Authors: Ildefonso Falcones
Hernando rememoró las graves dificultades padecidas por la comunidad morisca para hacer frente a los impuestos especiales a los que los sometían los reyes cristianos, los mismos que después pretendían exterminarlos. Tras la derrota de la Gran Armada se les obligó a pagar, «graciosamente», rezaban los documentos, doscientos mil ducados; otro tanto les fue requerido tras el saqueo de Cádiz por parte de los ingleses, además de las múltiples contribuciones especiales con que los cristianos cargaban a los moriscos. ¿Cómo podían hacer frente ahora a tan importante desembolso?
—Pagan ellos —rió el alfaquí imaginando las dudas de su compañero.
—¿Ellos? —preguntó Hernando, extrañado—. ¿A quién te refieres?
—A los cristianos. Lo hace el propio rey Felipe. —Hernando le hizo un imperioso gesto para que se explicase—. Pese a todas las riquezas que llegan de las Indias y los impuestos que cobra a los pecheros, la hacienda del reino está en bancarrota. Felipe II suspendió sus pagos en varias ocasiones y su hijo, el tercero, no tardará en hacerlo.
—¿Qué tiene eso que ver? Si resulta que el rey no tiene dinero, ¿cómo va a pagar esos ciento veinte mil ducados? Eso suponiendo que… ¡Es absurdo!
—Ten paciencia —le rogó el alfaquí—. Esa situación financiera llevó al rey Felipe II a rebajar la ley de la moneda de vellón. —Hernando asintió. Como todas las gentes de España, también él había sufrido la decisión del monarca—. De un vellón rico, con cuatro o seis granos de plata por moneda, pasó a labrarse otro de un solo grano.
—La gente se quejaba —rememoró Hernando—, porque obligaron a cambiar monedas con mucha plata por otras que carecían de ella, ¡a la par! Por cada vellón perdieron tres granos o más de plata.
—Exacto. La hacienda real recogió las monedas antiguas y obtuvo unos importantes beneficios con esa artimaña, pero los consejeros no previeron el efecto que eso supondría en la confianza del pueblo en su moneda, sobre todo en la menuda, la que más se utiliza. Luego, hace dos años, su hijo, Felipe III, decidió que el vellón no debía labrarse ni con ese grano de plata y ordenó que fuera exclusivamente de cobre. Como las monedas carecen de ley, ni siquiera llevan la marca del ensayador de la ceca que las ha labrado. ¡Y nosotros nos estamos hartando de labrar monedas! —sonrió Munir—. Binilit ya falleció, pero en su taller, el que fuera su aprendiz ya no fabrica joyas moriscas; se limita a falsificar moneda constantemente, y como él, muchos otros. Hoy en día ya no es necesario que las monedas sean de cobre, se admiten las de plomo y hasta las simples cabezas de clavo toscamente repujadas con algo similar a lo que pueda ser un castillo y un león en cada una de sus caras. ¡Por cada cuarenta monedas falsas, los cristianos nos están pagando hasta diez reales de plata! Se calcula que hay centenares de miles de ducados en moneda falsa corriendo por el reino de Valencia.
—¿Por qué no las falsifican los mismos cristianos? —inquirió Hernando a pesar de que intuía la respuesta.
—Por miedo a las penas a los falsificadores y porque no poseen nuestros talleres secretos. —Munir sonrió—. Pero principalmente por simple pereza: hay que trabajar, y eso, ya sabes, no le atrae ni al más humilde de los artesanos cristianos.
—Pero la gente, los comerciantes, ¿por qué admiten esos dineros que les consta son falsos? —siguió interesándose Hernando, recordando de nuevo cómo controlaba Rafaela que las monedas menudas con las que compraba fueran auténticas, aunque en Córdoba esas falsificaciones no se daban en tanta abundancia como la que acababa de señalar el valenciano.
