Authors: Ildefonso Falcones
—Tu madre invocó al Dios de los herejes al paso de los penitentes de la rogativa. —Las monedas escaparon de la mano de Hernando y cayeron al suelo produciendo un extraño tintineo. Sintió que le flaqueaban las piernas. ¡Le habría visto en la procesión! No podía ser otra cosa—. ¡Es una sacrílega! —afirmó el niño al cesar el ruido de los dineros.
Uno de los criados asintió a las palabras del muchacho:
—Merece la máxima pena que le pueda imponer el Santo Oficio: la hoguera será poco castigo para quien es capaz de blasfemar ante una sagrada procesión.
Lo más que consiguió Hernando de la Inquisición fue que aceptaran su dinero para la alimentación de Aisha, aunque poco imaginaba que ella había decidido no comer y que rechazaba las exiguas e infectas raciones que los carceleros arrojaban a su celda.
Don Esteban fue el primero en caer de rodillas cuando el secretario puso fin a la lectura de la carta del rey. Don Sancho se santiguó en repetidas ocasiones mientras otros hidalgos imitaban al viejo sargento de los tercios. El murmullo de oraciones inconexas empezó a asolar la estancia hasta que la voz potente del capellán se alzó por encima de él:
—¿Cómo iba Cristo a atender nuestras súplicas si al tiempo que nosotros rogábamos su intercesión, la madre de aquel a quien don Alfonso beneficiaba con su favor y amistad invocaba al falso dios de la secta de los musulmanes?
Doña Lucía, que hasta entonces había permanecido hundida en un sillón, alzó el rostro. Le temblaba el mentón.
—¿De qué sirve una rogativa en la que se comete sacrilegio?
La duquesa desvió sus ojos llorosos hacia el hidalgo que acababa de expresarse en tales términos. En el momento en que asintió a sus palabras, otro de ellos se sumó al ataque contra Hernando.
—¡Madre e hijo lo tenían preparado! Yo vi al morisco hacer una señal…
A partir de ahí, la corte de ociosos nobles se ensañó con Hernando.
—¡Blasfemia!
—¡Dios se ha sentido ofendido!
—Por eso nos ha negado su gracia.
Los ojos de doña Lucía se cerraron en finas líneas. ¡No iba a permitir que el hijo de una sacrílega que había ultrajado la rogativa continuara viviendo en palacio y disfrutando del favor de quien ya no podía concedérselo!
Esa misma noche, cuando Hernando, ignorante de la muerte de don Alfonso, volvía derrotado del tribunal de la Inquisición tras esperar infructuosamente durante todo el día a que alguien le atendiese, el secretario le abordó en la misma puerta de palacio.
—Mañana por la mañana —le anunció don Silvestre— deberás abandonar esta casa. Así lo ha ordenado la duquesa. No eres digno de vivir bajo este techo. Su Excelencia, el duque de Monterreal, y su hijo han muerto defendiendo la causa del catolicismo.
El chasquido de las cadenas que unían sus tobillos cuando don Alfonso, herido, descargó su acero toledano sobre ellas junto a un riachuelo de las Alpujarras, resonó de nuevo en su cabeza. Hernando entornó los párpados. El duque, con su muerte, volvía a liberarle de una servidumbre a la que él no se atrevía a poner fin.
—Transmitidle mis condolencias a la duquesa —dijo.
—No creo que sea oportuno —se negó el secretario con acidez.
—Pues os equivocáis —replicó Hernando—. Quizá sean las únicas sinceras que vaya a recibir en esta casa.
—¿Qué insinúas?
Hernando hizo un gesto al aire con la mano.
—¿Qué puedo o no puedo llevarme? —inquirió.
—Tus ropas. La duquesa no quiere verlas. El caballo…
—El caballo y su equipo son míos. No necesito que nadie me permita llevármelos —dijo Hernando con firmeza—. En cuanto a mis escritos…
—¿Qué escritos? —preguntó el secretario, con sorna.
Hernando exhaló un suspiro de fastidio. ¿Iban a humillarlo hasta el final?
—Lo sabéis bien —contestó—. Los que estoy preparando para el arzobispo de Granada.
—De acuerdo. Tuyos son.
Sentía la muerte de don Alfonso. Llegó a confiar en su pronto regreso. Apreciaba sinceramente al duque, que tanto había hecho por él, y en esos momentos también habría querido contar con su ayuda para que intercediera por su madre ante la Inquisición. Cien veces mencionó su nombre para ser recibido, pero poco parecían importarle al Santo Oficio las referencias a los nobles o grandes de España. ¡Nadie, cualquiera que fuere su calidad, estaba por encima de la Inquisición y podía presionar a sus miembros! Se dirigió deprisa hacia la torre del alminar donde tenía escondidos el evangelio de Bernabé y sus demás secretos. Silvestre era capaz de registrarle a su salida del palacio, así que decidió llevarse pocas cosas. Sacó la mano de oro de Fátima… La sostuvo en la palma de su mano unos instantes, tratando de recordar cómo brillaba allí donde nacían los pechos de su esposa, acompañándolos en sus movimientos; la joya se había oscurecido con la muerte de Fátima, pensó, igual que su vida. Por lo que respectaba a los libros y escritos, la decisión fue rápida: sólo se llevaría la copia en árabe del evangelio de Bernabé; todo lo demás, incluida la transcripción del evangelio que había realizado, sería destruido. El tratado de caligrafía de Ibn Muqla correría la misma suerte. No podía arriesgarse a que le pillaran y se lo sabía de memoria; las imágenes de las letras y los dibujos de sus proporciones aparecían ante sus ojos nada más acercar el cálamo al papel.
