La mano de Fátima (80 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—¿Eso es importante?

Don Sancho dejó escapar un silbido antes de contestar:

—La Chancillería de Granada, con la de Valladolid, es el tribunal más importante del reino de Castilla. En Aragón hay otros. Por encima suyo y exclusivamente con respecto a algunos asuntos, sólo tiene al Consejo de Castilla en representación de Su Majestad. Sí, sí que lo es. Don Ponce de Hervás es juez de una de las salas de lo civil. Todos los pleitos de Andalucía terminan en él o en alguno de sus compañeros. Eso da mucho poder… y dinero.

—¿Está bien pagado?

—No seas ingenuo. ¿Sabes lo que decía el duque de Alba de la justicia en este país? —Hernando se volvió en la montura hacia don Sancho—. Que no hay causa alguna, sea civil o criminal, que no se venda como la carne en la carnicería y que la mayoría de los consejeros se venden a diario a quienes los quieran comprar. Nunca pleitees contra un poderoso.

—¿Eso también lo decía el duque?

—Éste es un consejo que te doy yo.

Hicieron noche en Padul, a algo más de tres leguas de Granada, puesto que no querían llegar a casa de sus anfitriones a horas intempestivas, y Hernando sorprendió a don Sancho al empeñarse en acudir a la iglesia antes de partir la mañana siguiente. Allí fue donde contrajo matrimonio con Fátima según el edicto del príncipe don Juan de Austria. Un falso enlace, sólo válido a los ojos de los cristianos, pero que para él había supuesto un rayo de esperanza. Fátima… La iglesia, vacía a aquellas horas, se le antojó un espacio frío, tan helado como su alma. Cerró los ojos, arrodillado, y simuló rezar, pero de sus labios sólo salía «Muerte es esperanza larga». Aquella frase le perseguía, parecía haber sellado su destino desde el mismo día que la pronunciara para ella. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué Fátima…? Tuvo que enjugarse las lágrimas antes de levantarse y, ante la extrañeza de don Sancho, se mantuvo en pertinaz silencio hasta llegar a la ciudad de la Alhambra. Accedieron a ella a media mañana por la puerta del Rastro. Cruzaron el río Darro por una zona en la que se vendían todo tipo de maderas. Una calavera, metida en una oxidada jaula de hierro que colgaba del arco de la puerta de la ciudad, le recibió con su lúgubre presagio. Algunos campesinos y mercaderes que intentaban cruzar se quejaron cuando Hernando se detuvo a leer la inscripción que se mostraba por encima de la jaula:

ESTA CABEZA ES LA DEL GRAN PERRO ABEN ABOO,

QUE CON SU MUERTE DIO FIN A LA GUERRA

—¿Le conociste? —inquirió don Sancho en un susurro, mientras la gente, malhumorada, adelantaba mulas y caballos por los costados para sortear a la pareja de jinetes que se había detenido en mitad del paso.

¿A Aben Aboo? Aquel perro castrado le había vendido como esclavo a Barrax y entregó a Fátima en matrimonio con Brahim. Hernando escupió.

—Veo que sí —sentenció el hidalgo, y azuzó a su caballo tras Hernando, que se había apresurado a cruzar bajo la calavera del rey de al-Andalus.

Siguiendo el curso del Darro, que atravesaba la ciudad, llegaron hasta la alargada y bulliciosa Plaza Nueva, donde el río desaparecía hasta emerger de nuevo más allá de la iglesia de Santa Ana. A su derecha, la cuesta que ascendía a la Alhambra, presidiendo Granada; a su izquierda, un gran palacio casi terminado.

—¿Cómo sabremos dónde vive don Ponce? —preguntó Hernando al hidalgo.

—No creo que nos resulte difícil. —Don Sancho se dirigió a un alguacil armado que estaba frente al palacio en construcción—. Buscamos la residencia de don Ponce de Hervás —le dijo con autoridad, desde su caballo. El alguacil entendió el apremiante lenguaje de los nobles.

—En este momento, Su Excelencia está ahí adentro. —El hombre señaló hacia el edificio en el que montaba guardia—. Os halláis frente a la Chancillería, pero él vive en un carmen en el Albaicín. ¿Deseáis que le mande recado?

—No pretendemos molestarle —contestó don Sancho—. Sólo queremos llegar a su casa.

El alguacil recorrió la plaza con la mirada y llamó a dos chiquillos que jugaban.

—¿Conocéis el carmen del oidor don Ponce de Hervás? —les gritó.

Hernando, don Sancho y los criados con las mulas se internaron con los niños en el laberinto de callejuelas que conformaban el Albaicín de Granada y que se elevaba en la otra vertiente del valle que formaba el río Darro, frente a la Alhambra. Muchas de las pequeñas casas propiedad de los moriscos aparecían cerradas y abandonadas y, como en Córdoba, allí donde se había alzado una mezquita, aparecía ahora una iglesia, un convento o un hospital de los muchos que se podían contar en Granada. Ascendieron una larga cuesta, estrecha y sinuosa, y descendieron por otra mucho más corta y empinada que moría en el portalón de doble hoja de una casa. Ya pie a tierra, tras haber dejado los caballos junto con las mulas en manos de los criados, Hernando entregó una blanca a los muchachos mientras don Sancho golpeaba la madera de una de las puertas con una aldaba en forma de cabeza de león.