—Les da lo mismo —explicó el alfaquí—. Eso es lo que te he comentado antes. Desde que Felipe II les robó tres granos de plata por cada pieza, desconfían de la moneda. Con la aparición de la falsa todos creen ganar y para que lo haga el rey, ya lo hacen ellos. Simplemente, se acepta. Es un nuevo sistema de cambio. El único problema es que los precios suben, pero a nosotros eso no nos afecta tanto como a los cristianos; no compramos como ellos, nuestras necesidades son mucho menores.
—¿Y así habéis conseguido los ciento veinte mil ducados? —Hernando no podía evitar un enorme asombro ante ese hecho.
—Gran parte de ellos —dijo el alfaquí con una sonrisa de satisfacción—. Otra parte nos ha llegado en ayuda desde Berbería, de todos nuestros hermanos que han ido estableciéndose allí y que comparten nuestras esperanzas de recuperar las tierras que nos pertenecen.
Habían dado ya cuenta de la frugal cena servida por la esposa de Munir. El alfaquí se levantó y le invitó a salir al huerto posterior de la casa, donde la luna y un límpido cielo estrellado sobre la Muela de Cortes les ofrecía un panorama espectacular.
—Pero —dijo Munir mientras le guiaba—, háblame de ti. Ahora ya sabes cuáles son mis intenciones: luchar y vencer… o morir por nuestro Dios. Soy consciente de que no son de tu agrado. —El alfaquí se apoyó sobre la baranda que cerraba el huerto, en lo alto del cerro en el que se enclavaba Jarafuel, el valle a sus pies y la Muela de Cortes más allá—. ¿Qué ha sido de tu vida desde la última vez que nos vimos? —inquirió al notar que Hernando se situaba a su lado.
El morisco dirigió la vista al cielo y sintió el frío del invierno en su rostro; luego empezó a contarle los sucesos acaecidos desde que volviera a Córdoba tras entregar los primeros plomos en Granada.
—¿Te has casado con una cristiana? —le interrumpió Munir al saber de Rafaela.
No hubo reproche en su pregunta. Ambos permanecían con la vista al frente; dos figuras recortadas en la noche, erguidas sobre la baranda, solas.
—Soy feliz, Munir. Vuelvo a tener una familia, dos hijos hermosos —contestó Hernando—. Tengo mis necesidades holgadamente cubiertas. Monto a caballo, domo los potros. Son muy apreciados en el mercado —hablaba con sosiego—. El resto del día lo dedico a la caligrafía o a estudiar mis libros. Creo que la serenidad que me ha proporcionado esta nueva situación me permite unirme a Dios en el momento en que mojo el cálamo en la tinta y lo deslizo sobre el papel. Las letras surgen de mí con una fluidez y una perfección que pocas veces antes había conseguido. Estoy escribiendo lo que pretendo sea un bello ejemplar del Corán. Los caracteres brotan proporcionados entre ellos y disfruto coloreando los puntos diacríticos. También rezo en la mezquita, delante del
mihrab
de los califas. ¿Sabes?, cuando me coloco frente a él y susurro las oraciones, me sucede algo parecido al espectáculo que se nos ofrece esta noche: igual que todas estas estrellas, veo refulgir los destellos del oro y de los mármoles con los que se construyó ese lugar sagrado. Y sí, me he casado con una cristiana. Mi esposa… Rafaela es dulce, buena, discreta y una gran madre.
En ese momento, la mirada de Hernando se perdió en el cielo estrellado. La imagen de Rafaela acudió a su mente. Aquella joven delgada y temerosa había florecido y se había convertido en toda una mujer: tras el nacimiento de sus hijos, sus pechos se habían vuelto más generosos, sus caderas más anchas. Munir no quiso interrumpir unos pensamientos que presentía se dirigían hacia aquella muchacha que parecía haberse ganado el corazón de su compañero.
—Y además están los niños —añadió Hernando, con una sonrisa—. Ellos son mi vida, Munir. Pasé muchos años, más de catorce, sin oír la risa de un niño; sin notar el contacto de esa mano frágil que busca protección entre la tuya y sin observar en sus ojos, inocentes y sinceros, todo aquello que no se atreven o no saben cómo decir. Su solo rostro es la más bella de las poesías.
