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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (110 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Su madre no sabía nada acerca de sus trabajos —replicó a Abdul cuando éste le habló de la contestación de Aisha a la carta que Fátima había enviado a Córdoba con el judío—. Hernando tuvo que mantenerlo en secreto… incluso ante su madre. Para ella, como para todos los demás, su hijo era un renegado, un cristiano. Hernando os creía muertos. Creedme. Jamás tuvo noticia de dicha carta.

Les contó también que pese a estar casado con una cristiana debía de ser el único morisco que rezaba en la mezquita de Córdoba.

—Dice que le juró a tu madre que rezaría frente al
mihrab
—añadió, dirigiéndose a Abdul, cayendo en la cuenta de que citar a la esposa cristiana de Hernando podía dar nuevos bríos a las ansias de venganza de aquellos corsarios.

El ajetreo, las charlas y despedidas de los moriscos en el claro pudieron oírse con nitidez durante unos instantes. Munir observó cómo Abdul y Shamir dirigían sus miradas hacia Hernando. ¿Habría convencido a aquellos corsarios?

—Ayudó a los cristianos en la guerra de las Alpujarras —masculló Abdul de repente. Su expresión era dura; el azul de sus ojos glacial.

—Sólo trató de librarse de la esclavitud y lo hizo con un cristiano, sí, pero… —trató de excusarlo el alfaquí.

—Luego ha colaborado con los cristianos de Granada —le interrumpió Abdul—, acusando a los moriscos que se rebelaron.

—¿Y los demás cristianos a los que salvó la vida? —terció Shamir. Munir se sobresaltó; no sabía nada de otros cristianos. El corsario vio en aquella duda la oportunidad de liberarse del respeto con que había acogido las explicaciones de un reconocido alfaquí—. Salvó a muchos más. ¿No lo sabías? ¿No te lo había contado? No es más que un cobarde. ¡Cobarde! —gritó hacia Hernando.

—¡Traidor! —añadió Abdul.

—Si creía que había sido Ubaid el que nos asesinó, ¿por qué no lo persiguió hasta el infierno? —continuó Shamir, gesticulando violentamente ante el alfaquí—. ¿Qué hizo por vengar lo que él creía que era la muerte de su familia? Yo te diré lo que hizo: refugiarse cómodamente en el lujoso palacio de un duque cristiano.

—Si hubiera insistido, si hubiera buscado venganza como todo musulmán que se precie debe hacer —añadió Abdul a gritos—, quizá habría llegado a descubrir que no había sido Ubaid, sino Brahim, el causante de sus desdichas.

A pocos pasos de distancia, Hernando sintió cómo le abofeteaban aquellas palabras. Ni siquiera tenía fuerzas para defenderse, para decir en voz alta que había visto el cadáver de Ubaid, que la venganza que anhelaba se había acabado al verlo muerto. Que había recorrido la sierra en busca de los cuerpos de su familia para darles sepultura… ¿Qué sentido tenía todo eso ahora? Mientras oía las acusaciones vertidas por su hijo, sus palabras que rezumaban rencor, su mente tenía sólo una pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué le había mentido Aisha? ¿Por qué le había dejado sufrir sabiendo la verdad? Recordó sus lágrimas, su rostro contraído por el dolor cuando clamaba haber visto cómo Ubaid los mataba a todos. «¿Por qué, madre?»

Las palabras de su hijo interrumpieron sus pensamientos.

—¡Y además casado con una cristiana! ¡Reniego de ti, perro sarnoso! —añadió Abdul, escupiendo a los pies de su padre.

Munir, inconscientemente, siguió la dirección del escupitajo. Luego observó a Hernando. Ni siquiera se había movido ante la injuria de su propio hijo. Aun en la oscuridad, su cuerpo aparecía hundido, destrozado por la culpa, superado por cuanto se desarrollaba a su alrededor.

—Pero los plomos… —insistió el alfaquí, compadeciendo a quien consideraba su amigo.

