La mano de Fátima (23 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando percibió en la mujer la habitual sumisión de todas las moriscas; una niña de no más de dos años se escondía agarrada a las medias enrolladas en sus piernas. Quizá…, pensó él, quizá la presencia de aquella familia con tantos niños trocase el ambiente de la cueva.

—¿Entiendes de animales? —preguntó Hernando al hombre, deseando que contestase afirmativamente—. En ese caso —añadió al obtener por respuesta una mueca que quiso tomar por asentimiento—, tú y tu familia me ayudaréis con los caballos del rey y compartiremos la vivienda.

Hernando desembridó con rapidez a la docena de animales de la que se había hecho cargo, entorpecido por los intentos de ayuda de los tres niños. No le importó su evidente inexperiencia con los caballos. Tenía que encontrar a Aisha y a Fátima.

Con la misma celeridad abandonó la casa. Ya daría de comer a los animales a su regreso. Sin embargo, en cuanto cruzó el portón de hierro forjado que daba a la calle sin empedrar y comprobó que el ejército de Aben Humeya se estaba desparramando por el pueblo y empezaba a llegar hasta allí, volvió.

—Cerrad la puerta y apostaos tras ella —ordenó a los arcabuceros—. Que nadie entre en estas tierras. Vigilad también el perímetro. Son los caballos del rey —les recordó.

En el momento en que dos de los arcabuceros obedecían sus órdenes, un nutrido grupo de soldados con sus familias pretendían entrar en la casa.

—Son los caballos del rey —les advirtió, al tiempo que los arcabuceros se apresuraban a cerrar las puertas tras él.

Tenía que andar contra corriente. La villa era incapaz de acoger a todos los moriscos que llegaban; los soldados y sus familias, en masa, se expandían hacia las afueras mientras él intentaba regresar al centro. Trató de sortear a la muchedumbre con la que se topaba, pero a menudo chocaba con la gente y se veía obligado a introducirse a la fuerza entre los grupos apiñados. ¿Dónde podría encontrar a las mujeres? ¡Las mulas! Las mulas serían fáciles de encontrar aun entre…

Hernando chocó violentamente con un hombre.

—¡Cornuti!

El muchacho recibió un empellón que le lanzó contra un grupo que caminaba en dirección contraria, quienes a su vez lo empujaron. La riada de hombres y mujeres se detuvo y se abrió un pequeño espacio en el centro de la calle.

—Señori…

Hernando se volvió aturdido hacia el hombre que le había golpeado. ¿En qué idioma hablaba aquél…? «Te mataré», eso sí lo entendió, al tiempo que veía cómo un rubio, de cabello ensortijado y barba tupida, se movía hacia él armado con una preciosa daga de empuñadura enjoyada. El rubio soltó otra retahíla de palabras. No hablaba castellano, tampoco árabe ni aljamiado. Le pareció que mezclaba palabras de muchos idiomas.

—¡Perro! —masculló el hombre.

Eso también lo entendió, pero tenía prisa. Si Brahim encontraba antes a las mujeres, quizá se las llevase a algún otro lugar, lo que significaría que las perdería de vista: él debía vivir cerca de los caballos del rey. Intentó escapar y seguir su camino, pero chocó con los hombres que contemplaban la disputa. Alguien le empujó hacia el espacio que se había abierto alrededor del rubio. La gente se asomaba con curiosidad por encima de las cabezas y por entre los cuerpos de los primeros. El rubio, con el brazo extendido, movía la daga frente a él, en círculos pequeños, amenazante. Hernando comprobó que aquélla era su única arma y desenvainó el alfanje.

—Alá es grande —sentenció en árabe. Y empuñó la espada con ambas manos, justo por el centro de su pecho, alzada, en disposición de golpear; mantenía las piernas abiertas y firmemente asentadas, todo él en tensión.

Entonces, el rubio le miró a los ojos azules.

—¡Bello! —exclamó de repente, arrastrando las «eles» con dulzura.

