Authors: Ildefonso Falcones
Cercado, resoplando, el caballo se dejó agarrar del ronzal.
—¡Es mío! —Hernando se acercó al tiempo que mascullaba improperios contra las ratas. ¿Cómo no lo había previsto cuando el carcelero le propuso aquel lugar?
El personal de las cuadras no tardó en comprobar que aquel animal no era uno de los potros de las caballerizas.
—Deberías poner más atención —le recriminó uno de ellos—. Podría lastimarse en la noche.
Hernando no quiso contestar y alargó la mano para coger el ronzal. ¿Qué sabrían aquellos desgraciados?
—¿Tú no eres el que viene cada día a ver a la loca? —le preguntó entonces uno de los porteros de la Inquisición.
Hernando frunció el ceño sin contestarle. ¿Cuántas veces podría haber llegado a pedirle a ese hombre permiso para ver a su madre, mientras él, en lugar de dedicarse a sus quehaceres, atendía a la venta de paños en la plaza, escuchaba con displicencia sus súplicas y se negaba?
—Ya era hora de que vinieras a por ella —comentó entonces otro de los porteros—. Si llegas a tardar un par de días más, la encuentras muerta.
El ronzal de Volador escapó de la mano de Hernando, pero antes de que tocara al suelo, una tosca muleta se interpuso en su camino. Hernando se volvió hacia Miguel, que le sonrió con sus dientes rotos mientras deslizaba el ronzal por la muleta hasta su mano. ¿Había dicho el portero que ya era hora de que viniese a por su madre? ¿Qué significaba aquello?
—¿Cómo…? —titubeó—. ¿Y la sentencia? ¿Y el auto de fe?
—El tribunal celebró hace unos días un autillo particular en el mismo salón de audiencias y la condenó a sambenito y oír misa cada día durante un año… aunque dado su estado, es difícil que llegue a cumplir la pena. Y tampoco interesa mucho que una loca como ella pise lugares sagrados —le espetó uno de los porteros—. Por eso celebraron el autillo. El médico aseguró que tu madre no superaría la espera hasta el próximo auto general y el tribunal quiso condenarla antes de que muriera. ¡Está loca! ¡Llévatela ya!
—Entregádmela —alcanzó a articular al tiempo que comprendía que el carcelero había pretendido estafarle.
Poco rato después, Hernando deshacía el camino hacia la posada del Potro cargando con su madre en brazos.
—¡No hace falta que la lleves a la iglesia! —le espetó a gritos uno de los porteros.
—¡Dios, es más liviana que una pluma! —exclamó Hernando hacia un cielo estrellado al pasar tras el muro que encerraba el
mihrab
de su mezquita.
Tras ellos iba Miguel con el ronzal de Volador al hombro. El caballo le seguía, manso, como si no quisiera adelantarle.
Los funerales del duque de Monterreal fueron tan solemnes como tristes por la imposibilidad de dar cristiana sepultura a sus cadáveres. En la catedral, el obispo clamó el nombre del sheriff de Clare, Boetius Clancy, responsable de la muerte de don Alfonso y su primogénito, y rogó a Dios que jamás le permitiera abandonar el purgatorio. Desde ese día, anunció airado, cada siete años se repetiría la misma solicitud para recordarle al Señor que el vil asesino no debía salir del purgatorio.
Quien tampoco abandonaba su particular purgatorio era Aisha. Hernando todavía no tenía noticias de don Pedro de Granada Venegas y no se atrevía a iniciar un viaje tan largo, en invierno, en el estado en que se encontraba su madre. Todos pensaron que moriría. Entregó unas monedas a la esposa y a la hija del mesonero para que limpiasen y cambiasen de ropa a su madre.
—Su cuerpo es todo huesos y pellejo —le comentó la mesonera tras abandonar la habitación—. Se la puede ver al trasluz. No aguantará mucho tiempo.
Hernando jugaba a las cartas por las noches, con mayor o menor fortuna, dejándose ganar en alguna de ellas, como le exigía Coca. A lo largo del día se empeñaba en que Aisha reaccionase, pero la mujer seguía manteniendo los ojos en blanco, sin moverse y sin aceptar comida alguna, en un silencio sólo roto por su respirar sibilante. Hernando la recostaba en el lecho y le hablaba al tiempo que, una y otra vez, le mojaba los labios con caldo de gallina, procurando que algo de alimento se deslizase por su garganta. En susurros le contaba lo que estaba haciendo por la comunidad; cómo escondió el pergamino de la Turpiana. ¡Estaba escrito en árabe, madre, y los cristianos veneran el paño de la Virgen y el hueso de san Esteban! ¿Por qué no se lo habría dicho antes? ¿Por qué no rompió su juramento? ¿Acaso Dios le hubiera echado en cara el salvar la vida de su madre? Pero nunca podría haber imaginado… ¡Era culpa suya! Fue él quien la abandonó para vivir rodeado de comodidades, como un parásito, en el palacio de un duque cristiano.
Pero transcurrían los días, Aisha no reaccionaba y Hernando se iba consumiendo junto a su madre, llorando y maldiciéndose.
