La mano de Fátima (18 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando se volvió hacia Aisha y Fátima, y éstas le indicaron que se adelantara a ellas.

—Es tu triunfo, hijo —gritó su madre.

Llegó al campamento riéndose. Se trataba de una risa nerviosa que no podía controlar. ¡Le aclamaban! Y lo hacían aquellos mismos que le llamaban nazareno. Si Hamid le viese ahora… Acarició el alfanje que colgaba de su cinto.

El rey les concedió uno de los muchos precarios chamizos construidos con ramajes y alguna que otra tela, al que inmediatamente se trasladó también Brahim. Del propio botín salvado por Hernando, premió al muchacho con diez ducados en reales de plata de a ocho que su padrastro miró con avaricia, más un turbante y una marlota leonada, bordada de flores moradas y rubíes que refulgían en el interior de la cabaña con cada movimiento de Hernando. Aben Humeya le esperaba a cenar en su tienda. Con torpeza, trató de ajustarse la prenda ante Fátima, que estaba sentada sobre una de las alforjas de cuero. Después de la oración del anochecer, cuya llamada podrían haber escuchado incluso los cristianos de más allá del puerto, Aisha tomó en brazos a Humam y con sus dos hijos abandonó la tienda sin explicaciones. Hernando no pudo apreciar la previa mirada de complicidad que se había cruzado entre Aisha y Fátima: la de su madre incitando; la de la joven, aceptando.

—Esto me viene grande —se quejó él, al tiempo que estiraba una de las mangas de la marlota.

—Te queda maravillosa —mintió la muchacha, levantándose y acomodándosela sobre los hombros—. ¡Estate quieto! —le regañó con simpatía—. Pareces un príncipe.

Aun a través de la rica pedrería que le cubría los hombros, Hernando notó las manos de Fátima y enrojeció. Percibió su aroma; podía… podía tocarla, alzarla de la cintura. Pero no lo hizo. Fátima jugueteó unos segundos con la marlota con los ojos bajos, antes de volverse para coger con delicadeza el turbante. Se trataba de un tocado de oro y seda encarnada adornado de plumas y garzotas; en el rizo de las plumas lucía una inscripción en esmeraldas y pequeñas perlas.

—¿Qué dice aquí? —le preguntó ella.

—Muerte es esperanza larga —leyó.

Fátima se colocó delante de él y, poniéndose de puntillas, lo coronó. Él notó la leve presión de los senos contra su cuerpo y tembló, a punto de desmayarse al notar las manos de Fátima descendiendo hasta abrazarse a su cuello y quedar colgada de él.

—Ya he sufrido una muerte —le susurró al oído—. Preferiría encontrar la esperanza en vida. Y tú me la has salvado en dos ocasiones. —La nariz de Fátima rozó su oreja. Hernando permanecía inmóvil, azorado—. Esta guerra… Quizá Dios me permita empezar de nuevo… —musitó ella, y apoyó la cabeza sobre su pecho.

Hernando se atrevió a cogerla de la cintura y Fátima le besó. Primero lo hizo con suavidad, deslizando los labios entreabiertos sobre su rostro hasta llegar a la boca, una y otra vez. Hernando cerró los ojos. Sus manos se crisparon sobre los costados de la muchacha al percibir el sabor de Fátima en su boca; toda ella fue detrás de aquella lengua que le horadaba. Y le besó, le besó mil veces mientras sus manos recorrían la espalda de Hernando: por encima de la empedrada marlota primero, por debajo de ella después, deslizando las uñas por su espina dorsal.

—Ve con el rey —le dijo de repente, separándose—. Yo te esperaré.

«Yo te esperaré.» Hernando abrió los ojos al son de tal promesa. Lo primero con que se topó fue con los inmensos ojos de Fátima fijos en él. No había en ellos ni un atisbo de vergüenza; el deseo inundaba el chamizo. Bajó la mirada hasta los pechos de la muchacha, por debajo del colgante dorado: unas grandes manchas redondas de leche hacían resaltar sus pezones erectos a través de la camisa, pegada a ellos. Fátima cogió la mano derecha de Hernando y la puso sobre uno de sus senos.

—Te esperaré —prometió.

