La mano de Fátima (49 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—¿Para qué quieres ver al Sobahet? —preguntó mientras tanto el segundo monfí.

—Es cosa mía.

Al instante, los dos esclavos huidos llevaron las manos a las empuñaduras de sus espadas.

—En la sierra, todo es cosa nuestra —replicó uno de ellos—. No parece que estés en situación de exigir…

—Quiero ofrecerle mis servicios —confesó entonces Brahim.

—¿Cargado con una mujer y un niño? —rió uno de los esclavos.

Shamir berreaba.

—¡Hazlo callar, mujer! —ordenó Brahim a su esposa.

—Acompañadnos —cedieron los esclavos después de consultarse con la mirada y hacer un gesto de indiferencia.

Todos se internaron en las entrañas de la sierra; Aisha trastabillaba detrás de los hombres, tratando de calmar a Shamir. Brahim había dicho que quería ofrecerse al monfí. Era evidente que Brahim buscaba dinero para recuperar a Fátima, pero ¿para qué los llevaba a ellos? ¿Para qué necesitaba al pequeño Shamir? Tembló. Le flaquearon las piernas, cayó de rodillas al suelo con el niño abrazado contra su pecho, se levantó y se esforzó por seguir la marcha. Ninguno de los hombres se volvió hacia ella… y Shamir no cesaba de llorar.

Llegaron a un pequeño claro que había servido como campamento a los monfíes. No había tiendas ni ningún chamizo; sólo mantas esparcidas por el suelo y las brasas de un fuego en el centro del claro. Arrimado a un árbol, el Sobahet, alto y cejijunto, con barba negra descuidada, recibía explicaciones de los dos esclavos que habían acompañado a Brahim y Aisha. Examinó a Brahim desde la distancia y luego le ordenó acercarse.

Cerca de media docena de monfíes, todos herrados y harapientos, recogían el campamento: unos permanecían atentos a los nuevos visitantes, otros miraban a Aisha sin esconder su deseo.

—Di rápido lo que tengas que decir —conminó el jefe monfí a Brahim, antes incluso de que éste llegase a su altura—. En cuanto regresen los hombres que nos faltan, partiremos. ¿Por qué crees que podría estar interesado en tus servicios?

—Porque necesito dinero —contestó sin tapujos Brahim.

El Sobahet sonrió con cinismo.

—Todos los moriscos lo necesitan.

—Pero ¿cuántos de ellos escapan de Córdoba, se internan en Sierra Morena y acuden a ti?

El monfí pensó en las palabras de Brahim. Aisha trataba de escuchar la conversación a unos pasos de distancia. El niño ya se había calmado.

—Los cristianos pagarían bien por mi detención y la de mis hombres. ¿Quién me asegura que no eres un espía?

—Ahí están mi mujer y mi hijo varón —alegó Brahim con un gesto hacia Aisha—. Pongo sus vidas en tus manos.

—¿Qué podrías hacer? —preguntó el Sobahet, satisfecho con la réplica.

—Soy arriero de profesión. Participé en el levantamiento y fui lugarteniente de Ibn Abbu en las Alpujarras. Sé de recuas, y sólo con verlas, con echar una ojeada a sus arreos y jaeces, puedo prever qué es lo que transportan y cuáles son sus defectos. Puedo moverme con una recua de mulas por cualquier lugar, por peligroso que sea, de día o de noche.

—Ya tenemos a un arriero con nosotros: mi segundo, mi hombre de confianza —le interrumpió el Sobahet. Brahim se volvió hacia los esclavos—. No. No es ninguno de ellos. Le estamos esperando. Y ya hemos considerado la posibilidad de ayudarnos con algunas mulas, pero nos movemos con rapidez; las mulas no harían más que entorpecer nuestros desplazamientos.

—Con buenos animales puedo moverme tan rápido como cualquiera de tus monfíes y por lugares a los que nunca llegaría un hombre. Deberías tenerlos, multiplicarían tus beneficios.

