Authors: Ildefonso Falcones
—¿Por qué lo hizo? —se extrañó también don Diego al entregarle el salvoconducto para que pudiera desplazarse hasta Sevilla—. ¿Acaso no es morisco también?
—Hernando y él tuvieron problemas en las Alpujarras —le aclaró Abbas.
—¿Algo tan grave como para matar a una mujer y a tres niños indefensos? —replicó el noble agitando el documento que llevaba en la mano—. ¡Virgen santísima!
Abbas sólo pudo encogerse de hombros. Don Diego tenía razón, y él ni siquiera había sido capaz de encontrar los cuerpos para sepultarlos debidamente, ya que Aisha se negaba a hablar. En cuanto el herrador se interesaba por algún detalle más concreto, que arrojara un poco de luz sobre el punto preciso donde había sucedido la matanza, más allá del «en algún lugar de la sierra» que Aisha repetía como única respuesta, ésta rompía en llanto para terminar siempre sollozando las mismas palabras:
—Te lo ruego. Ve a buscar a mi hijo.
Y en ello estaba Abbas, paso a paso bajo el sol de Andalucía, con el estómago encogido, la bilis siempre en la boca y las lágrimas asomando a los ojos, mientras pensaba en cómo comunicarle a un buen amigo que su esposa y sus dos hijos habían sido salvajemente asesinados en el interior de Sierra Morena.
Todas aquellas frases que había ideado se le borraron de la mente a la sola visión de Hernando, que abandonó la yeguada y saltó ágilmente de Azirat a tierra para correr hacia él, curtido por el sol, sus ojos azules más brillantes que nunca, mostrando unos dientes blancos en amplia y sincera sonrisa.
A Abbas se le nubló la vista; la yeguada se convirtió para él en un simple borrón informe. Sin embargo, llegó a percibir cómo Hernando se detenía bruscamente a escasos pasos de donde él se hallaba. Su presencia se confundió con las mil manchas oscuras de las yeguas a sus espaldas, y las palabras de Hernando le parecieron lejanas, como si le llegasen transportadas por el viento desde algún lugar remoto.
—¿Qué sucede?
—Ubaid… —musitó Abbas.
—¿Qué pasa con Ubaid? —Hernando parecía atravesarle con sus ojos azules, ahora teñidos de una creciente inquietud—. ¿Ha pasado algo? Mi familia… ¿está bien? ¡Habla!
—Los ha asesinado —logró articular el herrador, sin poder levantar la mirada—. A todos menos a tu madre.
Hernando se quedó mudo. Durante unos instantes permaneció inmóvil, como si su mente se negara a admitir lo que acababa de oír. Luego, muy despacio, se llevó las manos al rostro y aulló al cielo. ¡Fátima! ¡Los niños!
—¡Hijo de puta! —exclamó de repente en dirección a Abbas.
Golpeó al herrador y éste cayó al suelo. Luego se abalanzó sobre él.
—¡Perro! ¡Me prometiste seguridad! ¡Te encargué que los vigilaras, que cuidases de ellos!
Hernando golpeaba a un Abbas inerte, incapaz tan siquiera de protegerse ante la paliza.
Lo último que notó el herrador antes de perder el conocimiento fue cómo los demás hombres levantaban a Hernando, que gritaba lo que para él ya eran palabras ininteligibles.
Antes de llegar a Córdoba, Azirat se negó a continuar galopando al mismo ritmo que llevaba desde que partieron del Lomo del Grullo. Hernando clavó una vez más sus espuelas en los ijares del caballo, igual que llevaba haciéndolo durante las cerca de siete leguas que recorrió al galope tendido, pero el animal fue incapaz de echar las manos por delante y su galope, pese al castigo, se fue haciendo más y más lento y pesado hasta llegar a detenerse.
—¡Galopa! —gritó entonces, espoleándolo y echando su cuerpo hacia delante. Azirat simplemente se tambaleó—. Galopa —sollozó, mientras movía frenéticamente las riendas. El animal se arrodilló en el camino—. ¡Dios! ¡No!
