La mano de Fátima (89 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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Durante algunos días no pudo concentrarse en sus labores. Ya había mandado a Granada su memorial sobre las matanzas de Juviles y, para su sorpresa, puesto que creía que tras leerlo renunciarían a su colaboración, el cabildo le solicitó información acerca de los sucesos de Cuxurio, donde Ubaid había arrancado el corazón de Gonzalico. ¿Cómo iba a excusar aquella carnicería? Allí ningún caudillo morisco había detenido las matanzas. Dejó de lado la transcripción del evangelio de Bernabé y los escritos para Luna y se empeñó en la caligrafía. Había conseguido unas buenas cañas con las que fabricar cálamos con la punta ligeramente inclinada hacia la derecha, como recomendaba Ibn Muqla; sin embargo, le costaba encontrar el punto exacto en que debía tallar esa curvatura, y por las mañanas, mientras Volador ramoneaba en las dehesas, él se apoyaba en un árbol y empezaba a cortar las puntas de las cañas que después probaría en la biblioteca.

Pero la caligrafía ya no lograba aplacar su ansiedad. No se hallaba en la disposición de ánimo necesaria para encontrarse con Dios a través de los dibujos. Después del día en que creyó haber encontrado la solución a través de Maryam, las dudas le asaltaron. ¿Cómo hacerlo? ¿Tenía razón? ¿Cómo presentarlo a los cristianos para que tuviese el eco necesario? ¿Cómo podía, él solo, afrontar tal proyecto?

Sin embargo, la realidad estaba ahí. Desde el día en que fuera al garito de Pablo Coca siguiendo al camarero, quien cumplió con su palabra y acudió al establecimiento del maestro tejedor tras las explicaciones que Hernando le proporcionó acerca de las tretas que utilizaban los fulleros para marcar los naipes —tiznándolos, con diminutas marcas sobre ellos, o con naipes de unas medidas diferentes, imperceptibles, a las del resto del mazo—, Hernando había vuelto en varias ocasiones a jugar; algunas lo hizo solo, otras acompañado por el camarero. Sabía que estaba incumpliendo el mandato que prohíbe el juego, pero ¿cuántos mandamientos más se veía obligado a incumplir en aquellas tierras?

Una noche trataba de ajustar las medidas de las letras a un alif previamente dibujado. Rodeó la primera letra del alifato árabe con una circunferencia en la que el alif era su diámetro, y se ejercitó en trazar las demás conforme al canon que marcaba aquella circunferencia. No llevaba ni media hora de ejercicio cuando comprobó que por más que se esforzase, no conseguía que la ba, horizontal y curvada, se circunscribiese a las medidas de aquella circunferencia ideal ni a la posición que debía ocupar en el plano con respecto al alif.

Rompió los papeles, se levantó y decidió ir a jugar al garito de Coca pese a que le tocaba perder. Llevaba dos noches perdiendo y aun así, Pablo le anunció que todavía debería hacerlo otra más.

—No puedes ganar siempre —le había advertido—. Es posible que nadie reconozca nuestra flor, pero todos pensarían que algo extraño sucede si siempre ganas y no tardarían en asociarte conmigo. Por más que me mueva de una tabla a otra, saben que eres mi amigo. Deja que corran los dineros.

A partir de ahí, Pablo le marcaba los días en que obtendría beneficio, ganancias que por otra parte siempre eran muy superiores a la suma de las pérdidas acumuladas. Con todo, Hernando se distraía en la casa de tablaje. Por más que hubiera aprendido, jugaba como un verdadero palomo y apostaba sin sentido salvo en el momento en el que el lóbulo de la oreja del coimero se movía. Además, cuando salía de la tabla, aprovechaba para visitar la mancebía, donde disfrutaba con una joven pelirroja de cuerpo exuberante y actitud lujuriosa. Antes de abandonar el palacio preguntó por el camarero, ya que le gustaba tenerlo a su lado el día en que le tocaba perder; así al menos podía charlar con alguien conocido. El duque se hallaba fuera, en la corte, preparando la invasión de Inglaterra y José Caro acudió presuroso.

