Authors: Ildefonso Falcones
—¡Madre! ¡Alabado sea Dios! Vamos. Vámonos de aquí —contestó agarrándola del brazo y empujándola… ¿hacia dónde?
—¡Tus hermanas! ¡Faltan tus hermanas! —le apremió ella—. Musa y Aquil ya están conmigo.
—¿Dónde…?
—Las perdí en el tumulto…
Dos disparos sonaron hacia ellos. Un cuerpo a su izquierda se desplomó.
—¡Allí hay un moro! —oyeron gritar a un soldado cristiano.
Al destello de los arcabuces, Hernando percibió una sombra cercana, más baja que él. ¿Era Raissa? Quizá… Creía haber visto una muchacha. ¿Raissa? Los matarían a todos. La agarró del cabello y la atrajo hacia sí.
—Aquí está Raissa —le dijo a su madre.
—¿Y Zahara?
En esta ocasión fueron tres los fogonazos que partieron en su dirección. Hernando empujó a su madre mientras arrastraba a la muchacha.
—¡Vamos! —ordenó.
Se guió por la silueta del campanario; alguien trataba de iluminar la escena con una antorcha. Continuó empujando a su madre, que agarraba de la mano a los dos niños al tiempo que él arrastraba a la muchacha, todos agachados, hasta que lograron llegar al bancal. Desde allí corrieron barranco abajo, a trompicones, cayendo y levantándose, dejando atrás los disparos y los gritos de terror de mujeres y niños.
Sólo se detuvieron cuando los disparos se convirtieron en un siseo. Aisha se desplomó. Musa y Aquil empezaron a lloriquear y Hernando y la muchacha permanecieron quietos, tratando de recuperar la respiración.
—Gracias, hijo —dijo su madre, levantándose de repente—. Continuemos. No podemos detenernos. Estamos en peligro y debemos… ¿Raissa? —Aisha saltó hacia la muchacha y le alzó el rostro por la barbilla—. ¡Tú no eres Raissa!
—Me llamo Fátima —farfulló ella aún sin aire—, y éste —añadió mostrando una criatura de pocos meses de vida, que protegía contra su pecho— es Salvador… Humam, quiero decir.
Hernando no logró ver los inmensos ojos negros almendrados de Fátima, pero sí pudo percibir un brillo que parecía querer quebrar la oscuridad.
Esa noche murieron más de mil mujeres con sus hijos en la plaza de la iglesia de Juviles. Aquellas que permanecían refugiadas en el interior del templo se salvaron al cerrar las puertas, pero la plaza amaneció sembrada de cadáveres de indefensas mujeres y niños asesinados. Junto a algunos soldados cristianos muertos por sus compañeros en la confusión, sólo se encontró el cadáver de un morisco, que alguien reconoció como un vecino de Cádiar. El marqués de Mondéjar inició una investigación por el amotinamiento y ejecutó a tres soldados que, al amparo de la oscuridad, habían intentado forzar a una mujer, originando sus gritos y con ellos el desconcierto que desencadenó la matanza.
Tenía trece años y era de Terque, de la taa de Marchena, en el levante alpujarreño. Eso explicó Fátima a Hernando de camino a Ugíjar. Y no, no sabía dónde estaba su esposo. El padre de Humam se había unido a los monfíes que acudieron a luchar contra el marqués de los Vélez en el extremo oriental de las Alpujarras, y ella, como tantas otras mujeres moriscas, había terminado en la plaza de Juviles.
—Te vi armado y me acerqué a vosotros. Lo siento… No podía dejar que mi niño muriera a manos de los soldados… —musito Fátima. Sus ojos negros expresaban pesar, pero también una firme resolución. Los dos caminaban delante de Aisha, que ni siquiera había pronunciado palabra desde que se percatara de la confusión que había tenido en el momento de escapar de la matanza. Los hermanastros de Hernando intentaban seguirles el paso quejándose constantemente.