13

Al campamento de Aben Humeya iban llegando gentes que todavía creían en la sublevación, pero también era abandonado por aquellos otros que habían perdido la esperanza y que desertaban para acudir a la llamada del marqués de Mondéjar, que seguía admitiendo a los rendidos y les otorgaba salvaguarda para que viviesen en sus lugares. La gran tienda del rey carecía del boato de su alojamiento en Ugíjar, aunque estaba relativamente bien provista de alimentos. Hernando, incómodo por las lujosas prendas que vestía, con el alfanje al cinto junto a la bolsa de los reales, fue recibido con honores. Tras entregar la espada a una mujer, le acomodaron entre el Gironcillo, que le recibió con una sonrisa, y el Partal. Buscó a Brahim con la mirada entre los presentes, pero no lo encontró.

—La paz sea con aquel que protegió los tesoros de nuestro pueblo —le saludó Aben Humeya.

Un murmullo de asentimiento se escuchó en la tienda y Hernando se encogió todavía más entre los inmensos jefes monfíes que le flanqueaban.

—¡Disfruta, muchacho! —exclamó el Gironcillo, dándole una fuerte palmada en la espalda—. Esta fiesta es en tu honor.

Todavía sentía el golpe del Gironcillo en su espalda cuando la música empezó a sonar. Varias mujeres jóvenes entraron con cuencos llenos de uvas pasas y jarras de limonada, que aderezaron con una pasta que llevaban en unos saquitos. Depositaron las jarras en las alfombras, frente al círculo de hombres sentados. Bebieron y comieron, mirando a las bailarinas que danzaban en el centro de la tienda: unas veces solas, otras de la mano de algún jefe monfí. Hasta el Gironcillo, torpón, bailó con una muchacha de movimientos traviesos. ¡E incluso cantó!

—¡Quién danzara ya la zambra —aulló, tratando de seguir a la muchacha—, quitado de querellas, con hermosas moras bellas…, en ti, mi querida Alhambra!

¡La Alhambra! Hernando recordó la fortaleza recortada contra Sierra Nevada, coloreando Granada de rojo al atardecer, y se imaginó bailando con Fátima en los jardines del Generalife. ¡Decían que eran maravillosos! Su pensamiento voló hacia Fátima, hacia el cuerpo de la joven y el colgante de oro entre sus pechos… el mismo que llevaba la bailarina que en ese momento le tomaba de la mano y le obligaba a levantarse. Escuchó algún aplauso y gritos de ánimo mientras la joven le hacía moverse. Todo giraba a su alrededor. Sus pies bailaban con agilidad, pero no podía detenerlos… ni controlarlos. La muchacha reía y se acercaba a él; sentía su cuerpo, como poco antes había sentido el de Fátima…

Mientras bailaban, una de las mujeres trajo más jarras de bebida. Las dejó en el suelo, extrajo de un saquito una pasta hecha con apio y simiente de cáñamo, la introdujo en la limonada y la removió, tal y como llevaba haciendo con todas las jarras que hasta el momento había servido.

El Gironcillo brindó con el Partal y dio un largo trago.

—Hashish —suspiró—. Parece que hoy no lo usaremos para luchar contra los cristianos. —El Partal asintió mientras daba cuenta de su bebida—. ¡Bailemos pues en la Alhambra! —añadió alzando el vaso con la droga disuelta.

Hernando no volvió a sentarse. Los laúdes y las sonajas cesaron y la muchacha, agarrada a su joven compañero de baile, interrogó con la mirada a Aben Humeya. El rey entendió y le dio su consentimiento con una sonrisa. El muchacho se vio arrastrado por la bailarina hacia el exterior de la tienda, hasta un chamizo en el que se encontraban otras mujeres que atendían al rey. Ni siquiera buscó intimidad. Se lanzó sobre él mientras las demás miraban. Lo desnudó apresuradamente sin que Hernando fuera capaz de resistirse y luego se puso a desatar sus propios bombachos y las gruesas medias enrolladas desde los tobillos hasta las rodillas. En ello estaba cuando se oyó decir a una de las mujeres:

—¡No está retajado!

