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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (115 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—¡Cornudo hijo de puta! —exclamó.

Luego se encorvó en la silla, derrotado. Los años parecieron caer sobre él de repente. Rafaela, a su lado, alargó el brazo y descansó una mano sobre su pierna. El contacto le acongojó. Miró los dedos de su esposa, largos y delgados, la piel castigada por años de trabajo en la casa. Luego se volvió hacia ella. Estaba pálida. Él siguió inmóvil, paralizado. Rafaela se arrodilló a sus pies y apoyó la cabeza en su regazo. Permanecieron un rato así: quietos, con los ojos cerrados, como si se negaran a abrirse ante aquella realidad que los superaba.

La sombra de la expulsión se cernió sobre la casa. Desde ese día, Hernando estaba más atento a los pasos de Rafaela, a las conversaciones que ésta mantenía con los niños; la oía llorar a solas. Una noche, al tomarla entre sus brazos, ella lo rechazó.

—Déjame, te lo ruego —le pidió ella ante la primera caricia.

—Ahora debemos estar más unidos que nunca, Rafaela.

—¡No, por Dios! —sollozó ella.

—Pero…

—¿Y si me quedo embarazada? ¿No lo has pensado? ¿Para qué queremos otro hijo? —murmuró ella con amargura—. ¿Para que dentro de unos meses te expulsen y me tengas que abandonar preñada?

Poco después Hernando, con el semblante triste y envejecido, decidió que agotaría su última posibilidad: iría a Granada, a hablar con don Pedro y los demás, con el arzobispo si fuera necesario.

A la mañana siguiente se lo comunicó a Miguel, que se había instalado en la casa de Córdoba tan pronto como había conocido que la Chancillería rechazaba el pleito de hidalguía. Sin embargo, Hernando no le había oído contar ninguna historia, ni siquiera a los niños, que presentían que alguna desgracia se avecinaba y se mostraban tristes y callados. El tullido le abrió los portones para que saliera montado en un potro veloz y resistente. Hernando estaba dispuesto a galopar hasta Granada, a reventar al caballo si fuese necesario. Pero no pasó del callejón.

—¿Adónde crees que vas? —le detuvo uno de los soldados de Gil.

—A Granada —contestó desde encima del potro, reteniéndolo—. A ver al arzobispo.

—¿Con qué autorización?

Hernando le entregó la cédula. El hombre la ojeó con displicencia. «¡No sabes leer!», estuvo tentado de gritarle. En su lugar, intentó explicarle de qué se trataba.

—Es una autorización del arzobispado de…

—No sirve —le interrumpió el soldado al tiempo que rompía la cédula por la mitad.

—¿Qué haces? —¡Era su última opción! Hernando sintió que le hervía la sangre—. ¡Perro!

Instintivamente, Hernando azuzó al potro sobre el soldado y saltó de él para recoger los pedazos, pero antes de que hubiera tocado tierra, su compañero le amenazaba ya con la espada.

—¡Atrévete! —le desafió el soldado.

Hernando titubeó. El primero ya se había repuesto de la embestida del caballo y hacía costado al otro, también con la espada desenvainada. El potro tiraba de las bridas, excitado. Comprendió que todo era en vano.

—Sólo…, sólo pretendo recoger los pedazos…

—Ya te he dicho que no sirve para nada. No puedes abandonar Córdoba.

El soldado pisoteó los pedazos.

—Vuelve a tu casa —le instó el segundo moviendo la espada en dirección al callejón.

Hernando regresó andando con el caballo de la mano. En los portones, todavía abiertos, le esperaba Miguel, que había presenciado la escena.

Intentó comunicarse por carta con Granada pero no encontró el medio para hacerlo. Los arrieros, la mayoría de ellos valencianos, habían sido expulsados, así como los de Castilla, la Mancha y Extremadura; los de los demás reinos tenían prohibido hacer los caminos.

—Me cachean cada vez que salgo de la casa —le confesó Miguel, indignado y compungido—. A Rafaela la siguen de cerca en todo momento. Es imposible…

—¿Por qué no son ellos los que se ponen en contacto conmigo? —se quejó Hernando en voz alta. En su voz se advertía una nota de desesperación—. Deben saber que el pleito ha sido rechazado.

—Nadie puede acercarse a esta casa sin pasar antes por el control de los hombres del jurado —le contestó Miguel, intentando calmarlo—. Si lo han intentado, habrán desistido.

Por otra parte, Hernando era consciente de que ni don Pedro ni ninguno de los traductores se arriesgaría a acudir personalmente. Le constaba que el año anterior se había publicado un libro,
Antigüedad y excelencias de Granada
, que ensalzaba a la estirpe de los Granada Venegas, sosteniendo que sus miembros encontraban sus raíces cristianas en los godos. ¡Una de las más importantes familias de la nobleza musulmana! ¡Irónico! En el libro, que había logrado superar la censura real, venía a asegurarse que tras la toma de Granada por los Reyes Católicos, al predecesor de don Pedro, Cidiyaya, se le reveló el mismo Jesucristo en forma de una milagrosa cruz en el aire que le llamó a abrazar la religión de sus antepasados godos. Los Granada Venegas renegaron del «Lagaleblila»,
wa la galib ilallah
, nazarí, «No hay vencedor sino Dios», que había constituido hasta entonces su divisa nobiliaria, y la trocaron por un cristianísimo
«Servire Deo regnare est»
. ¿Quién iba a poner en duda la limpieza de sangre de una familia que, como san Pablo, había llegado a ser señalada por mano divina?