Hernando saltó del caballo. Azirat se hallaba cubierto de espuma; sus ijares ensangrentados, los ollares desmesuradamente abiertos en su esfuerzo por respirar. Hernando apoyó la mano sobre su corazón: parecía que iba a reventar.
—¿Qué he hecho? ¿También tú vas a morir?
¡Muerte! El frenesí del galope en el que había tratado de refugiarse desapareció ante el animal destrozado y el dolor atravesó de nuevo a Hernando. Llorando, tiró de las riendas, levantó a Azirat y lo obligó a andar. El caballo se ladeaba como borracho. Cerca corría un arroyo, pero Hernando no se acercó a él hasta que notó cierta recuperación en el caballo. Cuando lo hizo, no le permitió beber: con las manos en forma de cuenco le ofreció algo de agua, que Azirat ni siquiera pudo lamer. Le quitó la montura y las bridas, y con su marlota a modo de esponja le frotó todo el cuerpo con agua fresca. La sangre de sus costados, provocada por los tajos de las espuelas, se mezcló en la imaginación de Hernando con la brutalidad de Ubaid. Repitió una y otra vez la acción y lo obligó a andar sin dejar de ofrecerle agua en sus manos. Al cabo de un par de horas, Azirat extendió el cuello para beber por sí directamente del arroyo; entonces Hernando se llevó las manos al rostro y se abandonó al llanto.
Pasaron la noche a la intemperie, junto al arroyo. Azirat ramoneaba hierbajos y Hernando lloraba desconsoladamente, con las imágenes de Fátima, Francisco e Inés danzando frente a él. Golpeó la tierra hasta desollarse los nudillos al escuchar sus voces y sus risas inocentes; aulló de dolor al olerlos de nuevo, y creyó notar el calor y la ternura de sus cuerpos junto a él al tiempo que trataba de alejar de sí la inimaginable escena de sus muertes a manos de un Ubaid que se le aparecía, triunfante, con el corazón palpitante de Gonzalico en sus manos.
La siguiente jornada la hizo a pie. Cuantos se cruzaron con él dudaron de si era el hombre el que tiraba del caballo o era éste el que arrastraba a un despojo humano agarrado a sus riendas. Sólo al despuntar el alba del tercer día, se atrevió a montar de nuevo y en dos más, siempre al paso aunque el caballo diera muestras de haberse recuperado, cruzó el puente romano y dejó atrás la Calahorra.
Hernando no tuvo más fortuna que Abbas a la hora de obtener información de su madre.
—¿Para qué quieres saberlo? —llegó a gritar la misma noche de la llegada de su hijo a Córdoba, cuando se quedaron a solas, después de que las constantes visitas de condolencia hubieran terminado—. ¡Yo lo vi! ¡Yo vi cómo morían todos! ¿Quieres que te lo cuente? Logré escapar o quizá… quizá no quisieron matarme a mí. Luego erré toda la noche por la sierra hasta dar con un sendero de regreso a Córdoba. Ya te lo he contado. —Aisha se había dejado caer en una silla, cabizbaja, derrotada. Mil veces había tenido que mentir a lo largo del día; tantas como había dudado sobre contarle la verdad a su hijo ante el tremendo dolor que percibía en su rostro a cada pregunta de las visitas, a cada pésame, a cada silencio. ¡Pero no! No debía hacerlo. Hernando correría a Tetuán. Lo conocía; estaba segura. Y ella perdería al único hijo que le quedaba…
—¿Que para qué quiero saberlo? —masculló Hernando, sin dejar de andar por la galería con las manos crispadas—. ¡Necesito saberlo, madre! ¡Necesito enterrarlos! ¡Necesito encontrar al hijo de puta que los asesinó y…!
Aisha alzó el rostro ante la escalofriante ira que percibió en el tono de voz de su hijo. ¡Nunca le había visto así! ¡Ni siquiera… ni siquiera en las Alpujarras! Fue a decir algo, pero calló aterrorizada al ver cómo Hernando, con la mirada perdida, se arañaba con fuerza el dorso de la mano.