Por último volvió a sus aposentos y abrió el arcón para coger la bolsa en la que guardaba sus ahorros, pero no la encontró. Rebuscó entre sus pocas pertenencias. Se la habían robado. ¡Perros cristianos!, murmuró. Poco habían tardado en lanzarse a la rapiña, igual que en las Alpujarras. Sólo le quedaban los pocos dineros que llevaba encima.
Maldiciéndose por no haber puesto sus ahorros a buen recaudo, preparó un hatillo con sus ropas y escondió los pergaminos del evangelio entre sus escritos sobre el martirologio. Pasaban inadvertidos. Dejó la deslustrada mano de Fátima encima de las ropas: llevaría la joya escondida en su cuerpo. Por último se lavó para rezar. Luego, al poner fin a sus oraciones, se quedó parado en el centro del dormitorio, ¿qué haría a partir de entonces?
—Necesito dinero.
Pablo Coca no se inmutó ante las palabras de Hernando. La casa de tablaje estaba vacía; una esclava negra guineana limpiaba y ponía orden tras una noche de juego.
—Todos lo necesitamos, amigo —le contestó—. ¿Qué ha sucedido?
Hernando recordó a aquel niño que forzaba sus rasgos para conseguir mover el lóbulo de su oreja como hacía el Mariscal, y decidió confiar en él y contarle su situación. Evitó, no obstante, explicarle cómo esa misma mañana había logrado burlar la inspección a la que le sometió Silvestre.
—¿Y eso? —había preguntado el secretario señalando los papeles que Hernando sostenía en la mano derecha, a la vista. Silvestre acababa de revolver el hatillo, tratándole como a un vulgar ratero delante de los criados que iban y venían por el patio al que daban las cuadras.
—Mi informe para el cabildo de la catedral de Granada.
El secretario hizo un gesto para que se lo entregase. Hernando se limitó a acercarle los papeles, sin soltarlos.
—Son confidenciales, Silvestre —le dijo permitiéndole no obstante leer el contenido de la primera página, en la que relataba las matanzas de Cuxurio—. Te he dicho que son confidenciales de la Iglesia de Granada —insistió entonces, echándole en cara su curiosidad—. Si el arzobispo se entera…
—¡De acuerdo! —cedió el secretario.
—Y ahora, ¿vas a desnudarme? —ironizó Hernando pensando en la mano de Fátima que llevaba escondida en sus calzas—. ¿Acaso te gustaría? —le provocó haciendo ademán de extender los brazos. Silvestre enrojeció—. No te preocupes, llegué pobre a este palacio y salgo de él tan pobre como lo era entonces. —Hernando sonrió cínicamente hacia el secretario; ¿habría sido él el ladrón?—. Miserable, como decís vosotros.
El mozo de cuadras se negó a embridarle a Volador, vertiendo en su sola negativa todo el rencor acumulado a lo largo de los años en que se había visto obligado a servir a un morisco. Hernando lo aparejó, aunque tuvo que desembridarlo poco rato después, en el mesón del Potro, donde buscó alojamiento. De la multitud de mesones que había en la plaza y sus alrededores, eligió ése porque el mesonero no lo conocía. Volador, con el hierro de las cuadras reales, el doble de grande que cualquiera de las mulas y asnos que descansaban en el patio del mesón, y la distinguida ropa que vestía, le procuraron la mejor de las habitaciones de la posada, una estancia para él solo. Una cama, un par de sillas y una mesa constituían todo su mobiliario. Adelantó el pago como si se tratase de un hombre rico, pese a que al extraer el dinero de su bolsa se percató de que tan sólo le restaban un par de monedas de dos reales. Luego, en unas hojas de papel en blanco que se llevó de palacio, escribió una carta a don Pedro de Granada Venegas explicándole su situación, la de su madre, e implorando ayuda. Poco más podría hacer por ellos, por la causa morisca, anunciaba, si caía en la miseria. En el mismo mesón del Potro encontró a un arriero que se dirigía a Granada y la bolsa se le vació definitivamente.
—Mucho del dinero que tenía —terminó explicando a Pablo Coca— se lo he dado al carcelero de la Inquisición para el sustento y atención de mi madre. El resto…
—Esta noche podrás hacer algunos beneficios —trató de animarle el coimero. Hernando hizo un gesto de disgusto—. Te servirán para ir tirando —insistió Pablo—. Al menos tendrás para pagar el mesón.
—Palomero —arguyó Hernando, utilizando el mote de su juventud—, necesito mucho dinero, ¿entiendes? Tengo que comprar muchas voluntades en el alcázar de los reyes cristianos.