—No. —El monfí acompañó su negativa con un gesto de la mano—. No me interesa… —empezó a decir como si diera la conversación por terminada.

—¡Deja que te lo demuestre! —insistió Brahim—. ¿Qué riesgo corres?

—Poner en tus manos nuestro botín, arriero. Ése sería el riesgo que correría. ¿Qué sucedería si te quedases atrás con tus mulas cargadas? Deberíamos esperarte y arriesgar nuestras vidas… o confiar en ti.

—No te fallaré.

—He oído demasiadas veces esa promesa —alegó el Sobahet con una mueca.

—Podría actuar como espía…

—Ya tengo espías en Córdoba y en los pueblos que la circundan. Sé de cada caravana que se mueve por el camino de las Ventas. Si quieres unirte a mi partida, te pondré a prueba, como a todos. Es lo más que puedo ofrecerte. —En ese momento otro grupo de monfíes apareció entre los árboles—. ¡Nos vamos! —gritó el Sobahet—. Piensa en lo que te he dicho, arriero, y ven si quieres. Pero tú solo, sin tu mujer ni tu hijo.

—¡Perra! ¿Qué hace esta puta aquí? —El grito resonó entre el ajetreo de los hombres que se preparaban para partir. El Sobahet dio un respingo. Brahim se volvió hacia donde estaba Aisha.

¡Ubaid! Aisha permanecía paralizada frente al arriero de Narila, que acababa de llegar al campamento. En el repentino silencio que prosiguió a los insultos, Ubaid volvió la cabeza hacia Brahim, como si después de haberse topado con su esposa, presintiera su presencia.

Los dos arrieros enfrentaron sus miradas.

—Sólo falta el nazareno para que se cumpla el mejor de mis sueños —sonrió el Manco. Brahim tembló y buscó ayuda con la mirada en el jefe de los monfíes—. Éste es el hombre del que te he hablado tantas veces. —El Sobahet endureció su expresión—. Fue él quien me cortó la mano.

—Tuyo es, Manco. Él y su familia —masculló el Sobahet señalando a Aisha y al niño—, pero aligera. Debemos irnos.

—¡Lástima que falte el nazareno! Cortadle la mano —ordenó Ubaid—. ¡Cortádsela! A él y a su hijo. Que su descendencia recuerde siempre por qué a Ubaid de Narila le llaman el Manco.

Antes de que Ubaid terminase de hablar, dos hombres agarraron a Brahim. Aisha aulló y protegió a Shamir, al tiempo que otros monfíes trataban de arrebatárselo. El niño estalló de nuevo en llanto, y mientras Aisha defendía a su pequeño, tumbada en el suelo sobre él, los monfíes que luchaban con Brahim lo arrodillaron. Brahim gritaba, insultaba e intentaba defenderse. Extendieron su brazo y lo aguantaron con firmeza antes de que un tercero descargara un golpe de alfanje sobre la muñeca. Inmediatamente, Brahim, con los ojos abiertos por la terrorífica impresión de ver desgajada su mano, fue arrastrado hasta las brasas donde le introdujeron el muñón para cauterizar la herida. Los gritos de Brahim, los gemidos de Aisha y los llantos del pequeño se confundieron en uno solo cuando los monfíes lograron arrancar al niño de brazos de su madre.

Aisha saltó tras ellos hasta caer a las piernas de Ubaid.

—¡Yo soy la madre del nazareno! —gritó de rodillas, agarrada con ambas manos a la marlota del monfí—. El niño morirá. ¿Qué dolerá más a Hernando? ¡Mátame a mí! Te cambio mi vida por la de él, pero deja a mi pequeño, ¿qué culpa tiene? —sollozó—. ¿Qué culpa…? —trató de repetir antes de caer presa de un llanto incontrolado.

Ubaid no hizo ademán de apartar a la mujer, por lo que los monfíes que llevaban al niño se detuvieron. El de Narila dudó.

