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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (54 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Atravesaron la mezquita entre los rezagados y quienes por una razón u otra no podían acudir a presenciar la ejecución de las condenas. Ninguna de las autoridades restaba ya en el interior de la mezquita. Rodearon el crucero de la catedral en construcción, cuyos brazos se habían adaptado a las dimensiones de las originarias naves musulmanas, y dejaron atrás las tres pequeñas capillas renacentistas que se situaban en el trasaltar. La capilla mayor ya estaba construida; sin embargo, la cúpula elíptica destinada a cubrirla todavía se hallaba pendiente, por lo que los andamiajes soportaban una cubierta provisional. Desde allí se dirigieron a la esquina suroriental, donde en una antigua capilla estaba la magnífica biblioteca catedralicia con centenares de documentos y libros, algunos de ellos manuscritos de más de ochocientos años de antigüedad. Aunque una magnífica reja de hierro forjado cerraba el recinto, la puerta estaba abierta.

—Tu esposa —dijo Abbas ya en la reja—, ¿será capaz de esperarnos aquí sin cometer ninguna torpeza?

Fátima hizo ademán de encararse con el herrador, pero Hernando se lo impidió con un simple gesto.

—Sí —contestó.

—¿Será capaz de entender que de nuestra discreción dependen las vidas de muchos hombres y mujeres?

—Lo entiende —confirmó de nuevo Hernando al tiempo que Fátima asentía avergonzada.

—Vamos, entonces.

Los dos hombres franquearon la reja que daba acceso a la biblioteca y se detuvieron. En su interior, en estanterías, aparecían centenares de tomos encuadernados, rollos de pergamino y algunas mesas para lectura. Entre dos de ellas había un corro de cinco sacerdotes. En cuanto el herrador se dio cuenta de la reunión que se celebraba en el interior de la biblioteca intentó retroceder, pero uno de los sacerdotes se apercibió de su presencia y los llamó. Abbas, grande como era, entrecruzó los dedos de sus manos en señal de oración, se las llevó al pecho e inclinó la cabeza; Hernando lo imitó y ambos se dirigieron hacia el grupo.

—¿Qué queréis? —inquirió, molesto, el religioso que les había llamado, antes incluso de que llegaran hasta el grupo de sacerdotes.

—Lo conozco, don Salvador —intervino entonces otro de los sacerdotes, el mayor de ellos, calvo y gordo, de escasa estatura, pero con una voz demasiado dulce para su aspecto—. Es un buen cristiano y colabora con la Inquisición.

—Buenos días, don Julián —saludó entonces Abbas.

Hernando farfulló un saludo.

—Buenos días, Jerónimo —contestó el sacerdote—. ¿Qué te trae por aquí?

Uno de los religiosos se dirigió a una estantería para coger un libro; los demás, salvo don Salvador, que los escrutaba, presenciaban la escena con cierta displicencia hasta que las palabras de Jerónimo llamaron su atención.

—Hace tiempo… —Abbas carraspeó un par de veces—, hace tiempo, cuando llegaron los moriscos granadinos, me pedisteis que si encontraba entre ellos a un buen cristiano que además supiera escribir bien en árabe, os lo trajese. Se llama Hernando —añadió el herrador, tomando del brazo a su acompañante y obligándole a dar un paso al frente.

¡Escribir en árabe! Hernando sintió sobre sí hasta los ojos del Cristo crucificado que presidía la biblioteca. ¿Había enloquecido Abbas? Hamid le enseñó los rudimentos de la lectura y la escritura en el lenguaje universal que unía a todos los creyentes, pero de ahí a que le presentasen en la biblioteca catedralicia como un buen conocedor… Algo le impelió a volverse hacia la entrada, donde encontró a Fátima escuchando tras la reja. La muchacha le animó con un imperceptible gesto de sus labios.

—Bien, bien… —empezó a decir don Julián.