Los recibió un portero vestido de librea que mudó el semblante al escuchar el nombre de Hernando y que corrió a avisar a su señora, después de dejarles apresuradamente en los jardines que se abrían detrás del portalón. Hernando y don Sancho se apoyaron en una de las muchas barandillas de obra que cerraban largos y estrechos jardines y huertos, que descendían por la ladera a modo de bancales, por debajo de la vivienda, hasta el linde del siguiente carmen o de alguna de las sencillas y humildes viviendas moriscas con las que compartían el espacio del Albaicín. Ambos miraron al frente, embriagados: entre el aroma de las flores y los frutales, entre el murmullo del agua de las numerosas fuentes, la Alhambra se alzaba al otro lado del valle del Darro, magnífica, esplendorosa, como si les llamara para que alargaran las manos hacia ella.

—Hernando…

La voz sonó tímida y rota a sus espaldas.

Hernando tardó en volverse. ¿Cómo sería ahora aquella niña de pelo pajizo y ojos castaños siempre temerosos? Fue lo primero en que se fijó: el pelo rubio, recogido en un moño, contrastaba con el vestido negro de una bella mujer cuyos ojos, a pesar de estar enturbiados por las lágrimas, se percibían vívidos y brillantes.

—La paz sea contigo, Isabel.

La mujer apretó los labios y asintió, recordando la despedida de Hernando en Berja, antes de que su salvador partiese a galope tendido, aullando y volteando el alfanje sobre su cabeza. Isabel sostenía en brazos a una criatura y junto a ella, dos niños, uno agarrado a su falda y el otro algo mayor, de unos seis años, quieto a su lado. Empujó al mayor por la espalda para que se adelantase.

—Mi hijo Gonzalico —lo presentó, al tiempo que el pequeño extendía avergonzado su mano derecha.

Hernando evitó estrechársela y se acuclilló frente a él.

—¿Te ha hablado tu madre de tu tío Gonzalico? —El niño asintió—. Fue un niño muy, muy valiente. —Hernando notó que se le hacía un nudo en la garganta y carraspeó antes de continuar—. ¿Tú eres tan valiente como él?

Gonzalico volvió la mirada hacia su madre, que asintió con una sonrisa.

—Sí —afirmó.

—Un día saldremos a pasear a caballo, ¿quieres? Tengo uno que pertenece a las cuadras del rey Felipe, el mejor de Andalucía.

Los ojos del pequeño se abrieron de par en par. Su hermano se soltó de la falda de su madre y se acercó a la pareja.

—Éste es Ponce —dijo Isabel.

—¿Cómo se llama? —preguntó Gonzalico.

—¿El caballo? Volador. ¿Querréis montar en él?

Los dos niños asintieron.

Hernando les revolvió el cabello y se levantó.

—Mi compañero, don Sancho —indicó, señalando al hidalgo, que se adelantó un paso para inclinarse ante la mano que le tendía Isabel.

Hernando observó a Isabel mientras ella contestaba a las solícitas preguntas de cortesía de don Sancho. La chiquilla asustada de antaño se había convertido en una bella mujer. Durante unos instantes la vio sonreír y moverse con delicadeza, sabiéndose observada. Cuando el hidalgo se retiró un paso e Isabel desvió la mirada hacia él, sus ojos castaños le transmitieron mil recuerdos. Hernando se estremeció, y como si quisiera liberarse de aquellas sensaciones, la urgió a que le contara qué había sido de su vida a lo largo de los años.

47

El oidor don Ponce de Hervás templó su carácter austero y reservado con una actitud de agradecimiento hacia Hernando que sorprendió incluso al servicio de la casa. Se trataba de un hombre bajito, de rostro redondo y facciones blandas, entrado en carnes, siempre vestido de negro y que medía una cabeza por debajo de su esposa, por la que mostraba adoración. Distinguió a su huésped con un sobrio dormitorio en la segunda planta del carmen, junto a los del matrimonio, con acceso a una terraza que daba a los jardines, frente a la Alhambra. Don Sancho fue acomodado en el mismo piso, en una zona cercana a la de los niños, al otro lado de un largo pasillo lleno de recovecos que cruzaba la mansión.

Sin embargo, la presencia de Hernando no varió los hábitos de don Ponce, que se volcaba en su trabajo como si en él encontrase el reconocimiento que no obtenía junto a la protegida de un grande de España y que con sólo un movimiento de su mano, una sonrisa o una palabra, eclipsaba al pequeño juez. Don Sancho, por su parte, solicitó permiso a la anfitriona para perderse por Granada en busca de la compañía de parientes y conocidos. Hernando, pues, pasaba los días en el carmen, junto a Isabel y sus hijos.

Con el permiso del oidor, durante las primeras jornadas Hernando usó el escritorio que éste tenía en la planta baja para escribir al duque e informarle del resultado de sus averiguaciones.