Todas se acercaron a Hernando y dos de ellas hicieron ademán de acercar su mano hasta el miembro erecto del muchacho. Sin dejar de luchar con sus bombachos, ya a media pantorrilla, la bailarina entrecerró los ojos y protegió el pene con una de sus manos.

—¡Fuera! —gritó, golpeando a las demás con la mano que tenía libre—. Ya lo probaréis después.

Hernando despertó con la boca reseca y un tremendo dolor de cabeza. ¿Dónde estaba? La luz del amanecer que empezaba a colarse en el chamizo le recordó vagamente la noche, la fiesta… ¿y después? Intentó moverse. ¿Qué se lo impedía? ¿Dónde estaba? La cabeza parecía a punto de reventarle. ¿Qué…? Unos brazos gordos, flácidos y pesados lo rodeaban. Entonces notó su contacto: el de su cuerpo desnudo contra… Saltó del lecho de ramas. La mujer ni siquiera se inmutó; gruñó y siguió durmiendo. ¿Quién era aquella mujer? Hernando observó sus enormes pechos y su inmensa barriga, todo desparramado de lado sobre la manta que cubría las ramas. ¿Qué había hecho? Un solo muslo de aquella matrona era más ancho que sus dos piernas juntas. Las arcadas y el frío le asaltaron al mismo tiempo. Examinó el interior del chamizo: estaban solos. Se levantó y buscó su ropa con la mirada. La encontró tirada aquí y allá y trató de protegerse del frío. ¿Qué había sucedido?, se preguntó, tiritando mientras se vestía. El simple roce de la ropa sobre su entrepierna le abrasó. Se miró el miembro: aparecía descarnado. El pecho, sus brazos y piernas mostraban arañazos. ¿Y su rostro? Encontró parte de un espejo roto y se miró: también estaba arañado, y su cuello y mejillas amoratados aquí y allá como si le hubieran succionado la sangre. Trató de remontarse a la fiesta, que ganó frescor en su memoria… El baile… La bailarina. El rostro de la joven acudió a su memoria, contraído, bailando… A horcajadas sobre él, montándolo y agarrándole de las manos para llevarlas a sus pechos, igual que poco antes hiciera… Luego la bailarina se mordió el labio inferior, y aulló de placer, y varias mujeres se echaron encima de él, y le dieron de beber, y… ¡Fátima! ¡Prometió esperarle! Buscó su nueva marlota. No estaba. Se llevó la mano al cinto que acababa de atarse instintivamente… Tampoco estaba la bolsa con los reales, ni el tocado de oro… ¡ni la espada de Hamid!

Sacudió a la mujer.

—¿Dónde está la espada? —La gorda refunfuñó en sueños. Hernando la zarandeó con más fuerza—. ¿Y mis dineros?

—Vuelve conmigo —protestó la morisca después de abrir los ojos—. Eres muy fuerte…

—¿Y mis ropas?

La mujer pareció despertar.

—No las necesitas. Yo te calentaré —le susurró, mostrándose obscenamente.

Hernando apartó la mirada de aquel obeso cuerpo, todo él depilado.

—¡Perra! —la insultó mientras se volvía para escudriñar el interior del chamizo. Era la primera vez que insultaba a una mujer—. ¡Perra! —repitió, apesadumbrado, al comprobar que había desaparecido todo.

Se encaminó a la cortinilla que hacía las veces de puerta, pero casi no pudo andar del dolor que le producía el roce de las ropas. Caminaba escocido, con las piernas abiertas.

Pese a que había amanecido, el campamento se hallaba en un extraño silencio. Vio al monfí que montaba guardia en la entrada de la cercana tienda de Aben Humeya y se dirigió a él.

—Las bailarinas me han robado —soltó sin saludarle.

—Veo que también te has divertido con ellas —replicó el guardia.

—Me han robado todo —insistió—: los diez ducados, la marlota, el tocado…

—La gran mayoría del ejército ha desertado esta noche —le interrumpió el monfí, esta vez con voz cansina.

Hernando volvió la mirada hacia el campamento.

—La espada —musitó—. ¿Para qué quieren la espada si se van a entregar a los cristianos?

—¿Tu espada? —preguntó el monfí. Hernando asintió—. Espera. —El hombre entró en la tienda y al cabo de unos segundos reapareció con el alfanje de Hamid en las manos—. Te la quitaste al entrar en la fiesta —le dijo cuando se la entregaba—. Es incómodo sentarse con ella.