—¡Hermoso! —oyó Hernando que decían junto al rubio. No quiso desviar la mirada.

Alguien rió entre los moriscos. Otros silbaron.

—¡Bellísimo! —El rubio volvió a arrastrar las «eles» y escondió la daga en su cinto para enzarzarse en una sonora e ininteligible conversación con su compañero. Hernando continuaba quieto, con el alfanje alzado y el semblante furioso, pero ¿cómo iba a lanzarse sobre un hombre desarmado y que no le prestaba la menor atención? Entonces el rubio le miró de nuevo, le sonrió y le guiñó un ojo antes de volverse y abrirse paso a manotazos entre los espectadores que se apresuraban a apartarse.

—Bellllllo —oyó que algún morisco repetía torpemente.

La sangre le subió a borbotones hasta las mejillas y notó su impertinente calor justo cuando las risas estallaron entre los reunidos. Bajó el alfanje sin mirar a nadie.

—¡Hermoso! —rió un morisco a quien Hernando empujó para salir de allí. Mientras sorteaba a la gente, alguien le pellizcó en las nalgas.

Los encontró con las mulas, parados a la entrada del pueblo, sin saber adónde ir. Los niños trataban de impedir que la recua se sumase a alguna de las riadas de gente que discurría por su lado. Ni Aisha ni Fátima, ni siquiera sus hermanastros, pudieron esconder una expresión de alivio ante la celeridad con que Hernando se hizo cargo de la situación: hasta las mulas, empezando por la Vieja, parecieron alegrarse de aquella voz conocida que las empezó a arrear a gritos. Nadie sabía nada de Brahim.

Ya en casa, Salah, el obeso morisco que la ocupaba junto a su extensa familia, los recibió con una deferencia rayana en el servilismo. Hernando se dijo que alguno de los arcabuceros le habría comentado las atenciones que el rey le prestaba.

El morisco trasladó a su familia a la planta baja y cedió a los recién llegados la alta, en una de cuyas habitaciones todavía quedaba una gran cama con lo que debiera haber sido un magnífico dosel. Comentó que el resto del mobiliario lo había vendido no sin antes, y esto lo juró y perjuró con vehemencia, destrozar los tapices e imágenes cristianas.

Salah era un astuto comerciante que vendía lo que fuera necesario, tanto a musulmanes como a cristianos. En la guerra se movía mucho dinero, ¿para qué iba él, como acostumbraba a decir, a deslomarse tratando de fecundar las piedras a golpes de azada como hacían los alpujarreños en sus pedregales inhóspitos, si podía vender lo que aquéllos producían?

Anochecía, y Fátima y Aisha se sumaron a la mujer de Salah que preparaba la cena, restando importancia a las cinco bocas más que de repente tenía que alimentar. Yusuf, el muchacho que les había ayudado con las mulas, se sumó con gusto a las comodidades que parecía ofrecer aquella vivienda. Hernando lo aceptó en cuanto reparó que se apañaba bien con los animales. Poca más ayuda podía esperar: sus hermanastros le rehuían y no se acercaban a las mulas si él estaba presente, y los hijos de Salah, pese a la buena disposición de su padre, nada sabían de animales.

Fátima llevó unas limonadas a los hombres, que se encontraban en el porche de la casa. Lo hizo sin velo que la cubriese y sonrió a Hernando al entregarle la suya. El muchacho sintió una punzada en el estómago. ¿Le habría perdonado? También oyó charlar y reír a su madre, en la cocina. Brahim todavía no había hecho acto de presencia. En el cambio de guardia, ordenó a uno de los arcabuceros que investigase acerca de su padrastro y regresara a darle noticias. «Lo encontrarás con Ibn Abbu», le comunicó el soldado, que había preguntado por el arriero a uno de los capitanes del rey.

Antes de retirarse, Fátima sostuvo la mirada de Hernando durante unos instantes. ¡Volvía a sonreírle!