—De nada te servirán los dineros con la Inquisición. Cuando lo de las brujas, las Camachas, detuvieron a don Alonso de Aguilar, de la casa de Priego. ¡Un Aguilar! No hubo dinero que bastase hasta que no se aclaró el asunto y lo liberaron. Se han atrevido hasta con arzobispos…
—Mi madre tan sólo es una vieja morisca sin importancia, Pablo.
Coca pensó durante unos instantes, jugueteando con un dedo por encima del borde de un vaso. Estaban los dos sentados alrededor de una jarra de vino que les había servido la guineana.
—A menudo me llaman para organizar partidas importantes —comentó como si dudase de la posibilidad. Hernando dejó el vaso que iba a llevarse a la boca y se acercó por encima de la mesa—. No me gustan. A veces cedo y lo hago, pero… A esas partidas acuden nobles, escribanos, alguaciles, jurados, jóvenes altaneros y soberbios, hijos de grandes familias, ¡y hasta curas! Se trata de juegos de estocada en los que se mueve mucho dinero y muy rápido; no tiene nada que ver con la sangría lenta que se puede jugar en las coimas. Todos ellos son tan fulleros como cualquiera de los desgraciados que entran en mi casa de tablaje, pero prestos a desenvainar la espada si les recriminas alguna de sus burdas «flores» o ingenuas trampas. Parece como si el honor del que tanto alardean fuera suficiente para excusar una baraja tiznada.
—¿Por qué recurren a ti?
—Siempre solicitan la ayuda de algún coimero por dos razones. En primer lugar porque no quieren humillarse acudiendo a las casas de tablaje; y, aún más importante, porque como bien sabes todas las partidas, salvo aquellas en que se juega para comer o en las que las apuestas son inferiores a los dos reales, están prohibidas. Hasta hace algunos años, cualquiera que hubiera perdido en una partida clandestina podía reclamar en el plazo de ocho días que le devolvieran lo perdido. Ahora ya no se puede reclamar esa devolución; lo perdido, perdido está, pero si alguien denuncia una partida ilegal, hay cárcel para todos, y quienes han ganado tienen que pagar una multa igual a lo que se han embolsado más un tanto por igual importe que se reparte por tercios entre el rey, el juez y el denunciante. Ahí es donde entramos nosotros, los coimeros: todos los que se sientan o saben de una mesa clandestina son conscientes de que si llegan a denunciar una partida, su vida no vale una blanca. Cualquier coimero de Córdoba, de Sevilla, de Toledo, o de allí adonde escapase el denunciante ejecutará esa sentencia aunque no haya sido él quien organizara la partida. Es nuestra ley y tenemos medios para hacerlo, nadie lo duda, y el que es jugador… un día u otro reaparece en alguna tabla.
—En cualquier caso —dijo Hernando tras pensar unos instantes las palabras de Pablo—, ¿no te gustaría aprovecharte de ellos?
Coca sonrió.
—¡Claro! Pero me juego mi negocio si nos descubren. Los coimeros corremos un riesgo añadido: aunque no se denuncie la partida, cualquier alguacil rencoroso que hubiera perdido en ella podría hacerme la vida imposible; un veinticuatro resentido me arruinaría. Explotar una casa de tablaje conlleva una pena de dos años de destierro y si te pillan con juegos de dados, la pena es la de confiscación de todos tus bienes, cien azotes y cinco años de galeras. Y en mi casa hay dados: buen dinero me rentan…
—No tienen por qué saber que jugamos juntos. Gano yo, tú pierdes, y repartimos después. Palomero, te costó mucho esfuerzo aprender el truco del Mariscal como para desaprovecharlo con cuatro muertos de hambre. Recuerda las ilusiones que nos hacíamos entonces.
—A veces corre la sangre —dudó el coimero.
—¡Vamos a por su dinero! —insistió Hernando.
—¿Piensas vivir del juego? —preguntó Coca—. Al final, de una forma u otra, nos relacionarían. No puedes estar ganando siempre en mis tablas.
—No es mi intención convertirme en fullero. Tan pronto como solucione lo de mi madre, escaparé de esta ciudad. Nos iremos… a Granada, probablemente.
El coimero bebió un largo trago de vino.
—Lo pensaré —dijo después.
Pablo Coca cumplió esa primera noche con sus señas y Hernando obtuvo unos beneficios tranquilizadores. Regresó a la posada del Potro y, antes de subir a su habitación, se dirigió a las cuadras para comprobar el estado de Volador. El caballo dormitaba atado a un pesebre corrido sin separaciones; descollaba entre dos pequeñas mulas. Con los animales dormían arrieros y huéspedes que no podían pagar las habitaciones del piso superior. Volador sintió su presencia y resopló. Hernando se acercó para palmearlo.
—¿Qué haces ahí, chiquillo? —exclamó al observar a un muchacho hecho un ovillo, acostado sobre la paja, pegado a los cascos de las manos de Volador.
El niño, que no tendría más de doce años, mostró unos inmensos ojos castaños a Hernando, pero no se levantó.