—Y juro que lo mataré —terminó la frase su hijo, al tiempo que unos profundos surcos de sangre aparecían en su mano.
—¡Ubaid!
El aullido quebró el apacible silencio de aquella mañana de finales de agosto y resonó en las sierras.
—¡Ubaid! —volvió a gritar Hernando hacia los fragosos bosques que se abrían a sus pies, parado en lo más alto de uno de los cerros de Sierra Morena, alzado sobre los estribos, como si pretendiese erigirse sobre la más alta de las cumbres, exhibiéndose a la mirada de quien quiera que pudiera estar escondido entre la vegetación. Sólo el ruido del correteo y del aletear de los animales, sorprendidos, le respondió—. ¡Perro repugnante! —continuó gritando—. ¡Ven a mí! ¡Te mataré! ¡Te cortaré la otra mano, te abriré en canal y yo mismo repartiré tus despojos entre las alimañas!
Sus gritos se perdieron en la inmensidad de Sierra Morena. Y tornó el silencio. Hernando se desplomó en la montura. ¿Cómo iba a encontrar al Manco en aquellas serranías?, pensó. ¡Tenía que ser el monfí quien acudiese a su desafío! Desenvainó la espada y la alzó al cielo.
—¡Puerco asqueroso! —aulló de nuevo—. ¡Asesino!
A lomos de Azirat, había abandonado Córdoba tan pronto como logró ordenar cuanto necesitaba. Se despidió de su madre después de intentar, una vez más, que le proporcionase algún dato, el más mínimo indicio para empezar su búsqueda, pero no lo logró.
—¿Adónde vas? —le preguntó Aisha.
—Madre, a hacer lo que todo aquel que se llame hombre debe hacer: vengarme de Ubaid y encontrar los cadáveres de mi familia.
—Pero…
Hernando la dejó con la palabra en la boca. Luego se dirigió a la casa de Jalil y el anciano le prometió que tendría lo que necesitaba: una buena espada, una daga y un arcabuz que le entregarían en secreto en el camino de las Ventas.
—Que Alá te acompañe, Hamid —le despidió solemnemente el anciano, irguiéndose cuanto le permitió su cuerpo.
Después fue a las caballerizas y buscó al administrador. Durante unos instantes, mientras el morisco excusaba su presencia, el hombre le examinó desde detrás de la escribanía: el rostro aparecía macilento y unas ojeras amoratadas revelaban la noche que había pasado, en vela, llorando, golpeando muebles y paredes, clamando venganza.
—Ve —musitó el administrador—. Encuentra al asesino de tu familia.
Ese primer día, después de esperar en vano a que Ubaid respondiese, Hernando azuzó a Azirat para que bajase del cerro. Hasta que se puso el sol, recorrió cañaverales, cruzó riachuelos y ascendió lomas desde las que volvió a retar a Ubaid. Preguntó en las ventas y a las gentes que encontró en el camino; nadie supo darle noticias del paradero de los monfíes: hacía tiempo que no actuaban.
De regreso a Córdoba, escondió las armas entre unos matorrales para poder cruzar la puerta del Colodro sin problemas. Dejó a Azirat en las cuadras, pero antes de dirigirse a su casa acudió a los poyos del convento de San Pablo a comprobar si los hermanos de la Misericordia habían tenido más suerte que él y habían encontrado los cadáveres de su familia. Entre las gentes que remoloneaban curiosas, se acercó a aquellos cuerpos que aparecían descompuestos, con sentimientos enfrentados: rezaba por encontrarlos y poder sepultarlos, pero no deseaba que sucediera allí, rodeado de cristianos, mercancías robadas y alguaciles, risas y chanzas.
—¡Lo encontraré! ¡Juro que daré con él aunque tenga que recorrer España entera!
Eso fue todo lo que le dijo a su madre cuando ésta lo recibió, antes de encerrarse en su dormitorio para martirizarse con el aroma de Fátima que todavía flotaba en el interior.