—¿No es demasiado joven para saber escribir en árabe? —le interrumpió don Salvador.

Hernando percibió un movimiento de intranquilidad en Abbas. ¿Acaso éste no había pensado en lo que podría sucederles? ¿No lo tenía preparado? Notó la animadversión que rezumaba de las palabras de don Salvador.

—Tenéis razón, padre —contestó con humildad, al tiempo que se volvía hacia él—. Creo que mi amigo valora en demasía mis escasos conocimientos.

Don Salvador irguió la cabeza ante los ojos azules del morisco. Dudó unos instantes.

—Aunque sean escasos, ¿dónde los adquiriste? —le interrogó después, quizá con un tono de voz algo diferente al utilizado hasta entonces.

—En las Alpujarras. El párroco de Juviles, don Martín, a quien Dios tenga en su gloria, me enseñó lo que sabía.

Bajo ningún concepto iba a hablar de Hamid y en cuanto al pobre don Martín…, la imagen de su madre acuchillándolo relampagueó en su recuerdo. ¿Qué iban a saber los miembros del cabildo catedralicio de Córdoba acerca del párroco de un pequeño pueblo perdido en la sierra granadina?

—¿Y cómo es que un párroco cristiano sabía árabe? —terció el sacerdote más joven del grupo.

Don Julián fue a contestar pero don Salvador se le adelantó; todos parecían respetarlo.

—Es muy posible —afirmó—. Hace ya bastantes años que el rey dispuso la conveniencia de que los predicadores conocieran el árabe para poder evangelizar a los herejes; muchos de ellos ignoran el castellano y ni siquiera son capaces de expresarse en aljamiado, sobre todo en Valencia y Granada. Hay que conocer el árabe para poder contradecir sus escritos polémicos, para saber qué es lo que piensan. Bien, muchacho, demuéstranos tus conocimientos por exiguos que sean. Padre —añadió dirigiéndose a don Julián—, alcanzadme el último manuscrito polémico que ha caído en nuestras manos.

Don Julián titubeaba, pero don Salvador le apremió meneando los dedos de su mano derecha extendida. Hernando notó un sudor frío en la espalda y evitó mirar a Abbas, pero sí lo hizo hacia Fátima, que le guiñó un ojo desde el otro lado de la reja. ¿Cómo podía guiñarle un ojo en aquellos momentos? ¿Qué quería decirle? Su esposa le animó con un movimiento del mentón y una sonrisa, y entonces la entendió: ¿por qué no? ¿Qué sabían aquellos curas de árabe? ¿No le estaban buscando a él como traductor?

Cogió el astroso papel que le tendía don Julián y lo ojeó. Se trataba de un árabe culto, de un árabe de más allá de al-Andalus, diferente, como repetía hasta la saciedad Hamid, al dialectal implantado en España durante el transcurso de los siglos. ¿De qué trataba aquel escrito?

—Está fechado en Túnez —anunció con seguridad mientras trataba de entender qué decía—, y versa sobre la Santísima Trinidad —añadió al comprender los caracteres—. Más o menos, dice así: en el nombre del que juzga con verdad —se inventó, simulando que leía—, del que está enterado, del Clemente, del Misericordioso, del Creador…

—De acuerdo, de acuerdo —le interrumpió don Salvador ofuscado, haciendo un aspaviento—. Evita todas esas blasfemias. ¿Qué dice del dogma de la Trinidad?

Hernando intentó descifrar lo que constaba escrito. Conocía a la perfección el contenido de la disputa entre musulmanes y cristianos: Dios es solo uno, ¿cómo, por lo tanto, podían sostener los cristianos que existían tres dioses, padre, hijo y espíritu santo en uno solo? Podía hablar de aquella polémica sin necesidad de averiguar el exacto contenido del texto, pero… se persignó con seriedad y después se santiguó y alejó el papel que sostenía en su mano.