—No pareces de buen humor —comentó el camarero al cabo de un rato de caminar en silencio.

—Lo siento —se excusó Hernando.

Sus pasos resonaban en las desiertas callejuelas del barrio de Santo Domingo. Andaban con energía, el camarero permitiendo que los eslabones y la vaina de su daga entrechocasen y tintineasen, para advertir a quienes pudieran estar embozados en la oscuridad de las noches cordobesas que se trataba de dos hombres fuertes y armados. Hernando llevaba un simple puñal escondido en su marlota, violando la prohibición para los moriscos de portar armas.

Ciertamente no estaba de buen humor. La idea de utilizar a la Virgen María para acercar a las dos comunidades seguía rondándole por la cabeza, pero todavía ignoraba cómo desarrollarla y no tenía con quién comentarla. Uno de los muchos altares que iluminaban Córdoba en la noche asomó al final de la calle por la que transitaban. Si durante el día la multitud de retablos, hornacinas e imágenes de las calles de la ciudad atraían los rezos y súplicas de los devotos cristianos, por la noche se erigían en verdaderos fanales que parecían indicar algún camino más allá de la oscuridad reinante. Se trataba de un retablo en la fachada de una casa, con velas encendidas, flores y una serie de exvotos a sus pies. Hernando se detuvo frente a la pintura: la Virgen del Carmen.

—Virgen santísima —murmuró José Caro.

—A ella no le tocó el pecado —susurró Hernando repitiendo inconscientemente las palabras del Profeta contenidas en los hadices.

—Así es —afirmó el camarero mientras se santiguaba—: pura y limpia, sin pecado concebida.

Continuaron su camino, Hernando absorto en sus pensamientos. ¿Acaso aquel cristiano podía llegar a imaginar que su afirmación sobre la Inmaculada Concepción no procedía sino de la Suna, la recopilación de dichos del Profeta? ¿Qué pensaría aquel hombre si le explicase que el reconocimiento como dogma de la Inmaculada Concepción por el que tanto luchaban los cristianos ya se hallaba contenido en el Corán? ¿Qué pensaría el camarero si le dijese que fue el Profeta quien sostuvo que a la Virgen nunca le tocó el pecado? ¿Qué pensaría ante la consideración en que el Profeta tenía a Maryam? «Tú serás la señora de las mujeres del paraíso… —anunció Muhammad a su hija Fátima cuando vio que la hora de su muerte estaba cerca—, después de Maryam.»

Hernando aligeró el paso. ¡Aquél era el camino que debían seguir para acercar las religiones y obtener el respeto que pretendían don Pedro y sus amigos para los moriscos! ¡Tenía que conseguirlo!

Obsesionado por esa idea, tuvo conocimiento de que ese mismo año de 1587 se había descubierto otra conjura entre moriscos de Sevilla, Córdoba y Écija, que querían aprovechar la carencia de defensas de la capital para hacerse con la ciudad hispalense durante la noche de San Pedro. Los cabecillas fueron ejecutados de forma sumaria; Abbas no se hallaba entre ellos, pero varios vecinos de Córdoba corrieron esa suerte. ¡Las armas! Jamás conseguirían con las armas otra cosa que no fuera soliviantar aún más a los cristianos y a su rey, pensó. ¡Querían castrarlos! ¿Acaso no se daba cuenta de ello la comunidad morisca y los ancianos y sabios que la dirigían?

Hernando por fin había pergeñado un plan: los granadinos buscaban mártires y reliquias, los necesitaban para hacer de su ciudad cuna de la cristiandad y compararse a los grandes centros de peregrinación de España: Toledo, Santiago de Compostela, Sevilla… ¿Por qué no proporcionárselos? Así se lo propuso a Castillo en una larga misiva.