Hernando la cogió con delicadeza. Al menos no había perdido la espada, pero… ¿habría perdido a Fátima?

Hernando clavó las uñas sobre el alfanje que le devolvió el morisco que montaba guardia frente a la tienda de Aben Humeya. Recorrió la mirada por el campamento, casi desierto tras la huida nocturna de gran parte del ejército, y se dirigió al chamizo en el que se alojaban Brahim, Aisha y Fátima, pero a cierta distancia se escondió apresuradamente tras una de las chozas vacías: Fátima salía de la tienda. Llevaba a Humam en brazos. La vio alzar la cabeza al cielo, limpio y frío, y se parapetó detrás del ramaje cuando la muchacha, con el semblante muy serio, se fijó en el campamento. ¿Qué decirle? ¿Que lo había perdido todo? ¿Que acababan de forzarle unas bailarinas y había despertado en brazos de una matrona depilada? ¿Cómo mostrarse ante ella con el cuerpo arañado y el cuello y el rostro amoratado? Podía…, podía mentirle, sí, decirle que el rey le había retenido durante toda la noche. Podía hacer eso pero… ¿Y si ella quería entregarse a él como le prometió? ¿Cómo mostrarle su miembro desollado? ¿Su entrepierna hinchada y mordida? Ni siquiera se había atrevido a examinarlo con detenimiento, pero le dolía; le escocía al andar. ¿Cómo explicarle todo aquello? La observó abrazar a Humam, como refugiándose en el niño. La vio acunarlo sobre su pecho, besarlo en la cabeza, tierna y melancólicamente, y desaparecer en el interior de la choza.

¡Le había fallado! Se sintió culpable y avergonzado, tremendamente avergonzado y, sin pensarlo, escapó de allí. Empezó a correr sin rumbo, pero al pasar por delante de la tienda de Aben Humeya, el guardia le detuvo.

—El rey quiere verte.

Hernando entró en la tienda, ofuscado y resoplando. Aben Humeya le recibió en pie, ya vestido, ostentosamente, como si nada sucediese.

—El ejército… —farfulló al tiempo que indicaba hacia el campamento—. Los hombres… —Aben Humeya se acercó a Hernando y fijó la mirada en los moratones que aparecían en su cuello—. ¡Han huido! —gritó el muchacho incomodado.

—Lo sé —contestó con serenidad el rey, no sin dejar escapar una pícara sonrisa ante el aspecto de su visitante—, y no puedo recriminárselo. —En ese momento accedió a la tienda un monfí grande y fuerte, al que Hernando tenía visto y que se mantuvo en silencio—. Luchamos sin armas. Nos están aniquilando en todas las Alpujarras. Después de Paterna, el marqués de Mondéjar ha rendido muchos pueblos, pero se muestra magnánimo y les concede el perdón. Por eso huyen los hombres, en busca del perdón, y por eso te he mandado llamar. —Hernando hizo un gesto de sorpresa, pero Aben Humeya le contestó con una franca sonrisa—. Los hombres volverán, Ibn Hamid, no te quepa duda. Hace ya casi dos meses, tras mi coronación, envié a mi hermano menor Abdallah en solicitud de ayuda al bey de Argel. Todavía no tengo noticias suyas. Entonces sólo pude hacerle llegar una carta… ¡palabras! —añadió dando un manotazo al aire—. Hoy tenemos un cuantioso botín con el que procurar su voluntad. ¡Mis hombres huyen, cierto, y la prometida ayuda no llega! Ahora mismo partirás con el oro en dirección a Adra. Te acompañará al-Hashum. —Aben Humeya hizo un gesto hacia el monfí que se hallaba en la tienda—. Él embarcará y llevará el oro a Berbería, a nuestros hermanos creyentes en el único Dios. Tú volverás a darme cuenta. El camino será peligroso, pero debéis llegar a la costa y haceros con una fusta. Una vez en Adra, no os será difícil conseguir lo necesario para cruzar el estrecho con el oro del que disponéis y la ayuda de los moriscos de la zona. ¿Está todo preparado? —preguntó al monfí.

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