Authors: Ildefonso Falcones
Miguel ya pasaba de los treinta años, pero su aspecto y su condición de tullido parecían cargarle con más edad. Le faltaban los dientes y las piernas parecían haberse negado a seguir el crecimiento de su cuerpo cintura arriba. A lo largo de su vida, los huesos que le habían machacado de recién nacido fueron articulándose por el lugar en el que se los quebraron, pero carecía de musculatura capaz de moverlos, lo que le presentaba como un grotesco títere, más y más a medida que pasaba el tiempo. Sin embargo, continuaba con sus cuentos e historias, haciendo reír a los niños o encandilando a Rafaela en los únicos momentos de asueto que la mujer se permitía, como si Dios, el que fuere, hubiera trocado su capacidad de andar o correr por una fuente inagotable de imaginación y fantasía.
Fue Miguel quien, siempre al tanto de lo que sucedía entre las gentes adineradas, aquellas que podían comprar los magníficos caballos que criaban en el cortijillo, comentó a Hernando el éxodo de moriscos ricos hacia Francia; lo hizo como si le advirtiera de las decisiones que tomaban sus iguales.
En enero de ese año, el Consejo de Estado, encabezado por el duque de Lerma, acordó por unanimidad proponer al rey la expulsión de España de todos los cristianos nuevos. La noticia corrió de boca en boca, y los moriscos acaudalados empezaron a vender sus propiedades e intentar adelantarse a la drástica medida. El embarque a Berbería estaba prohibido, por lo que todos ellos fijaron sus miras en el reino vecino. Francia era cristiana y estaba permitido cruzar esa frontera.
Aquella mañana, Hernando lo observó antes de desechar tal posibilidad.
—Mi sitio está aquí, Miguel —le contestó Hernando, percibiendo en el tullido un suspiro de tranquilidad—. No es la primera vez que se habla de expulsión —añadió—. Ya veremos si se ejecuta la orden. Por lo menos no proponen castrarnos, degollarnos, esclavizarnos o lanzarnos al mar. Los nobles perderían mucho dinero si nos expulsaran. ¿Quiénes cultivarían sus tierras? Los cristianos no saben hacerlo, ni están dispuestos a ello.
Durante el año de 1608, el rey Felipe no adoptó la propuesta que le recomendaba su Consejo. Salvo el patriarca Ribera y algunos otros exaltados que continuaban abogando por la muerte o la esclavitud de los moriscos, la mayor parte del clero se rasgaba las vestiduras al imaginar a miles de almas cristianas acudiendo a tierras de moros donde debían renegar de la verdadera religión. Ciertamente, los intentos de evangelización fracasaban una y otra vez. Sin embargo, ¿acaso no era cierto —como defendió el comendador de León— que se mandaban religiosos y santos a la China para llevar el mensaje de Cristo a aquellos lejanos e ignotos pueblos? Y si así se hacía, ¿por qué cejar en el empeño de convertir a los de los propios reinos?
Pero si estaba prohibido huir a tierras musulmanas, también lo estaba el extraer oro o plata de España, aunque fuera a otro reino cristiano, y el mismo Consejo de Estado acordó detener a los moriscos ricos en la frontera. El flujo de adinerados hacia Francia cesó. Las aljamas de todos los reinos vivían a la expectativa, con gran inquietud: los humildes, la gran mayoría, apegados a sus tierras; aquellos con más posibles, estudiando cómo burlar la orden real en el caso de que se produjera.
Hernando no era ajeno a la inquietud de sus hermanos en la fe. Tras el nacimiento de Muqla, Rafaela dio a luz a otro precioso varón, Musa, y luego a una niña, Salma, cuyos nombres cristianos serían Luis y Ana, ninguno de ellos de ojos azules. Tenía una gran familia y el hecho de que los moriscos ricos, aquellos que podían tener acceso a los entresijos de la corte, huyesen de España, le hacía pensar que había motivos para preocuparse. Por todo ello se dispuso a viajar a Granada para averiguar qué sucedía con los plomos.
Recuperó la cédula que le había librado el arzobispado de Granada y que guardaba celosamente. Ya nadie se interesaba por los mártires de las Alpujarras: bastantes santos y mártires de la antigüedad, discípulos del apóstol Santiago, se habían hallado en el Sacromonte como para preocuparse por unos cuantos campesinos torturados por los moriscos tan sólo cuarenta años antes. Sin embargo, ningún alguacil, alcaide o cuadrillero de la Santa Hermandad habría osado poner en duda el documento que Hernando exhibía con decisión cuando alguien se lo pedía. Junto a la cédula, escondida en una pared falsa, se hallaba el ejemplar del Corán, ya finalizado; la copia del evangelio de Bernabé de la época del caudillo Almanzor y la mano de Fátima. Como en todas las ocasiones en que abría aquel escondrijo, cogió la joya y la besó pensando en Fátima. El oro se veía ennegrecido.
En Granada no le esperaban buenas noticias. Si los cristianos cordobeses se habían apropiado definitivamente de su mezquita, los granadinos habían hecho otro tanto con el Sacromonte. Como era usual, Hernando se reunió con don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo en la Cuadra Dorada de la casa de los Tiros.