» Sufrimos mucho cuando se nos murió el tercer hijo, que ni siquiera había empezado a andar. Ya perdí dos, pero éste fue el primero cuya vida vi apagarse entre mis manos sin poder hacer nada por evitarlo. Sentí un inmenso vacío: ¿por qué Dios se llevaba a ese ser inocente? ¿Por qué me castigaba con dureza una vez más? No era el primer hijo que me arrebataba cruelmente, pero Rafaela… Se quedó destrozada; tuve que ser fuerte por ella, Munir. Aunque parte de mí también murió con ese pequeño, me vi obligado a demostrar entereza para ayudar a mi esposa a superar ese trance. Desde entonces Rafaela no había vuelto a quedarse embarazada. Pero ahora Alá nos ha bendecido: ¡esperamos un nuevo hijo!
La mirada de Hernando volvió a perderse en el cielo estrellado. Rafaela y él habían sufrido la agonía del pequeño, cada uno rezando a su Dios en silencio. Estuvieron al lado del tercero de sus hijos hasta que éste exhaló su último aliento. Juntos lo lloraron; juntos lo enterraron según los ritos cristianos, sumidos en la desesperación; juntos regresaron a casa, apoyados el uno en el otro. Rafaela, deshecha en llanto, se vino abajo cuando por fin se encontraron a solas. Había tardado mucho en volver a ver su sonrisa, en volver a oír sus cantos por la casa. Pero poco a poco, los otros dos niños y el apoyo de Hernando habían logrado que su rostro recobrara la alegría. Hernando recordó esos tristes meses con dolor, pero a la vez con un íntimo orgullo: ambos habían superado aquella desdicha, y su unión, que había empezado con una base débil, se había visto reforzada después de ellos. Sólo dos cosas no habían cambiado desde aquel frío y lejano inicio: Rafaela continuó respetando la biblioteca, donde sabía que él escribía en árabe; Hernando, pese a la decisión de dormir juntos, respetó las convicciones de su esposa y no intentó que olvidara el pecado cuando mantenían relaciones sexuales. Sin embargo, se extrañó al descubrir otra forma de placer: el derivado del amor con que ella lo recibía por las noches, silencioso, tranquilo, desapasionado y ajeno al disfrute de la carne, como si ambos pretendieran que nada ni nadie pudiera enturbiar la belleza de su unión.
—Y, dime, a los niños, ¿los educas en la verdadera fe? ¿Sabe tu esposa de tus creencias? —se interesó Munir.
—Sí, lo sabe —contestó—. Es una larga historia… Miguel, el tullido que urdió el matrimonio, se lo confesó con anterioridad. Ella…, ella es de pocas palabras, pero nos entendemos con la mirada, y cuando rezo ante el
mihrab
en la mezquita, permanece a mi lado como si supiera perfectamente lo que estoy haciendo. Sabe que estoy rezando al único Dios. Respecto a los niños, el mayor sólo tiene siete años. Todavía no son capaces de fingir. Sería peligroso si se delatasen en público. Un preceptor viene a casa a educarlos. Yo me conformo, por ahora, con contarles cuentos y leyendas de nuestro pueblo.
—¿Lo consentirá Rafaela cuando llegue el momento? —preguntó el alfaquí.
Hernando suspiró.
—Creo… estoy seguro de que hemos llegado a un acuerdo tácito. Ella reza sus oraciones con ellos, yo les narro historias del Profeta. Me gustaría… —se interrumpió. No sabía si el alfaquí podría entender cuál era su sueño: educar a sus hijos en las dos culturas, en el respeto y la tolerancia. Optó por no seguir—. Estoy convencido de que lo hará.
—Buena mujer, entonces.
Continuaron charlando largo rato bajo las estrellas, aprovechando los breves instantes de silencio en su conversación para respirar la espléndida noche que les rodeaba.