—Padre, ¿en verdad deseáis que repita, aquí —se volvió hacia la catedral—, en este lugar sagrado, lo que aparece escrito en este papel? Por mucho menos esta mañana se ha condenado a varias personas.

—Tienes razón —concedió don Salvador—. Don Julián —agregó, dirigiéndose a éste—, hacedme un informe sobre el contenido de ese documento. —Hernando llegó a escuchar el suspiro que salió de los labios de Abbas—. ¿En dónde trabajas? —le preguntó entonces.

—En las caballerizas reales.

—Don Julián, hablad con el caballerizo real, don Diego López de Haro, para que este joven pueda enseñaros el árabe y ayudarnos con los libros y documentos al tiempo que compagina su trabajo con los caballos del rey. Comunicadle que tanto el obispo como el cabildo catedralicio le estarán agradecidos.

—Así lo haré, padre.

—Podéis iros —despidió don Salvador a Hernando y Abbas.

Fátima sonrió a su esposo mientras traspasaba la reja de la biblioteca.

—¡Bien! —susurró.

—¡Silencio! —urgió Abbas.

Se dirigieron a la puerta de San Miguel, en el extremo occidental de la mezquita. Hernando y Fátima siguieron al herrador por todo el testero sur del edificio. Pasaron por delante de la capilla de don Alonso Fernández de Montemayor, adelantado mayor de la frontera en tiempos del rey Enrique II, y Abbas se detuvo.

—Esta capilla, bajo la advocación de san Pedro —señaló mientras hacía una piadosa genuflexión en su frontal, invitando a Hernando y a Fátima a imitarle—, está construida en el vestíbulo del
mihrab
de al-Hakam II. —Los tres se mantuvieron unos instantes arrodillados algo más allá de los magníficos arcos polibulados, diferentes a los de herradura del resto de la mezquita, que daban acceso al vestíbulo, dentro de lo que fue la
maqsura
, la zona reservada al califa y su corte—. Ahí detrás —señaló Abbas con el mentón—, utilizado ahora como sagrario de la capilla, se encuentra el
mihrab
, donde el rey prohibió que se efectuara enterramiento cristiano alguno. —Los restos del protegido del rey, don Alonso, al contrario que la mayoría de los enterramientos en el suelo, se mostraban en un sencillo y gran ataúd blanco de piedra—. Aquí sí —siseó a Fátima el herrador—: éste es el lugar.

—Alá es grande —silabeó ella escondiendo la cabeza, al tiempo que se levantaba.

Cada uno, a su manera, intentó imaginar el aspecto del famoso
mihrab
de al-Hakam II, frente al que permanecían arrodillados y que aparecía profanado y convertido en simple y vulgar sacristía de la capilla de San Pedro. Allí, en el
mihrab
, se leía el Corán. El ejemplar del Corán que se guardaba en la cámara del tesoro era trasladado cada viernes al
mihrab
y depositado sobre un atril de aloe verde con clavos de oro. Había sido escrito de mano del Príncipe de los Creyentes, Uzman ibn Affan; estaba adornado en oro, perlas y jacintos, y pesaba tanto que tenía que ser transportado por dos hombres. Tanto en el vestíbulo como en el
mihrab
, el califa, de acuerdo con la magnificencia de la cultura cordobesa, ordenó la unión de variados estilos arquitectónicos hasta obtener un conjunto de una belleza inigualable. Al nicho en el que se custodiaba el Corán se accedía pasando bajo una labrada cúpula octogonal de estilo armenio cuyos arcos no se unían en su centro sino que se cruzaban a lo largo de sus paredes. Bizancio también estaba presente, con sus mármoles veteados o blancos y sobre todo con los coloridos mosaicos construidos con materiales traídos por artesanos venidos expresamente de la capital del imperio de Oriente. Inscripciones coránicas en oro y mármoles bizantinos. Arabescos. Elementos grecorromanos y también cristianos, cuyos maestros contribuyeron a la construcción, habían convertido aquel lugar donde se emplazaba la capilla de San Pedro en uno de los más bellos del universo.