—Los plomos —le interrumpió Shamir—, ¿qué valen cuatro letras? ¿Acaso han servido para algo? ¿Se ha beneficiado alguno de los nuestros? —Munir no quiso darle la razón y apretó los labios con firmeza—. Esos manejos sólo sirven para los ricos, para todos aquellos nobles que nos traicionaron y que ahora pretenden salvar sus pellejos. ¡Ninguno de nuestros hermanos, de los humildes, de los que continúan creyendo en el único Dios, de los que se esconden para rezar en sus casas o en los campos, logrará algo positivo de todo ello! Debe morir.

—Sí —se sumó Abdul—, debe morir.

La sentencia resonó en el bosque por encima de los ya escasos ruidos del claro. Munir sintió un escalofrío al tiempo que advertía en aquellos dos hombres la crueldad de los corsarios. Los supo acostumbrados a juguetear con la vida y con la muerte de las personas como si se tratase de animales.

—¡Quietos! —gritó el alfaquí, en un intento desesperado por salvar la vida de su amigo—. Este hombre ha venido a Toga bajo mi responsabilidad, bajo mi salvaguarda.

—Morirá —exclamó Abdul.

—¿Acaso no comprendéis que ya está muerto? —replicó Munir, al tiempo que lo señalaba con tristeza.

—Hay miles de cristianos como él apiñados en las mazmorras de Tetuán. No nos conmueve tu piedad. Nos lo llevamos —afirmó Shamir—. En marcha —ordenó después a los berberiscos.

Munir sacó fuerzas de flaqueza. Respiró hondo antes de hablar, y cuando lo hizo su voz sonó firme y decidida, sin revelar el temor que le atenazaba por dentro.

—Os lo prohíbo.

El alfaquí se mantuvo impasible ante las miradas de ambos corsarios. Abdul llevó su mano hacia el alfanje, como si le hubieran insultado, como si jamás hubiera recibido una orden como aquélla. Munir continuó hablando, tratando de que no le temblara la voz:

—Me llamo Munir y soy el alfaquí de Jarafuel y de todo el valle de Cofrentes. Miles de musulmanes acatan mis decisiones. Según nuestras leyes, ocupo el segundo lugar de los grados por los que se rige y gobierna el mundo y ordeno en las cosas de la justicia. Este hombre se quedará aquí.

—¿Y si no obedeciéramos? —inquirió Shamir.

—Salvo que me matéis a mí también, nunca llegaréis a embarcar en vuestras fustas. Os lo aseguro.

Todos, corsarios y berberiscos, mantenían la mirada en el alfaquí. Sólo Hernando seguía de rodillas en el suelo, cabizbajo, absorto en sus pensamientos.

—Brahim pagó sus fechorías —afirmó entonces Shamir—; y este perro traidor no se librará del castigo.

—Debéis respetar a los sabios y ancianos —insistió Munir.

Uno de los berberiscos bajó la cabeza ante aquella afirmación, justo cuando Hernando pareció despertar; ¿qué había dicho Shamir? Abdul se percató de ambas situaciones: sus hombres respetarían las leyes, y él tampoco iba a matar a un alfaquí. Enfrentó sus ojos azules a un Hernando que ahora le interrogaba con su expresión. Brahim había muerto… El corsario se adelantó hacia su padre.

—Sí —le espetó—, lo mató mi madre: ella tiene más hombría y valor en una de sus manos que tú en todo tu ser. ¡Cobarde!

En ese momento, uno de los berberiscos que custodiaban a Hernando le zarandeó con fuerza y otro le propinó un tremendo golpe en los riñones con la culata de su arcabuz. Hernando cayó al suelo, donde lo patearon sin que él hiciera el menor ademán por defenderse.

—¡Basta, por Dios! —imploró Munir.

—Por ese mismo Dios que invoca tu alfaquí, por Alá —masculló Abdul ordenando a los hombres que cesaran en el maltrato con un gesto de la mano—, juro que te mataré como te vuelvas a cruzar en mi camino. Recuerda siempre este juramento, perro.