Creemos en el mismo Dios, el de Abraham —escribió—. Para nosotros, su Jesucristo es el Mesías, la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios, así lo afirma el Corán muchas veces. ¡Isa es el Enviado!, lo dijo Muhammad, la salvación sea con Él. ¿Saben eso los cristianos? Nos juzgan como simples perros, como si fuésemos mulas ignorantes; ninguno de ellos se ha preocupado por conocer cuáles son nuestras verdaderas creencias y los polemistas, nuestros o suyos, con sus escritos y discusiones, profundizan más en todo aquello que nos separa que en lo que pudiera llegar a unirnos. Todos sabemos que trescientos años después de su muerte, la naturaleza divina de Jesús fue adulterada por los papas. Él, Isa, nunca se llamó Dios o Hijo de Dios, nunca defendió más que la existencia de un Dios, solo y único, como hacemos nosotros. Pero si la naturaleza divina de Jesús fue falseada por los papaces, no sucedió lo mismo con la de su madre. Quizá el hecho de que fuera mujer la relegó a un segundo plano y no se preocuparon de ella; aún hoy los papas, pese al clamor del pueblo, se resisten a elevar a dogma de fe la Inmaculada Concepción. Es, pues, en María donde nuestras dos religiones continúan coincidiendo, y quizá sea a través de María como podamos acercar a nuestras dos comunidades. Las polémicas sobre la Virgen giran en torno a su genealogía, no en cuanto a su consideración. Si el pueblo y sus sacerdotes, esos mismos que hoy nos consideran unos perros herejes, entienden que veneramos a la madre de Dios igual que ellos, quizá se replanteen sus posturas. La devoción mariana se halla a flor de piel en el pueblo llano; ¡no pueden odiar a quienes comparten con ellos esos sentimientos! Quizá sea ése el principio de entendimiento que con tanto ahínco buscamos.

Luego, Hernando desveló a Castillo, como si lo hubiera hallado entonces, la existencia de la copia del evangelio de Bernabé.

Con toda seguridad, un documento como el evangelio sería inmediatamente tachado de apócrifo, hereje y contrario a los principios de la Santa Madre Iglesia si viera la luz sin una previa estrategia. Empecemos a convencer a los cristianos de cuáles son nuestras creencias y cuál es la realidad; preparémosles para su conocimiento y algún día podremos mostrarlo para, por lo menos, sembrar en ellos la duda y conseguir un trato más benevolente y misericordioso.

El traductor real no tardó en contestarle. Una mañana, un arriero venido especialmente de El Escorial le salió al paso a las afueras de Córdoba y le entregó una carta. Hernando galopó hasta las dehesas, buscó un lugar escondido, desmontó y se enfrascó en la contestación de Castillo.

En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso, el que indica el camino recto. Muchos de nuestros hermanos, por contrariar a los cristianos, han olvidado cuanto dices en tu carta. Pero tienes razón: con la ayuda de Dios, éste puede ser un buen camino para intentar acercarnos los unos a los otros y que la paz reine entre los dos pueblos. Espero con ansiedad poder leer ese evangelio del que me hablas. En el decreto gelasiano del siglo sobre «libros aprobados y no aprobados», la Iglesia ya hace referencia, calificándolo de apócrifo, a un evangelio de san Bernabé. Estoy contigo en que el conocimiento de ese texto, sin una previa preparación, no nos llevaría a ningún sitio. Granada es el lugar. Empieza en ella. Proporciónales pruebas de esa tradición cristiana que tan desesperadamente buscan y aprovecha entonces para sembrar todo aquello que un día pueda llevarlos a la Verdad. La Virgen, cierto, pero acuérdate también de san Cecilio. San Cecilio fue el primer obispo de Granada, supuestamente martirizado en época del emperador Nerón. San Cecilio y su hermano, san Tesifón, eran árabes. Utiliza por lo tanto nuestra lengua divina; que los cristianos encuentren su pasado a través de la lengua universal, pero hazlo ambiguamente, en forma tal que tus escritos se presten a diversas interpretaciones. Recuerda que ya en los primeros tiempos no se utilizaban vocales, ni signos diacríticos, en la escritura. Cuando estés preparado, mándame aviso. La paz sea contigo y que Dios te guíe.