—Dejadme a mí, señor —le propuso Miguel una mañana en la que le encontró al pie de las escaleras que ascendían al piso superior, dudando, con un tazón de caldo en las manos, sin atreverse a subir.
El muchacho subió agarrándose a la barandilla, con las dos muletas en una sola mano; Hernando le acompañó con el caldo.
—Ponedlo ahí, señor, junto a la cama.
Obedeció y se retiró hasta la puerta. Miguel tomó asiento a la vera de Aisha y mientras le introducía el caldo en la boca, le habló como hacía con Volador, tratándola igual que a aquellos pajarillos con los que decía haber convivido, como a un animal indefenso. Hernando permaneció largo rato parado en la puerta, observando al niño de las piernas quebradas, que sabía cuándo volvían o se irían los animales, y a su madre inerte junto a él. Le escuchó contar historias que acompañaba con risas y mil gestos, ¿de dónde podía sacar tanto optimismo un muchacho tullido al que la vida le había negado todo? ¿Qué le contaba? ¡Un elefante! Miguel estaba persiguiendo a un elefante… ¡con una barca por el Guadalquivir! Le vio simular la trompa del paquidermo, con el antebrazo doblado a la altura del codo por delante de su boca y la mano doblada, que hacía revolotear con la cuchara frente a los inexpresivos ojos de Aisha. ¿Dónde habría escuchado el muchacho la historia de un elefante? Suspiró acongojado y abandonó la habitación con el sonido de las risas de Miguel persiguiéndole —¡el elefante se había hundido a la altura del molino de la albolafia!— y, por primera vez en muchos días, ensilló a Volador y enfiló las dehesas, donde se lanzó a un frenético galope.
«Pagaréis por esta primera de cambio en banco, con seis al millar, a Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, vecino de Córdoba, la cantidad de cien ducados, a razón de trescientos setenta y cinco maravedíes cada uno de ellos…» Hernando contempló la letra de cambio que le entregó un arriero en la posada del Potro por cuenta y orden de don Pedro de Granada Venegas. Cien ducados era una cantidad considerable. No podía fallarles ahora, decía el noble en la carta que adjuntaba con la cambial. El pergamino de la Torre Turpiana había sido un excelente primer paso. Luna y Castillo traducían el damero de letras a conveniencia de la causa, pero el objetivo no podía ser otro que descubrir el evangelio de Bernabé y tratar de acercar a las dos religiones a través de María. Porque los memoriales contra los moriscos continuaban llegando al rey con propuestas a cuál más descabellada, aseguraba don Pedro. Alonso Gutiérrez, desde Sevilla, proponía reagrupar a los moriscos en aljamas cerradas de no más de doscientas familias cada una de ellas, bajo el mando de un jefe cristiano que controlaría hasta sus matrimonios; marcarlos en el rostro para que fuesen reconocidos allí donde fueren y gravarlos con importantes cargas fiscales.
Pero hay más —continuaba la carta—. Un cruel e intransigente fraile dominico llamado Bleda va mucho más lejos y sostiene, argumentándolo en la doctrina de los Padres de la Iglesia, que sería moralmente lícito que el rey dispusiese de la vida de todos los moriscos como le viniese en gana, matándolos o vendiéndolos como esclavos a otros países, por lo que propone destinarlos a galeras. De esa forma, continúa el fraile, podrían sustituirse a los muchos sacerdotes que reman en ellas por la costumbre de sus superiores de castigarlos como galeotes ante sus faltas, con el solo objeto de ahorrarse su manutención en prisión. Esa Iglesia que se considera tan misericordiosa pretende asesinar o esclavizar a miles de personas. Debemos trabajar. Todas estas propuestas se filtran hasta las comunidades moriscas y enardecen los ánimos en un círculo diabólico: cuantos más memoriales se producen, más intentos de rebelión se maquinan y, a medida que se descubren las conspiraciones, más y más argumentos tienen los cristianos para adoptar alguna de esas sangrientas soluciones. Desde otro punto de vista, la derrota de la gran armada no es cuestión baladí. Inglaterra se ha hecho fuerte y su ayuda a los ejércitos que luchan en Flandes aumentará; en Francia, la Liga cristiana promocionada y pagada por el rey español se halla en serias dificultades tras la derrota. Todo eso repercutirá en nosotros, Hernando, no te quepa duda. A medida que los españoles pierdan poder en Europa, verán en los moriscos la posibilidad de aliarse con alguna de esas potencias y adoptarán medidas de algún tipo. Las circunstancias juegan en nuestra contra. Mantenme informado de tu situación y cuenta conmigo; te necesitamos.
Quemó la carta de don Pedro, salió de la posada y después de preguntar a un alguacil dónde se emplazaba el banco de don Antonio Morales, establecimiento al que el banquero de don Pedro en Granada dirigía la letra de cambio, se encaminó a él provisto del documento y de su cédula personal. El escritorio de Morales se hallaba cerca de la alcaicería y la alhóndiga, y Hernando, bien vestido, fue recibido por el propio banquero, que le cobró el seis por millar que figuraba en la letra de cambio, le abrió un depósito por importe de noventa ducados y le libró el resto mediante siete coronas de oro, varios reales de a ocho y otros más fraccionarios.