¡Brahim! Fátima reconoció a Brahim en los gritos y amenazas de Shamir. Mucho más poderoso que el vulgar arriero de las Alpujarras, más listo… Fátima se estremeció al descubrir la misma voz airada, los mismos gestos, la misma expresión de ira.

Nada más volver de Toga, Abdul y Shamir acudieron a palacio y se presentaron ante ella; ambos aparecían hoscos y serios, y se negaron a contarle qué era lo que les había ido mal. Fátima conocía su misión en Toga, ella misma se había ocupado de reunir una gran cantidad de dinero berberisco para aquel nuevo levantamiento. Escuchó sus noticias con interés, pero algo en el semblante de su hijo la turbaba.

—Abdul —dijo ella por fin, apoyando la mano en el fuerte brazo de su hijo—. ¿Qué te sucede?

Él negó con la cabeza y murmuró algo incoherente.

—A mí no puedes engañarme. Soy tu madre y te conozco bien.

Abdul y Shamir cruzaron sus miradas. Fátima aguardaba, expectante.

—Hemos visto al nazareno —le espetó Shamir por fin—. Ese perro traidor estaba en Toga.

Fátima se quedó boquiabierta; por un instante le faltó el aire.

—¿Ibn Hamid? —Al pronunciar su nombre, sintió una opresión en el pecho y se llevó una mano enjoyada hasta él.

—¡No le llames así! —replicó Abdul—. No lo merece. ¡Es un cristiano y un traidor! Pero se arrastró como el perro que es…

Ella levantó la vista, consternada.

—¿Qué…? ¿Qué le habéis hecho? —Intentó incorporarse del diván pero le flaquearon las rodillas.

—¡Deberíamos haberlo matado! —gritó Shamir—. ¡Y juro que lo haremos si volvemos a verlo!

—¡No! —La voz de Fátima surgió en forma de un aullido ronco—. ¡Os lo prohíbo!

Abdul miró a su madre, sorprendido. Shamir dio un paso hacia ella.

—Esperad… ¿Qué, qué hacía en Toga? Contádmelo todo —exigió Fátima.

Lo hicieron; le hablaron del nazareno con odio, le narraron con detalle la escena vivida en Toga, le relataron las palabras del alfaquí que habían logrado salvar la vida del perro traidor. Mientras los escuchaba, atenta a cada una de sus palabras, Fátima no dejaba de pensar. Ibn Hamid estaba en Toga, con los que planeaban la revuelta; había dedicado años de su vida a esos textos. Eso significaba que no había renunciado a su fe. Su rostro se fue animando a medida que los oía. ¡Si fuera cierto…! ¡Si fuera verdad que Ibn Hamid seguía siendo un creyente! Fue entonces cuando las palabras de Shamir resonaron en la estancia como una bofetada.

—Y debes saber que se ha casado… con una cristiana. Así que eres libre, Fátima. Puedes volver a casarte… Aún eres bella.

—¿Quién te crees que eres para decirme qué puedo o no hacer? ¡Nunca volveré a casarme! —le espetó ella entonces.

Y ahí, al percibir las emociones que se escondían ante esa negativa, aparecieron los demonios de Brahim renacidos en Shamir, que se adelantó amenazadoramente hacia ella.

—Jamás volverás a verlo, Fátima. Lo mataré si me entero de que existe la menor comunicación entre vosotros. ¿Lo oyes? Le arrancaré el corazón con mis propias manos.

Sus gritos prosiguieron durante un buen rato ¡Ella sólo era una mujer! Una mujer que debía obedecer. Aquel palacio era suyo, y los esclavos, y los muebles, y la comida, hasta el aire que respiraba le pertenecía a él, a Shamir. ¿Cómo iban a permitir que se relacionase con aquel perro cobarde que no les había defendido en su infancia? Perderían el respeto de sus hombres y de toda la comunidad. Todos conocían el juramento que habían hecho en Toga con respecto a Hernando: los berberiscos lo habían explicado a quien quisiera escucharles. ¿Qué autoridad tendrían para impartir justicia entre sus hombres si consentían la más mínima relación con el nazareno? ¿Con qué potestad arriesgarían la vida de sus hombres, a menudo en incursiones peligrosas, cuando a sus espaldas, en su casa, una simple mujer se permitía desobedecerles? Cumplirían su juramento si volvían a verlo. Lo matarían como a un perro.