Tres días antes de la Navidad de 1604, sesenta y ocho representantes de las comunidades moriscas de los reinos de Valencia y Aragón se dieron cita en el claro de un bosque por encima del río Mijares, cerca de la pequeña y apartada población de Toga. Con ellos, una decena de berberiscos y un noble francés llamado Panissault, enviado por el duque de La Force, mariscal del rey Enrique IV de Francia. Anochecía cuando, tras superar la vigilancia de algunos hombres que controlaban los alrededores del lugar, Hernando llegó a Toga de mano de Munir, que iba en representación de los moriscos del valle de Cofrentes. Hernando dejó su caballo en Jarafuel para no levantar sospechas y recorrió el trayecto montado en una mula, como el alfaquí. Tardaron siete días en llegar, tiempo durante el que Hernando y Munir mantuvieron intensas conversaciones que les sirvieron para profundizar en su amistad.
El resplandor de varias hogueras alumbraba tenuemente el claro en el bosque. El nerviosismo se podía palpar en los hombres que se movían entre los fuegos. Sin embargo, la decisión flotaba en el aire: en cuanto saludó a algunos de los otros jeques moriscos, Hernando percibió en todos ellos la firme determinación de llevar adelante su proyecto de rebelión.
¿Qué sería de sus esfuerzos con los plomos?, se preguntaba ante los enardecidos juramentos de guerra a muerte que oía una y otra vez de boca de los delegados moriscos. Ya no se contaba con los turcos, como le explicó Munir durante el camino; a lo más a que aspiraban era a conseguir alguna ayuda berberisca de más allá del estrecho. ¡Los plomos terminarían por dar resultados!, se decía Hernando para sus adentros. Pronto llegaría el momento de hacer llegar la copia del evangelio de Bernabé a aquel rey árabe destinado a darlo a conocer. Así lo sostenían don Pedro, Luna y Castillo, pero aquellas gentes no estaban dispuestas a esperar más tiempo. Hernando se sentó en el suelo, junto a Munir, entre los delegados moriscos. Frente a ellos, en pie, se hallaban el noble francés Panissault disfrazado de comerciante y Miguel Alamín, el morisco que durante dos años había llevado a cabo la negociación con los franceses que culminaba con aquella reunión. ¿Cuál era el verdadero camino? ¿Quién tendría razón? Hernando no dejó de darle vueltas mientras Alamín presentaba al francés. Por un lado había un noble granadino estrechamente relacionado con los cristianos, dos médicos traductores del árabe y él, un simple morisco cordobés; por otro, los representantes de la mayoría de las aljamas de los reinos de Valencia y Aragón, que promovían la guerra. ¡La guerra! Recordó su infancia y el levantamiento de las Alpujarras, la ayuda exterior que nunca llegó y la humillante y dolorosa derrota. ¿Qué diría Hamid de aquel nuevo proyecto violento? Y Fátima, ¿cuál hubiera sido la posición de Fátima? Con los gritos de los jeques moriscos en sus oídos, en una discusión ya iniciada, se sumió en la melancolía. ¡Tanto esfuerzo y tantas penurias para otra guerra! No podía quitarles la razón a quienes defendían con pasión la necesidad de tomar las armas. Pero algo le decía que, una vez más, ésa no sería la solución. «Quizá me he hecho viejo —pensó Hernando—. Quizá la vida apacible que llevo ahora me ha debilitado…» Sin embargo, en su fuero interno algo seguía diciéndole que la violencia resultaría inútil.
—¡La Inquisición nos esquilma! —oyó que gritaba un morisco a sus espaldas.
Era cierto. Munir también se lo había explicado durante el largo camino hasta Toga. En Córdoba no sucedía así, pero en aquellas tierras de moriscos eran tantos los pecados que teóricamente cometían los cristianos nuevos que la Inquisición cobraba por adelantado y cada comunidad estaba obligada a pagar una cantidad anual a la Suprema.