—No tiene ningún sentido que hagamos llegar el evangelio de Bernabé al sultán… —afirmó don Pedro—. Necesitamos que la Iglesia reconozca la autenticidad de los libros; sobre todo del plomo que se refiere al Libro Mudo, el que anuncia que algún día llegará un gran rey con otro texto, éste legible, que dará a conocer la revelación de la Virgen María que se recogía en aquel libro indescifrable.
—Pero las reliquias… —le interrumpió Hernando.
—Eso hemos ganado —intervino un Alonso del Castillo envejecido—; las reliquias las han dado por auténticas y las veneran como tales. El arzobispo Castro ha decidido levantar una gran colegiata en el Sacromonte. Ya se lo ha encargado a Ambrosio de Vico.
—Una colegiata —se quejó Hernando en un susurro—. No debería haber sido así. ¡La doctrina de los libros es musulmana! —llegó casi a gritar—. ¿Cómo van a levantar los cristianos una colegiata allí donde se han encontrado unos plomos que ensalzan al único Dios?
—El arzobispo —intervino en esta ocasión Luna— no permite que nadie vea esos plomos. A pesar de no saber árabe, dirige personalmente su traducción y, si algo no le gusta, él mismo lo cambia o prescinde del traductor. Yo mismo lo he vivido. Tanto la Santa Sede como el rey le reclaman que envíe los libros, pero él se niega. Los conserva en su poder como si fueran suyos.
—En ese caso —alegó Hernando—, nunca se revelará la verdad.
Su voz era la de un derrotado. Los reflejos dorados de las pinturas del techo bailaron en el silencio que se hizo entre los cuatro hombres.
—No llegaremos a tiempo —insistió, apesadumbrado—. Nos expulsarán o nos aniquilarán antes.
Nadie respondió. Hernando percibió incomodidad en sus interlocutores, que se removieron en sus asientos y evitaron su mirada. Entonces lo entendió: habían fracasado, pero a ellos no iban a expulsarlos. Eran nobles o trabajaban para el rey.
Estaba solo en su lucha.
—Podemos conseguir que tú y tu familia os salvéis de la expulsión o de las medidas que se adopten contra los nuestros, si es que éstas llegan a tomarse algún día —le dijo don Pedro ante un Hernando que dio por terminada la conversación e hizo ademán de levantarse para abandonar la Cuadra Dorada.
Escrutó al noble. Se hallaba apoyado en los brazos de la silla, a medio incorporarse.
—¿Y nuestros hermanos? —inquirió sin evitar mostrar cierto resentimiento—. ¿Y los humildes? —añadió, recordando la predicción realizada por Shamir.
—Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano —terció Miguel de Luna con sosiego—. ¿O no lo consideras así? Hemos arriesgado nuestras vidas, tú el primero.
Hernando se dejó caer en la silla. Era cierto. Había arriesgado su vida en aquel proyecto.
—De momento —prosiguió el traductor—, Dios no nos ha premiado con el éxito. Él, en su infinita sabiduría, sabrá por qué. Quizá algún día…
—Si llega la expulsión —aprovechó entonces don Pedro—, o cualquier otra medida drástica, debemos vivir y permanecer en España. Nuestra semilla debe estar siempre aquí, en estas tierras que son nuestras. Una simiente siempre en disposición de crecer, multiplicarse y recuperar al-Andalus para el islam.
Lo pensó durante unos instantes. Toda una vida de entrega y sufrimiento pasó por delante de él. ¿A qué tantas desgracias? Tenía cincuenta y cuatro años y se sintió viejo, tremendamente viejo. Sin embargo, sus hijos…
—¿Cómo me libraríais de la expulsión? —preguntó débilmente.
—Un pleito de hidalguía —contestó don Pedro.
No pudo reprimir el replicarle con una cínica carcajada.
—¿Hidalgo yo? ¿Un morisco de Juviles? ¿El hijo de una condenada por la Inquisición?
—Tenemos muchos amigos, Hernando —insistió el noble—. Hoy en día se puede comprar todo, hasta la hidalguía. Se falsifican declaraciones de pueblos enteros. Tú tienes unos excelentes antecedentes en la Iglesia de Granada. Has colaborado con ella. ¡Salvaste a cristianos en la guerra de las Alpujarras! Eso es público y notorio.
—¿No eres hijo de un sacerdote? —intervino Castillo, a sabiendas de que era un tema delicado—. La hidalguía se transmite por línea paterna, nunca materna.
Hernando resopló y negó con la cabeza. ¡Sólo faltaba que aquel perro sacerdote que había violado a su madre, fuera ahora la causa de su salvación y la de su familia!
—Hay muchas limpiezas de sangre que son falsas —trató de convencerle Luna—. Todo el mundo sabe que el abuelo de Teresa de Jesús, la fundadora de las carmelitas descalzas, era judío. ¡Y pretenden beatificarla! Como ella los hay a cientos, a miles. Cristianos de toda condición pretenden que se les conceda la hidalguía para evitar el pago de impuestos y, ahora, muchos moriscos han acudido a esos pleitos para evitar la expulsión; mientras se tramitan los procedimientos, no les molestarán, y el proceso puede demorarse durante años.