Los tres oraron en silencio durante unos instantes y, taciturnos, abandonaron la mezquita por la puerta de San Miguel. Salieron a la calle de los Arquillos, en la que se encontraba el palacio episcopal, construido sobre el antiguo alcázar de los califas de Córdoba. Cruzaron bajo uno de los tres arcos en los que descansaba el puente que cruzaba la calle por alto y que unía el antiguo palacio y la catedral, y continuaron en dirección hacia las caballerizas. Superaron el alcázar de los reyes cristianos y Hernando decidió afrontar el asunto.

—Yo no puedo traducir esos documentos —se quejó—. Están escritos en árabe culto. ¿Cómo voy a enseñar árabe culto a ese sacerdote?

Abbas anduvo unos pasos más sin contestar. Sentía cierta desconfianza. No le había satisfecho la actitud de Fátima, demasiado atrevida e inconsciente, pero aun así, se dijo, todos contaban con ella; además, reconoció, ¿no había sido él mismo quien acababa de señalarle el lugar en el que se escondía el
mihrab
, instándola a rezar? ¿Acaso no tenían todos idénticos sentimientos?

—Es al revés —confesó el herrador ya cerca de la puerta de las cuadras—. Es don Julián quien tiene que enseñarte a ti el árabe culto, el de nuestro libro divino.

Hernando se detuvo en seco, con la sorpresa dibujada en su rostro.

—Sí —confirmó Abbas—, ese sacerdote, don Julián, es uno de nuestros hermanos y el más culto de los musulmanes de Córdoba.

36

En las mismas fechas en que Aisha era puesta en libertad tras su detención en Sierra Morena, Brahim abandonó la partida de monfíes del Sobahet junto a dos de los esclavos fugitivos que la componían. El escupitajo que le lanzó su esposa antes de abandonar el campamento se sumó al intenso dolor que sentía en el brazo. Poco después de que Aisha desapareciese entre los árboles, los monfíes se pusieron en marcha y Brahim se arrastró tras ellos; no podía quedarse solo en las sierras y tampoco podía volver derrotado y manco a Córdoba, por lo que los siguió, siempre a cierta distancia, como un perro maltratado. El Sobahet lo permitió; Ubaid se reía de él lanzándole los restos de su comida. Por eso, cuando escuchó que dos de los hombres pretendían huir a Berbería, se sumó a ellos y juntos se encaminaron hacia las costas valencianas. Durante varias largas jornadas robaron comida y buscaron ayuda en las casas moriscas, tratando siempre de evitar a las cuadrillas de la Santa Hermandad que vigilaban aquellas antiguas vías romanas, ahora descuidadas. Anduvieron hacia el este, hacia Albacete, desde donde tomaron el camino que llevaba a Xátiva para, desde allí, llegar a las poblaciones costeras del reino de Valencia situadas entre Cullera y Gandía, todas ellas casi exclusivamente pobladas por moriscos.

Desde aquellas costas y pese al esfuerzo de los sucesivos virreyes de Valencia, el flujo de moriscos hacia Berbería era constante, ayudados por los corsarios que acudían a saquear el reino. Los españoles no dejaban vivir a los cristianos nuevos bautizados a la fuerza, pero tampoco los dejaban escapar a tierras musulmanas; no sólo los nobles y terratenientes perdían mano de obra barata, sino que la propia Iglesia estaba empeñada en la salvación de sus almas como defendía el duque de Gandía, Francisco de Borja, general de los jesuitas, que abogaba «porque tantas almas como se podía perder, no se pierdan». Pero los moriscos ya se preocupaban por salvar sus almas… si bien en aquellas tierras donde se loaba a Muhammad, y sus hermanos valencianos ayudaban a todos aquellos que, decididos a abandonar los reinos que les habían pertenecido durante ocho siglos, se proponían cruzar a Berbería.

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