—De acuerdo —accedió—. Dejad al niño y matadla a ella. Tú —añadió, dirigiéndose a un Brahim que se retorcía en el suelo—, llevarás su cabeza al nazareno. Dile también que acabaré aquí, en Córdoba, lo que debí haber hecho en las Alpujarras.

Aisha se desasió de la marlota de Ubaid y éste se apartó para dejar sola a la mujer, de rodillas. Indicó a uno de los monfíes, un esclavo marcado, que la ejecutase y el hombre se acercó a ella con la espada desenvainada.

—No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios —recitó Aisha con los ojos cerrados, entregada a la muerte.

El esclavo detuvo el golpe al oír la profesión de fe. Bajó la cabeza. Ubaid llevó los dedos de su mano izquierda al puente de su nariz; el Sobahet contemplaba la escena. La espada del monfí siguió en el aire durante unos instantes. Hasta Shamir calló. Luego, el hombre miró a sus compañeros en busca de apoyo. ¡No eran asesinos! Entre ellos se encontraban un platero de Granada, tres tintoreros, un comerciante… Se habían visto obligados a convertirse en monfíes para escapar de una esclavitud injusta, de un trato ignominioso. ¿Luchar y matar cristianos? Sí. ¡Los cristianos les habían robado su libertad y sus creencias! ¡Eran ellos quienes habían esclavizado a sus esposas e hijas! Pero asesinar a una mujer musulmana…

Antes de que el monfí rindiese la espada, el Sobahet y Ubaid intercambiaron sus miradas. No podía pedirle aquello a los hombres, pareció decirle el jefe monfí a su lugarteniente, ni tampoco debía hacerlo él personalmente; era una mujer musulmana. Entonces intervino Ubaid:

—Coge a tu niño y a tu marido y vete. Eres libre. Yo, Ubaid, te concedo la vida, la misma que le quitaré a tu otro hijo.

Aisha abrió los ojos sin mirar a nadie. Se levantó presurosa, temblando, y acudió al hombre que sostenía a Shamir, que se lo ofreció en silencio. Luego se dirigió allí donde se hallaba Brahim, postrado junto a las brasas. Lo observó con desprecio y le escupió.

—Perro —acertó a insultarle.

Abandonó el claro del bosque, deshecha en llanto, sin saber adónde dirigirse.

—Enséñale dónde está el camino de las Ventas —ordenó el Sobahet a uno de los monfíes, cuando la espalda de Aisha se perdía en dirección contraria, hacia la fragosidad de la sierra.

33

Hernando entregó a Rodrigo un soberbio ejemplar de tres años de edad, ya embridado, nervioso, y de una curiosa capa pía, con grandes manchas marrones sobre blanco. Los potros, una vez montados, cuando ya se dejaban mandar en el picadero de las caballerizas reales, debían acostumbrarse al campo, a los toros y a los animales, a cruzar ríos y saltar cortadas, a galopar por los caminos y a detenerse al solo contacto con el freno, pero también debían conocer la ciudad: pararse junto al taller de un forjador y permanecer impasibles ante los golpes en el hierro sobre la forja; moverse entre la gente sin asustarse de las correrías de los niños, de los colores, de las banderas o de los muchos animales que andaban sueltos por Córdoba —perros, gallinas y por supuesto los numerosos cerdos peludos y oscuros, de colas negras, y orejas y hocicos puntiagudos en los que algunos mostraban imponentes colmillos—; soportar la música, las fiestas y todo tipo de ruidos e imprevistos. ¿Qué sería de aquellos caballos y sobre todo de sus domadores si el rey o cualquiera de sus familiares, allegados o beneficiados cayeran por los suelos porque sus monturas se hubieran asustado del estruendo de los pífanos y timbales en una parada militar o del griterío de los súbditos ante su rey?

Todavía no habían llegado los nuevos potros de las dehesas, por lo que Hernando se limitaba a ayudar en las cuadras sin función concreta, y con aquel propósito Rodrigo, montado en el pío, y Hernando a pie, con una larga y flexible vara en la mano, salieron de ellas por la mañana a recorrer la ciudad y someter al fogoso potro a toda clase de nuevas experiencias.