—Ellos ya se han procurado su salvación —susurró—. ¿Qué les puede importar un simple morisco como yo?

El dinero se acabó, y también las provisiones que mantenían en la despensa; los arrendatarios nada les traían y Rafaela tenía problemas para comprar comida. Nadie le fiaba: ni los cristianos ni los moriscos. Pero las dificultades del día a día, y el hambre de sus hijos, parecían haberle proporcionado la fuerza que iba menguando en su esposo.

—Vende los caballos. ¡A cualquier precio! —ordenó Hernando un día a Miguel, después de oír llorar a Muqla diciendo que tenía hambre.

—Ya lo he intentado —le sorprendió el tullido—. Nadie los comprará. Un tratante de confianza me ha asegurado que no lograría venderlos ni por un mísero puñado de maravedíes. El duque de Monterreal lo ha prohibido. Nadie quiere problemas con un veinticuatro y grande de España.

Hernando negó con la cabeza.

—Quizá recuperen su valor cuando todo esto haya terminado —trató de consolarse—, y Rafaela pueda venderlos a buen precio.

—No creo —negó el tullido. Hernando abrió las manos en gesto de impotencia. ¿Qué más desdichas podían acaecerles?—. Señor —continuó Miguel—, hace ya tiempo que no pagamos la paja, ni la cebada, ni al herrador o al guarnicionero, ni los jornales de mozos y jinetes. El día que faltes, si no antes, los acreedores se nos echarán encima y una mujer sola… ¿No lo imaginabas? —añadió.

Hernando no contestó. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iban a salir adelante?

Miguel escondió la mirada. ¿Cómo pensaba que mantenía el cortijillo y los caballos si no era endeudándose? Había sido el mismo Hernando quien había ordenado que los caballos que estaban en las cuadras de la casa fueran mandados al cortijillo puesto que allí no podían alimentarlos.

Intentaron malvender los muebles de la casa y los libros de Hernando en una Córdoba convertida en un inmenso zoco. Miles de familias moriscas subastaban sus enseres en las calles, rodeados por cristianos viejos que se divertían regateando entre ellos a la baja, burlándose de unos hombres y mujeres que esperaban con ira contenida que alguien entre la multitud adquiriese aquel mueble que con tanta ilusión y esfuerzo habían logrado comprar hacía algunos años, o los lechos donde habían dormido y fantaseado con una vida mejor. Los artesanos y los comerciantes, zapateros, buñoleros o panaderos, suplicaban a sus competidores cristianos que les comprasen sus herramientas y sus máquinas. Sin embargo, ningún cristiano se acercó a los libros y muebles que Hernando sacó de su casa y que Rafaela y los niños vigilaban para que, cuando menos, no se los robasen.

Una noche, preso de la desesperación, Hernando fue en busca de Pablo Coca; quizá pudiese ganar algo de dinero con el juego, pero el coimero había fallecido. Entonces, y pese a carecer de licencia, Miguel se lanzó a las calles a pedir limosna. Los soldados que vigilaban los alrededores se reían y se burlaban al verle volver cada anochecer, saltando sobre sus muletas, con algún manojo de verduras podridas en un zurrón a su espalda. Mientras, durante el día, Hernando intentaba conseguir audiencia con el obispo, con el deán o con cualquiera de los prebendados del cabildo catedralicio de Córdoba. El obispo podía salvarle si certificaba su cristiandad, y ¿acaso no había trabajado para la catedral?

Esperó días enteros, en pie, en el mismo patio de acceso del gran edificio, igual que otros muchos moriscos que pretendían lo mismo, todos arracimados.

—No lograréis que nadie os reciba —les espetaban los porteros jornada tras jornada.

Hernando sabía que iba a ser así, que ninguno de aquellos sacerdotes les prestaría la menor atención, tal y como sucedía cuando pasaban por su lado. Algunos los miraban, otros recorrían el patio presurosos intentando evitarles. Pero ¿qué podía hacer sino esperar algo de esa misericordia que tanto pregonaban los cristianos? No se le ocurría ninguna otra solución. ¡No existía! Los rumores sobre la fecha de expulsión de los moriscos andaluces aumentaban día a día y, salvo que obtuviese la certificación de la Iglesia, Hernando estaba condenado a abandonar España junto a Amin y Laila.

¿Qué sería del resto de su familia?, se preguntaba cada noche al regresar cabizbajo a su casa y amontonar en el zaguán los mismos muebles y los mismos libros que con la ayuda de Rafaela habían sacado por la mañana.