Al día siguiente, Hernando se dispuso a partir antes incluso de que amaneciese. ¡Quería disponer de todas las horas de sol! Regresó a Córdoba con las manos vacías. Lo mismo hizo al día siguiente, y al otro, y al siguiente del otro.
Aisha le contemplaba volver derrotado, cada día un poco más. Y lloró acompasando sus propios sollozos a los que escuchaba desde la habitación de su hijo en el silencio de las noches. Volvió a considerar contarle la verdad, aunque fuera sólo para verle sonreír de nuevo, pero no lo hizo. La mirada suplicante de Fátima y el temor a quedarse sola, a mandar al hijo que le restaba a una muerte segura, se lo impidió. Ella misma había perdido ya a cinco hijos, ¿por qué no iba a superar aquella desgracia también Hernando? Los niños morían a centenares antes de alcanzar la pubertad y en cuanto a Fátima, seguro que encontraría a otra mujer. Además… además tenía miedo; tenía miedo a quedarse sola.
Hernando continuó acudiendo a las sierras, cada día algo más demacrado que el anterior; ya ni siquiera hablaba, ¡ni siquiera clamaba venganza! Durante las noches, sólo se escuchaba el murmullo de sus constantes oraciones.
«Lo superará —se decía Aisha a diario—. Tiene un buen trabajo —se repetía tratando de convencerse—, y está bien considerado. ¡Es el mejor domador de las cuadras del rey! Abbas lo dice, todo el mundo lo asegura. Hay decenas de muchachas sanas y jóvenes dispuestas a contraer matrimonio con un hombre como él. Volverá a ser feliz.»
Pero cuando habían transcurrido cerca de veinte días comprendió que su hijo se iba a dejar la vida en el empeño, que nunca iba a cejar. ¿Debía contarle la verdad? Aisha sintió una congoja insuperable, le temblaban las rodillas: no sólo le había engañado, sino que había permitido que se torturase durante todo ese tiempo. ¿Cómo respondería Hernando? Era un hombre, un hombre enajenado. Si no la golpeaba, cuando menos la odiaría, igual que odiaba a quien creía que había matado a su familia. ¿Qué podía hacer? Se imaginó a Hernando insultándola a gritos, y las palizas de Brahim se le revelaron clementes. ¡Era su hijo! ¡El único que le quedaba! ¡No podía enfrentarse a él!
A la mañana siguiente, después de que Hernando se arrastrase una vez más en busca del monfí, Aisha abandonó Córdoba por la misma puerta del Colodro. Andaba cabizbaja y portaba un hatillo. El sol de finales de agosto seguía cayendo a plomo. Recorrió la legua que separaba la ciudad de la venta del Montón de la Tierra igual que lo hiciera aquella aciaga mañana. A la vista de la posada, el dolor le asaltó hasta casi atenazarle las piernas e impedirle continuar su camino. ¿Y si no le salía bien? Se quitaría la vida, decidió sin dudar.
Recordó a los cuatro hombres del marqués de Casabermeja que habían salido de la venta para enterrar el cadáver del monfí luego de que Brahim lo hubiera asesinado y se hubiera encerrado con Fátima en el dormitorio del primer piso. Luchó por apartar de su mente la mirada lasciva de su esposo; pugnó por olvidar las palabras que le había dirigido al pasar junto a ella, tirando de la muchacha: «¡Mujer! Dile a tu hijo el nazareno que lo espero en Tetuán. Que si quiere recuperar a sus hijos tendrá que venir a buscarlos a Berbería». ¡Los hombres del marqués!, eso era lo que le interesaba y trató de concentrarse. Sin embargo, la suplicante mirada de Fátima rogándole que no lo hiciera, que no le dijera nada a Hernando, revivió en su mente con una fuerza inusitada.
Aisha se detuvo, se acuclilló a la vera del camino, se llevó las manos al rostro y rompió a llorar. ¡Hernando! ¡Shamir! ¡Fátima y los niños!