—¿Y si al final los pierden? —inquirió Hernando.
—Los tiempos habrán cambiado —contestó Castillo.
—Confía en nosotros —insistió don Pedro—. Nos ocuparemos de todo.
Antes de partir de Granada, Hernando otorgó poderes a un procurador para litigar en la Sala de Hidalgos.
Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron. Los moriscos, desesperados ante los rumores de expulsión, acudieron en solicitud de ayuda al rey de Marruecos, Muley Zaidan. Una embajada de cincuenta hombres se desplazó hasta Berbería y le propuso invadir España con la ayuda de los holandeses, ya comprometidos a aportar los suficientes barcos como para tender un puente sobre el estrecho. La oferta era similar a todas las que proponían: Muley Zaidan sólo tenía que apoderarse de una ciudad costera con puerto, aportar veinte mil soldados y ellos levantarían a otros doscientos mil para hacerse con unos reinos debilitados.
El marroquí, pese a ser acérrimo enemigo de España, se rió de la propuesta morisca y despidió a la embajada. Quien no rió fue Felipe III, harto ya de conjuras y preocupado por el hecho de que alguna de ellas llegara a materializarse y sus dominios fueran efectivamente invadidos por una potencia extranjera con la ayuda de los moriscos. En abril de 1609, el propio rey remitió un memorial al Consejo en el que emplazaba a sus miembros a adoptar medidas definitivas contra esa comunidad, «sin reparar en el rigor de degollarlos», escribió el monarca.
Cinco meses después se publicaba en la ciudad de Valencia el bando de expulsión de los moriscos de aquel reino. Por fin se impusieron las tesis intransigentes del patriarca Ribera y otros exaltados; la única oposición a la expulsión que podía preverse, la de los nobles que temían el empobrecimiento de sus tierras a falta de mano de obra tan barata y cualificada como la de los moriscos, fue acallada bajo promesa de entrega de la propiedad de las tierras y de todos los bienes que los moriscos no pudieran llevar consigo. Lo único que se les autorizó a extraer de España eran los bienes que fueran capaces de transportar a sus espaldas hasta los puertos de embarque que se les señalaron, en los que deberían presentarse en el plazo de tres días; todo lo demás debían dejarlo en beneficio de sus señores, bajo pena de muerte para aquel que destruyese o escondiese cualquier propiedad.
Cincuenta galeras reales con cuatro mil soldados; la caballería castellana, la milicia del reino de Valencia y la armada del Océano fueron las encargadas de controlar y ejecutar la expulsión de los moriscos valencianos.
No por esperada, la orden real dejó de suponer un golpe tremendo para Hernando y para todos los moriscos de los diferentes reinos de España. Valencia sólo era el primero de ellos; después vendrían los demás reinos. Todos los cristianos nuevos debían ser expulsados y sus bienes requisados en favor de los señores, como en Valencia, o en favor de la Corona.
Hernando aún no había llegado a asimilar la orden de expulsión, cuando comprobó que frente a su casa se hallaban apostados dos soldados. La primera vez no le dio importancia: «Una coincidencia», pensó, pero tras encontrarse con ellos día tras día, llegó a la conclusión de que vigilaban sus movimientos.
—Son órdenes del jurado don Gil Ulloa —le contestó socarronamente uno de los soldados cuando se decidió a preguntarles.
«¡Gil Ulloa!», masculló al dar la espalda a un par de sonrientes soldados. El hermano de Rafaela que había heredado la juraduría de su padre. Mal enemigo, se lamentó.
Los cristianos de Córdoba celebraron la medida real y el cabildo municipal, ante el peligro de algaradas, amenazó a las exultantes gentes con penas de cien azotes y cuatro años de galeras a quien maltratara a los cristianos nuevos. Al mismo tiempo, en lugar de cien azotes y cuatro años de galeras, amenazó a los moriscos de la ciudad con doscientos azotes y seis años de galeras si se reunían más de tres de ellos a la vez.
Sin embargo, la decisión que más afectó a los intereses de Hernando y que fue adoptada de inmediato, consistió en prohibir a los moriscos la venta de sus casas y tierras.
—Tampoco se venden los caballos —le comunicó un día Miguel—. Tenía acordadas un par de ventas, pero los compradores se han echado atrás.
—Esperan que tengamos que malvenderlos.
El tullido asintió en silencio.
—Los arrendatarios se niegan a pagar las rentas —añadió haciendo un esfuerzo.
Miguel sabía que aquellos dineros eran imprescindibles para la familia. Él mismo, el año anterior, había logrado convencer a Hernando de que efectuase mejoras en el cortijillo. Necesitaban cuadras nuevas, un picadero, un pajar; todo se caía de viejo. Y Hernando atendió su consejo e invirtió gran parte de sus ahorros en la ganadería. Lo que no sabía Miguel era que el resto del dinero del que disponía el morisco lo había tenido que destinar al pleito de hidalguía, a los honorarios del procurador y del abogado granadino y al pago de los muchos informes necesarios para plantear la cuestión ante la Sala de Hidalgos.