Amanecía. El sol empezó a iluminar montañas y barrancos como si nada hubiera sucedido; el frío y la nieve producían tal sensación de limpieza que la matanza de Juviles se aparecía como una macabra fantasía.
Pero había sido real y él había conseguido su propósito: salvar a su madre. Pero sus hermanastras… Y Hamid, ¿qué habría sido del alfaquí? Apretó el alfanje que llevaba al cinto y volvió la cabeza hacia Aisha: caminaba cabizbaja; antes la había oído sollozar, ahora simplemente andaba tras ellos. Aprovechó también aquellos primeros rayos de sol para mirar de reojo a su acompañante: el pelo negro ensortijado le caía sobre los hombros. Era de tez oscura y facciones cinceladas; su cuerpo era el de las niñas que pasan por una maternidad prematura, y se movía con dignidad, a pesar del cansancio. Fátima se sintió observada y se volvió hacia él para mostrarle una leve sonrisa acompañada por el chispear de aquellos fantásticos y almendrados ojos negros que él descubrió justo entonces. Hernando notó una oleada de calor que le ascendía a las mejillas, y Humam rompió a llorar. Fátima arrullaba a su hijo sin dejar de andar.
—Detengámonos para que mame el niño —aconsejó Aisha por detrás.
Fátima asintió y todos se alejaron del sendero.
—Lo siento, madre —dijo Hernando mientras Fátima se sentaba para amamantar a Humam con los dos niños rodeándola, embobados. Aisha no contestó—. Creí… Creía que era Raissa.
—Me has salvado la vida —le interrumpió entonces su madre—. A mí y a tus dos hermanos. —Aisha se abandonó al llanto, atrajo a su hijo y le abrazó—. No tienes por qué excusarte… —sollozó, aún abrazada a él—, pero entiende mi dolor por tus hermanas. Gracias…
Fátima observaba la escena con semblante serio. Humam mamaba con fruición. Sobre el pecho descubierto de la muchacha, Hernando pudo observar entonces una joya de oro que colgaba de su cuello: la
jamsa
, la mano de Fátima, el colgante que los cristianos les prohibían lucir, un amuleto que protege del mal.
Hernando y su pequeña comitiva tardaron toda la mañana en recorrer las cerca de tres leguas que separaban Juviles de Ugíjar, la población cristiana más importante de las Alpujarras que se hallaba en manos moriscas tras una salvaje matanza ordenada por Farax. Estaba enclavada en el valle del Nechite, algo alejada de las estribaciones de Sierra Nevada, por lo que su orografía no era tan fragosa como la de las Alpujarras altas; era un pueblo rico en vid y cereales, y poseía extensos pastos para el ganado. El ejército de Aben Humeya se encontraba acampado cuando llegaron. Ugíjar era un hervidero.
El rey de Granada se instaló en la casa que fuera de Pedro López, escribano mayor de las Alpujarras. El edificio albergaba una de las tres torres defensivas con las que contaba la población. Las torres estaban dispuestas en triángulo y gran parte del ejército se hallaba diseminado por el interior. Hernando encontró a su recua de mulas frente a la torre de la colegiata; Ubaid vigilaba al overo de su padrastro. Si antes le había temido, entonces se sintió con fuerzas para dirigirse a él.
—¿Y Brahim? —preguntó al arriero.
Ubaid se encogió de hombros a la vez que clavaba su mirada en Fátima. Musa y Aquil trataron de acercarse a las mulas, todavía cargadas con el botín, pero unos soldados se lo impidieron. Ubaid ni siquiera apartó la mirada de Fátima cuando el pequeño Musa cayó a sus pies, debido al empujón con que los soldados le apartaron del botín. La muchacha, intimidada, se arrimó a Hernando.
—¿Qué miras? —le espetó éste al arriero.
Ubaid volvió a encogerse de hombros, lanzó una última mirada lasciva hacia Fátima y cesó en su acoso. Hernando relajó la mano que instintivamente había llevado a la empuñadura del alfanje.