Los niños le esperaban como si su sola presencia pudiera llegar a arreglar todos aquellos problemas vividos durante el largo y tedioso día de infructuoso mercado. Y Hernando se obligaba a sonreír y a permitir que saltaran a sus brazos, tratando de convertir los impulsos de estallar en llanto en palabras de ánimo y de cariño, escuchando sus apremiantes conversaciones, inocentes y atropelladas. Los mayores debían saberlo, pensaba entre el griterío; los mayores no podían ser ajenos a la tensión y nerviosismo que vivía la ciudad entera, pero eran incapaces de imaginar las consecuencias de aquella expulsión para una familia como la suya. Luego esperaban los desechos que traería Miguel para cenar y, con los niños ya dormidos y el tullido discreta y voluntariamente retirado, Hernando y Rafaela se hablaban en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviese a plantear la situación con crudeza.

—Mañana lo conseguiré —afirmaba Hernando.

—Seguro que lo harás —le contestaba Rafaela buscando el contacto de su mano.

Amanecía y volvían a sacar a la calle los muebles y los libros. Los niños, arremolinados en derredor de su madre, les contemplaban marchar: Miguel a mendigar, Hernando al palacio del obispo.

—¡Por los clavos de Jesucristo, ayudadme!

Hernando saltó del grupo de moriscos y se hincó de rodillas en el patio al paso del deán catedralicio. El prebendado se detuvo y le miró. Las ropas de Hernando delataban de quién se trataba; sus problemas con el cabildo municipal le precedían.

—Tú eres el que excusó las matanzas de los mártires de las Alpujarras e hijo de una hereje, ¿no? —le espetó el deán.

Hernando trató de acercarse al hombre, arrastrándose sobre las rodillas, con los brazos extendidos. El preboste reculó. Los porteros corrieron hacia él.

—Yo… —llegó a balbucear antes de que los porteros le agarraran de las axilas y lo devolviesen al grupo.

—¿Por qué no buscas ayuda en tu falso profeta? —escuchó que gritaba a sus espaldas el deán—. ¿Por qué no lo hacéis todos? —chilló hacia los demás moriscos—. ¡Herejes!

67

El domingo 17 de enero de 1610, festividad de San Antón, se publicó y pregonó en la ciudad de Córdoba el bando de expulsión de los moriscos de Murcia, Granada, Jaén, Andalucía y la villa de Hornachos. El rey prohibió que los cristianos nuevos extrajesen de sus reinos cualquier tipo de moneda, oro, plata, joyas o letras de cambio, excluyendo los dineros necesarios para su manutención durante el viaje al puerto de Sevilla —en el caso de los cordobeses—, y el precio del pasaje del barco, que deberían costearse ellos mismos, atendiendo los más ricos al costo de los humildes. Después de malbaratar sus enseres y herramientas de trabajo, los moriscos se lanzaron a la compra, en esta ocasión a precios superiores a los de mercado, de mercancías ligeras que pudieran transportar: paños, sedas o especias.

Reunidos en el comedor, alrededor de mendrugos de pan ácimo a los que Rafaela trataba de rascar el verdín del moho, Hernando se dispuso a explicar a sus hijos qué era lo que sucedería con su familia a partir del pregón que todos habían escuchado.

—Hijos…

La voz se le quebró. Los miró uno a uno: Amin, Laila, Muqla, Musa y Salma. Intentó hablar, pero le venció la tensión acumulada durante meses, se llevó las manos al rostro y estalló en llanto. Durante un rato nadie se movió, los niños asustados con los ojos clavados en su padre. Laila y la pequeña Salma empezaron a llorar también. Entonces Miguel se levantó con torpeza e hizo ademán de llevarse a los dos más pequeños.

—No —se opuso Rafaela. Su semblante denotaba una inmensa fatiga, pero su voz conservaba la calma—. Sentaos todos. Debéis saber —continuó una vez que Miguel volvió a dejarse caer en la silla— que dentro de poco vuestro padre, Amin y Laila partirán de Córdoba. Los demás os quedaréis aquí, conmigo.

Rafaela sacó fuerzas de su interior para esbozar un amago de sonrisa. Salma, incapaz de entender lo que sucedía, sonrió también.

—¿Cuándo volverán? —preguntó el pequeño Musa.

Hernando alzó por fin el rostro y cruzó la mirada con Rafaela.

—Pues será un viaje muy largo —contestó ésta—. Irán a un lugar muy, muy lejano…

—Madre. —La voz del mayor rompió el silencio que siguió a las palabras de Rafaela. Él sí había escuchado atentamente el pregón y entendía su significado; sabía que los expulsaban de España, que no se trataba de un viaje del que pudieran regresar, «so pena», había gritado el pregonero, «que si no lo hicieren y cumplieren así, y fueren hallados en los dichos mis reinos y señoríos, de cualquier manera que sea, pasado el dicho término, incurran en pena de muerte y confiscación de todos sus bienes, en las cuales penas les doy por condenados por el simple hecho, sin otro proceso, sentencia, ni declaración». ¡Los matarían si volvían! Lo había entendido perfectamente: cualquier cristiano podía matarlos si volvían, sin juicio, sin tener que dar explicación alguna—. ¿Por qué no podéis venir con nosotros, vos, el tío Miguel y los demás?

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