Fátima aguantó en pie, erguida, como la noche en que había anunciado a Brahim que jamás volvería a poseerla. Lo hizo sin buscar la ayuda de Abdul, sin mirarlo siquiera, tratando de no poner en un compromiso a su hijo, de no enfrentarlo con su compañero y con quien a la postre, efectivamente, era el dueño de todo.

—Recuerda lo que te he dicho… No cometas ninguna estupidez —masculló Shamir antes de dar media vuelta y salir de la estancia.

Fue entonces cuando Fátima, a espaldas de su hijastro, intentó encontrar en su hijo un atisbo de comprensión y apoyo, pero sus ojos se le mostraron fríos y sus rasgos, curtidos por el sol, tan tensos como los del otro corsario. Lo vio abandonar la estancia con un caminar igual de decidido. Sólo cuando se quedó sola permitió que sus ojos se llenaran de lágrimas.

64

En Valencia se ha hecho prisión de muchos moriscos, por ciertas cartas que el rey de Inglaterra ha enviado, las cuales se habían hallado entre los papeles de la reina pasada, que le habían escrito los moriscos pidiéndole favor para levantarse, y que ellos darían orden que pudiese saquear aquella ciudad, viniendo con su armada. Hase dado tormento a muchos de ellos para averiguarse lo que pasaba en este negocio, y no dejarán de castigarse algunos para ejemplo de los demás.

Luis Cabrera de Córdoba,
Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España

Tras la muerte de Isabel de Inglaterra, a finales de agosto de 1604, España e Inglaterra suscribieron un tratado de paz. Entre otros compromisos, el rey español se comprometía a cejar en su empeño por elevar al trono de la isla a un rey católico. Quizá por ello, meses más tarde, una vez firmado el acuerdo y en muestra de gratitud, Jacobo I hizo llegar a Felipe III una serie de documentos hallados en los archivos de su antecesora. En ellos constaban las propuestas de los moriscos españoles para, con la ayuda de ingleses y franceses, alzarse contra el rey católico y reconquistar los reinos de España para el islam.

El virrey de Valencia y la Inquisición pusieron manos a la obra tan pronto como el Consejo de Estado hizo pública la conjura. Multitud de moriscos fueron detenidos y sometidos a tormento hasta que confesaron el plan. Varios de ellos fueron ejecutados conforme a las costumbres valencianas. Al reo se le preguntaba si quería morir en la fe cristiana o en la musulmana. Si contestaba que en la primera, era ahorcado en la plaza del mercado; si se empeñaba en conservar su fe, se le llevaba extramuros de la ciudad, a la Rambla, y conforme al castigo divino previsto en el Deuteronomio para los idólatras, el pueblo lo lapidaba y después quemaba su cadáver.

Salvo excepciones, los moriscos optaban por una muerte rápida y elegían hacerlo en la fe cristiana, pero justo en el momento en que la soga se tensaba, estallaban en gritos invocando a Alá. Tan conocida era esa estratagema que la gente acudía a las ejecuciones provista de piedras para lapidar al ahorcado en el momento en que clamaba el nombre de Alá. Luego, las familias moriscas recogían las piedras y las guardaban en recuerdo de la ejecución de sus muertos.

A los tres meses de su vuelta a Córdoba, Hernando tuvo conocimiento de que la tentativa de revuelta urdida en Toga había sido desbaratada. Lo cierto era que durante esos tres meses, sólo una cosa le había aportado algo de bienestar en su permanente desesperanza: la carta que logró escribir para Fátima.

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