Tras preguntar a uno de los soldados por su padrastro, los condujo a todos a la casa de Pedro López, el lugar donde le señaló el morisco. Encontraron a Brahim a las puertas de la casa, junto a jefes y multitud de monfíes; Aben Humeya estaba en el interior, reunido con sus consejeros.
—¿Qué significa…? —exclamó su padrastro a la vista de Aisha y sus dos hijos, pero el Gironcillo, también presente, le interrumpió.
—¡Bienvenido, muchacho! —celebró—. Creo que te necesitaremos. Tenemos bastantes animales heridos.
Al instante, el Gironcillo se explayó explicando a los demás monfíes cómo había curado Hernando a su alazán. Brahim esperó furioso, conteniendo la rabia, a que el jefe monfí terminase de cantar las alabanzas de su hijastro.
—¡Pero abandonaste la recua! —saltó en el momento en que el Gironcillo puso fin a su discurso—. Además, ¿por qué has traído a mis hijos? Ya dije…
—No sé si moriremos aquí o si a tus hijos les sucederá algo —le impidió continuar Aisha, alzando la voz para sorpresa de su esposo—, pero de momento, Hernando les ha salvado la vida.
—Los cristianos… —murmuró entonces el muchacho— han matado a centenares de niños y mujeres a las puertas de la iglesia de Juviles.
Inmediatamente los monfíes le rodearon y él les explicó con pesar lo sucedido en Juviles.
—Vamos —indicó el Gironcillo antes incluso de que terminase—, debes contárselo tú mismo a Ibn Umayya.
Los soldados que montaban guardia a las puertas de la casa les franquearon el acceso sin problemas. Hernando entró con el Gironcillo. Los guardias hicieron ademán de impedir el paso a Brahim, pero éste consiguió convencerlos de que debía acompañar a su hijastro.
Se trataba de un edificio señorial de dos pisos, encalado, con balcones de hierro forjado en la planta superior, y techado con tejas a cuatro aguas. Nada más superar a la guardia, antes incluso de que se abrieran las recias puertas de madera que daban a la amplia estancia donde se encontraba Aben Humeya, Hernando percibió la esencia de algún perfume. El guardia que les acompañaba llamó y abrió las puertas, y un penetrante olor a almizcle se mezcló con el sonido de un
ud
, un laúd de mástil corto y sin trastes. El rey, joven, atractivo y soberbio, se arrellanaba en un sillón de madera tapizado en seda roja, rodeado por sus cuatro mujeres; su figura quedaba por encima de la de los demás presentes, que se hallaban sentados en el suelo sobre almohadones de seda entretejida con hilos de oro y plata y guadamecíes bordados en mil colores. El salón se hallaba decorado con alfombras y tapices; una mujer danzaba en el centro.
Los tres se quedaron inmóviles bajo el quicio de la puerta: Hernando con la vista clavada en la bailarina; el Gironcillo y Brahim miraban de hito en hito la estancia. Al final fue Aben Humeya quien, con una palmada, puso fin a música y baile y los hizo entrar. Miguel de Rojas, padre de la primera esposa del rey y acaudalado morisco de Ugíjar, varios de los principales de Ugíjar y algunos jefes monfíes como el Partal, el Seniz o el Gorri, fijaron su atención en los dos hombres y el muchacho.
—¿Qué queréis? —preguntó directamente Aben Humeya.
—Este muchacho trae noticias de Juviles —contestó el Gironcillo con voz potente.
—Habla —le instó el rey.
Hernando casi no se atrevía a mirar al rey. La nueva seguridad en sí mismo que había sentido la noche anterior pareció abandonarle como por ensalmo. Empezó su relato, tartamudeando, hasta que Aben Humeya le sonrió abiertamente y ese gesto le dio confianza.
—¡Asesinos! —gritó el Partal tras escuchar el relato.
—¡Matan a las mujeres y los niños! —exclamó el Seniz.
—Os dije que debíamos hacernos fuertes en esta ciudad —saltó Miguel de Rojas—. Debemos pelear y proteger a nuestras familias.