Rompió la carta y montó sobre Volador. El cielo amenazaba tormenta. ¿Cómo hacerlo? A lo largo de su vida había engañado a mucha gente. Siendo muchacho, haciéndose con dineros para trocar a Fátima por una mula e incluso ahora, apostando en el momento en que Pablo movía la oreja… Pero engañar a todo un reino, ¡a la Iglesia católica! Una lluvia fresca empezó a caer con insistencia. Hernando continuó al paso, imaginándose que iniciaba una gran partida él solo. Una partida que debería jugar con inteligencia; no se trataba de los naipes y sus fullerías. ¡Ajedrez! Una gran partida de ajedrez: él a un lado de la mesa; la cristiandad entera al otro.

Esa noche excusó su presencia en palacio. Necesitaba estar solo. El huerto de la mezquita continuaba igual: centenares de sambenitos, con los nombres de los penados escritos en ellos, colgando de las paredes del claustro que rodeaba el patio; algunos de los delincuentes acogidos a sagrado vagabundeaban por el recinto ajenos a la lluvia; otros trataban de refugiarse. Hernando pensó en qué habría sido de sus compañeros de asilo. También había sacerdotes, decenas de ellos, jóvenes y ancianos, entre la multitud de feligreses: muchos corrían para escapar del insistente aguacero. Entró en la catedral y al pasar junto a la reja de la capilla de San Bernabé, se detuvo un instante. Se agachó, como si se le hubiera caído algo: las llaves de la capilla permanecían escondidas en el mismo lugar en que las dejó, atadas bajo la reja. ¡San Bernabé!, murmuró Hernando. ¡Su evangelio! ¿Qué más señal necesitaba? Las cogió mientras se preguntaba si habrían cambiado la cerradura. No lo sabría hasta que intentara abrirla, después de que los porteros hubieran cerrado la catedral. La examinó de camino al sagrario. ¿Era la misma cerradura? De momento debía dejar pasar el tiempo; lo hizo extasiado en las pinturas de Arbasia en el nuevo sagrario y en la figura que acompañaba a Jesucristo en la Santa Cena. ¿Por qué?, se preguntó por enésima vez.

Las llaves abrieron la capilla de San Bernabé, y él se deslizó en el armario. Se introdujo como pudo, pues estaba lleno, y amontonó a sus pies los ornamentos para oficiar la misa. Luego esperó.

De madrugada, con la catedral aún vacía y los vigilantes apostados en la alejada capilla del Punto, la tormenta descargó sobre Córdoba y los relámpagos iluminaron fugazmente, una y otra vez, la figura de un hombre postrado frente al
mihrab
de la más maravillosa de las mezquitas del mundo. Un hombre cuya mente estaba absorta en un proyecto que, tal vez, conseguiría por fin el acercamiento de ambas religiones.

52

Granada, marzo de 1588

Hernando encontró aposento en la casa de los Tiros, invitado por don Pedro de Granada. Había partido de Córdoba con la excusa de visitar al cabildo catedralicio con motivo de la investigación de los mártires de las Alpujarras, y provisto de su cédula personal se lanzó al macabro camino que tantas muertes había originado durante el éxodo de los moriscos. Como quiera que viajaba solo, llegó a plantearse la posibilidad de variar la ruta para evitar recuerdos dolorosos, pero las alternativas duplicaban la distancia. Marzo traía la vida a los campos y cuando visitó de nuevo la tumba del pequeño Humam, allí donde para él permanecía enterrada su propia familia, los olores de una noche fresca acompañaron sus oraciones. En Granada, ya advertidos de su viaje, le esperaban Luna y Castillo, que también acababa de llegar a la ciudad desde El Escorial.

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