—Te he visto trabajar en las cuadras y me complace tu labor —le dijo el jinete antes de echar el pie al estribo del caballo—, pero de momento no deja de ser similar a la de los demás. Ahora comprobaré si en verdad posees ese sentido especial que creyó percibir en ti don Diego. Vamos a recorrer la ciudad y a enseñársela a este potro. Se asustará. Cuando ello suceda, si consideras que yo ya no debo hacer nada más, que castigarlo con las espuelas o con la vara sería contraproducente, deberás intervenir azuzando al caballo y en la medida correcta. ¿Entiendes?

Hernando asintió cuando el jinete ya pasaba su pierna derecha por encima de la grupa. ¿Cómo sabría cuándo y en qué medida?

—Si el potro llegara a desmontarme —repuso Rodrigo, mientras se acomodaba en la montura—, cosa bastante usual en estas primeras salidas a la ciudad, tu objetivo es el caballo. Pase lo que pase, aunque yo me descuerne contra una pared, o el caballo patee a una anciana o destroce una tienda, debes hacerte con él e impedir que huya por la ciudad para que no sufra daño alguno. Y ten en cuenta una circunstancia: por privilegio real, nadie, repito, ¡nadie!, ni el corregidor, ni los alguaciles, ni los jurados o los veinticuatros de Córdoba tienen autoridad o jurisdicción sobre los caballos y el personal de las caballerizas reales. Tu misión es proteger a este animal y si a mí me sucede algo, traerlo de vuelta a las cuadras sano y salvo, pase lo que pase o te digan lo que te digan.

Hernando siguió al jinete fuera de las cuadras planteándose todavía qué era lo que Rodrigo esperaba de él pero, al igual que el potro, no tuvo tiempo de más: en cuanto el animal adelantó una mano fuera del recinto e irguió las orejas, extrañado de la gente que deambulaba por el Campo Real y de los edificios que le eran desconocidos, Rodrigo lo espoleó con fuerza para impedirle pensar; el potro brincó hacia el exterior, como tuvo que hacer Hernando para no perderles. A partir de ahí se sucedió una mañana frenética. El jinete obligó al pío a galopar por estrechos callejones; pasó entre la gente y buscó aquellos lugares y situaciones que más podían sorprender al animal, con Hernando siempre a la zaga. Buscaron la calle de los Caldereros en el barrio de la Catedral, en la que sometieron al potro a los golpes del martillo sobre el cobre. Luego se plantaron en la curtiduría con su constante trasiego; se detuvieron en los talleres de perailes y tintoreros, en los de los plateros y fabricantes de agujas; recorrieron varias veces la Corredera y los mercados hasta llegar al matadero y a la zona de las ollerías. La experiencia y el arrojo de Rodrigo hicieron casi innecesario el concurso de su ayudante.

Sólo en una ocasión se vio obligado a ello. Rodrigo acercó el potro a uno de los muchos cerdos que corrían sueltos por las calles. El gorrino, grande, se revolvió contra el caballo, chillando y mostrando sus colmillos. En ese momento el pío giró sobre sí, aterrado, y se fue a la empinada, lo que descolocó al jinete. Pero antes de que pudiese escapar del cerdo, Hernando le cerró el paso y le fustigó con la vara en las ancas, obligándole a enfrentarse al animal hasta que Rodrigo se recompuso y volvió a asumir el mando. Por lo demás, se limitó a mostrar la vara tras el caballo, chasqueando la lengua en aquellas ocasiones en que, pese a las espuelas o caricias del jinete según los casos, el potro se espantaba de ruidos o movimientos y se mostraba reticente a acercarse.

Con todo, al igual que el potro, Hernando retornó a las caballerizas sudoroso y sin resuello.

—Bien, muchacho —le felicitó Rodrigo. El jinete echó pie a tierra y le entregó el caballo—. Mañana continuaremos.

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