—¡No! Aquí no podemos detener a las fuerzas del marqués… —replicó el Partal.
Sin embargo, Aben Humeya le ordenó que callase, tranquilizando con un gesto de su mano a los demás monfíes que, ansiosos por atacar de nuevo, sostenían que debían abandonar la ciudad.
—Ya he dicho que de momento nos quedaremos en Ugíjar —declaró el rey, ante el descontento de los monfíes—. En cuanto a ti —añadió dirigiéndose a Hernando—, te felicito por la valentía que has mostrado. ¿A qué te dedicas?
—Soy arriero… Llevo las mulas de mi padrastro —explicó señalando a Brahim; Aben Humeya hizo gestos de reconocerle—, y cuido de vuestro botín.
—También es un magnífico veterinario —terció el Gironcillo.
El rey pensó durante unos instantes antes de volver a hablar:
—¿Cuidarás de los dineros de nuestro pueblo igual que has hecho con tu madre? —Hernando asintió—. En ese caso caminarás a mi lado con el oro.
Al lado de su hijastro, Brahim se movió inquieto.
—He pedido ayuda a Uluch Ali, beylerbey de Argel —prosiguió Aben Humeya—, prometiendo vasallaje al Gran Turco, y me consta que en una de las mezquitas de Argel se están acumulando armas para ser traídas a nuestro reino. Cuando se inicie la época de navegación nos llegarán esas armas… que tendremos que pagar.
El rey se mantuvo en silencio durante unos instantes. Hernando se preguntaba si aquella propuesta incluía a su padrastro cuando Aben Humeya volvió a tomar la palabra.
—Necesitamos arcabuces y artillería. La mayoría de nuestros hombres luchan con simples hondas y aperos de labranza. Ni siquiera tienen alabardas o espadas. Sin embargo… ¡Tú sí tienes un buen alfanje! —Señaló el arma que colgaba del cinto de Hernando.
Hernando la desenvainó para mostrársela y el alfanje apareció manchado de sangre. Entonces recordó los golpes que había dado con él, los tajos en carnes cristianas que había percibido en la oscuridad. No había tenido oportunidad de pensar en ello. Contempló absorto la hoja del alfanje, ennegrecida de sangre seca.
—Veo que también la has usado —dijo entonces Aben Humeya—. Confío en que sigas haciéndolo y en que muchos cristianos caigan bajo ese acero.
—Me la dio Hamid, el alfaquí de Juviles —explicó Hernando. Evitó, no obstante, mencionar que la espada había sido propiedad del Profeta; se la quitarían sin dudarlo y él había prometido a Hamid que cuidaría del arma. El rey asintió en señal de conocer al alfaquí—. Hamid estaba con los hombres, en el pueblo… —añadió el muchacho con pesar.
Luego guardó silencio y Aben Humeya se sumó a ese momento de respeto. Uno de los monfíes se incorporó para coger el alfanje, pero el monarca, al ver la ávida mirada del morisco puesta en la vaina de oro, dijo en voz bien alta:
—Cuidarás de ella hasta que puedas devolvérsela a Hamid. Yo, rey de Granada y de Córdoba, así lo dispongo. Seguro que podrás devolvérsela, muchacho —sonrió Aben Humeya—. En cuanto jenízaros y berberiscos acudan en nuestra ayuda, volveremos a reinar en al-Andalus.
Abandonaron la casa donde se alojaba Aben Humeya y consiguieron comida. Los hombres se sentaron en el suelo a dar cuenta del cordero.
—¿Quién es ella? —gruñó Brahim señalando a Fátima.
—Escapó con nosotros de Juviles —contestó Aisha, antes de que Hernando pudiera responder.
Brahim entrecerró los ojos y los clavó en la muchacha, que estaba de pie junto a Aisha; Humam dormía en un capazo entre ellas. Con un pedazo de cordero en la mano, la miró de arriba abajo, deteniéndose en sus pechos y en su rostro, en aquellos maravillosos ojos negros que Fátima bajó, turbada.