«Cabría establecer una alcaicería en Ugíjar», propuso después de advertir del perezoso carácter de las gentes y de los problemas con que se topó en sus paseos por las Alpujarras. «De esta forma, los lugareños no tendrían que malvender sus sedas en Granada, como al parecer hoy se ven obligados a hacer. Con ello se ahorrarían los gastos del viaje hasta la ciudad, y tampoco afectaría a los numerosos telares de Granada, puesto que se surten de la seda de otros muchos lugares además de la de las Alpujarras…»

Unas risas infantiles le distrajeron de su trabajo. Hernando se levantó del sencillo escritorio de madera labrada del oidor y se acercó a una puerta de doble hoja, entreabierta para que entrase la brisa procedente del jardín principal del carmen: un pedazo de tierra largo y estrecho que se abría en uno de los costados del edificio al nivel de la planta baja. En su centro, ocupando toda su extensión, había un estanque alimentado por numerosas fuentes dispuestas a intervalos en sus lados. El jardín estaba cubierto por emparrados sostenidos por arcos que en aquella época primaveral estaban tupidos, así que encerraban un fresco y agradable túnel que finalizaba en una glorieta. Junto a las bases de los emparrados estaban dispuestos bancos de obra desde los que contemplar los numerosos chorros de agua que se alzaban en el aire antes de caer al estanque.

Hernando se apoyó contra una de las hojas de la puerta. En uno de los bancos estaba sentada Isabel con un bordado en su regazo. Miraba sonriente las correrías de sus hijos, que intentaban escapar de los cuidados del aya. Un rayo de sol que se filtraba a través del emparrado iluminaba su figura en la umbría del frondoso túnel. Hernando la contempló, vestida con su acostumbrado traje negro: su cabello pajizo, el mismo que llamó su atención años atrás y la salvó de la esclavitud, hacía destacar unas facciones dulces y agradables, unos labios carnosos, el cuello largo bajo su pelo recogido y unos pechos generosos que pugnaban con el vestido que los oprimía; cintura estrecha y caderas grandes, el cuerpo voluptuoso de una joven madre de tres hijos. El sol se reflejó en su mano cuando Isabel la extendió para indicarle a Gonzalico que no se acercase tanto al estanque. Hernando siguió el movimiento de aquella mano blanca y delicada y se quedó prendado de ella. Luego observó al niño, pero éste volvía a correr delante del aya, sin hacer caso a su madre. Un inquietante cosquilleo recorrió la espalda de Hernando cuando se volvió hacia Isabel: sus ojos castaños se mantenían fijos en él. Su respiración se aceleró al percibir cómo los senos de Isabel se agitaban bajo el «cartón de pecho» que los aprisionaba. ¿Qué estaba sucediendo? Turbado, aguantó su mirada unos instantes, seguro de que desviaría la atención a los niños o al bordado, pero ella no cedió. En el momento en que empezaba a sentir cómo el cosquilleo descendía hasta su entrepierna, abandonó con brusquedad el lugar, buscó a uno de los criados y le ordenó que embridase a Volador.

Una semana más tarde, don Ponce y su esposa organizaron una fiesta en honor de su invitado. Durante esos siete días, mientras trabajaba por las mañanas, Hernando, de espaldas a las puertas, trató de concentrarse en el informe del duque y hacer caso omiso de las risas que parecían llamarle desde el jardín.

Establecer una feria franca anual para que los alpujarreños pudieran vender sus mercaderías… Habilitar un puerto… Plantar morales y viñas… Permitir que los lugareños pudieran vender las tierras adjudicadas… Organizar la justicia en la zona… Reprimiendo el instinto que le movía a volverse hacia el jardín para ver a Isabel, desarrolló todas y cada una de las ideas que se le ocurrieron a fin de promover el comercio en la zona y así posibilitar un aumento de las rentas reales. Pero lo cierto es que trabajaba con lentitud, se sentía cansado. No dormía bien. Durante las noches, cada ruido que escuchaba desde el dormitorio de doña Isabel retumbaba en su habitación. Sin quererlo, sin poder evitarlo, se encontró aguzando el oído, conteniendo la respiración para escuchar los murmullos al otro lado de la pared; hasta creyó oír el roce de las sábanas y el crujir de la madera de la cama, seguramente adoselada, cuando Isabel cambiaba de postura. Porque tenía que ser ella; en momento alguno de sus tortuosas noches pudo imaginar que cualquiera de aquellos sonidos provinieran del juez. A veces pensaba en Fátima y se le encogía el estómago, como la primera vez que tras su muerte había acudido a la mancebía, pero al cabo de unos instantes volvía a descubrirse pendiente de la habitación contigua. Sin embargo, durante el día, a la luz del sol, se esforzaba por evitar a Isabel, entre avergonzado e incómodo.

La misma mañana del día de la fiesta logró poner punto final a su informe, en el que en carta aparte comunicaba al duque su estancia en casa de don Ponce de Hervás y de su esposa Isabel. Como no disponía de sello, pidió al oidor que lo lacrase con el suyo y, aprovechando una expedición que según don Ponce iba a partir hacia Madrid, despachó a uno de los criados con el encargo.

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