza la empuñadura; todos los músculos de su brazo estaban en tensión: esta vez no se dejaría desarmar.

—¿Quién te iba a creer? —balbuceó Salah, comprendiendo la trampa que le tendía el muchacho—. Será… será tu palabra contra la mía y nunca podrás demostrar que me la has entregado.

—¿Tu palabra? —Hernando entrecerró los ojos—. ¡Nadie podrá oír tu palabra!

Cuando hizo ademán de clavar el alfanje, Salah cayó de rodillas. La espada corrió hasta su garganta y rasgó las vestiduras del mercader.

Other books

Regan's Reach 4: Avarice by Mark G Brewer
Catwalk by Melody Carlson
The Battle of Jericho by Sharon M. Draper
Hubbard, L. Ron by Final Blackout
Home Court by Amar'e Stoudemire
Phantoms by Dean Koontz