—Buena esposa —apuntó entonces Salah, rompiendo el encanto del momento—. Silenciosa.

Hernando se llevó el vaso a la boca para poder mirar de reojo al comerciante. A pesar de que la noche se presentaba fría, el hombre sudaba. Le contestó con un murmullo ininteligible.

—Alá os ha premiado con un varón. Mis dos primeros fueron hembras —insistió Salah.

El interés del mercader le molestó. Podía echarlos de allí… pero volvió a escuchar cómo su madre parloteaba alegremente desde la cocina, ¿cuánto tiempo hacía que no escuchaba la risa de su madre? Sin embargo tampoco deseaba proporcionar a Salah más explicaciones acerca de la situación de su familia.

—Pero después te ha compensado con cuatro —adujo.

Salah hizo ademán de contestar, pero la llamada a la oración del muecín silenciaron el zoco y su curiosidad.

Rezaron y luego cenaron. El comerciante tenía bien provista la despensa, que guardaba bajo llave en los sótanos del edificio: el antiguo lagar de los propietarios cristianos en donde también amontonaba multitud de variopintas mercaderías. Dieron cuenta de la cena y Hernando revisó los caballos y las mulas acompañado de Yusuf. Todos los animales pacían con tranquilidad: habían arrasado el huerto de la esposa del mercader, que tuvo que consentirlo tras volverse hacia su esposo reclamando ayuda con sus ojos. «Son los caballos del rey», le contestó impotente Salah, también con la mirada, haciendo un elocuente gesto hacia los arcabuceros que montaban guardia.

«Necesitarán cebada y forraje», pensó Hernando. En un par de días aquel campo estaría esquilmado, y el rey le había ordenado que en todo momento tuviera a los caballos dispuestos, por lo que no podía llevarlos a pacer a otros campos en las afueras de Ugíjar. Por la mañana tendría que proveerse de alimento suficiente. Dio por finalizada la ronda y dispuso mantas en el porche para taparse con ellas.

—Prefiero dormir aquí y estar cerca de los animales —se excusó, adelantándose a la pregunta de Salah, que veía con extrañeza que el chico no durmiera con su esposa.

Yusuf se quedó con él y charlaron hasta caer rendidos; el niño estaba atento a la menor de sus observaciones. Los arcabuceros de refresco dormitaban en sus puestos de guardia y las mujeres y los niños se distribuyeron en los dos pisos; Aisha en el dormitorio principal. Brahim seguía sin aparecer. Pese a hacerlo en el porche, Hernando durmió tranquilo por primera vez en muchos días: Fátima volvía a sonreírle.

Al amanecer atendió a los animales y decidió presentarse ante el rey para solicitarle dinero con el que comprar forraje, pero Aben Humeya no pudo recibirle. El rey se había acomodado otra vez en la casa de Pedro López, escribano mayor de las Alpujarras, cercana a la iglesia, y estaba recibiendo a los jefes de una compañía de jenízaros que acababan de llegar de Argel: los doscientos que el sultán ordenó a su beylerbey que enviase a al-Andalus para contentar, si no engañar, a sus hermanos en la fe.

Hernando los vio curioseando por el inmenso zoco en que se había convertido Ugíjar. Como le advirtió el Gironcillo, era imposible no fijarse en ellos. Pese a la cantidad de gente que se amontonaba en la ciudad —entre mercaderes, berberiscos, aventureros, moriscos y el ejército de Aben Humeya—, allí donde se hallaban los turcos, la gente se apartaba con temor. No vestían los bonetes y capas con las que Farax, desaparecido en las sierras, trató de disfrazar a los moriscos que intentaron alzar el Albaicín de Granada. Se cubrían con grandes turbantes, la mayoría de ellos ajados, con flecos que casi rozaban el suelo. Vestían bombachos, marlotas largas y prácticas zapatillas; muchos lucían largos y finos bigotes. Sin embargo lo que más impresionaba era la cantidad de armas que portaban: arcabuces de largos cañones, cimitarras y dagas.