Volvió a la posada y pagó generosamente al posadero acallando de esa manera las suspicacias del hombre, ya enterado de su condición de morisco y fullero. El asunto se había complicado con la presencia de una penitenciada por la Inquisición.
—No sé si tenéis licencia para vivir en esta parroquia —le dijo unos días antes—. Comprendedlo. Si viniese el alguacil… Los cristianos nuevos necesitáis permiso de los párrocos para cambiar de residencia.
Hernando le calló mostrándole el salvoconducto expedido por el arzobispado de Granada.
—Si puedo moverme con libertad por los reinos de España —alegó—, ¿cómo no voy a poder hacerlo por una simple ciudad?
—Pero la mujer… —insistió el posadero.
—La mujer va conmigo. Es mi madre.
Le contestó con dureza, pero acompañó sus palabras con algunas monedas más.
Sin embargo, era consciente de que aquella situación no podía eternizarse. Don Pedro le había mandado dinero, sí, pero también le rogaba que trabajase en el proyecto, y en la posada no podía hacerlo. Dormía en el suelo, ya que el lecho lo ocupaba Aisha, que permanecía en el mismo estado en el que había abandonado las mazmorras de la Inquisición. Miguel la cuidaba cada día con afecto y cariño, hablándole, contándole historias, acariciándola y riendo, siempre riendo, salvo cuando exigía ayuda a la mujer e hija del posadero para que la limpiasen o la cambiasen de postura a fin de que no se llagase.
—¿Has logrado que coma? —le preguntó un día Hernando.
—No lo necesita, señor —contestó el muchacho—. De momento le sigo dando caldo de gallina. Es suficiente alimento para una mujer en su estado. Ya comerá si quiere.
Hernando dudó y se llevó la mano al mentón. No se atrevió a preguntarle si aquel animalillo volvería o se iría, pero sí que se dio cuenta de que el muchacho, parado sobre sus muletas, frente a él, sabía qué era lo que pasaba por su cabeza.
Miguel sonrió, pero no dijo nada.
Hernando comprendió que con Aisha en aquel estado no podía dejar Córdoba. Mientras tanto, podía alquilar una casa y buscar trabajo. Con caballos. Era un buen jinete. Quizá algún noble le contratase como domador o como caballerizo, incluso como mozo de cuadras. ¿Por qué no? Si eso fallaba, también sabía escribir y llevar cuentas; alguien podría estar interesado. Y por las noches se dedicaría a trabajar en el evangelio, que seguía manteniendo escondido entre unos papeles por los que, al contrario de lo que sucedía en el palacio del duque, nadie mostró interés en sus ausencias de la posada; allí nadie sabía leer.
Sus pensamientos le llevaron a la casa de tablaje de Coca. La esclava guineana le franqueó el paso. Quizá Coca supiera de alguna vivienda que pudiera alquilar…
—¡Mira por dónde! —le espetó el coimero, que contaba los dineros ganados en la noche anterior—, precisamente ahora iba a ir en tu busca.
Hernando avanzó hacia la mesa a la que se sentaba Coca.
—¿Sabes de alguna casa en alquiler por la que no pidan demasiada renta? —le preguntó de sopetón mientras se dirigía hacia él. Coca enarcó las cejas—. Pero ¿por qué ibas a ir en mi busca? —cayó en la cuenta.
—Espera. —Coca terminó de calcular los beneficios de las tablas, despidió a la guineana y, solos en la coima, se enfrentó con seriedad a su visitante—. Esta noche hay una gran partida —anunció.
Hernando dudó.
—¿No te interesa? —se sorprendió el coimero.
—Sí…, creo que sí. Yo… —Dudó si contarle lo de los cien ducados que acababa de recibir de don Pedro. Había sido él quien le insistiera en aquella partida, pero ahora… los cien ducados le proporcionaban una seguridad de la que no disponía entonces. Era el dinero que le garantizaba los cuidados de su madre, el poder alquilar una casa… ¿Cómo iba a jugarse los ducados que su protector le había mandado para que pudiera trabajar por la causa morisca?—. Tengo cien ducados —terminó confesando—. Me los ha prestado un conocido…
—No me interesan tus ducados —le sorprendió Coca.
—Pero…
—Te conozco. En este negocio he aprendido a distinguir a la gente. La huelo, presiento sus reacciones. Viniste a mí diciendo que no tenías dinero. Si ahora que dispones de él, tienes que arriesgarlo, no lo harás. No eres un jugador. —Coca se agachó y agarró algo a sus pies: dos bolsas llenas de monedas que dejó caer sobre la mesa—. Aquí están nuestros dineros —dijo entonces—. Sinceramente, en circunstancias normales nunca jugaría contigo como cómplice de fullerías, pero eres el único que conoce mi secreto y el único que lo conocerá; el único con el que puedo hacerlo y de las pocas personas, quizá la única también, a quien le debo gratitud como amigo. Y quiero ganarles. Mucho dinero. Cuanto más mejor. Ésta debe ser nuestra noche.