Habían desembarcado en la costa de las Alpujarras al mando de Dalí, ayabachi de los jenízaros, uno de los oficiales de mayor rango por debajo del agá, cargo que democráticamente elegían en el
diwan
los cerca de doce mil miembros que se hallaban establecidos en Argel. A Dalí le acompañaban dos oficiales jenízaros: Caracax y Hosceni, y los tres se hallaban entonces reunidos con Aben Humeya.

Los jenízaros habían sido creados como una milicia de élite a las órdenes del sultán; soldados fieles e invencibles. Sus miembros eran reclutados obligatoriamente entre los niños cristianos mayores de ocho años que vivían en los amplios dominios europeos del imperio otomano, a razón de uno por cada cuarenta casas. Tras la leva, se les instruía en la fe musulmana y se les entrenaba como soldados desde esa tierna edad. Al alcanzar el rango de jenízaro gozaban de una paga de por vida y de numerosos privilegios frente al resto de la población. Disponían de jurisdicción propia: ningún jenízaro podía ser juzgado y castigado ni siquiera por el bey; dependían exclusivamente de su agá quien, en todo caso, los juzgaba en secreto.

Los jenízaros de Argel, sin embargo, habían dejado de seguir el procedimiento de levas obligatorias entre los infantes cristianos del imperio otomano. Los inicialmente trasladados a Argel desde el imperio fueron sustituyéndose por sus hijos u otros turcos, incluso cristianos renegados, pero nunca árabes o berberiscos. Los árabes y berberiscos tenían vedado el acceso al ejército de élite; los jenízaros constituían una casta privilegiada. Se dedicaban al saqueo de los pueblos de Berbería y en Argel: seguros y confiados en su poder y prerrogativas, actuaban con el más absoluto desprecio hacia los demás habitantes, robando y violando niños y mujeres. ¡Nadie podía tocar a un jenízaro!

Aquellos hombres, los doscientos que el sultán ordenó a su bey de Argel que mandase para contentar a los moriscos, acudieron a al-Andalus a luchar, pero eso no implicaba la pérdida de sus privilegios. Y Hernando pudo comprobarlo mientras esperaba, a las puertas de la casa del escribano mayor, a que el arcabucero de la guardia de Aben Humeya volviese con la respuesta del rey.

Mientras tanto, intentó vencer la curiosidad y evitar que su mirada persiguiese a los jenízaros que haraganeaban frente al edificio.

—¿Sabes algo de Brahim, el arriero? —preguntó distraídamente a uno de los arcabuceros que quedaban en la puerta—. Es mi padrastro.

—Ayer por la noche —le contestó—, partió junto a Ibn Abbu y una compañía de hombres a Poqueira. El rey ha nombrado a su primo alguacil de Poqueira y a su vez, Ibn Abbu ha nombrado a tu padrastro lugarteniente suyo.

—¿Cuánto tiempo estarán en Poqueira? —preguntó de nuevo, en esta ocasión sin poder esconder su entusiasmo.

El arcabucero se encogió de hombros.

¡Brahim se había ido! Se volvió sonriente hacia el zoco que se abría frente a la casa en el momento en que pasaba un vendedor con un capazo lleno de uvas pasas a sus espaldas. Uno de los jenízaros echó mano de un puñado de pasas. El hombre se volvió y, sin pensar, empujó a quien le acababa de robar su humilde mercadería.

Todo transcurrió en un instante. Ninguno de los jenízaros recriminó su desplante al vendedor pero, de repente, agarraron al hombre entre varios: uno le extendió el brazo y aquel que había sido empujado le cercenó la mano a la altura de la muñeca con un rápido y eficaz golpe de cimitarra. La mano fue a parar al capazo de las uvas pasas, el hombre despedido a patadas del lugar y los jenízaros reanudaron su conversación como si nada hubiera sucedido; aquél era el castigo para quien osase tocar a uno de los soldados del sultán de la Sublime Puerta.

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